Fenomenología de las esferas.

Ritos “sustitutorios” de duelo en tiempos de pandemia, una lectura sloterdijkiana°

Martín Sebastián Fuentes*

Cuadernos del Sur - Filosofía 48 (2019), 29-49, E-ISSN 2362-2997

En el marco de la actual pandemia, los modos de morir y de acompañar a los que mueren, así como a los que quedan, se han modificado drásticamente. Fenómenos como la muerte aislada, la suspensión de los velorios y la reducción de los entierros a su mínima expresión, nos obligan a entrar en una zona desconocida: la del duelo por la pérdida del duelo, un no-espacio cuya habitabilidad se intenta asegurar por medio de pequeños ritos y ceremonias sustitutorias de escala privada y doméstica.

Los rasgos distintivos de estos rituales pueden ser clarificados a partir de la “teoría de las esferas” de Peter Sloterdijk. Esto supone, en primer lugar, una lectura del asunto en los términos de una fenomenología del espacio vivido, para la que los rituales de duelo son auténticos distensores de mundos afectiva y simbólicamente habitables. En segundo lugar, esta perspectiva inserta las indagaciones en el marco general de la modernidad des-ritualizada. A partir de estos desarrollos, emprenderemos una interpretación sloterdijkiana de la espacialidad que pertenece al rito sustitutorio por remisión a aquella implicada en el rito sustituido. De este modo, ensayaremos una lectura posible sobre los rituales de duelo en el marco de la pandemia en curso.

Palabras clave

Sloterdijk

ritos de duelo

pandemia

Fecha de recepción

24 de agosto de 2021

Aceptado para su publicación

19 de octubre de 2021

* Universidad Nacional del Sur. Correo electrónico: m-fuentes@live.com.

° Algunas de las tesis centrales del presente artículo fueron esbozadas preliminarmente en el II Workshop de Fenomenología y Hermenéutica: la primera persona en cuestión, realizado el 7, 8 y 9 de diciembre de 2020 bajo modalidad virtual en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata. Dicha ponencia llevó por título “Sobre la posibilidad de referirse a la vida como totalidad: aspectos ético-hermenéuticos del duelo y de la muerte” y fue realizada en co-autoría con el Lic. Fabio Álvarez (UNS), cuyos aportes han sido decisivos. A él agradezco además el haberme invitado a participar, también en diciembre de 2020, de distintos coloquios y conversatorios inter-áulicos con estudiantes de Medicina, Enfermería y Psicología de la Universidad Nacional del Sur de Bahía Blanca, en los que los problemas del duelo y de la muerte en contexto de pandemia ocuparon un rol central.

Resumen

In the context of the current pandemic, the ways of dying and comforting those who die, as well as those who remain, have been drastically modified. Phenomena like the lonely death, the suspension of funeral rituals and the reduction of the burials to their minimum expression, force us to come into an unknown area: that of mourning for the loss of mourning, a non-space whose habitability is attempted to be achieved through small rites and substitutive ceremonies on a private and domestic scale.

The main characteristics of these rituals can be clarified from Peter Sloterdijk’s “spheres theory”. This supposes, in the first place, an understanding of the matter in terms of a lived space’s phenomenology, in which rituals of mourning are authentic releasers of affective and symbolically habitable worlds. Secondly, this perspective frames these inquiries in a de-ritualized modernity context. From these developments, we will undertake a sloterdijkian interpretation of the spatiality that belongs to the substitutive ritual by reference to the implied in the substituted ritual. In this way, we will examine a possible reading of the mourning rituals in the framework of the current pandemic.

Keywords

Sloterdijk

mourning rituals

pandemic

Abstract

29-49

Do

Introducción

A causa de la siempre latente posibilidad de contagio, en el marco de la actual pandemia el drama de la muerte se ha vuelto más hiperbóreo. Morir en condiciones de aislamiento trastoca, en primera instancia y de manera contundente, la posibilidad misma de ser acompañado. De este modo, los arrestos necesarios para hacer frente a la anticipación del final —en aquellos casos en los que esto es posible— se disipan o directamente no pueden siquiera comenzar a reunirse. Esto es así tanto en el caso de la persona que muere como en el de aquellas que quedan. El uso de mediaciones tecnológicas por medio de las cuales poder despedirse de los seres amados constituye un intento por morigerar este malestar y acortar, de algún modo, la distancia. Pero una vez consumada la pérdida, precisamente allí donde los vivos podrían empezar a dirimir sus chances para palpar una vez más la afectuosidad del mundo al hilo de la simpatía, se da por comenzado un excursus del todo diferente, la exposición a un afuera reforzado, que redobla su presencia invasora. En no pocos casos, esto tiene que ver con circunstancias muy extremas: demoras en la entrega o inhumación de los restos, colapso de los servicios funerarios y de las morgues, dificultades varias para una correcta identificación de los cuerpos, por no aludir al apilamiento de cadáveres que a través de redes y noticieros hemos podido atestiguar tanto en calles de Bolivia y Ecuador como en las orillas del río Ganges en India1. En aquellos países en los que la situación no ha alcanzado niveles de crudeza semejantes, las restricciones para la realización de ritos y de ceremonias fúnebres son ya motivo suficiente para la obliteración del espacio existencial en el que podría llegar a producirse el duelo. Desde el cierre de cementerios en Italia, Colombia y Argentina hasta la modificación de los rituales religiosos de la muerte con base en pautas médicas de higiene y bioseguridad2, todo parece indicar que estamos en la antesala de una confusa imbricación entre la inmunidad que proporcionan los símbolos y aquella que imponen los protocolos vigentes.

La epidemia del ébola ya había expuesto una vez ante la mirada del mundo el sinfín de problemas que acarrean situaciones de este tipo cuando, con una frecuencia preocupante para los altos mandos, distintos clanes, familias y hasta poblados enteros comenzaron a rehusarse a reportar los casos a las autoridades sanitarias para poder así disponer de sus muertos y emprender, sin trabas de ningún tipo, la realización de los ritos colectivos correspondientes3. Pero incluso en aquellos contextos que no se enmarcan dentro de lo que podríamos denominar —quizá resumidamente y de un modo estrictamente preliminar— el frente intercultural del asunto, el gran problema de nuestros días no es otro que la prolongación del proceso de duelo normal. Esto se encuentra directamente relacionado, en primer lugar, con los condicionantes situacionales de la muerte ya mencionados. Pero también con “un segundo factor, asociado con la falta o limitación de apoyo social, que propicia el tener que asumir en soledad el dolor y la tristeza del fallecimiento” (Larrotta-Castillo et al., 2020: 179). Bajo estas coordenadas, ante la imposibilidad de hacer sitio a la pérdida desde una vivencia compartida del espacio, adquieren una fuerza notable “estrategias sustitutorias” de todo tipo. En Estados Unidos, por ejemplo, han aparecido en el horizonte distintas plataformas digitales destinadas a facilitar la participación a distancia en los funerales, tales como GatheringUs, Viewneral y One Room entre otras4. No obstante, estos nuevos medios, en los que el espacio presencial es sustituido por encuentros sincrónicos de tipo virtual, constituyen tan solo el primero de los eslabones de una cadena sustitutoria más amplia. Araujo Hernández et al. (2020) recapitulan, en un recuento de las prácticas realizadas durante la pandemia por los profesionales de la salud, algunas recomendaciones cuyo valor es, en este sentido, fundamental para el abordaje del duelo y de la muerte en el contexto de pandemia. Una de ellas, la más importante a los fines de este artículo, consiste en promover, con el objeto de satisfacer la necesidad espiritual de una despedida, la ejecución de “estrategias sustitutivas” (Araujo Hernández et al., 2020: 114) orientadas a compensar la obstrucción de los ritos de duelo. La noción misma es la que resulta filosóficamente interesante, puesto que deposita en la elaboración de pequeños ritos y ceremonias individuales de escala doméstica la función de llevar a cabo una especie de duelo redoblado, recursivamente vuelto sobre sí mismo. O, mejor dicho, sobre su propia ausencia e imposibilidad. Un verdadero duelo del duelo.

Pequeños altares, lugares o momentos privilegiados del día, imágenes simbólicas, pizarras escritas con dedicatorias in memoriam y demás acciones semejantes, se inscriben dentro de esta tendencia a la conformación de espacios simbólica y afectivamente habitables. ¿Quién hubiera podido prever que el domus reanudaría sus vínculos rituales con la muerte en el seno de la sociedad hospitalizada y, lo que es aún más paradójico, bajo la signatura de un individualismo reforzado, más explícito y literal? Y sin embargo, esta problemática síntesis de fragmentación y profilaxis que define al momento presente quizá no constituya un cuadro de situación totalmente novedoso. Después de todo, la muerte “secuestrada”, desprovista de ritualidad, arrancada del mundo de la vida y trasladada hacia las clínicas, ya se encontraba entre nosotros. ¿No deberíamos considerar que, como en tantos otros casos, la novedad de lo nuevo consiste aquí, más bien, en el despliegue de lo ya conocido en perfiles más grandes, más claros y nítidos? ¿No son, acaso, los problemas actuales que circundan la muerte, pese al carácter extraordinario y de excepción que exhiben en su superficie, una suerte de versión hardcore de la llamada “normalidad”?

En lo que sigue, ensayaremos una meditación sloterdijkiana sobre estas temáticas. El hilo conductor de las mismas será la siguiente pregunta, de inspiración arendtiana: ¿dónde estamos cuando pensamos el rito de duelo? Un interrogante que reclama, en principio, una interpretación no trivial del espacio. Pero, en segundo lugar, una indagación de la espacialidad que pertenece al rito sustitutorio por remisión a aquella implicada en el rito sustituido, lo cual lleva inevitablemente a pensar hasta qué punto este eslabón “perdido” puede ser considerado, a su vez, parte de una cadena “psico-histórica” mucho más amplia de pérdidas y de sustituciones. Para ello, nos serviremos de la fenomenología del espacio existencial desarrollada por el filósofo alemán Peter Sloterdijk (1947-) en la famosa trilogía Esferas (Sphären), con especial énfasis en los primeros dos volúmenes, titulados Burbujas. Microesferología, del año 1998, y Globos. Macroesferología, publicado en 1999. En ellos, el autor emprende un abordaje fenomenológico de la existencia compartida en términos de análisis espacial. El concepto de “esfera” remite aquí a un espacio (Raum) que no es neutro sino vivido5, animado por relaciones íntimas y de proximidad entabladas con otros —personas, amuletos, símbolos, genios, dioses y pre-objetos—; en cuyo interior se despliega el drama del desarrollo y de la maduración. Al interior de esta “fenomenología de las esferas” (Phänomenologie der Sphären), intentaremos reconstruir una conceptualización sloterdijkiana del duelo, así como del papel que los ritos desempeñan en él. En segundo lugar, guiados por la dirección tomada por Sloterdijk en el desarrollo de estos análisis, examinaremos el drama esferológico de la pérdida del “complementador íntimo” (Sloterdijk, 2009a: 422) sobre el trasfondo de la modernidad des-ritualizada. Finalmente, a la luz de estas observaciones ensayaremos, de manera preliminar, una interpretación posible sobre el carácter sustitutivo que adquieren los ritos de duelo en el marco de la actual pandemia.

Fenomenología de las esferas: el drama de la maduración, en clave espacial

Publicada entre 1998 y 2004, la trilogía Esferas constituye una meditación fenomenológica sobre la vivencia del espacio como experiencia primaria y fundamental del existir. Se trata de un abordaje filosófico de la onto y la filogénesis del espacio animado, es decir, familiar, no-indiferente, en cuyo interior la vida humana puede surgir y desarrollarse. Es un proyecto filosóficamente ambicioso centrado en el análisis de las distintas modalidades del “ser-en”, entendido como “ser-con”, que se dan cita en el tránsito vital desde los escenarios más primigenios, como la estancia prenatal, hasta sus formulaciones más complejas y abarcativas, tales como las que podemos apreciar tanto en la convivencia política como en la relación con el cosmos en su totalidad. El interés de Sloterdijk es, entonces, reconstruir el drama de la individuación, con todas sus crisis de formato y sus consecuentes recomposiciones y ampliaciones, en términos de análisis espacial. La “esferología” se ocupa, por ende, de la ontogénesis del mundo circundante (Umwelt) desde la perspectiva del desarrollo, motivo por el cual se interesa fundamentalmente por el ensanchamiento progresivo de las proporciones del campo de la existencia (“Feld” der Existenz)6. Narra la transición desde la estancia en “microesferas” o pequeñas “burbujas” de intimidad compartida hasta la coexistencia en “globos”, es decir, en los espacios “macroesféricos” de la solidaridad social, política e incluso cósmica.

Se adivinan en todo esto resonancias lejanas de la “analítica del espacio” desarrollada por Martín Heidegger, a quien el propio Sloterdijk reconoce como su predecesor innegable7. En el excurso 4 de Esferas I, titulado “‘En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía’. La doctrina del lugar existencial de Heidegger”8, Sloterdijk sostiene que las indagaciones heideggerianas sobre la espacialidad del Dasein son determinantes, no solo para una desarticulación filosófica de la comprensión trivial del espacio, sino también para un acceso a la existencia a través de dos de sus modalidades más esenciales: el des-alejamiento y la dirección (Sloterdijk, 2009a: 310). Según esto, el “ser-en-el-mundo” implica, en lugar de una relación de contenido y continente, un “habitar en” —del verbo alemán antiguo innan—, es decir, un “estar habituado”, “estar familiarizado con”. Esta tendencia hacia la cercanía se da bajo la modalidad del desalejamiento aportado por el “ver-en-torno”, un “dirigirse a” de naturaleza pre-temática que trae a la mano; que, a la par que descubre la lejanía, despeja y acerca, atrae desde un allí hacia un aquí. De este modo, todo acercamiento implica la toma anticipada de una dirección, de un espaciamiento que “aproxima” aquello que adquiere sentido dentro de ese espacio de experiencia.

A partir de esta tensión entre lo cercano y lo lejano, Sloterdijk comienza a sellar la equivalencia entre ser-en y ser-con bajo la marca de agua del “én-tasis” y del “éx-tasis”, contraseñas que abren la puerta hacia la espacialidad entendida como espacio de apertura y vecindad, pero también de extrañamiento. Después de todo, el “lado extático de la existencia tiene un complemento que merece más atención: la existencia siempre tiene lugar en espacios interiores y climas locales, sean estos percibidos y tematizados por sus habitantes o no” (Sloterdijk, 2020b: 94-95).

No obstante, Sloterdijk se distancia de su maestro en dos puntos centrales. En primer lugar, como ya mencionamos someramente, nuestro autor hace de la tensión entre lo interior y lo exterior la clave de intelección del fenómeno humano del crecimiento. Es decir que traduce los desarrollos heideggerianos sobre la cercanía y la lejanía, por decirlo de un modo general, en los términos de una psicología del desarrollo de orientación filosófica. Para Sloterdijk crecer es estar sujeto a una tendencia irrefrenable hacia el éxodo y la mudanza, una tracción hacia lo abierto no exenta de fricciones y de drásticas reformulaciones entre lo familiar y lo extraño, entre lo relevante y lo indiferente, entre lo experienciable susceptible de ser incorporado en rutinas de aprendizaje y aquello que se resiste a toda asimilación. Desde esta perspectiva, lo anímico es la dimensión en la que se despliega la tensión entre lo íntimo y lo no-íntimo9. Según esto, la “maduración (...) sería el peldaño final de un proceso de sustitución, rico en etapas y en sujetos y objetos de transición” (Sloterdijk, 2009a: 397). A causa de ello, hacerse adulto significa, en clave sloterdijkiana, ser capaz de emprender, de manera continua, el tránsito hacia escenarios vitales de multipolaridad creciente sin arrojar demasiado lejos de sí mismo, en los momentos más álgidos y críticos, la oportunidad de volver a sumergirse nuevamente en horizontes de cercanía.

En segundo lugar, toma distancia de Heidegger al insistir en la necesidad de hacer de la coexistencia, y no del Dasein tomado en solitario, un “ser-en-desalejador”. Esto se debe a que considera que su maestro ha eludido, en dirección hacia la pregunta por el ser, la experiencia compartida como fundamento primario de su comprensión de lo espacial. Como consecuencia de esta maniobra efectuada en nombre de lo serio y de lo grave, Heidegger habría confundido, demasiado apresuradamente, la pregunta por el dónde con la pregunta por un quién “existencial solitario, débil, histérico-heroico” (Sloterdijk, 2009a: 311). En estos términos, la trilogía Esferas —en palabras de su autor— constituye un intento por desenterrar el proyecto truncado de “Ser y espacio”, aunque esta vez bajo un nuevo signo, a saber, el de la existencia complementada: una verdadera teoría de los pares, de los genios, de la animación compartida, de la co-inspiración como principio genético de las proto-estructuras a partir de las cuales se articula la posibilidad misma de intencionar un mundo, de dirigirse a lo abierto10. De este modo, el interés heideggeriano por el habitar es retomado aquí al interior de una empresa filosófica volcada por entero a la exploración ontogenética de la isla de la coexistencia como el auténtico continente de la espacialidad que es en realidad. De acuerdo con esto, el hito fundante de la esferología es “haber hecho pie en la dualidad existente: eso supone una autoctonía y ancoraje en lo real que ha de conservarse también, aunque la filosofía siga porfiando irrenunciablemente en su desprendimiento de la comuna empírica” (Sloterdijk, 2009a: 312).

Solo en este sentido es que debe ser interpretada la afirmación sloterdijkiana de que lo que se ha dado en llamar como “ser-en-el-mundo [In-der-Welt-Sein] significa para la existencia humana, primero y sobre todo: ser-en-esferas [In-Sphären-Sein]” (Sloterdijk, 2009a: 52); entendiendo aquí no una equivalencia entre ambas fórmulas, sino más bien una sustitución, en este caso, de la pregunta por el ser por una indagación ya no ontológica sino más bien ontogenética. De lo que se trata aquí es del “drama esferológico del desarrollo” (Das sphärologische Entwicklungsdrama) (Sloterdijk, 2009a: 59). Es decir, de una reconstrucción de la génesis concreta del espacio vivencial compartido. En este sentido, la esferología se fundamenta en una concepción no trivial del espacio. Pero dada la total prescindencia de inquietudes propiamente ontológicas, lo cierto es que esta se despliega, paradójicamente, a partir de una cierta trivialización de la relación del Dasein con el espacio. Esto se debe, como bien lo señala Jean-Pierre Couture, al hecho de que el concepto de esfera cierra la brecha entre la ontología y la antropología con el objeto de inquirir, en su carácter concreto, la espacialidad no-física de los seres humanos11. Una espacialidad que, sin embargo, guarda con el espacio físico una relación esencial. En esta dirección, Sloterdijk postula la existencia de

un segundo significado del espacio [zweiter Raum-Sinn], que se superpone a las direcciones primarias del espacio físico y geográfico. Estos dos sentidos del espacio son, en su evolución, igual de antiguos; es más, no se ha de excluir que lo que aquí llamamos segundo significado del espacio merezca, al menos desde la perspectiva de la psicología del desarrollo [in entwicklungspsychologischer Sicht], una posición prioritaria. La razón de ello no es esotérica: todo infante experimenta en la relación con su madre, un arriba pre-simbólico y superespacial [überräumliches] hacia donde él mira antes de aprender a andar (2013: 152)12.

A causa de ello, la esferología se abre al abordaje filosófico de la espacialidad “pre-geométrica”, “psicológico-espacial” (Sloterdijk, 2004: 134) plasmada tanto en símbolos como en las modalidades más empíricas del habitar. Abarca, por lo tanto, un amplio espectro de la experiencia humana del espacio13: desde los modos de vida implicados en estructuras arquitectónicas diversas —como shoppings, estadios, anfiteatros, departamentos y estaciones espaciales—, hasta cuestiones más etéreas, de alto vuelo literario y especulativo14. El denominador común de todas estas investigaciones sloterdijkianas es el énfasis puesto en los mundos de la sensación, los afectos y los movimientos corporales involucrados en estos diferentes habitáculos, que son tomados como índices concretos de un modo de vivir (ethos)15.

Bajo estas coordenadas filosóficas generales, el presupuesto fundamental de la esferología es que la existencia humana implica, ya desde sus primeros episodios, la inmersión en espacios íntimos compartidos. Estos son pensados por el filósofo como microclimas relacionales “en los que viven, penden y son quienes están aliados mutuamente en una atmósfera autógena o en una relación vibrante que los supera” (Sloterdijk, 2004: 129-130). Se trata, por ende, de mundos interiores de relación fuerte cuyo rasgo distintivo es desempeñar una función contenedora, envolvente, que proporciona cobijo y seguridad, y bajo cuyo influjo se cuece la posibilidad de orientarse en el mundo. Esto se debe a que las esferas son auténticas “estructuras de inmunidad” (Immunstrukturen) (Sloterdijk, 2009a: 51), membranas protectoras mediadoras que regulan y amortiguan, hasta cierto punto crítico, las distintas intromisiones del exterior, tales como “objetos de transición, temas nuevos, temas accesorios, multiplicidades, nuevos medios”, con cuya aparición “el espacio antes íntimo, simbiótico, atravesado por un único impulso, se abre a la diversidad neutra, en la que la libertad solo viene dada con el extrañamiento, la indiferencia y la pluralidad” (Sloterdijk, 2009a: 57).

Los seres humanos necesitan de estas esferas íntimas, de estos tempranos mundos interiores para volverse individuos: en ellos “hacen acopio de temples básicos creadores, ambivalentes, destructivos, o de prejuicios sentimentales sobre el ente en su totalidad, que se hacen valer constantemente en el tránsito a escenas más grandes” (Sloterdijk, 2004: 127). De esto se desprende que las microesferas son atmósferas predominantemente afectivas, antes que lingüísticas o simbólicas —aspecto que, sin embargo, en los estadios correspondientes del desarrollo les es propio también—. Sin embargo, para Sloterdijk los afectos y temples de ánimo, en lugar de darse en la aparente privacidad del éxtasis existencial, “se forman como atmósferas —totalidades estructurales, teñidas de sentimiento— compartidas entre varios, o muchos, que disponen y tonalizan unos para otros el espacio de proximidad” (Sloterdijk, 2004: 129)16. Pensada de esta manera, la esfera es el espacio de la coexistencia articulado por relaciones de animación (Beseelung), por vínculos vivificantes con complementadores íntimos por cuya compañía la vida se vuelve no solo posible, sino también deseable. Los seres humanos “son seres esféricos que sólo en el juego común con sus complementadores, acompañantes y acosadores son capaces de dominar los riesgos vitales en la amplitud del mundo” (Sloterdijk, 2009a: 432).

No obstante, la pérdida del complementador constituye un acontecimiento inevitable. Todas las microesferas están destinadas a estallar. El fin del mundo está siempre a la orden del día, incluso desde la hora misma de su comienzo. Nacer implica venir al mundo a través de una catástrofe: el estallido de la dicha sin medida y sin número de la vida prenatal. Supone la ruptura de la microesfera de dúplice unidad, la clausura en la madre. Aquí comienza, no tanto el tránsito del yo al nosotros, sino más bien el desdoblamiento de la unidad-nosotros-dos en el yo y su segundo, con cristalización simultánea del tercero; para participar luego de la apertura y la inmersión en espacios multipolares, en los que aparecen el cuarto, el quinto y demás. En cada ruptura, el término medio gana en complejidad.

El “duelo esférico” (Sphärentrauer): aspectos micro y macroesféricos

Ahora bien, el excurso iniciado con el hundimiento de la “íntima Atlántida” no adquiere en Sloterdijk el carácter de un “supuesto giro hacia el objeto”, sino más bien el arrojo hacia “la capacidad de dominar acciones internas y externas a altos niveles mediales” (Sloterdijk, 2009a: 295). Esto implica que todas las relaciones vivificantes con complementadores íntimos posteriores al estadio prenatal están atravesadas por modos análogos, mas no idénticos, de inmersión. Implican también una cierta anulación de la relación en la percepción por la que, en contextos de relación fuerte, el sujeto se estrella contra su objeto, contra el otro polo del vínculo y se diluye con él en una atmósfera compartida que solo se vuelve explícita una vez que estalla. Esto se debe a que pertenece a las esferas el estar dadas en el modus de la proximidad oscura (Sloterdijk, 2009b: 63). En este sentido es que, en última instancia, toda animación es un acontecimiento medial.

En estos términos, la pérdida del complementador íntimo implica estructuralmente la muerte de una esfera, de una burbuja de proximidad. Esto supone concebir los trastornos anímicos involucrados en este tipo de episodios desde una perspectiva no-egológica de la conciencia, para lo cual es menester desligarse de su comprensión como acontecimientos cuya superficie patológica de aparición es el individuo. En virtud de este giro en la perspectiva, la postura de Sloterdijk es que estos consisten en distorsiones espaciales de la participación, es decir, en auténticos malestares y/o enfermedades mediales17. Esto conduce a Sloterdijk a interpretar el drama humano de la pérdida bajo la rúbrica del “duelo esférico”: “Su caso más real a pequeña escala es la separación de los amantes, la vivienda vacía, la foto rota”; no obstante, a escala macroesférica, “en su forma más general aparece como muerte de la cultura, como la ciudad quemada, el lenguaje desaparecido” (Sloterdijk, 2009a: 54). En estos duelos, algunos de los retazos del pequeño mundo estallado son asimilados en espacios superiores vivificados, mientras que otros son abandonados como basura caída de antiguos espacios de animación. De acuerdo con esto, “guardar duelo no significa trabajar con un objeto, sino mudarse a un espacio ampliado” (Sloterdijk, 2004: 151).

A causa de ello, la distinción freudiana entre duelo y melancolía carece de sustento para Sloterdijk. Esto se debe, en primera instancia, a que los desajustes melancólico-depresivos consisten, en términos esferológicos, en un duelo mortuorio producido en el entorno más próximo al sujeto. Esto es lo que hace del melancólico un doliente como cualquier otro, cuyo rasgo distintivo es haber sido afectado por una pérdida que va más allá de las separaciones usuales entre seres humanos. Se ha visto privado de su genio más íntimo, de su campo de proximidad dispensador de vida. La melancolía es, de este modo, la huella psíquica de un caso individual de ocaso de los dioses —y no solo de la pérdida profana de un familiar o de un ser querido. Pero en segunda instancia, y esto es lo determinante, tanto en el duelo como en la melancolía “ocurren defunciones psicológicamente reales y, en cuanto tal, objetivas”, motivo por el que, desde una perspectiva esferológica —y sobre todo de la mano de la concepción del espacio en ella implicada—, no tiene demasiado sentido “poner en juego la realidad de un caso frente a la irrealidad del otro” (Sloterdijk, 2009a: 415-416). El desdoblamiento de la cuestión en términos de un objeto real y de un objeto psicológico reviste, de acuerdo a la interpretación que Sloterdijk hace de Freud, una innecesaria duplicación de los seres18. De esta manera, la línea demarcatoria entre duelo y melancolía se volvería mucho más flexible una vez que es atravesada por el tamiz de una analítica del espacio íntimo-compartido:

Si tiene sentido tomar en consideración algo así como la existencia de objetos psicológicos, será sólo en tanto éstos sean definidos como polos de relaciones que pueden ser sustituidos y transpuestos por el yo sin autoempobrecimiento agudo. Objeto es sólo lo que puede ser ocupado y dejado. Lo que significa objetividad psicológica surge por una cristalización de la competencia dialógica en un repertorio que puede seguirse tocando también con otros partenaires. La gran característica del objeto psicológico es su dejabilidad o, lo que aquí significa lo mismo, su sustituibilidad y la ejecutabilidad con otros compañeros de la pieza ensayada (Sloterdijk, 2009a: 421).

De acuerdo con esto, el trabajo de duelo (Trauerarbeit), en lugar de ser efectuado por referencia a un objeto, consiste, contrariamente, en colaborar en su constitución, articular su “dejabilidad”. Mientras no pueda ser individuado como objeto, el duelo no podrá ser consumado. Eso significa para Sloterdijk, como ya mencionamos anteriormente, que la reparación del espacio íntimo más estrecho, presubjetivo y preobjetivo, solo es posible a través de su ampliación; proceso en el que el recuerdo de los muertos, por una especie de reacción de inmunidad, desata, a su vez, otros procesos creadores de espacio. Esto implica la puesta en marcha de configuraciones sustitutorias de tipo espacial que motorizan el entrenamiento progresivo en el “ser-abandonado por los más próximos”, sin el cual ningún ser humano podría ser capaz de sobrevivir a la muerte de sus insustituibles19. Especial relevancia adquiere aquí la circunstancia de que “la parte más importante de todo duelo ha de ser consumada antes de la muerte del otro esencial” (Sloterdijk, 2004: 146), observación a través de la que Sloterdijk conecta la dimensión microesférica con la macroesférica del duelo. Ello se debe a que este “pre-duelo” es el que reconduce la cuestión al marco general de la cultura, la cual favorece, potencia, vehiculiza, pero también bloquea y obstruye la fuerza de formación y de recomposición anímica del espacio. Es en el horizonte cultural de existencia que se dirime el fondo de posibilidad o el radio de alcance que subyace al duelo esférico exitoso:

Si los supervivientes se empeñan en permanecer de algún modo en unión con los muertos, ello sólo puede suceder porque los muertos son alojados en un segundo anillo, en torno a la esfera de los vivos. (...) Ese círculo lo traza el duelo: es decir, el esfuerzo psíquico por llegar a un compromiso entre la preocupación por la separación definitiva de los muertos y el deseo de mantenerlos en otra forma de proximidad, pero “allí” (Sloterdijk, 2004: 151).

A lo largo de la historia de la humanidad, esta necesidad de redondear el mundo en una escala amplificada ha sido confiada a la omnipresencia de dioses y antepasados, así como también a la fuerza mágica de amuletos, fetiches y símbolos de todo tipo. Dada su potencia evocativa, el símbolo es un aliado fundamental de la pérdida. Es un distensor de espacio: mantiene cerca, pero a distancia prudente. En este sentido, re-espacializa en un allí y habilita nuevas configuraciones sustitutorias20. Por este motivo, antiguamente, “de cien operaciones importantes para la vida, noventa y nueve eran simbólicas” (Sloterdijk, 2020a: 99). No en vano es que, en el mundo antiguo, la melancolía revestía de manera clara los rasgos de una auténtica patología del exilio padecida por los desarraigados, que por guerras, pestes o circunstancias determinadas habían perdido sus contextos rituales (Sloterdijk, 2009a: 416). La razón de ello radica en la función esencial desempeñada por los ritos, que, al introducir cortes en la trayectoria vital de los individuos, facilitan la exposición al no-lugar del extrañamiento, así como la recomposición ampliada del espacio animado, ya sea que se trate de una muerte simbólica o de un exitus real de la vida. Esto ocurre tanto en términos micro como macroesféricos, dado que el acceso a nuevos climas interiores es una circunstancia “acreditable”, al mismo tiempo, en términos vivenciales —es decir, en primera persona— y sociales —esto es, desde el punto de vista de los otros—. En el caso de los ritos de enterramiento, estos consumaban la “refetalización” del muerto, es decir, su pasaje por la última de las puertas y su inmersión definitiva, completamente evocativa del origen, en el útero final de la realidad.

En una conferencia del año 1996 titulada “Iluminación en la caja negra. Sobre la historia de la opacidad”, Sloterdijk argumenta que esto se debe a que, desde los tiempos de la revolución neolítica —que da inicio a la gran época del enterramiento de antepasados—, “la tumba era un foco de intranquilidad como pocos” (Sloterdijk, 2020a: 98). Era experimentada como un taller de actividades que conciernen a los vivos, una matriz operativa de fuerzas y de poderes reales que eran misteriosamente ejercidos desde el otro lado y que, a través de ella, adquirían su puerta de ingreso a nuestro mundo. El surgimiento de la magia, madre de la técnica, está fuertemente emparentado a esas cajas negras que eran las tumbas. Penetrar en sus secretos significaba adquirir poderes simbólicos, y por ende, operativos.

Sin embargo, los intereses humanos en relación con el reino de los muertos han cambiado rotundamente en el pasaje desde el periodo inaugurado por el neolítico y el inicio de la modernidad. A los féretros modernos se encuentra asociada la convicción de que en ellos “no se planea ni se ejecuta nada que pueda tener a la luz del día consecuencias para nosotros” (Sloterdijk, 2020a: 97). Son el ejemplo máximo de aquello en cuyo interior no miramos. En lugar de magos y sacerdotes, los criminólogos son los únicos que emprenden su apertura con pretensiones investigativas, decididamente ya no rituales; salvo que se considere, forzando los términos un poco, la búsqueda de “verdades de hecho” como un ritual de tipo científico. De ahí que la potencia esferológica de estas exhumaciones —si es que puede hablarse de ella en algún grado— quizá solo reside actualmente en la expectativa de que la reconstrucción de los hechos pueda llegar a brindar algún tipo de consuelo en casos especiales y escabrosos.

Más allá de estas particularidades, lo cierto es que con la época moderna asistimos a un panorama del todo distinto, en el que la espacialidad de los fallecidos ha sido refundada sobre bases muy distintas. El ser-en implicado en la inhumación —del latín in (en, hacia dentro, en el interior) y humus (tierra, aquella que pisamos y sembramos)—, se ha vuelto difuso, vaporoso, un sitio incinerado y transformado en humareda. Como adeptos de un culto indefinido en el que la tierra ha devenido pista de tráfico y de intercambio de mercancías, los globos terráqueos son el fetiche de nuestro tiempo que mejor simboliza esta situación. Ellos nos recuerdan que, desde hace unos pocos siglos, ya solo podremos existir sobre un globo, más nunca dentro de uno (Sloterdijk, 2009a: 33). Tal vez por esta razón, parados como estamos sobre esta superficie perdida en el espacio infinito, las prácticas de enterramiento son progresivamente sustituidas por la cremación21. Esta tendencia en ascenso es la que en el primer año de la crisis del coronavirus adquirió rasgos institucionales, puesto que los gobiernos se vieron forzados a recurrir a este tipo de prácticas como medida preventiva ante el manejo de los cuerpos.

El duelo del duelo, en clave esferológica

En el actual contexto de pandemia, el ataúd se ha convertido nuevamente en una caja negra inquietante. Esto responde a varios motivos. En primer lugar, ha logrado recobrar para sí la posesión de potencias activas invisibles, de energías operativas que, no obstante, ya no son simbólicas, “blandas”, sino más bien estrictamente fìsicas, “duras”: ha caído bajo la sospecha de ser un receptáculo de fuerzas biológicas amenazantes, un potencial foco de contagio. Pese a ello, trágicamente, por estos días es la gente común la que se ha sumado a la apertura de los féretros22. Familiares, amigos y demás seres queridos se han visto constreñidos, no pocas veces y en distintos lugares del mundo, a constatar si el muerto que se encuentra en su interior es o no el indicado23, o incluso si está efectivamente allí24. Después de todo, los tiempos veloces y apretados que impone la emergencia sanitaria habilitan toda clase de errores a causa de la saturación de hospitales y casas mortuorias. Además, en la medida en que los protocolos vigentes para decir adiós al difunto restringen la cantidad de personas permitidas, algunos se han aventurado a escabullirse en cementerios llegando incluso a abrir tumbas recientemente ocupadas para poder disponer de una despedida25.

A partir de estos acontecimientos es posible sostener con todo derecho que en los tiempos que corren no hay lugar para el duelo. Pero, ¿acaso tuvo lugar el duelo alguna vez? Siempre que estemos prestos a notarlo, su actual imposibilidad para desplegarse en un espacio físico concreto expresa y trae a la escena del aparecer la falta de lugar existencial que padece el duelo en sociedades des-ritualizadas como las nuestras. Lo físico constituye aquí la concreción más literal, consumada y extrema de una situación “superespacial”. Después de todo, moderna es una cultura que debe lidiar con la muerte desde una zona franca existencial, desde un “no-lugar” en el que el tráfico de valores y cosmovisiones posibles hace aparecer los modos de vida como posiciones vistas desde fuera, como plataformas de aterrizaje, o, lo que es lo mismo, bajo la modalidad de las “opciones” (Sloterdijk, 2009b: 155). Desde que esto es así, hacer frente a una pérdida significa tener que elegir el medio simbólico o ritual en el cual poder zambullirse para poder acceder a fuerzas anímicas inmunizadoras. Pero antes que nada, implica estar fuera del espacio del rito —motivo por el que hasta se dispone de él como concepto y objeto teórico—, en un universo neutro y excéntrico en el que la alianza milenaria entre curación y culto (Sloterdijk, 2008: 133), si es que no se ha desintegrado totalmente, a lo sumo se vuelve más precaria26. Por estas razones, cuando pensamos el duelo, estamos en un hiato, del otro lado de una grieta que ya nos separaba de él.

En este contexto, la espiritualidad, entendida, en sentido general, como el proceso por el cual el sujeto accede a otras formas de estar en sí —incluso en la proximidad del final de la vida— atraviesa un proceso de progresiva informalización y consecuente pérdida de eficacia27. Si antes el sentido de los rituales era alojar cortes, mojones o umbrales en la existencia de los individuos para facilitar que estos pudieran espacializar las pérdidas, su conversión en meras opciones vitales los introduce en un plano escindido que acaba por dotarlos de una consistencia difusa. Esto es lo que sucede una vez que, en torno a la transformación espiritual o ritualística, no existe sincronización alguna entre las dos modalidades constitutivas de su darse: por un lado, la modalidad subjetiva, por la que el propio sujeto hace experiencia, en primera persona, de su propia metamorfosis; por otro, la intersubjetiva, por la que los otros se instituyen no solo como observadores, sino también como partícipes de dicha mutación existencial —puesto que también ellos están experimentando una pérdida—. En este sentido, la operación ritual de cruce y conversión, en los casos en los que realmente subsiste en la cultura moderna, asume la forma del pequeño ritual subjetivo, que no constituye una contraseña clara e indiscutible de pasaje hacia nuevas formas de estar en sí y con los otros28. Adolesce de condiciones espaciales de ampliación. Su rango de alcance no es macroesférico sino, a lo sumo, microesférico29.

Sobre este trasfondo es que pudo abrirse paso el ya clásico problema de la muerte desritualizada, hospitalizada y secuestrada del mundo de la vida, que ahora converge con el del duelo prohibido y necesitado, a su vez, de un duelo. De este modo, individuos que poco sabían acerca de cómo despedirse se encuentran ya sin posibilidad alguna de disimulo. Es así que hoy llegamos a necesitar de un segundo pequeño ritual, aún más pequeño que el anterior —el cual, a su vez, no era más que un fragmento desprendido y difuso del rito propiamente dicho—. De este modo, la cadena sustitutoria del duelo exhibe una tendencia regresiva que, en la hora máxima de su retracción —al mismo tiempo, física y superespacial—, hace manifiesta la dificultad para lidiar con las pérdidas. De acuerdo con esta perspectiva aquí ensayada, el ritual sustitutorio constituye la concretización de nuestras más profundas condiciones espaciales de vida:

Los individuos aislados pierden tendencialmente en las espumas la fuerza de formación psíquica de espacio y se encogen convirtiéndose en puntos depresivos aislados que son transferidos a un entorno discrecional (...); tales individuos padecen de aquellas mermas de inmunidad que se producen por la decadencia de las solidaridades (...). Para las personas privadas, débiles esféricamente, su periodo de vida se convierte en el cumplimiento autodiseñado de un encierro en una celda de aislamiento; yoes sin extensión, cuya acción palidece, pobres en participación (Sloterdijk, 2009a: 76).

Estas palabras escritas en 1998 resuenan hoy de un modo singular. Salir a lo abierto se ha convertido en toda una odisea. Afrontar pérdidas en este espacio enloquecido, excéntrico y neutro —que redobla hoy su presencia invasora, destructora de mundos interiores con una fuerza inusitada— es una circunstancia que trae consigo una cruenta verdad, a saber: hacerse adulto y perder la inocencia son dos asuntos completamente distintos. Al fin y al cabo, “todo lo muy explícito se convierte en algo demoníaco” (Sloterdijk, 2009b: 56).

Bibliografía

Fuentes

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Bibliografía referida

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1 “En la India, cientos de cadáveres de víctimas del Covid resurgen por la creciente del río Ganges” (29 de junio de 2021), La Nación.

2 “La pandemia de Covid-19 amenaza con hacer colapsar el sistema funerario de Roma” (19 de abril de 2021), France24.

3 Cfr. Gutiérrez-Martínez et al. (2021: 16).

4 Cfr. Banner y Freeman (2020).

5 Para la reposición de la terminología filosófica utilizada por el autor en su idioma original nos serviremos de la primera edición en alemán del tomo I publicada en 1998 por la editorial Suhrkamp: Sphären. Mikrosphärologie. Blasen.

6 En Has de cambiar tu vida, libro publicado originalmente en el año 2009, Sloterdijk desarrolla este concepto de “campo existencial” de la mano de aportaciones específicas tomadas del psiquiatra suizo Ludwig Binswanger (Sloterdijk, 2013: 196 y 211-212). Para la reposición en alemán de este y otros conceptos de esta obra que revisten un especial interés para la comprensión de la teoría de las esferas nos serviremos de la primera edición publicada por la editorial Suhrkamp: Du mußt dein Leben ändern. Über Anthropotechnik (2009c).

7 La filósofa Carla Cordua señala a este respecto que “la deuda reconocida con el predecesor tiende a concentrarse en ciertos asuntos específicos, como, por ejemplo, en el de la condición de la verdad como revelación y en el interés compartido por la espacialidad del Dasein” (2008: 27).

8 Para ediciones Siruela, y a los fines de propiciar una lectura fluida del escrito, Isidro Reguera traduce aquí existenzial como “existencial”, pese a que la traducción correcta sería “existenciario”. En la medida en que existenziell (“existencial”) no aparece en este excurso, de acuerdo a Reguera, esto facilita la sustitución.

9 Cfr. Sloterdijk (2004: 141).

10 Esta formulación de las bases y propósitos de su filosofía se encuentra en el excurso 4 de Esferas I mencionado anteriormente, titulado “‘En el ser-ahí hay una tendencia esencial a la cercanía’. La doctrina del lugar existencial de Heidegger”. Esta misma digresión cierra la colección de ensayos titulada Nicht gerettet. Versuche nach Heidegger, publicada en alemán en el año 2001, traducida al español por Editorial Akal en 2011 bajo el siguiente título: Sin salvación. Tras las huellas de Heidegger (Sloterdijk, 2011: 263 y siguientes).

11 Cfr. Couture (2016).

12 Esto implica que, para Sloterdijk, el espacio percibido es, desde ya, un campo sobresaturado de sentido en el que se dan cita una plétora de significados que solo posteriormente son escindidos en “objetivos”, “subjetivos”, “literales”, “metafóricos”, “físicos”, “metafísicos” o “axiológicos”.

13 “Esfera” es un concepto multifuncional que remite a modalidades del espacio vivencial compartido —o de su materialización física— bastante heterogéneas entre sí: 1) Relaciones íntimas como la clausura fetal en la madre o las distintas variantes —patológicas o no— del “estar-contenido en un entre” (des Enthaltenseins in einem Zwischen), es decir, en un vínculo familiar, amistoso o amoroso en el que la solidaridad es pensada como una “forma” inclusiva; 2) estructuras arquitectónicas protectoras, como empalizadas y murallas, pero también construcciones destinadas a la realización de liturgias colectivas, como las cúpulas de las iglesias, los estadios deportivos y los anfiteatros; 3) estructuras técnicas tales como invernaderos, biodomos artificiales o incluso estaciones espaciales; 4) símbolos de la totalidad, como bien lo demuestran las antiguas imágenes representativas del cosmos, el moderno globo terráqueo, el concepto de “biosfera” o la idea misma de “aldea global”.

14 A modo de ejemplo podemos citar los siguientes interrogantes filosófico-espaciales: 1) “¿A dónde venimos cuando venimos al mundo?”, cuestión formulada por primera vez en Venir al mundo, venir al lenguaje. Lecciones de Frankfurt (2006: 2); “¿Dónde estamos, cuando escuchamos música?”, pregunta que da título al anteúltimo ensayo de Extrañamiento del mundo (2008: 3); “¿Dónde estamos cuando pensamos lo social”?, interrogación que encontramos en “El largo camino hacia la sociedad mundial”, un artículo de 2016 que forma parte de Las epidemias políticas (2020). En dicha obra, Sloterdijk reconoce la influencia de Hannah Arendt en la formulación de este tipo de cuestionamientos (Sloterdijk, 2020: 84).

15 Bruno Latour ha caracterizado esta actitud sloterdijkiana en los siguientes términos: “Peter [Sloterdijk] asks his master Heidegger the rather mischievous questions: ‘When you say Dasein is thrown into the world, where is it thrown? What’s the temperature there, the color of the walls, the material that has been chosen, the technology for disposing of refuse, the cost of the air-conditioning, and so on?’” (2009: 140). En esta misma línea, Couture (2016) sostiene que este es el motivo principal que hace de la filosofía de Sloterdijk un planteo “post-fenomenológico”, puesto que retoma impulsos heideggerianos pero volviendo más concretas sus intuiciones ontológicas de base. Sin embargo, Huib Ernste (2018) afirma que en Sloterdijk, así como en todos los enfoques fenomenológicos, la experiencia del cuerpo vivido (Lieb) constituye el punto de partida del proceso por el cual constituimos el mundo; con la salvedad de que, en su caso, los aspectos centrales de su fenomenología de las esferas se fundamentan en una comprensión ontogenética del “encarnamiento”, el cual es pensado a su vez no como una instancia subjetiva, sino siempre necesariamente dúplice o dual, es decir, “co-subjetiva” (Ernste, 2018: 247). Según esto, más que de una superación de la fenomenología, o siquiera de una “post-fenomenología”, las pretendidas diferencias con esta corriente estarían dadas bajo la modalidad de una simple querella de familia. En el presente artículo, suscribimos a esta última postura.

16 En la conformación de esta comprensión de los afectos reviste especial importancia la influencia de Hermann Schmitz. El propio Sloterdijk señala al respecto que este filósofo perteneciente al campo de la fenomenología “elaboró una descripción de la residencia en atmósferas que oscilan entre estados de estrechez y amplitud en una obra de dimensiones monumentales, que lamentablemente no obtuvo la resonancia adecuada en la comunidad internacional de filósofos” (2020b: 95).

17 Esto se debe a que, para Sloterdijk, “los espacios por los que se dejan envolver los seres humanos tienen su propia historia: una historia, ciertamente, que todavía no ha sido contada y cuyos héroes no son eo ipso los seres humanos mismos, sino los topoi y las esferas, en función de los que florecen los seres humanos y de los que se caen éstos cuando fracasa su desarrollo” (2009a: 90-91).

18 Esto responde, a juicio del filósofo, a dos características presentes en los desarrollos del psicoanálisis temprano: por un lado, una dogmática individualista que hace de la líbido un capital privado de energías vitales sexualmente determinadas; por otro, una ontología cósica por la que la pérdida del otro constitutivo es formulada en expresiones de una pérdida de objeto (Sloterdijk, 2009a: 419).

19 El concepto sloterdijkiano de “sustitución” involucra una suerte de paradoja interna. Sloterdijk enfatiza el carácter insustituible de los complementadores íntimos pero, al mismo tiempo, confía la posibilidad humana de sobrevivir a la pérdida irreparable de los otros a la sustitución de los espacios animados perdidos por otros nuevos y ampliados. En sentido estricto, según el autor, no habría entonces reemplazo o sustitución, sino más bien una especie de desplazamiento o reencuentro diferido, evocativo con lo perdido.

20 Para Sloterdijk, “la formación de competencias simbólicas presupone por ello un principio de continuidad; éste articula la exigencia de que en el proceso de sustitución lo temprano no llegue a perderse, sin más, sino que deba ser conservado funcionalmente y reemplazado, ampliándolo, en el nuevo estadio. Una génesis simbólica satisfactoria en el proceso psíquico se produce por compromisos conservadores-progresivos” (2009a: 359).

21 “Continúa en aumento la cantidad de cremaciones en el cementerio local” (7 de marzo de 2020), La Nueva.

22 “Familia abrió ataúd en pleno velorio y cinco resultaron contagiados con covid-19” (13 de mayo de 2020), Semana.

23 “Pensaban que velaban a su mamá y al abrir el ataúd se llevaron una terrible sorpresa” (2 de marzo de 2021), El Esquiú.

24 “Una funeraria entregó un ataúd a una familia, pero sin el muerto” (11 de junio de 2020), La Capital.

25 “Jóvenes ebrios abren ataúd de familiar que murió por covid-19 para dar el último adiós” (10 de febrero de 2021), Milenio.

26 En un informe técnico del año 1990 realizado por la Organización Mundial de la Salud, titulado Alivio del dolor y tratamiento paliativo en el cáncer, se recomienda “preguntar al enfermo acerca de los aspectos espirituales de su vida, lo que algunos pacientes consideran como un tema muy indefinido y aun amenazador (…). La cuestión puede también abordarse con preguntas acerca de cuál es la fuente de esperanza y fuerza para el enfermo, como por ejemplo, ¿a quién recurre usted cuando necesita ayuda?” (1990: 56). Un acercamiento de estas características a la cuestión da cuenta, como bien señala Sloterdijk en Extrañamiento del mundo, de cómo “justo ahí donde los sujetos tienen que saldar su cuenta con lo que los sojuzga, es donde [salen al acecho] las tendencias modernas culturales hacia la desritualización de las formas de vida y hacia el individualismo” (2008: 146).

27 Cfr. Sloterdijk (2013: 103 y siguientes).

28 Actualmente, esta informalización de la espiritualidad se ve agudizada por el hecho de que los modos espirituales de ser, además de asumir la forma de “imágenes electivas del mundo” (Sloterdijk, 2009b: 155), se presentan en cada caso como opciones operables por el propio sujeto, al modo de un collage o de un personal design producido a partir de retazos provenientes de distintas cosmovisiones. En El imperio científico. Investigaciones político-espaciales, Fernando Beresñak señala este hecho al poner de relieve que, ante la imposibilidad de anclar nuestro modo de vida a la cosmovisión científica imperante, que relega y excluye la dimensión humana y vivencial del mundo, los individuos deambulan y se instalan por breves periodos en distintas “islas práctico-discursivas”, las cuales son experimentadas como meros “espacios de paseo” cuyas contradicciones no son percibidas en lo absoluto: “Se entiende así el cada vez más difícil estado de turbación y la inestabilidad psíquico-somática del ser humano en la vida cotidiana actual” (Beresñak, 2017: 228).

29 En aquellos casos en los que los individuos participan de solidaridades grupales como religiones o cultos, si bien estos actúan como macroesferas contenedoras, lo cierto es que se trata de “globos” simbólicos de alcance limitado. Es decir, de conglomerados “co-aislados” de burbujas anímicas que guardan entre sí relaciones miméticas específicas. Esto ocurre sobre el trasfondo de un horizonte cultural dislocado espacialmente, para el que Sloterdijk reserva el concepto de “sociedades-espumas”y “multiplicidades-espacio” (Sloterdijk, 2009b: 230), compuestas de aglomeraciones locales de microesferas.