Marketing concept. Notas para una genealogía del marketing

Francisco López Corral*

Cuadernos del Sur - Filosofía 47, 20-40 (2018), E-ISSN 2362-2989

El propósito del trabajo es bosquejar algunos lineamientos para realizar una historización del marketing como una tecnología de conducción de los individuos. Para ello, se busca caracterizar un cierto diagrama general de dicha práctica, denominado por la literatura especializada “marketing concept”, tal como fue formulado en las décadas de 1950 y 1960, momento clave en el que se establece cierto consenso respecto a las definiciones teóricas a partir de las cuales se buscará ejercer profesionalmente la práctica del marketing. A través de esta caracterización, se procura entender al marketing no tanto como una suerte de “arte de engaños”, sino más bien como un complejo régimen tecnológico centrado en un modo específico de producción de una verdad acerca de las necesidades y deseos de los individuos, verdad cuya condición de emergencia requiere la gestión empresarial de todos los aspectos y factores presentes en el circuito que comprende la detección y elaboración de una necesidad o deseo en una demanda efectiva.

Palabras clave

marketing

tecnología

poder

Fecha de recepción

18 de diciembre de 2019

Aceptado para su publicación

14 de junio de 2020

* Universidad Nacional del Sur. Correo electrónico: flopezcorral@yahoo.com.ar.

Resumen

The purpose of this article is to sketch some guidelines towards a historization of marketing conceived as a behavior technology of the individuals. To do this, it seeks to characterize a certain general diagram of this practice, called by the specialized literaturemarketing concept”, as formulated in the 1950s and 1960s. This is a key moment in which a certain consensus is established regarding the theoretical definitions from which the marketing practice should be exercised professionally. From this characterization, the aim is to understand marketing not so much as a kind ofart of deception”, but rather as a complex technological regime, focused on a specific mode of production of the truth about the needs and desires of individuals. The truth whose condition of emergency requires the management of all aspects and factors, present in the circuit that includes the detection and elaboration of the need or desire in an effective demand.

Keywords

marketing

technology

power

Abstract

Ar

20-40

Marketing” suele ser en lo cotidiano una palabra odiosa. ¿Quién no cuestiona sus buenas intenciones? Pareciera ser que el marketing no es otra cosa que una máquina creadora de engaños, cuya principal función se basa en generar el efecto de una necesidad dirigida a lo banal, a lo insustancial, a lo que no tiene valor en sí mismo. El uso mismo de la palabra “marketing” suele encerrar una connotación de sospecha cómplice, cuando no directamente de denuncia: afirmar que algo “es un producto del marketing” no es sino la declaración de que ese algo (o alguien) llega a la atención y aceptación de un público determinado por cuestiones ajenas a sus auténticas cualidades, por el ejercicio de un falaz simulacro de valor, por algo extraño a la verdad de su condición. Y que solo por ese agregado el producto es aceptado y deseado. El marketing es comprendido así según el sentido de una suerte de técnica de ventas, cuya aplicación consistiría en el añadido de algo seductoramente inesencial, de algo persuasivamente falso, con el mero propósito de que el producto resulte más atractivo. En definitiva, con el mero propósito de que sea vendible.

Esta concepción cotidiana de ciertas prácticas comerciales, marcada por los signos de la sospecha y el desmérito, tiene seguramente no su origen, pero sí una formulación acaso paradigmática para la historia de la filosofía, la teoría social y la crítica cultural en el trabajo de Herbert Marcuse. En efecto, en 1964 Marcuse interpretaba las prácticas empresariales características de las sociedades industriales avanzadas como elementos de una nueva forma de control social caracterizada por una maquinaria tecnológico-económica “que opera a través de la manipulación de las necesidades por intereses creados” (Marcuse, 1993: 33). Las prácticas comerciales, tales como la publicidad, han de ser leídas así a partir de la imposición de “falsas necesidades”, definidas como aquellas que “tienen un contenido y una función sociales, determinadas por poderes externos sobre los que el individuo no tiene ningún control” (Marcuse, 1993: 35). De este modo, al mismo tiempo que las “verdaderas necesidades” de auténtica libertad y autonomía son reprimidas, prevalecen las “necesidades predominantes de descansar, divertirse, comportarse y consumir de acuerdo con los anuncios [publicitarios]” (Marcuse, 1993: 35).

El planteo es claro: la pretendida libertad del individuo en sus actos de consumo es un mero espejismo. No importa cuál sea la percepción que tenga el individuo acerca de la libertad que ejerce y la felicidad que disfruta al elegir y consumir un producto: en todo caso, se trata de una percepción falsa. Las necesidades que satisfacen los productos impuestos por el aparato industrial no son verdaderas, en cuanto tales necesidades no emanan libremente de los propios individuos, sino de la propia maquinaria industrial1. Son los nuevos productos que propone la industria e impone la publicidad los que generan falsas y alienantes necesidades, reprimiendo las verdaderas necesidades. Las prácticas comerciales funcionarían así como un obstaculizador de las verdaderas necesidades individuales y colectivas, con el objeto de reemplazarlas por falsas necesidades que se adecuan a los fines empresariales2.

Producción industrial de engaños dirigidos a imponer necesidades falsas: desde esta lectura típica de la crítica cultural, el marketing parecería signado por el engaño y la falsedad. Ahora bien, si nos disponemos a leer ciertos textos de teoría del marketing, en vistas a indagar qué objetivos enuncian sus agentes y qué lugar le asignan a las necesidades y deseos de los consumidores en su práctica, nos encontraremos con una perspectiva por demás disímil, alejada de esta pretensión subrepticia de engaño. En tal sentido, en 1973, Peter Drucker, en su momento consultor de corporaciones tales como General Electric, Coca-Cola, Citicorp, IBM e Intel, entre otras, ofrecía una óptica diametralmente diferente acerca de aquello hacia lo que el marketing habría de apuntar: “El objetivo del marketing —dice Drucker— es hacer de la acción de vender algo superfluo. El objetivo es conocer y entender al cliente tan bien que el producto o servicio encaja… y se vende a sí mismo” (Drucker, 1973: 64-65)3. La frase, como puede verse, invierte el planteo anterior: el marketing no ha de entenderse como una tentativa más o menos elaborada de vender algo que ya está producido, de desplegar esfuerzos para que el público necesite o desee algo más o menos superfluo que la empresa ofrece, sino que más bien ha de observarse desde el movimiento inverso: su tarea consiste en ofrecer algo que el cliente efectivamente necesite, o desee, de manera tal que no sea imperioso ningún trabajo de venta: es decir, de manera tal que lo superfluo sea la misma acción de vender.

Que no se malinterprete: por supuesto que el objetivo primario del marketing es vender. La cuestión que viene a especificar Drucker es cómo hay que hacerlo. Y la respuesta a esta pregunta gira en torno a la eficiencia: no se trata de apuntar al deseo del consumidor en cuanto objeto de manipulación, no se trata de hacer que alguien desee algo que en realidad no desea, o que necesite algo que en realidad no necesita. Intentar vender algo que nadie quiere es una tarea inútil, absurda, poco beneficiosa: según esta concepción, el proceso que busca poner en marcha el marketing no funciona ni debe funcionar así4. Precisamente, la evaluación debe correr en el sentido contrario: si un producto no se vende, si un producto falla en ganarse un mercado, es porque no responde a los auténticos deseos de sus potenciales clientes. Dicho en términos mercantiles, parecería ser que la clave de un buen marketing no se encuentra tan cerca de reducir la demanda a la oferta, como de subordinar la oferta a la demanda. O, mejor, de articular ambas, de ajustarlas. La tentativa del marketing consistiría así en producir un ajuste eficiente entre oferta y demanda, ajuste que solo es posible, según se insiste, a partir de un conocimiento fehaciente de las necesidades y los deseos de los consumidores.

Siguiendo esta interpretación, entonces, la práctica del marketing no estaría tan definida por el desarrollo de un “arte de engaños”, esto es, por inducir e imponer al cliente la falsa idea de que necesita algo que en realidad no necesita. Por el contrario, pareciera ser que se trata más bien de una práctica, o mejor, de un conjunto de prácticas, orientadas, planificadas y controladas en torno a producir una auténtica verdad: la verdad de las necesidades y los deseos de los consumidores. En efecto, no sería la fabricación de falsas necesidades a través de engaños inesenciales, sino el modo específico en el que estipula la producción y elaboración de esa verdad esencial, aquello en lo que se basa su singular ejercicio del poder.

¿Qué es el marketing?

El marketing es una tecnología que tiene por objeto anticipar y conducir el comportamiento de una multiplicidad de individuos entendida como público consumidor. Como toda tecnología, supone su complejidad: es una práctica que reúne un conjunto de prácticas5. Tomarlo como objeto de estudio requiere por tanto una distinción preliminar: el marketing no es la publicidad, no es la marca, ni la promoción, en general; tampoco es el estudio de mercado o el focus group. En realidad, el marketing es todo eso, o mejor, ha de incluir todo eso, pero antes es otra cosa más: justamente, es el esquema que posibilita la coordinación general de esas diversas prácticas bajo un mismo plan estratégico.

Bartels, historiador clásico del marketing, advirtió en su momento que “el marketing no debe ser entendido simplemente como una práctica, sino como una concepción —el concepto de una práctica” (Bartels, 1988: 4). Siguiendo esa idea, a la hora de pensar una genealogía del marketing, no nos interesa tanto establecer la historia de cada una de las prácticas relacionadas con lo que llamamos “marketing”, sino más bien la historia del diagrama que trazó la articulación de sus diversos elementos, permitiendo concebir a un conjunto heterogéneo de prácticas como una tecnología integrada6.

¿En qué consiste ese diagrama? Pues bien, el contenido definitorio del mismo no es otro que la mencionada pretensión de comprender las necesidades y los deseos de los consumidores para poder satisfacerlos, tal como lo señalaba Drucker. Conocer y complacer: ese es el núcleo estratégico del marketing. En efecto, esta concepción está lejos de ser una idea aislada, perdida en los anales no contados de la historia de la teoría del marketing. Todo lo contrario: basta con apenas darle una mirada a las primeras páginas de prácticamente cualquier manual de marketing management publicado en las últimas décadas para encontrarse recurrentemente con esta concepción que otorga central importancia al conocimiento de los deseos y las necesidades de consumidores y clientes para el ejercicio de la práctica comercial. Fuera de toda presunción de aislamiento, encontraremos que la primacía dada a orientar los esfuerzos empresariales hacia el conocimiento y entendimiento del consumidor resulta una idea privilegiada en la historia de la conceptualización del marketing, con total claridad al menos desde la década del 1950. Ciertamente, es una noción que jugó un papel fundamental en la propia consolidación de la teoría y de la práctica del marketing. Tanto es así que esta concepción de la práctica del marketing es denominada, con sorprendente literalidad, como “marketing concept”.

Resulta significativo remarcar tanto la importancia del marketing concept en la historia de la teoría del marketing como el lugar que procura ocupar dentro del entramado de su práctica. Siguiendo una suerte de sospecha marcusiana, podríamos afirmar que resulta al menos inocente interpretar que el marketing concept no es otra cosa que una mera legitimación discursiva de una práctica infame: una suerte de retórica de cobertura que, al proclamar la pretensión de conocer al consumidor para satisfacer sus verdaderas necesidades, realmente no hace otra cosa que encubrir la subrepticia y real estrategia de imponer productos al consumidor. De manera que pretender hacer una genealogía del marketing centrada en una noción que no tendría significación mayor que la de una pantalla ideológica significaría caer ingenuamente en la trampa del engaño que ensaya el discurso del marketing para encubrir su verdadero rostro e intencionalidad. Esta no deja de ser una lectura de algún modo posible: de hecho, puede mostrarse que, desde sus primeras expresiones teóricas, el discurso del marketing tuvo como preocupación forjar una aceptabilidad social que le fue frecuentemente negada. Sin embargo, si reducimos el papel del marketing concept a una mera función discursiva de legitimación, estaríamos dejando de lado un aspecto fundamental que resulta inmediatamente contrastable y acaso aún más relevante: el modo por el cual procura formular una racionalización integral de la práctica empresarial. Ciertamente, si el marketing concept guarda un lugar relevante en la constitución de un consenso diríamos cuasi fundacional, ocupando un rol central en el mainstream de la disciplina del marketing desde hace más de medio siglo, esto se debe a que es una noción orientada no solo a modelizar una disciplina, a establecer sus definiciones teóricas y su ontología de manera aceptable, sino que, fundamentalmente, ofrece una formulación que busca diagramar la estrategización general de la práctica empresarial en su conjunto.

Al preguntarse por el nacimiento de tal concepto, resulta inevitable tener en cuenta que las décadas de 1950 y 1960 constituyen un hito fundamental en esta historia, en cuanto allí se produce no solo la primera formulación del marketing concept bajo ese nombre sino también su rápida y definitiva proliferación en el marco de la disciplina. Autores de influencia, como McKitterick (1957), Borch (1957), Keith (1960), Levitt (1960) y Drucker (1964) se encargan por entonces de abogar por la adopción del marketing concept como una concepción bajo la cual la organización empresarial en su totalidad debe ser subordinada a una lógica definida por los preceptos del marketing. En un volumen publicado en 1957 por la American Marketing Association, intitulado Las fronteras del pensamiento del marketing y la ciencia, se puede leer un texto de J. B. McKitterick (por entonces ejecutivo de General Electric) considerado la primera formulación explícita del marketing concept. Allí, el marketing concept es concebido como un producto de la “búsqueda de una filosofía de management —una jerarquía de valores de decisión— que pueda restaurar el orden y la gestionabilidad de aquello que amenaza a parecer un caos” (McKitterick, 1957: 77).

¿A qué caos se refiere? McKitterick señala una serie de variaciones en las prácticas competitivas que, según su mirada, comienza a verificarse desde aproximadamente 1940. Especialmente, resalta la relevancia del peso creciente de las inversiones en investigación y desarrollo de productos (motorizadas inicialmente por el Gobierno Federal de EEUU en vísperas de la Segunda Guerra Mundial), que generaron una mutación del carácter de la competencia: desde una competencia mayoritariamente por precios a una competencia que acentuaba el peso de la innovación y mejora de los productos. Una consecuencia de esta transformación consistía en la difuminación progresiva de los límites que durante décadas separaron a diversas industrias, a partir de nuevos desarrollos tecnológicos (petroquímicos, metalúrgicos, metalmecánicos, electrónicos, etc.): la diversificación de productos con respecto a las líneas tradicionales de cada empresa comenzaba a generar invasiones entre industrias antes ajenas, propiciando nuevas presiones competitivas. Por lo demás, estas variaciones traían consigo una extensa complejización institucional (organizar la producción de nuevos productos requería incluir nuevas secciones y departamentos, además de un nuevo organigrama general), así como el aumento de los riesgos en la producción y distribución (perseguir la novedad suponía enormes inversiones de capital con alto grado de incertidumbre respecto al potencial éxito o fracaso de dichos productos).

Tales tendencias, cada vez más robustas al promediar el siglo, requerían una nueva racionalización de la gestión empresarial, que permitiera reorganizar los esfuerzos de producción y comercialización. En cierto modo, lo que se necesitaba era un conjunto de herramientas de gestión que posibilitara la realización de una suerte de doble paradoja: tanto la regularización continua de la innovación (es decir, un procedimiento que promueva constantemente la creatividad en beneficio de la empresa), como la reducción controlada del riesgo (esto es, un procedimiento que limite los costos que esa creatividad le pueda ocasionar). En fin, una concepción que arroje inteligibilidad y racionalidad a la acción empresarial en un mundo mercantil crecientemente regido por la innovación, el cambio y cierta hostilidad competitiva.

Precisamente para dar respuesta a esa urgencia es que se introduce el marketing concept. Para McKitterick, la formulación del marketing concept implica la aceptación de un nuevo estado de las prácticas de negocios, marcado por la aceleración de la innovación y mejora en los productos, ante el cual se afirma la convicción de que buena parte de las perspectivas de suceso de una empresa se juega en generar las herramientas para adaptarse permanentemente a la incertidumbre. El marketing concept es concebido precisamente en la búsqueda de esa adaptación, hacia una organización de las prácticas comerciales de la empresa que se extienda más allá de la mera promoción publicitaria de un producto.

En efecto, el marketing concept se presenta como una respuesta específica para, al menos, tres preguntas clave de la gestión empresarial: primero, una pregunta estratégica: ¿qué es una empresa y cuál es su propósito?; segundo, una pregunta táctica: ¿a través de qué prácticas ha de competir?; tercero, una pregunta evaluativa: ¿cómo ha de evaluarse el desempeño de la empresa en el juego competitivo del que participa? Las respuestas a estas preguntas serán los elementos a través de los cuales se buscará diagramar la gestión empresarial: en primer lugar, a) la orientación consumidor, función dedicada a los fines; b) en segundo lugar, el marketing mix, función táctica enfocada en los medios; c) en tercer lugar, el criterio de ganancia, función evaluativa apuntada al control.

La racionalidad estratégica: la orientación consumidor

El primer aspecto del marketing concept consiste en instalar la satisfacción del consumidor como fin y centro de la práctica de los negocios, lo cual supone un replanteo global de las prácticas empresariales. Dice McKitterick:

La principal tarea de la función marketing (…) no es tanto ser hábil en hacer que el cliente haga lo que se adecua a los intereses del negocio, como ser hábil en concebir y realizar un negocio que se adecue a los intereses del consumidor (McKitterick, 1957: 78).

La orientación consumidor viene así a revertir lo que era observado como una tendencia largamente asentada, consistente en concebir estratégicamente la empresa a partir de la producción de bienes y entender la comercialización como una tarea secundaria y posterior. ¿Por qué los promotores del marketing concept consideran no solo conveniente sino indispensable una orientación que comience la planificación estratégica desde las necesidades y deseos del consumidor para luego producir los bienes, en vez de una que parta de la producción de los bienes que convienen a la empresa para luego venderlos al consumidor? Porque, al menos desde el punto de vista de la gestión de una empresa particular, la ley de Say no funciona: la oferta no genera por sí sola su propia demanda, hecho que se hace aún más evidente en un contexto fuertemente competitivo. Contra la tradicional perspectiva, resulta manifiesto que, si buena parte del éxito reside en la creación de una demanda regular, el punto de partida para pensar la empresa, junto con sus fortalezas y debilidades, no deberá ser el conjunto de capacidades para producir y ofertar un producto, sino la relación, el agenciamiento potencial entre tales capacidades y las necesidades y deseos de los consumidores. Afirma Levitt:

Es vital que todos los empresarios comprendan la visión de que una industria es un proceso de satisfacción de clientes, no un proceso de producción de bienes. Una industria comienza con el cliente y sus necesidades, no con una patente, una materia prima o una habilidad para las ventas. Dadas las necesidades del cliente, la industria se desarrolla hacia atrás, concentrándose primero en la entrega física de satisfacciones al cliente. Desde allí, se mueve hacia más atrás para crear las cosas por las cuales esas satisfacciones son en parte logradas (Levitt, 1960: 55).

Aquí aparece claramente sintetizado el sentido de la orientación consumidor: la concepción de un negocio no ha de partir por las capacidades productivas de la empresa. Antes bien, lo primero es apuntar a un conjunto de consumidores-objetivo; luego, se trata de develar cuáles son las necesidades y deseos que ese conjunto tiene por satisfacer; finalmente, hay que desarrollar la organización de los medios propicios para que esa satisfacción se produzca. Esa es la meta y la clave del éxito empresarial, la forma de crear una clientela.

Concebir la empresa a partir de un “proceso de satisfacción de clientes” acarrea dos consecuencias inmediatas. La primera es que la empresa, para poder tomar las decisiones pertinentes a su producción ulterior, deberá contar con un detenido y sigiloso seguimiento de las características, fluctuaciones y variaciones del mercado, a través de una observación permanente del comportamiento de los actuales y potenciales clientes. No puede responderse qué es una empresa, a qué se dedica, cuál es su propósito, si antes no se responde a las preguntas “¿quién es el cliente —el cliente actual y el potencial? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo compra? ¿Cómo puede ser alcanzado?” (Drucker, 1955: 49). Esto resulta aún más claro en industrias con altas presiones competitivas, caracterizadas por una gran incertidumbre con respecto a las futuras acciones de los competidores y por una creciente volubilidad de la demanda: allí, la producción de un saber que permita leer los comportamientos presentes del cliente, en vistas a predecir sus comportamientos futuros, resulta a todas luces fundamental. El marketing deberá entonces ocuparse de producir un saber interpretativo acerca de quién es y qué quiere el consumidor: todas las iniciativas empresariales requerirán ser examinadas a partir de una hermenéutica del consumidor que finalmente las respalde o las rechace. Ese saber es tanto o más relevante que el conocimiento de lo que sucede al interior de la empresa. Y producirlo de manera fehaciente, más allá de las especulaciones fortuitas, resulta mucho más complejo de lo que puede pensarse inicialmente:

Lo que el consumidor ve, piensa, cree y quiere en cualquier momento dado debe ser aceptado por la gestión como un hecho objetivo que merece ser tenido en cuenta tan seriamente como los reportes del vendedor, los tests del ingeniero o las cifras del contador —algo que pocas gestiones encuentran fácil de hacer. Y la gestión debe hacer un esfuerzo consciente en conseguir respuestas honestas del consumidor en persona en vez de tratar de leer su mente (Drucker, 1955: 47).

El conocimiento acerca del potencial consumidor es un elemento fundamental para la concepción del negocio mismo, para la planificación de las acciones a ejecutar, y para la evaluación del riesgo empresarial.

Para poder mínimamente planificar y pensar adecuadamente sobre lo que la competencia puede hacer y sus posibles efectos antes de comprometer varios millones de dólares en recursos, se requiere un conocimiento del consumidor que penetre el nivel de la teoría (McKitterick, 1957: 78).

Esto resulta cierto al momento de lanzar un nuevo producto: ¿Existe realmente un potencial mercado que justifique el riesgo de la inversión? Pero también resulta válido cuando una empresa cuenta con un producto comprobadamente exitoso, cuando las ventas y las ganancias parecen aseguradas por una clientela sólida y fiel: si la empresa concentra indefinidamente su plan de negocios en un producto, sin considerar posibles variaciones en las necesidades y deseos de los clientes, tal concepción aparentemente conservadora está en realidad arriesgando el porvenir de la empresa: el mercado cambia, la demanda fluctúa, y tal producto, altamente exitoso en un momento, puede quedar fuera de carrera, conduciendo a la empresa al desastre.

Lo que nos lleva a la segunda consecuencia inmediata de entender a la empresa como una “productora de satisfacciones”: la flexibilización en la planificación de la producción. Si las necesidades y deseos del sujeto consumidor son el punto de partida de la actividad empresarial, la tarea, entonces, consistirá en desarrollar las capacidades empresariales no solo para adecuarse a la demanda actual, sino también para anticipar la demanda futura y adaptarse a la misma. La potencial variabilidad de la demanda deberá ser aceptada como un dato de la realidad que no solo hay que aceptar y conocer, sino que además ha de funcionar como vector para un progresivo ajuste de la línea de producción de la firma. Finalidad que afectará necesariamente a la organización productiva, tradicionalmente consagrada a la búsqueda de una eficiencia monótona, sin variaciones en el producto. Por supuesto, tal búsqueda continuará siendo de vital importancia, pero no podrá darse a cualquier costo: deberá ser en definitiva compatible con el objetivo de versatilidad. Precisamente a eso se refiere McKitterick al afirmar que:

el éxito de la empresa es cada vez menos dependiente de su eficiencia en la producción y cada vez más dependiente de su flexibilidad a la hora de ajustarse a los riesgos que suponen los cambiantes requerimientos de sus clientes (McKitterick, 1957: 81).

De este modo, lo que la orientación consumidor propone en vistas a concebir y conducir apropiadamente una empresa es evitar la miopía propia del “provincialismo de producto” (Levitt, 1960: 52), que identifica a la empresa como un fabricante de ciertos bienes o artículos particulares7. La empresa tendrá como función estratégica el indagar e interpretar, el explorar y expresar las necesidades y deseos del consumidor: su propósito fundamental será establecer un proceso cuyos pasos conduzcan concluyentemente a la satisfacción de dichas necesidades y deseos. El marketing concept invierte así el centro de referencia: la gestión interna de la producción ha de ser puesta en variación en torno a un acontecimiento externo, que ocurre fuera de la empresa: la satisfacción de las necesidades y deseos del consumidor. De allí que la formulación y aceptación de la orientación consumidor sea proclamada como una suerte de “revolución copernicana” para el management y las prácticas empresariales, como afirma Keith en un célebre artículo de la época:

La compañía ya no se encuentra en el centro del universo de los negocios. Hoy el cliente está en el centro. Nuestra atención se ha desplazado de los problemas de la producción a los problemas de marketing, del producto que podemos fabricar, al producto que el consumidor quiere que fabriquemos, de la compañía en sí misma al mercado (Keith, 1960: 35).

La inflexión táctica: el marketing mix

Ahora bien, si se acepta la centralidad de la figura del consumidor en la práctica empresarial, si el eje (y la verdad) de la práctica empresarial no habita en el interior de la fábrica, sino en ese mundo (pretendidamente) soberano y exógeno a la empresa, pues bien, tal concepción deberá ser acompañada por un reordenamiento de los diferentes aspectos y dimensiones de la práctica empresarial, en general, y de la comercialización, en particular.

Ciertamente, el marketing concept supone una refuncionalización organizacional que coloca al marketing en un claro rol de coordinador de las distintas acciones empresariales a llevar a cabo. En efecto, una implicancia de la orientación consumidor es que el marketing debe ser “la fuerza motivacional básica de la corporación entera” (Keith, 1960: 38). Esto es, el marketing no ha de entenderse como una acción autónoma que adviene al final del proceso de producción, sino como una suerte de fuerza omnipresente que atraviesa al negocio en su totalidad, afectando cada área involucrada en el proceso de producción y comercialización:

El marketing es tan básico que no puede ser considerado una función separada (como, por ejemplo, una habilidad o un trabajo separado) en el marco del negocio, a la par de otros como la manufactura o la gestión de personal. Sí, el marketing requiere un trabajo separado, y un grupo diferenciado de actividades. Pero, ante todo, es una dimensión central del negocio entero. Es el negocio completo visto desde el punto de vista de su resultado final, esto es, desde el punto de vista del consumidor. La preocupación y la responsabilidad por las cuestiones de marketing deben, por lo tanto, permear todas las áreas de la empresa (Drucker, 1973: 63).

El marketing, concebido como una fuerza racionalizadora de la gestión empresarial orientada a la satisfacción de una clientela, no podrá reducirse a la creación del mensaje publicitario, sino que deberá atravesar todo el camino que comprende la circulación de las mercancías por el circuito económico en su totalidad hasta que esa satisfacción de una necesidad o un deseo se haga efectiva: el marketing deberá partir de la investigación de las necesidades y deseos del consumidor, pasando por la concepción y producción del producto, por su promoción al público, hasta la implementación de los canales a través de los cuales dicho producto llega a la disponibilidad de un consumidor que cuenta con el poder adquisitivo adecuado, en el lugar y el momento adecuado para adquirirlo. En fin, se trata de gestionar todos los aspectos presentes en el camino que comprende la elaboración de una necesidad o deseo en demanda: todos los aspectos conducentes a la creación de un cliente.

Gestionar ese proceso de concepción, producción y circulación de los productos con la mira puesta en producir la satisfacción de un cliente, supondrá entonces planificar y ejecutar una mixtura de prácticas, saberes, elementos y procesos disímiles y heterogéneos. Esta dispar “mezcla de marketing”, o “marketing mix”, tal como la llamó Neil Borden (1964), fue sistematizada de manera sencilla y fácilmente reproducible por Jerome McCarthy (1960) a partir de la fórmula de las “4 P’s”: Product, Price, Promotion y Place:

i. Producto: La política de producto es el primer componente del marketing mix. Abarca un conjunto de decisiones acerca de qué producto o qué línea de productos debe comercializar la empresa, qué cambios hay que realizar en esa línea, qué características debe tener el producto (en cuanto a prestación y calidad), cuál es el ciclo de vida útil del producto (y qué tasa de reposición es esperable), cómo debe estar diseñado industrialmente el producto y su correspondiente embalaje para resultar práctico y atractivo, cómo debe diferenciarse el producto de la competencia, cómo la línea de productos de la empresa comporta una cierta gradación y diferenciación de cada integrante de la línea, cómo esa gradación y diferenciación se adecua con las exigencias de la estandarización propia de la producción en masa, bajo qué marcas debe comercializarse cada uno de los productos de la línea, etc. En resumen, “el área de producto está dedicada a desarrollar el producto correcto para el consumidor-objetivo elegido” (McCarthy, 1960: 47), abarcando todos los aspectos posibles en tornos a la concepción y concreción del bien o servicio a comercializar8.

ii. Precio: Encargada de la gestión de una variable clave en cuanto a sus implicaciones sobre el potencial retorno monetario, la política de precios integra un cúmulo de decisiones fundamentales. Se trata de determinar la conveniencia de un precio de venta más bajo o más alto de cada uno de los ítems de la línea de productos, teniendo en cuenta la estructura de costos de la producción, los precios de los competidores, la percepción eventual del precio por parte de los clientes actuales y potenciales, la coherencia interna de la oferta integral de la empresa, etc. Tal decisión varía en función de la estrategia de la empresa, según el objetivo particular que se proponga: ¿Se trata de ingresar, de penetrar un mercado ya establecido? ¿Se trata de introducir un producto novedoso a un mercado nuevo? ¿Se trata de ampliar la clientela atrayendo nuevos clientes? ¿Se trata de imprimir una diferenciación entre productos de la misma línea? La política de precios también ha de establecer circunstanciales descuentos y aumentos, el dictado de los términos de venta, cuotas, promociones, etc. La política de precios, nuevamente, está asociada a una complejización de la estrategia competitiva de la empresa: el precio adecuado para la comercialización exitosa del producto al consumidor-objetivo no necesariamente es el más bajo posible, ni siquiera el más bajo respecto a la competencia: los factores a tener en cuenta se multiplican.

iii. Promoción: Esta política refiere a la organización de los aspectos específicamente comunicativos del marketing. Consiste en la coordinación del uso de los mensajes publicitarios, de la promoción de ventas, del marketing directo y de las relaciones públicas, con el propósito de determinar, una vez elegida la audiencia apuntada, cuál es el mensaje que se procura comunicar (ante todo sobre el producto, pero también sobre la marca, sobre el cliente, sobre el mundo), con qué objetivos (darse a conocer, diferenciarse, construir una identidad, sostener una presencia), cuáles son los modos y recursos (discursivos, visuales, auditivos, audiovisuales) por los cuales ese mensaje ha de ser comunicado, a través de qué canales se busca hacerlo (carteles, revistas, radio, TV, folletos, teléfono, comunicación personalizada puerta a puerta, etc.), y cuán frecuente (y persistente) ha de ser esa comunicación. El importante papel de la política promocional de la empresa no solo se valora en relación con la visibilización del producto y de la marca (la cual depende en buena parte de esta política), sino porque, según McCarthy, la promoción misma posibilita “nuevos productos que pueden ser vendidos de manera más propicia al mismo precio o más alto” (McCarthy, 1960: 47)9.

iv. Plaza: Finalmente, la política de plaza concierne a los lugares y los modos por los cuales el producto ha de ser accesible al consumidor. Esto es: la distribución física de los productos a través de los distintos eslabones de la cadena de comercialización: transportistas, mayoristas, minoristas, intermediarios en general. La cuestión aquí consiste en contemplar todos los aspectos asociados con la disponibilidad de los productos por parte de la clientela: la cobertura territorial (cuáles son los sitios geográficos más propicios para distribuir el producto), la selección de los canales apropiados para hacer accesibles los productos (comercialización directa, creación de franquicias, intermediarios), la toma de órdenes y pedidos, la planificación de la gestión física y la logística de los productos, etc. En este plano, resulta clave dilucidar el juego de intereses del que se participa con el resto de los integrantes de la cadena (esto es, la llamada “competencia vertical”), y cómo ese juego puede afectar los planes estratégicos de la empresa.

Cada una de estas cuatro políticas está atravesada por la orientación consumidor: las decisiones en cuanto al producto, su precio, su promoción y los canales de comercialización del mismo deberán ser tomadas a partir de una investigación de mercado y del consumidor: el conocimiento acerca de qué es lo que realmente quiere, que es lo que va a satisfacer al consumidor-objetivo, constituye el criterio para determinar en qué consiste la corrección o adecuación del plan estratégico de la empresa en su integralidad. De este modo, la identificación y conocimiento de las necesidades del cliente son las claves para prosperar.

El esquema de las 4 P’s introduce así una inflexión táctica a la racionalidad estratégica general: a través de una ordenación simplificada de los elementos del marketing mix, la esquematización de McCarthy sistematiza la práctica de marketing, subordinando las heterogéneas prácticas empresariales y comerciales a la orientación consumidor, haciendo del marketing concept un concepto practicable de gestión, articulando una diversidad de prácticas y dispositivos empresariales. Desde la publicación de su manual en 1960, todo marketer va a entender el marketing como un proceso tendiente a determinar qué características ha de tener el producto a vender, a qué precio ha de venderse, cuáles son los modos y medios más oportunos de promocionarlo y en qué lugares de venta. Todo manual de marketing tenderá a organizar sus contenidos a través de estos cuatro aspectos, que nuclean las decisiones clave respecto a la instrumentación de un plan estratégico de negocios de la empresa, en vistas a la eventual creación, conservación y crecimiento de su clientela.

La función evaluativa: la ganancia

La mutación de escenario en la competencia que señala McKitterick es fundamental para entender la necesidad de un replanteo conceptual a la hora de evaluar el desempeño de la empresa. En una competencia que se concibe bajo ciertos parámetros de monotonía en cuanto a los bienes a producir y comercializar, la racionalidad competitiva se centra en dos factores sucesivos a considerar: primero, el volumen de unidades vendidas por parte de la empresa en relación con el total de unidades vendidas por la industria; segundo, en vistas a lograr un mayor número de ventas, la reducción de precios (y para ello, los costos de producción). Esta forma de competencia por precios se vuelve más acuciante cuando el mercado alcanza cierta saturación, esto es, cuando la población consumidora y sus pautas de demanda se mantienen estables, sin expansión.

Hacia 1957, McKitterick señala que ese mundo competitivo está dejando de ser. Que la competencia, claramente desde 1940, no radica tanto en la cantidad de productos indiferenciados que la empresa pueda vender, sino en dos cuestiones: primero, en la cualidad diferencial e innovativa de los propios productos con respecto a los productos de los competidores; segundo, en cómo esos productos diferenciados y novedosos logran atraer de manera divergente la demanda. En la medida en que la variación cualitativa efectuada a través de la innovación permanente se vuelve práctica habitual, el simple conteo cuantitativo de unidades no resulta un buen criterio de evaluación del éxito de la empresa. En efecto, la evaluación del desempeño en el marco de esta nueva competencia no radicará tanto en el volumen de unidades vendidas, como en cierta ponderación del valor ofrecido: se trata de establecer cuánto valor genera el producto en cuanto capacidad de ajuste con las necesidades y deseos de la clientela, en cuanto impacto positivo en la vida del público consumidor y, de manera equivalente, cuánto valor está dispuesto a pagar el público consumidor por ello. Así, la compañía más exitosa no es la que vende más unidades, sino la que produce más valor, y, por lo tanto, la que logra que los consumidores retribuyan ese valor de manera equivalente y redituable. Y la medida de ese valor, y, por ende, del desempeño de la empresa, no es otro que la ganancia (Drucker, 1964).

Esta consideración de la ganancia como índice de valor supone, a modo de corolario de la orientación consumidor, un reacomodo, un replanteo de la tradicional concepción de la ganancia como fin por excelencia de la empresa: ciertamente, si servir al consumidor es un fin en sí mismo, eso implica una cierta redefinición del estatuto de la ganancia. ¿En qué consiste esa redefinición? En tres notas:

i. En primer lugar, según McKitterick, la preocupación por la ganancia de propietarios y accionistas no debe ser vista tanto como una meta, sino “como una condición básica que debe ser satisfecha” (McKitterick, 1957: 72) para que la empresa pueda efectivamente lograr su función eminente . Esto no quiere decir, evidentemente, que una empresa gestionada según el marketing concept, orientada en el fin intrínseco de la prestación de un servicio que produzca satisfacciones en sus clientes suponga el abandono de la pretensión de ganancia, ni mucho menos. Todo lo contrario: como dice Drucker, “una empresa solo puede hacer una contribución social si es ciertamente redituable” (1973: 397).

ii. En segundo lugar, hay que ver que, bajo el marketing concept, también es válida la inversión de ese precepto: una empresa solo puede ser redituable si contribuye socialmente. La ganancia debe ser entendida como una consecuencia natural del servicio que presta la empresa, del valor que ofrece a sus clientes. No es recomendable apuntar a ella como objetivo intrínseco, sino que ha de ser necesariamente obtenida a partir de una política de mutuo beneficio entre el consumidor y la empresa. Esto es, no se trata de conquistar una ventaja oportunista con respecto a los consumidores (a partir de la implantación de un engaño o decepción); por el contrario, el principio subyacente aquí es que “un consumidor bien atendido es un consumidor fiel”, y esa fidelidad es el camino buscado hacia el aseguramiento de una generación regular de ganancias a largo plazo, con una mayor resiliencia ante posibles vaivenes del mercado. La apuesta es generar las condiciones de una alianza, de una relación lo más duradera posible, basada en una win-win situation, un escenario donde tanto la empresa como el consumidor salgan beneficiados10:

Las decisiones que benefician al cliente benefician también a las ventas. El marketing significa una orientación cliente —una verdadera alianza con el sujeto que se encuentra del otro lado de la relación— pero insiste sobre un tipo de acción global dirigida hacia la obtención de un beneficio mutuo (…). Si organizamos nuestras políticas en torno de estos factores que son mutuamente importantes para el cliente y para nuestras ganancias, encontraremos una real comunidad de intereses entre el productor y el consumidor. Esa es la filosofía marketing (Borch, 1957: 16).

iii. Consecuentemente, en tercer lugar, la ganancia ha de ser considerada como un índice del éxito empresarial en el agenciamiento de este ajuste-alianza, esta alineación de intereses lograda: satisfacción-rentabilidad. Es precisamente en ese cruce entre el servicio de satisfacción, por un lado, y la rentabilidad de la empresa, por el otro, donde ha de encontrar su espacio la concepción de la ganancia propia del marketing concept: el índice de las ganancias obtenidas ha de ser entendido como un signo del índice de satisfacción de las necesidades y deseos de la clientela producido por la empresa11. La ganancia es así un signo del acontecimiento de la satisfacción de las necesidades y deseos de la clientela.

Ahora, la lectura de la ganancia como signo es una lectura problemática y siempre contingente. Evaluar el desempeño de una empresa o, más específicamente, de un plan de negocios, en un período de tiempo determinado, requiere saber que esa satisfacción producida está sujeta a ulteriores variaciones. La ganancia presente es un índice de satisfacciones pasadas, no de satisfacciones futuras; por consiguiente, realizar ese tipo de predicciones, sin capacidad de lectura y anticipación de las potenciales variaciones en la demanda que determinan esa ganancia, sin capacidad de lectura de las proyecciones y limitaciones de la política empresarial que posibilitaron ganancias pasadas, resulta así peligroso. La ganancia no es un índice que permita predecir ganancias futuras, sino que siempre estará condicionada por potenciales cambios, por la variabilidad intrínseca de la demanda (McKitterick, 1957: 76).

Establecer la ganancia como criterio de evaluación del desempeño empresarial, antes que como una predicción futura de éxito, significa simplemente que en términos competitivos no se trata de vender más, sino de vender mejor. Los grandes héroes del marketing (y del mundo empresario, en general) no son quienes lograron simplemente vender más de lo mismo, sino quienes lograron vender algo nuevo; quienes obtuvieron una ganancia extraordinaria al crear una clientela masiva, ofertando un producto que antes no existía. Esa búsqueda de innovación y diferenciación permanente, esa inscripción de la tarea empresarial en el proceso social de elaboración y producción de las necesidades y deseos, está en la base del marketing concept: partiendo de la idea de una variabilidad fatal y continua, busca orientar la gestión empresarial hacia la efectuación de un reajuste, una calibración progresiva entre oferta y demanda. Un acontecimiento por el cual se consagra, de manera fluctuante y sujeta al devenir, la propia veridicción de las necesidades de los individuos consumidores y su satisfacción.

Comentarios finales

Al establecer los aspectos elementales del marketing concept, definimos el marketing concept como el diagrama de una racionalidad tecnológica que se propone concebir y modelar estratégicamente a la forma empresa como una productora de satisfacciones de una clientela; que dispone el despliegue de una serie secuenciada de procedimientos particulares para lograrlo; y que, finalmente, establece una pauta general de evaluación de esa tarea, la cual supone una definición de las reglas por las cuales interpreta el juego competitivo entre empresas, así como un cierto criterio de veridicción del valor de la actividad de la empresa particular para satisfacer las necesidades de su clientela. El acontecimiento del marketing concept consiste así en la irrupción de un diagrama que reorienta el conjunto de las acciones empresariales hacia la meta del gobierno de una multiplicidad humana entendida como un público consumidor, el cual se visualiza como el objeto de una competencia mercantil entre oferentes que se disputan el rol de productor de sus satisfacciones; esto es, el rol de interpretar y satisfacer sus necesidades y deseos.

De esta manera, el marketing concept establece que el negocio de una empresa no consiste en la producción de bienes y servicios, ni en su venta, ni siquiera en la generación de ganancias y utilidades. Su negocio, antes bien, reside en primera instancia en gestionar las necesidades y deseos de los individuos; gestionar las ideas, prácticas y objetos a partir de las cuales tales individuos interpretan, elaboran y satisfacen esas necesidades y deseos; gestionar incluso las expectativas y frustraciones que esas relaciones pueden generarles. Todo ello con el objeto de asegurar una demanda fluida y regular. A través del marketing concept, el marketing se define precisamente como el conjunto de acciones empresariales que procura producir la expresión de las necesidades y deseos en demanda mercantil, producción que posibilita que los individuos devengan finalmente clientes. Por ello no sorprende que Drucker afirme que “el marketing es la única y distintiva función de una empresa” (1955: 35). Ni que, poco después, Keith celebre que “pronto será verdad que cada actividad de la corporación — desde las finanzas, pasando por las ventas y la producción— está dirigida a satisfacer las necesidades y deseos del consumidor” (1960: 38). Y que agregue: “Cuando se alcance ese estadio de desarrollo, la revolución marketing estará completa” (1960: 39).

En 1990, en un breve pero muy influyente ensayo, Deleuze (1996) afirmaba que el diagnóstico de las sociedades contemporáneas, a las que definía célebremente como “sociedades de control”, debía necesariamente tomar nota del hecho de que la competencia capitalista ya no pasaba tanto por el encierro disciplinario de la fuerza de trabajo en la fábrica, sino por la “modulación” de los deseos en espacios abiertos. Y agregaba que la relevancia que ha adquirido ese trabajo de control a distancia es lo que explica por qué, para las empresas, “el departamento de ventas se ha convertido en el centro, en el ‘ alma’ , lo que supone una de las noticias más terribles del mundo” (1996: 283). “Ahora — insistía Deleuze— el instrumento de control social es el marketing, y en él se forma la raza descarada de nuestros dueños” (1996: 283-284)12. Hacia 1960, tres décadas antes de dicho ensayo, los teóricos del marketing ya anunciaban la renovación de su diagrama (y su programa) para captar las almas y los deseos, no sin antes buscar la conquista del régimen práctico del mundo empresarial.

Fuentes

Borch, Fred (1957), “The Marketing Philosophy as a way of Business Life”, en American Management Association (1958), The Marketing Concept: its Meaning to Management, New York, Marketing Series, nº 99, pp. 3-16.

Borden, Neil (1964), “The Concept of the Marketing Mix”, Journal of Advertising Research, nº 4, pp. 2-7.

Drucker, Peter (1955), The practice of management, New York, Harper & Row.

----- (1964), Managing for results, New York, Harper & Row.

----- (1973), Management: Tasks, responsibilities, practices, New York, Harper & Row.

Keith, Robert (1960), “The Marketing Revolution”, Journal of Marketing, vol. 24, nº 3, pp. 35-38.

Kotler, Philip (1999), Principles of Marketing, New Jersey, Prentice Hall.

Levitt, Theodore (1960), “Marketing Myopia”, Harvard Business Review, vol. 38, nº 4, pp. 45-56.

McCarthy, Edmund (1960), Basic marketing, Homewood, R.D. Irwin.

McKitterick, John (1957), “What is the Marketing Management Concept?”, en Bass, Frank (ed.), The Frontiers of Marketing Thought and Science, Chicago, American Marketing Association, pp. 71-81.

Bibliografía referida

Bartels, Robert (1988), The History of Marketing Thought, Columbus, Grid Inc.

Deleuze, Gilles (1987), Foucault, Barcelona, Paidós.

----- (1996), “Posdata a las sociedades de control”, en Conversaciones, Valencia, Pretextos, pp. 277-286.

Foucault, Michel (1994a), “Qu’est-ce que les Lumières?”, en Dits et écrits IV. 1980-1988, Paris, Gallimard, pp. 562-578.

----- (1994b), “Préface à l’Histoire de la sexualité”, en Dits et écrits IV. 1980-1988, Paris, Gallimard, pp. 578-584.

Marcuse, Herbert (1993), El hombre unidimensional, Barcelona, Planeta-Agostini, [1964].


1 Afirma Marcuse: “No importa hasta qué punto se hayan convertido en algo propio del individuo, reproducidas y fortificadas por las condiciones de su existencia; no importa que se identifiquen con ellas y se encuentren a mismos en su satisfacción. Siguen siendo lo que fueron desde el principio; productos de una sociedad cuyos intereses dominantes requieren la represión” (Marcuse, 1993: 35).

2 Efectivamente, la gran preocupación de Marcuse estaba asociada con lo que él visualizaba como la identificación total del individuo con los heterónomos intereses dominantes a través del consumo, lo cual generaba un escenario de vulneración de la criticidad, tornando cuasi imposible la perspectiva de una transformación social radical, en favor de una racionalidad y una libertad auténticamente verdaderas (Marcuse, 1993).

3 La traducción, como la de todas las obras citadas en lengua extranjera, es mía.

4 Cfr. Kotler (1999: 47).

5 Foucault establece como objeto del análisis genealógico las prácticas, no entendidas simplemente como acciones erráticas, sino solo comoconjuntos prácticos”, “regímenes de prácticas”. El carácter de estos regímenes es colectivo (los individuos no ejercen las prácticas en soledad, y las mismas son siempre colectivamente constituidas y ejecutadas) y comportan una recurrencia (no se trata de movimientos aislados, sino de agenciamientos más o menos sistemáticos, que siguen una cierta regularidad a lo largo del tiempo, por un período histórico dado). Para Foucault, esa recurrencia ha de ser leída como la expresión de una racionalidad, que vendría a serla forma misma de la acción” (Foucault, 1994b: 580); e s decir, que la recurrencia compartida de las prácticas se explica a partir de una suerte de gramática racional que no solo regulariza la acción, sino que la torna eventualmente inteligible para los propios agentes. Esto es precisamente lo que Foucault llama el aspectotecnológicode la práctica, que no es otra cosa quelas formas de racionalidad que organizan las maneras de hacer” (Foucault 1994a: 576).

6 Esta noción dediagramaestá tomada de la lectura que Deleuze hace de los dispositivos y cartografías de poder de Foucault, particularmente el diagrama del panóptico benthamiano con respecto a la tecnología disciplinaria: “El diagrama o la máquina abstracta es el mapa de las relaciones de fuerzas, mapa de densidad, de intensidad, que procede por uniones primarias no localizables, y que en cada instante pasa por cualquier punto, omás bien en toda relación de un punto a otro’. Por supuesto, no tiene nada que ver con una Idea transcendente, ni con una superestructura ideológica; tampoco tiene nada que ver con una infraestructura económica, cualificada ya en su sustancia y definida en su forma y su uso. No por ello el diagrama deja de actuar como una causa inmanente no unificante, coextensiva a todo el campo social: la máquina abstracta es como la causa de los agenciamientos concretos que efectúan las relaciones; y esas relaciones de fuerzas se sitúanno encima , sino en el propio tejido de los agenciamientos que producen” (Deleuze, 1987: 63).

7 Se podría hablar aquí de un cierto fetichismo de producto: la creencia de que la tarea de la empresa es producir objetos. Esa característica es lo que puso a la fábrica en el centro de la identidad empresarial y al objetivo de la producción eficiente como meta fundamental. El giro que establece el marketing es entender a la empresa como una instancia de organización en la tarea de satisfacción eficiente de las necesidades.

8 Al hablar de producto aquí, es preciso entenderlo en referencia tanto a un bien tangible como a un servicio intangible.

9 Es decir, la promoción no es solo una práctica fundamental para la comercialización de un producto cuyo valor se origina en la fábrica, sino que es fuente en misma de valor, al tener injerencia en la valoración del producto por parte del consumidor-objetivo.

10 El marketing concept no solo establece simplemente que el consumidor es prioritario, sino que, a través de esta priorización, los intereses de la empresa y el consumidor se alinean. Lo que se teje aquí es una ética empresarial ligada a la idea de una articulación de intereses: la satisfacción de necesidades y deseos del consumidor y la ganancia. En un mundo en el que las decisiones de los consumidores hacen surgir y caer imperios, el marketing concept deviene así el fundamento ético y estratégico para labuena ganancia”.

11 De este modo, el marketing concept procura aportar un sentido intrínsecamente ético a los negocios: la ganancia que reporta la venta de un producto no solo es lo que posibilita seguir cumpliendo su trabajo, sino que es un índice que da cuenta de la capacidad de satisfacer necesidades de la propia empresa y que, por ende, hace simultáneamente exitosa y legítima su política de negocios.

12 Deleuze sugería así que el lugar que ocupaba la disciplina en las sociedades disciplinarias ahora es ocupado por el marketing en las nuevas sociedades de control. Y lanzaba el desafío filosófico y político de dar cuenta los nuevos caracteres que dicha tecnología encarna: “El estudio sociotécnico de los mecanismos de control que ahora están en sus comienzos debería ser un estudio categorial capaz de describir eso que ahora se está instalando en el lugar de los centros de encierro disciplinario, cuya crisis está en boca de todos (Deleuze, 1996: 284-285). Del mismo modo en que se requieren nuevos estudios, se necesitan nuevas prácticas políticas, nuevas formas de resistencia. Al respecto, Deleuze se pregunta: “¿Puede hallarse ya un esbozo de estas formas futuras, capaces de contrarrestar las delicias del marketing?” (Deleuze, 1996: 285-286).