Ética de la exposición

Santiago Roger Godoy*

Cuadernos del Sur - Filosofía 46 (vol. 2), 197-214 (2017), E-ISSN 2362-2989

A partir del postulado de base de la filosofía de Sartre, “toda conciencia es transparente” o “nada hay en la conciencia que no sea conciencia de mundo” o “toda conciencia es intencional”, se pueden extraer dos consecuencias contrapuestas sobre el fenómeno de la libertad: o bien, somos libres porque en cada caso deberemos tomar decisiones deliberadas y universales para cada una de nuestras acciones, o bien, lo seremos en tanto nos dejemos absorber por el mundo ya que solo este puede desbordar mi ser insídico. En este sentido, nuestro trabajo consiste en mostrar la disyunción antes mencionada en los dos escritos fundamentales de la primera etapa de la filosofía de Sartre: La trascendencia del Ego publicada originalmente en 1936 (Sartre, 1968) y El ser y la nada de 1943 (Sartre, 1997). Aparecerán, entonces, las dos posturas morales contrarias que están en juego aquí: una “ética de la responsabilidad” (la necesidad del para-sí de fundar la totalidad de los valores al hacerse responsable de toda la humanidad en cada acción); o una “ética de la exposición” a partir de lo expuesto en La trascendencia del Ego (el estar arrojado a lo que me demanda el mundo).

Palabras clave: libertad – responsabilidad – exposición

Fecha de recepción

27 de septiembre de 2018

Aceptado para su publicación

17 de octubre de 2019

* IICA (Instituto de Investigación en Cultura y Arte), Universidad Nacional de Salta. Correo electrónico: tiagodoy@hotmail.com

Resumen

Starting from the basic postulate of Sartre’s philosophy: “all consciousness is transparent” or “everything in consciousness is world consciousness” or “all consciousness is intentional”, two opposing consequences can be drawn about the phenomenon of freedom: or, we are free because in each case we must make deliberate and universal decisions for each of our actions, or else, we will be as long as we allow ourselves to be absorbed by the world since only the world can overwhelm my insidious being. In this sense, our work consists of showing the aforementioned disjunction in the two fundamental writings of the first stage of Sartre’s philosophy: The Transcendence of the Ego originally published in 1936 (Sartre, 1968) and Being and Nothingness of 1943 (Sartre, 1997). The two opposing moral positions that are at stake here will then appear: an “ethics of responsibility” (the necessity of the for-itself to found the totality of the values by taking responsibility for all humanity in each action); or an “exposure ethic” based on what is stated in The Transcendence of the Ego (being thrown into what the world demands of me).

Keywords: freedom – responsibility – exhibition

Abstract

197-214

Ar

A partir de Sartre ya no se puede ir más allá en las aventuras del cogito (fundamento de la fenomenología) puesto que este se ha disuelto, se ha resuelto en su nada. En efecto, si Descartes abre la discusión (moderna y contemporánea) con la certeza del “Yo pienso”, Sartre la cierra al demostrar que este Yo solo aparece como objeto puesto de una intención que mira a una conciencia del pasado; es decir, solo aparece en la reflexión. En tanto, la conciencia intencionante (irreflexiva, pre reflexiva) ya no necesita de un Yo unificador, sino que se unifica a sí misma a partir del mundo y de los propios lazos que puede generar al interior de ella misma. Esta cuestión que en Husserl se mantiene dubitativa, temerosa, imprecisa, adquiere claridad y seguridad en la fenomenología sartreana: el Yo se ha constituido en un objeto trascendente del mundo como cualquier otro, y la conciencia, a partir de esto, no es más que su darse a las cosas en una intención sin nada sustancial a sus espaldas. En una palabra, la conciencia se ha tornado vacía, prístina, transparente.

Sin embargo, la preocupación primera de Sartre de expulsar de la conciencia todo objeto hasta convertir a esta en un cristal trasparente (fuente y fundamento de la nada) ha generado una paradoja, una controversia que podemos formular de la siguiente manera: el hecho de que el para-sí1 sea conciencia vacía, hace que se descubra, en todo momento, contingente; dicha contingencia lo vuelve una perpetua cuestión para sí mismo; es decir, lo condena a una incesante preocupación por su ser (en la búsqueda de su fundamento, o sea, la consolidación de su ser en un en-sí inmóvil); pero, a su vez, por el mismo hecho de que el para-sí es conciencia vacía (pura intención) su preocupación (y su ocupación) no puede ser él mismo sino el mundo en el cual se intenciona, no habiendo lugar, en esta segunda interpretación, para la búsqueda del fundamento del propio ser. La duplicidad que genera esta paradoja habilita dos posibles actitudes ante el mundo: la primera es la que ha elegido Sartre en El ser y la nada (Sartre, 1997) bajo el peso de la responsabilidad y el compromiso; la segunda, que nosotros encontramos claramente asentada en La trascendencia del Ego (Sartre, 1968), es la del juego y la exposición. Esto no quiere decir que estos escritos presenten ideas antagónicas; por el contrario, ambos parten del mismo lugar. Esto es lo que ha hecho que el primero (y esta es la postura más generalizada de los estudiosos) sea interpretado como un boceto, un plan a desarrollar del segundo. En el caso de La trascendencia del Ego (Sartre, 1968), nuestra interpretación encuentra que la postura es claramente la del juego y la exposición, y en el caso de El ser y la nada (Sartre, 1997) según en qué pasajes nos asentemos vamos a encontrar una postura u otra; aun así, también es claro que Sartre ha tomado posición en este segundo escrito y se ha volcado en sus conclusiones finales hacia una ética de la responsabilidad.

De esta manera, en este trabajo haremos interactuar y estableceremos comparaciones entre las formas más importantes de en-sí (el ego, el valor, la facticidad), en su relación precisa con la conciencia (sea esta reflexiva o irreflexiva, conciencia puesta de objeto o conciencia no tética de sí) y el para-sí. Específicamente, intentaremos barajar, calcular, sopesar lo que se está poniendo en juego si nos inclinamos de uno u otro lado de la balanza: ¿elegiremos una conciencia comprometida, proyectiva y estructurada según un en-sí inmóvil, estático (una conciencia infeliz por ser toda ella carencia) o, por el contrario, elegiremos una conciencia espontánea, impersonal, arrojada, pura intencionalidad, pura mutación por estar sometida a las determinaciones del mundo? Luego, veremos las consecuencias éticas que genera la controversia de postular una conciencia prístina; bajo este aspecto encontraremos una nueva manera de enunciar la paradoja, a saber: si nada hay en la conciencia, soy culpable (vale decir responsable) de todo lo que sucede en el mundo porque todo sentido viene de mí, lo que haya de valor en el mundo es mi puesta en funcionamiento de un mecanismo de valoración ex nihilo; pero, a su vez, es legítimo decir que, si nada hay en la conciencia, soy inocente de todos mis actos porque estos no son más que las imposiciones de las cosas; mis actos están determinados por el mundo ya que jamás podrían estar determinados por mí mismo puesto que, en tanto conciencia, nada soy y nada hay en mí que pueda determinar o condicionar. Si la primera postura es la que va a terminar tomando Sartre (ética de la responsabilidad), nosotros abogamos por la segunda (ética de la irresponsabilidad) que luego va a devenir en una ética de la exposición.

Quizás la forma más extrema y radical de libertad2 sea aquella que se deduce (y Sartre lo hace en La trascendencia del Ego3 –Sartre, 1968–) de la consecuencia liminal de postular una conciencia intencionada absolutamente en sus objetos. Bajo este postulado, el para-sí termina siendo un completador de carencias del mundo. Es el que ata cabos, el que sigue las instrucciones del rompecabezas por armar. Los objetos y el mundo son un entramado de indicaciones y prescripciones pragmáticas. En tanto para-sí, decir que siempre estoy en situación no es otra cosa que marcar mi estado perpetuo de actitud debida con respecto a las cosas. En este sentido, siempre sé qué debo hacer, siempre tengo algo pendiente por completar. Pero también es factible argumentar que esta actitud cotidiana y por demás ordinaria es lo opuesto de la libertad y, por el contrario, conservar el adjetivo de libre para aquel para-sí que es afectado por la náusea (el equivalente de la angustia heideggeriana).

“El ser nos será develado por algunos medios de acceso inmediato: el hastío, la náusea, etc.” (Sartre, 1997: 7). En efecto, la náusea sería una actitud privilegiada por cuanto me indica la contingencia de los objetos, del mundo y de mí mismo. En este sentido, es la forma radical de nihilización; es la nihilización sin trascendencia posible porque toda trascendencia necesita la cualificación de un objeto; es la absoluta nihilización hacia una nada. La libertad estaría dada, en este punto, por la captación de mi falta de determinación respecto de cualquier objeto del mundo; soy libre en tanto reconozco la indiferencia de toda cualificación; es lo mismo esto que aquello porque a nada estoy atado de modo necesario. Pero, ¿cómo calificar de libre a alguien que ha cortado los lazos con toda actividad? En efecto, la náusea me lleva a la inacción porque, bajo su imperio, no hay teleología en tanto no hay trascendencia: ni las que me podría imponer el mundo, ni las que me podría procurar a mí mismo. Esta sería entonces una libertad puramente cognitiva cuyo contenido empobrece al mundo porque lo reduce a un solo juicio, a un solo valor, a una sola verdad: el mundo, los otros y yo mismo como para-sí somos contingentes. La riqueza del mundo, entonces, se ha perdido, ha quedado aplastada por una aburrida sentencia autoritaria4. Es como decir que un daltónico, que solo ve en blanco y negro, está en una situación privilegiada con respecto al resto de los que pueden ver colores por el hecho de que su percepción descubre la esencia de luz y oscuridad de todo color. Pero, hay algo más, esta actitud de actividad y movimiento constante conforme a los mandatos de los objetos, lejos de ser común y ordinaria, es de lo más extraña y difícil de encontrar. Lo que sucede es que se la confunde con aquella otra que consiste en dejarse llevar, no por los objetos, sino por las interpretaciones impersonales que de ellos ha realizado la comunidad a la que pertenezco.

Ahora bien, se nos puede objetar ¿de qué libertad estamos hablando, si bajo esta actitud nos vemos manejados por las exigencias de los objetos? ¿No sería más bien una forma de determinismo bajo el régimen del mundo? Antes de responder directamente a esta objeción, notemos que la postura contraria, por ser imposible, al tratar el para-sí de adoptarla, cae en una forma extrema de mala fe. En efecto, la actitud contraria sería: mis determinaciones vienen de mí mismo, por eso soy autónomo, por eso me doy la ley y no permito dejarme arrastrar por los objetos y el mundo. Pero, si mi conciencia es solo el reflejo del mundo, si es nada, ¿a partir de qué me podría dar la ley y autodeterminarme? La única solución es pensarme como una sustancia (Descartes) de donde extraigo las determinaciones y los fundamentos de mi acción. Ese sí mismo tiene que ser algo. Y tendría que ser una sustancia (contenido) trascendental (Kant, o sea universal y necesario), de lo contrario sería material y, por lo tanto, sujeto a la contingencia del ethos común. Pero, justamente, aquí está el meollo de la cuestión, debido a que la conciencia es traslúcida, al intentar direccionar mi acción conforme a una voluntad con pretensiones de autonomía, no hago más que caer en el determinismo más heterónomo, por cuanto sin saberlo, en realidad estoy respondiendo a órdenes materiales de una alteridad contingente (los otros5). En este sentido, si definimos a la libertad como la capacidad de producir el movimiento que procura el cambio que es, en definitiva, mi propia modificación, tenemos que decir que esta noción de autonomía no hace más que cerrarle las puertas a la novedad, en tanto actúa bajo los requerimientos de la clausura gnoseológica de la alteridad impersonal de una tradición comunitaria y lo hace sin saberlo o, en un acto de mala fe, sabiéndolo, pero escondiéndose la verdad. Es por ello que empezamos postulando que la forma más álgida de libertad es la de un para-sí que se aboca a la tarea de realización de lo perfectible exigida por el mundo. En efecto, si libertad es igual a cambio, nadie puede ser más libre, y estar sometido con mayor frecuencia al cambio que aquel que supedita su acción a los reclamos del mundo; y esto porque el mundo no atiende a convenciones, tradiciones o mandatos sociales; o, en todo caso, cada una de las esferas distintas del mundo se regula según la lógica interna de sus posibilidades y, con ello, genera y multiplica las instancias que desbordan en todo momento las pretensiones y previsiones de las conformidades tradicionales que le dieron gestación. Es la perfección de lo necesario que nos arroja siempre fuera de nosotros mismos y de nuestras propias expectativas. El mundo marca lo que necesita y en esa necesidad soy libre al cortar con los lazos de mis propias limitaciones.

Pero en Sartre la cuestión es ambivalente. Lo que debemos descubrir es si esta ambivalencia es la consecuencia necesaria de un postulado de base o más bien un artilugio de prestidigitador propio de los genios filosóficos que saben trucar el sentido de las palabras.

En Sartre la libertad es efectivamente la consecuencia necesaria del modo de ser transparente de la conciencia, pero, ¿a qué llama Sartre libertad? El conflicto se produce cuando se equipara libertad a responsabilidad6.

Estamos de acuerdo en que la noción de libertad se asimila a la de elección. Un movimiento libre (un acto) es aquel que se realiza de forma deliberada, es decir, que tiene su base en una elección consciente. Pero entonces en contraposición a los movimientos elegidos (los actos) tienen que existir los movimientos no elegidos. Si elijo cocinar un postre conforme a una receta, me determino a una acción de la que preveo, relativamente, sus consecuencias, sus desenlaces. En cambio, si se me manifiesta una apendicitis que no me permite seguir con mis actividades diarias, debo entonces recluirme en un hospital para que me realicen una operación de urgencia. Todos estos movimientos, de curación y de cuidado de mi salud, son involuntarios y cortan con mi posibilidad de previsión; bajo estas circunstancias, soy arrastrado por una serie de movimientos que están determinados, no por mi libre elección, sino por mi cuerpo en tanto objeto del mundo. Tenemos entonces dos cambios posibles: en el primero, me determino conforme a un saber de inducción o de tradición a realizar un movimiento anticipando sus consecuencias (ámbito de la libertad inserta en el determinismo del mundo); en el segundo, el mundo me mueve a contrapelo de mi autodeterminación, es el ámbito de lo imprevisto e imprevisible, soy víctima de algo más grande que mi voluntad.

La proeza de Sartre consiste en demostrar que no existe dicha distinción, que el ámbito de lo imprevisible, que el movimiento según el mundo, es el mismo (a la luz de mi libertad) que el ámbito de lo previsible, de lo elegido o elegible. ¿Bajo qué argumento realiza esta reducción? Bajo el argumento de que si hay un mundo es porque hay una conciencia que lo hace ser. En este sentido, todo lo que aparece, todo lo que me sucede, pero de forma más amplia, todo lo que acontece en general, parezca tener o no relación conmigo, es mi responsabilidad. Soy responsable, tanto de la suerte de mis hijos a los que estoy estrechamente ligado y de quienes me determino a responsabilizarme, como de los accidentes, atracos y robos sucedidos el día de hoy y que contemplo en el noticiero de las 12, como de la guerra que se está desatando en Siria. Todo lo que cae bajo la mirada de un para-sí es responsabilidad de este, por la simple razón de que tenemos aquí a una conciencia que hace venir algo a la existencia no porque determine su ser sino porque determina su aparecer. Esta es la razón y el sentido de las famosas frases sartreanas:

Nuestra responsabilidad es mucho mayor de lo que podríamos suponer, porque compromete a la humanidad entera. (...) El existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no solo el que elige ser, sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda responsabilidad (Sartre, 2006: 5).

Pero ¿no estamos aquí ante un sofisma? ¿Es lo mismo ser responsable porque me constituyo en agente activo que dio comienzo a una serie de eventos que desencadenaron una determinada situación (favorable o desfavorable, para pocos o para muchos, para mí o para otros) que ser responsable porque, sin haber realizado ningún movimiento, sin ser agente activo ni pasivo, me constituyo en contemplador de una escena en cuya secuencia causal no he intervenido jamás? Lo que nos está diciendo Sartre es que todo tiene una relación conmigo porque todo es vivenciado a partir del punto de vista que soy en tanto conciencia. Pero ¿no se está produciendo acá una reducción arbitraria al suponer que toda relación entre un para-sí y el mundo es una relación de responsabilidad?

Hay algo más. Desde la perspectiva del para-sí, todo lo que sucede sin haber sido previsto (sin elección consciente) se convierte en un condicionante para la acción. En este sentido, el proyecto del para-sí debe reabsorber el acaecimiento de lo imprevisible. Acá nuevamente Sartre juega con el sentido extendido de las palabras. Elegir, bajo esta perspectiva, es asumir lo que no puedo evitar; debo elegir lo que no he elegido porque no hay elección. Si he tenido un accidente por el cual he perdido mis piernas (situación no elegida, movimiento del mundo imprevisible) debo aceptar mi condición para trascenderla y poder proyectarme más allá de mi facticidad; debo re-direccionar mi proyecto asumiendo mi situación como lisiado. A esta asunción de mi facticidad (como acaecimiento imprevisto, no elegido) Sartre la coloca en el mismo nivel que aquel movimiento elegido provocado por mi determinación a intervenir en la causalidad del mundo. De esta manera, soy responsable de todo lo que acaece a mi existencia porque lo elijo todo: en el caso de lo que he proyectado a futuro, porque he sido yo el que me he determinado en esa dirección, y en el caso de lo imprevisto, porque debo asumirlo a posteriori para poder seguir adelante (debo elegirme lisiado para estar más allá de mi carencia de piernas y de este modo continuar el movimiento de mi existencia). En este sentido elijo todas las desgracias, los inconvenientes e imprevistos que afectan directamente a mi persona y por ello soy, en términos sartreanos, libre. En última instancia, nada de lo que me suceda queda fuera de mi elección y por ello soy libre en un sentido absoluto. Pero lo que no se está aclarando aquí es que una cosa es elegir a priori (previamente, con anterioridad) e intentando controlar los resultados con base en un saber más o menos probable, más o menos probado, y otra cosa es elegir a posteriori (luego de que ya el asunto pasó) donde la elección se da porque ya no queda otra, porque no hay vuelta atrás y porque no pude prevenir aquello que no vi venir. El primero es un verdadero elegir, el segundo es un asumir o aceptar, hacerme cargo de lo que sucedió sin mi auténtica elección7.

Pero nos queda descubrir en qué medida este uso ampliado de los términos que llevan a Sartre a tesis extremas a partir de sofismas en realidad encierra una riqueza que debe ser explicitada. En efecto, el análisis de la ambivalencia del pensamiento sartreano (el hecho de que a partir de sus postulados principales se puedan deducir juicios contrarios) quizás nos aproxime a una complejidad de mayor alcance. Es necesario entonces darle una vuelta más de tuerca a su pensamiento. Para ello, vamos a ver lo que está operando en el ámbito trascendental de la fenomenología sartreana. Vamos a descubrir que esconde una “condición de posibilidad” para generar la ambivalencia que ha sido pensada en muchas ocasiones como ambigüedad.

Todo ámbito trascendental es un arma de doble filo: limita a la vez que posibilita o, mejor dicho, posibilita limitando. Si quiero la potencia debo en este mismo acto asumir la condición que esta me impone. El ámbito de lo trascendental no necesariamente tiene que ver con un para-sí. Todo aparecer es susceptible de mostrar su potencialidad como su límite. De lo que se trata en este punto es de descubrir los trascendentales primeros. La pregunta sería entonces: si todo trascendental es él mismo una bivalencia, ¿en qué medida esta característica de lo trascendental afecta al ámbito de toda relación entre el para-sí y el mundo, entre el para-sí y el en-sí?

Ahora bien, previamente, la relación que tenemos que establecer se dirime entre tres elementos y no dos: cuando Sartre postula, en El ser y la nada (Sartre, 1997), que todo lo que existe puede dividirse entre en-sí y el para- sí, lo hace a propósito de considerar que el Ego, en tanto trascendente a la conciencia pertenece al mundo y no al para-sí. Pero en lo que respecta a nuestro problema debemos considerar no una bipartición sino una tripartición ya que el Ego juega un papel central en la alternativa para una actitud respecto del mundo. Una actitud de pura relación entre la conciencia y el mundo (el ámbito de la espontaneidad) es distinta de una actitud que procura poner como mediador entre el en- sí y el para-sí al Ego. Esta última tríada es la que tiene que ser dirimida.

Sin embargo, creemos necesario buscar la relación existente entre el Ego y el Valor en consideración de que ambos representan la identidad ensídica8 del para-sí. ¿Se identifican ambos plenamente o se diferencian en algo? Nuevamente, estamos acá entre los dos extremos de la obra sartreana: la mejor y más completa exposición del Ego la realiza Sartre en su primer escrito, La trascendencia del Ego (Sartre, 1968). En cambio, en El ser y la Nada (Sartre, 1997) Sartre realiza una exposición muy breve del Ego aduciendo que su tratamiento más completo lo ha realizado en el mencionado primer escrito.

Hemos tratado de mostrar, en un artículo publicado en Recherche philosophiques, que el Ego no pertenecía al dominio del Para-sí. No volveremos sobre la cuestión. Señalemos aquí solamente la razón de la tendencia del Ego: como polo unificador de las vivencias, el Ego es en-sí, no para-sí (Sartre, 1997: 75).

En esta última obra no existe una relación explícita entre el Ego y el Valor, pero en La Trascendencia del Ego (Sartre, 1968) parece incluir a los valores como una producción del Ego a la par de los estados, las cualidades y las acciones.

El campo trascendental purificado de toda estructura egológica recobra su limpidez primera. En un sentido es una nada puesto que todos los objetos físicos, psico-físicos y psíquicos, todas las verdades, todos los valores, están fuera de él, puesto que mi Yo (Moi) ha cesado de formar parte de él. Pero esta nada es todo, puesto que es conciencia de todos estos objetos (Sartre, 1968: 43).

Lo que va a demostrar Sartre es que la conciencia espontánea no necesita del Yo en tanto este solo aparece en la reflexión, es decir, en el momento en el que la conciencia intenciona a una conciencia del pasado y la hace su objeto; en este nivel, el Ego aparece como estando en la conciencia intencionada y no en la conciencia que intenciona. Todo esto se da en el plano gnoseológico. Sin embargo, en el plano práctico el Ego funciona como límite de mis acciones, le da una identidad (sea ficticia o arbitraria) a los movimientos de la conciencia. En este sentido, el Ego encubre el desborde que supone la espontaneidad de la conciencia: “Tal vez, en efecto, la función esencial del Ego es menos teórica que práctica. (…) Pero tal vez su rol esencial sea enmascarar a la conciencia su propia espontaneidad” (Sartre, 1968: 27-28). El Ego entonces es una clara fuente de mala fe como no podía ser de otra manera si asumimos que se puede identificar con una forma de la facticidad9.

Pero notemos lo siguiente: Sartre quiere demostrar que la conciencia no necesita del Ego y este en nada interviene al momento de realizar la síntesis por la cual los objetos (infinitos en su aparecer) se constituyen en unidad. Del mismo modo, prescinde la conciencia del Ego para encontrar la unidad de sus intenciones. Pero lo cierto es que el Ego está, de alguna manera, siempre presente; opera, a nivel práctico, como dador de identidad. Nuevamente, si Sartre no quiere hacer de este Ego de las acciones prácticas un inconsciente, debe poder admitir dos actitudes posibles: en la primera, somos sometidos y reabsorbidos a las influencias y exigencias del Ego, y en la segunda, nos entregamos al mundo; entre el mundo y la conciencia no hay distancia, ni siquiera nihilización o trascendencia; soy, en tanto conciencia, todo objeto, estoy tan estrechamente vuelto a los objetos que intenciono, que no necesito el proceso de doble negación tan enrevesado que expone Sartre en El ser y la Nada (Sartre, 1997) (debo negarme a mí en tanto para-sí para estar vuelto hacia las cosas, luego debo negar al en-sí para diferenciarlo de mi ser conciencia). En esta actitud de absoluta absorción de la conciencia por los objetos, que identificamos con la autenticidad, no hay negación primera porque soy ya fuera de mí, soy intención, soy las cosas mismas.

Ahora bien, el Ego, que funciona en el nivel práctico como límite, resulta que es él mismo un infinito. ¿Cómo es eso posible? ¿Cómo es posible que lo infinito (que podría ser comprendido como lo ilimitado) sea la fuente de una limitación? Es justamente porque el Ego es un infinito, pero limitado. En efecto, su límite está dado por una identidad. De esta manera, el carácter de infinito del Ego se encuentra en su capacidad de repetición sin término, pero con la condición de que lo repetido sea siempre idéntico. Sucede, como lo expone muy bien Sartre, del mismo modo que las verdades eternas10: por ejemplo, la ley de la gravedad es la misma siempre (limitada e idéntica a sí misma), y son infinitas las veces que puede uno comprobar, mediante la experiencia, la realidad que encierra la ley de gravedad; en ello consiste su necesidad. Del mismo modo, el Ego funciona como el límite identitario que, siendo infinito, da una unidad ideal a todas mis vivencias (Erlebnis), mis estados, mis cualidades y mis acciones. Todas ellas reproducen, en este punto, la ley que les marca el Ego. Cabría preguntar lo siguiente: ¿es posible que, aun siendo el Ego gestor y garante de una permanencia, de una inmovilidad identitaria, se modifique, pero de una forma tan imperceptible que lo tomamos como una falta de movimiento11? (Del modo en que suceden los cambios de estado en la teoría de Bergson). Quizás sea de esta manera, pero esto es algo que aquí no nos interesa particularmente, ya que lo que queremos poner de relieve es la funcionalidad intrínseca del Ego de marcar límites, no importa si estos límites se desplazan de manera lenta o permanecen siempre idénticos.

Pero, entonces, cabe preguntar si existe un infinito ilimitado que desborde las demarcaciones de la identidad. Es evidente que en la tríada sartreana (conciencia, Ego, mundo o para-sí, Yo, en-sí) estas características son las propias del mundo, del en-sí. En efecto, el Ego, como yo mismo, es un polo de unidad ideal y, por lo tanto, es limitado; la conciencia es nada o, en todo caso, es tan infinita o ilimitada como lo sea el objeto intencionado. De esta manera, la conciencia solo puede desbordar al Ego en la medida en que se deje arrastrar por el mundo. Ahora bien, Sartre aclara muy acertadamente que el en-sí no tiene identidad porque es lo que es sin relación consigo mismo.

Pero, si el ser es en sí, ello significa que no remite a sí, como lo hace la conciencia (de) sí, el ser mismo es ese sí. Lo es hasta tal punto, que la reflexión perpetua que constituye al sí se funde en una identidad. Por eso el ser está, en el fondo, más allá del sí, y nuestra primera fórmula no puede ser sino una aproximación debida a las necesidades del lenguaje. De hecho, el ser es opaco a sí mismo precisamente porque está lleno de sí mismo (Sartre, 1997: 16).

Para que haya identidad se necesita un desdoblamiento y una relación. En el ser en sí no hay tal porque este, simplemente, es. La identidad solo aparece en el ámbito del Ego. Pero eso no quiere decir que el en-sí sea informe y siempre cambiante; como ya dijimos, cada objeto y cada sector del en-sí marca su determinación y su posibilidad12. En este punto estamos ante una pulseada entre la conciencia y el mundo. ¿Es que el mundo marca siempre sus propias determinaciones o, por el contrario, es siempre el para-sí quien descubre en su proyectarse las determinaciones de cada objeto? ¿Puede haber en este punto conciliación entre las dos partes de tal manera que sea la conciencia a la que le corresponda iluminar un sector, un aspecto del objeto pero que esta no muestre más que lo que está ya en potencia en él? Este es un núcleo siempre en tensión en nuestra búsqueda, puesto que sabemos que la conciencia desborda la identidad ideal del Ego, pero a condición de someterse a los designios del mundo, a las necesidades de los objetos; a su vez, la conciencia como descubridora de contingencias está siempre más allá de toda determinación objetual, y en ello consiste su capacidad para dejarse impregnar por determinaciones distintas, pertenecientes a ámbitos y objetos diferentes. En este sentido, la conciencia es anfibia, camaleónica, se convierte y muta conforme al sector del mundo que intenciona. En este punto hay todavía mucho por investigar porque se requiere una explicación que permita entender de qué modo la conciencia puede someterse a determinaciones distintas y, más difícil aún, cómo se da el cambio de un ámbito a otro: ¿es el objeto mismo anfibio, cambiante? ¿Es él el que rompe con sus propios límites en todo momento? Por su parte, ¿en qué medida la teoría de la facticidad o la noción de situación de la fenomenología sartreana da cuenta del cambio en general como el paso de una determinación a otra? Nuestra investigación no puede llegar tan lejos, lo que a nosotros nos compete aquí explicar es el fenómeno de desborde del Ego al ser sometido por la conciencia a las disposiciones del mundo.

Ahora bien, la diferencia entre el Ego y el Valor parece residir en que el Ego está más del lado de la facticidad del para-sí como su pasado, en tanto el Valor lo debemos situar del lado de la trascendencia. En efecto, si bien el Ego compromete mis vivencias (Erlebnisse), mis estados, cualidades y acciones hacia un futuro infinito, su tendencia es la de dar una naturaleza a mi ser, de darle un cierre conforme a una recurrencia, a una inducción del pasado; de esta manera, el Ego está siempre del lado de lo ya acaecido; es un medio de control conforme al decreto de una facticidad ya transitada. En cambio, el Valor se compromete a un futuro ideal en el que mi ser se completará; es una aspiración “hacia” que no se dio ni se dará jamás. De esta manera, el Ego marca una tendencia pero conforme a un acaecimiento ya perpetrado, es la empresa de la repetición: si comprometo mis vivencias de repulsión hacia Pedro, en la creencia de que odio a Pedro, es que me aventuro a sentir esa misma repulsión cada vez que veo a Pedro o pienso en él; mi compromiso es conforme a algo que ya sucedió; como la jurisprudencia en el ámbito jurídico (todo fallo de un juicio particular determinado con elementos novedosos sienta precedente, esto es, se eleva al rango de ley para casos análogos de juicios futuros) me comprometo, a futuro, a sentir repulsión por Pedro porque he elevado al nivel de odio una o varias vivencias de repulsión hacia Pedro del pasado. Por el contrario, el Valor es lo que no se dio nunca; si el Ego me determina conforme a lo ya sucedido (como una naturaleza), el Valor me determina por el deseo, o sea por lo que aún no se dio pero que está en el horizonte de todas mis trascendencias. Soy mi Ego en el modo de lo que ya he sido y soy mi Valor en el modo de haber de serlo sin, de hecho, haberlo sido nunca. Pero, justamente, en este punto es donde encontramos la coincidencia entre el Ego y el Valor: ambos hacen de mí un ser-en-sí; el primero, por el hecho de haberlo sido ya, y el segundo, porque me define y justifica todas mis trascendencias.

Ahora bien, ¿por qué Sartre, que con tanto afán ha intentado, en su primer escrito, expulsar todo atisbo de identidad de la conciencia al hacer del Ego un objeto trascendente, permite que se le cuele tan groseramente en El Ser y la Nada (Sartre, 1997) un elemento análogo plagado de esencialismo identitario como es el Valor? ¿Por qué la necesidad de Sartre de dar un cierre, de poner un límite, aunque sea imposible, pero, sin embargo, propio y esencial del para-sí? Su analogía que compara al para-sí en su modo de ser carencia con una luna a la que le falta un pedazo para completarse, y al Valor con la restitución de esta totalidad, y el hecho de que aclare que lo que le falta a la luna es justamente un pedazo de luna, nos muestra cuán fuerte es en nuestro autor la obligación de continuar con una tradición esencialista aun habiendo abierto, tan temprano, las puertas a una filosofía de la posibilidad.

Solo en el mundo humano puede haber carencias. Una carencia supone una trinidad: aquello que falta, o lo faltante; aquel que está falto de aquello que falta, o el existente; y una totalidad que ha sido disgregada por la falta y que sería restaurada por la síntesis de lo faltante y el existente: es lo fallido, El ser que se da a la intuición de la realidad humana es siempre aquel a quien le falta, o existente. Por ejemplo, si digo que la luna no está llena y que le falta un cuarto, formulo este juicio sobre una intuición plena de una media luna. Así, lo que se da a la intuición es un en-sí, que, en sí mismo no es completo ni incompleto, sino que simplemente es lo que es, sin relación con otros seres. Para que este en-sí sea captado como media luna, es menester que una realidad humana trascienda lo dado hacia el proyecto de la totalidad realizada -en este caso, el disco de la luna llena-. Y vuelva luego hacia lo dado para constituirlo como media luna; es decir, para realizarlo en su ser a partir de la totalidad, que se convierte en su fundamento. Y en ese mismo trascender, lo faltante será puesto como aquello cuya adición sintética al existente reconstituirá la totalidad sintética de lo fallido. En este sentido, lo faltante es de la misma naturaleza que el existente; bastaría invertir la situación para que se convirtiera en un existente al cual le falta lo faltante, mientras que el existente se convertiría en lo faltante, a su vez. Lo faltante, como complementario del existente, está determinado en su ser por la totalidad sintética de lo fallido (Sartre, 1997: 65).

En efecto, el capítulo anterior a “el ser del valor” es “el ser de los posibles”; podría haberse quedado allí. ¿Por qué no dejar abiertas las puertas del para-sí al fenómeno de la posibilidad sin tener que clausurar esta apertura en una trascendencia última (en el Valor)?

Ahora bien, una cosa es el Valor (con mayúscula) como lo que soy sin serlo (el para-sí que se trasciende hacia su posibilidad última que es lo que está en cuestión en su ser mismo); el Valor en tanto es lo que me determino a ser y lo que niego porque no lo soy (de hecho) pero lo soy (como tendencia, como posibilidad); y otra cosa es el valor (con minúscula) que surge de mi capacidad de juicio, de valoración de las cosas13. La mayoría de la literatura sobre Sartre resalta este aspecto de su pensamiento por el cual todo para-sí está en su absoluto derecho de creación de los valores, y con ello de los juicios acerca de las cosas. Esto se deduce del mismo principio sobre el que venimos marcando desde el comienzo: la conciencia es traslúcida y, por lo tanto, a ella ningún valor le está dado; y esto se debe a que una conciencia cristalina solo puede descubrir la contingencia del todo. En efecto, que el para-sí se percate de la contingencia del todo supone tres cosas íntimamente relacionadas: en primer lugar, que todo podría no ser, no existir; en segundo lugar, que todo podría ser de otra manera; y, en tercer lugar, y debido a lo anterior, que nada es más o menos importante que otra cosa, que nada conserva su peso o liviandad de forma intrínseca. De esta manera, el valor de un objeto cualquiera (sea del mundo, sea el prójimo, sea yo mismo) tiene su principio en una conciencia que lo saca de la indiferencia y le adjudica un importe, un precio y lo cotiza.

Pero, nuevamente, aquí Sartre está coqueteando con una filosofía a-moral (que en su punto metafísico se concilia con la filosofía de la posibilidad que planteamos más arriba). En este caso, se trata de una filosofía que desata y libera la riqueza del mundo porque está fundada en la pura contingencia del todo. Por el contrario, nuestro autor restituye y deduce a partir de su principio, el más pesado de los mandatos morales: el de la responsabilidad14. De esta manera, si todo es contingente, es mi deber hacerme cargo de la totalidad del sentido; ya no puedo jugar, ya no puedo dejar a las cosas ser en su libre poder ser de otra manera, en su cambio constante, debo decidir y tengo que decidirlo todo: debo decidir el material con el que voy a construir el edificio, el lugar donde se van a poner los cimientos y sobre la fuerza de gravedad que mantenga mi edificio en su lugar, porque yo, en tanto conciencia, soy el responsable de todo. Estas dos alternativas que se ponen en juego a partir del principio sartreano resultan opuestas: si todo es contingente soy, en una primera actitud, libre de adjudicar o quitar peso a las cosas, de travesear con sus contornos y cualidades, de bailar y divertirme porque no hay autoridad, porque no hay preceptos, leyes o normas; y, en una segunda actitud opuesta, debo hacerme cargo del todo, debo fundar la ley y sostenerla porque esta no está dada y, en este sentido, todo es pesado ya que detrás de cualquier cosa está el deber de adjudicar sentido, el deber de restituir un orden cuyo fundamento está dado por mí. En última instancia, Sartre apuesta a un valor supremo por arriba de toda valoración, que es el valor de la responsabilidad. Pero notemos que podría haber elegido como el valor de todos los valores a la irresponsabilidad misma, ambas se disputan un mismo derecho. De esta manera, estamos aquí ante dos formas opuestas de existencia: la existencia según la identidad que se sostiene en una moral de la responsabilidad, y la existencia según las cosas, según el mundo y que se sostiene según una a-moral de la irresponsabilidad.

Advirtamos, además, cuánto parecido existe en aspectos decisivos, entre la ética de la responsabilidad existencial y la ética del deber kantiano: “En efecto, no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al hombre que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del hombre tal como consideramos que debe ser” (Sartre, 2006: 4).

Un poco más abajo: “si, por otra parte, la existencia precede a la esencia y nosotros quisiéramos existir al mismo tiempo que modelamos nuestra imagen, esta imagen es valedera para todos y para nuestra época entera” (Sartre, 2006: 5).

¿Esta aspiración universalista, no nos recuerda al imperativo categórico de Kant (parafraseando): “obra de tal manera que la máxima de tu acción se convierta en ley universal” (Kant, ١٩٧٧)? Y reparemos en que el peso del deber en Kant es menos agobiante que en Sartre porque aquel concibe la posibilidad de actuar en contra de lo que manda la razón (es decir atendiendo a la inclinación); por el contrario, este nos condena a elegir por toda la humanidad en cada elección sin posibilidad de huida ante la universalización de mi acto.

¿No será que la ética existencialista sartreana lejos de ser existencialista es una forma radical de condena ensídica? Sartre nos dice: la existencia precede a la esencia y es en el hombre (no sustancial: la realidad humana) donde este principio cobra sentido. Pero a renglón seguido nos inventa de forma arbitraria una necesidad, una aspiración casi instintiva de convertirnos en esencia, de ser en la forma de la naturaleza sustancial un esto determinado y delimitado (un en-sí-para-sí nos dirá en El ser y la nada) de ser el fundamento de nuestro ser:

El para-sí como nihilización del en-sí se temporaliza como huida hacia. En efecto, trasciende su facticidad -ser dado o pasado o cuerpo- hacia el en-sí que sería si pudiera ser su propio fundamento. Esto se traducirá en términos ya psicológicos -y, por eso mismo, impropios, aunque acaso más claros- diciendo que el para-sí intenta escapar a su -existencia de hecho, es decir, a su ser-ahí, como en-sí del cual no es en modo alguno el fundamento, y que esa huida se produce hacia un porvenir imposible y siempre perseguido en que el para-sí sería en-sí-para-sí, es decir, un en-sí que fuera por sí mismo su propio fundamento (Sartre, 1997: 389).

¿De dónde, o a partir de qué, deduce este afán? ¿Por qué no permanece en la existencia sin aspiraciones esencialistas, sostener una actitud sin ulteriores proyecciones ensídicas? ¿Por qué la necesidad del Valor (en-sí-para-sí) como directriz humana? Hasta si dijéramos que esta aspiración, esta tendencia esencialista es una constante de la humanidad, no dejaría de ser esto una comprobación de hecho, pero histórica y contextual; y con ello aún conservaría la actitud contraria (existencialista, lúdica, lanzada) toda su legitimidad. Nos queda averiguar de qué tipo es esta actitud, qué características tiene, de qué manera se presenta, a propósito de qué fenómenos tiene lugar, etc.

Es claro que Sartre ha tomado el camino de la responsabilidad y esta tendencia se ha ido afianzando ya desde El ser y la nada (Sartre, 1997) pasando por los escritos póstumos bisagras Verdad y existencia y Cuadernos para una moral hasta caer en el marxismo. ¿Por qué ha elegido este sendero y ha desatendido lo que con tanta fuerza emprendió en La trascendencia del Ego? Las razones quizás las encontremos en las exigencias político sociales de su situación histórica; y quizás se deba acudir a un estudio histórico de la época para dar una respuesta satisfactoria a esta pregunta. Sin embargo, eso está muy lejos del interés de nuestro trabajo. Lo que nos resta a nosotros es continuar con la investigación de la vía alternativa de la irresponsabilidad (bajo la idea de una ética de la exposición y una de sus concomitancias: una teoría de la consumación) aunque esta búsqueda nos aleje ya de Sartre.

Bibliografía

Abello, Ignacio (2011), Las relaciones conmigo y con los otros a partir de Sartre, Bogotá, Ediciones Uniandes.

Gómez García, Juan Carlos (2016), Sartre: el hombre es radicalmente libre y el único responsable de su vida, Barcelona, EDITEC.

Kant, Emanuel (1977), Fundamentación de la Metafísica de las costumbres, México, Editorial Porrúa S.A.

Sartre, Jean-Paul (1948), Reflexiones sobre la cuestión judía, Buenos Aires, Ediciones Sur, [traducción de José Bianco].

----- (1950), ¿Qué es la literatura?, Buenos Aires, Editorial Losada, [traducción de Aurora Bernardez].

----- (1968), La trascendencia del Ego, Buenos Aires, Ediciones Caldén, [traducción de Oscar Masotta].

----- (1997), El ser y la nada, Barcelona, Altaya, [traducción de Juan Valmar].

----- (2006), El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, Edhasa, [traducción de Mari Carmen Llerena].

Stern, Alfred (1997), La filosofía de Sartre y el Psicoanálisis Existencialista, Buenos Aires, Compañía General Febril Editora, [traducción de Julio Cortázar].


1 Es importante aclarar que la noción de para-sí, y su correlato en-sí, no están presentes en el escrito temprano de Sartre La Trascendencia del Ego (Sartre, 1968) de 1938. Estos conceptos aparecen recién en El ser y la nada (Sartre, 1997) de 1943; libro que fuera escrito a la luz de las lecturas de Ser y tiempo de Martin Heidegger. Por falta de espacio, en el presente artículo no vamos a desarrollar una historia de estos conceptos fundamentales del pensamiento sartreano ni a establecer la vinculación de estos con los escritos de Husserl, primeramente, y los de Heidegger, posteriormente. Baste aclarar aquí que, con fines didácticos, usaremos para-sí como sinónimo de conciencia en aquellos pasajes donde haya conciliación entre ambos escritos (La trascendencia del Ego y El ser y la nada) y nos ocuparemos de ser más específicos en la explicación de los conceptos usados en los lugares donde sea necesario establecer diferencias para seguir el hilo de nuestra argumentación.

2 Es importante aclarar que aquí, al comienzo de este artículo, estamos usando la noción de libertad en términos consuetudinarios y no en esta o aquella acepción en la que concretamente la haya usado Sartre a lo largo del periodo que comprende el desarrollo de nuestro estudio. La idea es ir desentrañando las posibilidades de captación de lo que supondría la libertad en el entramado de teorías que van desde La transcendencia del Ego (Sartre, 1968) a El ser y la Nada (Sartre, 1997) comprendiendo, por supuesto, las definiciones que de libertad haya dado o esbozado Sartre, pero también trascendiendo a ellas hacia formas de relación de los elementos teóricos propuestos en sus escritos.

3 Cabe aclarar aquí que la noción de libertad pensada de forma independiente y en clave ética se da de una manera explícita y completa recién en El ser y la nada (Sartre, 1997). Por su parte, el texto temprano La trascendencia del Ego (Sartre, 1968) es un texto mayormente de carácter gnoseológico metafísico. Ahora bien, debido a que, como veremos, ambos textos parten de los mismos principios (aunque, difieren respecto a las consecuencias de estos), no es desatinado hacer uso de los conceptos de uno u otro según convenga para la mejor comprensión de lo que se pretende mostrar, siempre que nos movamos en el ámbito de las explicaciones estructurales de la teoría; y, por supuesto, explicitando los pasajes donde se enfaticen las diferencias o donde sea necesario aclarar variaciones o inexistencias de conceptos.

4 No nos interesa aquí problematizar sobre el hecho de que esta verdad en tanto absoluta, por más sentida (padecida) que sea, es de carácter necesario y, en tanto tal, tira por tierra la validez de aquello mismo que afirma.

5 Para un estudio completo de la relación con los otros en la teoría de Sartre, ver Abello, 2011.

6 Para la cuestión de la responsabilidad en el pensamiento de Sartre ver Abello (2011), que analiza la cuestión de la responsabilidad individual vs. la responsabilidad que involucra a otros, decisiones individuales vs. decisiones colectivas; Gómez García (2016), que analiza la relación entre responsabilidad y compromiso social y político: responsabilidad y compromiso del intelectual en el escrito El existencialismo es un Humanismo (Sartre, 2006), la responsabilidad y compromiso como sociedad respecto a la situación del pueblo judío a partir del escrito Reflexiones sobre la cuestión judía (Sartre, 1948), la cuestión del compromiso del escritor a partir de la literatura y esta como elemento de cambio en Que es la literatura (Sartre, 1950); Stern (1997) analiza en profundidad la cuestión de la responsabilidad existencialista y compara la relación entre la responsabilidad sartreana y la responsabilidad en otros autores como Platón, Kant, Schopenhauer, Nietzsche.

7 No nos interesa aquí establecer la relatividad que separa a las dos formas de elección con bases en una graduación desde un extremo donde la elección se da en una situación de absoluto control hasta lo claramente imprevisto, lo que me golpea sin que me pueda preparar para ello. Sabemos (como lo dice muy bien Sartre) que toda acción elegida tiene una cuota (menor o mayor según sea el caso) de imprevisión del lado de sus efectos; y del mismo modo todo imprevisto entra, de una u otra manera, del lado de lo previsible aun a título de posibilidad remota, es decir, nada nos es tan extraño como para que la sorpresa sea absoluta. Justamente, usando este argumento, el pensamiento de Sartre intenta eliminar las diferencias y nuestro objetivo es remarcar que esta diferencia existe, aunque sea de manera relativa a las contingencias de cada situación. En última instancia, queremos subrayar que es en base a este artilugio de indiferenciación que la libertad de Sartre adquiere semejante dimensión.

8 Este concepto es una adjetivación del concepto “en-sí” de la teoría sartreana; no tiene relación directa con el concepto de “lógica ensídica” de la teoría de Cornelius Castoriadis.

9 “Es por esta causa que el Ego desempeña un gran papel en el aprisionamiento de la conciencia por sí-misma, vale decir en las conductas de la mala fe. Cfr. El Ser y la Nada, Primera parte, cap. II, p. 100 y siguientes” (Sartre, 1968: 27-28; nota al pie n° 65 de Oscar Masotta).

10 “Su tipo de existencia [se refiere al Yo] se acerca al de las verdades eternas más que al de la conciencia” (Sartre, 1968: 43).

11 La psicología adjudica este fenómeno a lo que denomina egosintonía, que podría ser comprendido como la cercanía respecto de uno mismo, la adhesión al propio Yo que imposibilita la capacidad de percibir los cambios de la propia personalidad; en una palabra, nadie tiene la facultad de percibir sus propios cambios porque lo que se modifica es el propio yo. En términos sartreanos esto se debería a que la conciencia se ha hecho cómplice de su Ego y vive todo a través de él.

12 A la vez sabemos, siguiendo el pensamiento sartreano, que todo objeto (facticidad del mundo) tiene el sentido que le dé el proyecto (trascendencia) al que se determina el para-sí. Es el para sí el que ilumina un sector u otro, un aspecto o el contrario, y da una dirección a la objetividad inerme, inerte del objeto. Sin embargo, es claro que nosotros estamos tratando de seguir una línea del pensamiento sartreano (no continuada por su autor) que se vuelque de plano hacia el mundo.

13 Podríamos establecer aquí la relación pertinente entre el Valor y el valor, pero no es este el lugar de hacerlo. Sería demasiado largo y poco fructífero para lo que estamos intentando desentrañar.

14 Que no debe confundirse con la culpa.