Decadencia: concepto y afecto.
Dos aproximaciones desde el documental argentino reciente°

Decadence: affect and concept: two approaches from recent Argentine documentary

Cecilia Macón*

Cuadernos del Sur - Filosofía 53 (2024), 95-109, E-ISSN 2362-2989

Sea como gesto estrictamente político o en cuanto impulso de cierta estrategia artística, la experiencia histórica de la decadencia ha sido evocada de distintos modos a lo largo del tiempo. En su encarnación de la desilusión, del hastío y/o del pesimismo metafísico, su patrón parece dar cuenta de algo más que la mera contracara del progreso para sostenerse en el orden afectivo. Efectivamente, más allá de expresar una secuencia de declive que parte de un pasado imaginado como mejor, su caracterización está atravesada por una dimensión afectiva compleja y no necesariamente unívoca. El objetivo de este trabajo es problematizar estas cuestiones a través del análisis de dos documentales argentinos recientes basados en el trabajo sobre archivos familiares: La vida dormida (2021) de Natalia Labaké y Esquirlas (2021) de Natalia Garayalde. Entiendo que en cada una de ellas resultan puestos en escena dos modos alternativos de expresar la dimensión afectiva de la decadencia: la asociación con la monstruosidad, el exceso afectivo y la degeneración, en un caso, y la crisis, el vacío y la desolación, en el otro.

Palabras clave

decadencia

afecto

documental argentino

Fecha de recepción

27 de septiembre de 2023

Aceptado para su publicación

15 de noviembre de 2023

° https://doi.org/10.52292/csf5320244765

* CONICET - Universidad de Buenos Aires - Directora de SEGAP. ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9195-021X. Correo electrónico: cmacon@yahoo.com.

Resumen

Whether as a strictly political gesture or as an impulse for a certain artistic strategy, the historical experience of decadence has been evoked in different ways over time. In its incarnation of disillusionment, boredom and/or metaphysical pessimism, its pattern seems to account for something more than the mere opposite side of progress to sustain itself in the affective order. Indeed, beyond expressing a sequence of decline that starts from a past imagined as better, its characterization is crossed by a complex and not necessarily univocal affective dimension. The aim of this paper is to problematize these issues through the analysis of two recent Argentine documentaries based on family archives: La vida dormida by Natalia Labaké (2021) and Esquirlas (2021) by Natalia Garayalde. I understand that in each of them two alternative ways of expressing the affective dimension of decadence are staged: the association with monstrosity, emotional excess and degeneration in one case, and crisis, emptiness and desolation in the second film.

Keywords

decadence

affection

argentinean documentary

Abstract

95-109

Do

Dimensiones afectivas de la decadencia

La idea de decadencia en cuanto concepto histórico central se ha desplegado insistentemente como respuesta a la de progreso a lo largo del tiempo. A veces, puesta en juego bajo una función meramente retórica, otras, a la manera de un mecanismo proselitista, y, en ciertos casos, encarnando una propuesta sistemática de la Filosofía de la Historia, la lógica de la decadencia parece resultar de un mecanismo espejado con las matrices progresivas. Mientras el progreso expresa un patrón ascendente orientado hacia algún tipo de objetivo —la felicidad, la realización de la idea de libertad o el bienestar—, la decadencia es, en principio, exactamente lo contrario: de una pasado imaginado o deseado como mejor, se proyecta un camino inevitable en descenso hacia lo peor (Koselleck, 2012: 95). Sea la decadencia de Occidente, la del imperio romano o la de la Argentina, existe siempre un punto de partida elegido de modo más o menos arbitrario y uno de llegada señalado como su derivación imprevista. Sin embargo, más allá de que en un punto estos dos patrones funcionan efectivamente en espejo, me interesa explorar aquí la dimensión afectiva sobre la que se establece ese abismo. Si bien la bibliografía que refiere a la tensión entre optimismo y esperanza es frecuentemente citada para evaluar el orden afectivo vinculado al progreso (Berlant, 2020), en el caso de la decadencia, el análisis suele limitarse a describir superficialmente su relación con el pesimismo y olvida que la dimensión afectiva no se ocupa meramente de darle un color o matiz a los conceptos históricos, sino que participa de su definición.

Más allá de las reflexiones inaugurales alrededor del término en Schopenhauer, Nietzsche, Spengler o Montesquieu, lo cierto es que desde 1945 el concepto de decadencia —puesto frecuentemente en relación con los ciclos históricos— ha revivido (Landgraf, 2014: 3 y siguientes): circulan advertencias acerca de decadencias inminentes o recientes, pero sobre todo convicciones sobre la presencia de un proceso de disolución —sea de la democracia, de la belleza, de la moral, de la naturaleza o de lo humano— (Fukuyama, 2015; Landgraf, 2014; Stasavage, 2020).

Efectivamente, sea en calidad de gesto estrictamente político o como impulso de cierta estrategia artística, la experiencia histórica de la decadencia ha sido atravesada de modos distintos por la dimensión afectiva. En su encarnación de la desilusión, del hastío y/o del pesimismo metafísico, su patrón parece dar cuenta de algo más que la mera contracara del progreso para sostenerse en diversos órdenes afectivos. Es que, más allá de expresar una secuencia de declive que parte de un pasado imaginado como mejor, su caracterización está atravesada por una dimensión afectiva compleja y no necesariamente unívoca. El objetivo de estas páginas es, justamente, problematizar estas cuestiones a través del análisis de dos documentales argentinos recientes basados en el trabajo sobre archivos familiares construidos durante el apogeo de la Argentina neoliberal de la década del 90: La vida dormida (2021) de Natalia Labaké y Esquirlas (2021) de Natalia Garayalde. Entiendo que, en cada una de estas películas, resultan puestos en escena dos modos alternativos de expresar la dimensión afectiva de la decadencia: la asociación con la monstruosidad, el exceso afectivo y la degeneración, en un caso, y el vacío y la desolación generadores de crisis, en el otro. Dos modos distintos de expresar afectivamente el patrón de la decadencia como estrategia para otorgar sentido —negativo, pero sentido al fin— a circunstancias experimentadas como declive.

Es usual señalar a las perspectivas decadentistas como inevitablemente conservadoras. Asociado al pánico moral (Landgraf, 2014: 21), el paradigma de la decadencia, en estos casos, se presenta como un esfuerzo por sobrevivir ante un pasado imaginado como mejor, particularmente desde un punto de vista moral: los comportamientos éticos pertenecen al pasado y solo resta observar su progresiva degradación. Sin embargo, la insistencia contemporánea de esta versión del sentido histórico excede —aunque a veces incluye— esta perspectiva para penetrar otro tipo de discursos, como los que pretende analizar este trabajo: la decadencia se constituye en una narrativa que toma como punto de origen una experiencia de felicidad que, por su exceso o por la crisis que genera, produce un declive moral que cabe a la política señalar.

En los casos que siguen, me gustaría distinguir entonces dos modalidades que adquiere la narrativa de decadencia aplicada a los años menemistas planteada en estos términos. Mientras que en un caso lo que detona la decadencia de un universo acechado pero armónico es una crisis que lleva al silencio, la muerte y el vacío, en el otro, es la decadencia moral resultado del exceso la generadora de la crisis de un mundo que nada tenía de feliz.

Estallidos

Río Tercero, Córdoba, Argentina, 3 de noviembre de 1995. Una serie de explosiones en la Fábrica Militar ubicada a solo 200 metros de los límites de la ciudad provoca, en principio, siete muertos y cientos de heridos. Calificada como accidente tanto por el Gobierno provincial como por el nacional, con los años quedó probado que se trató de una serie de explosiones intencionales destinadas a ocultar las pruebas del contrabando de armas hacia Ecuador y Croacia por parte del Gobierno de Carlos Menem. A los 12 años Natalia Garayalde estaba allí. Y su familia lo filmaba todo: los años de convivencia de la ciudad con la fábrica, las explosiones, el estado en que quedaron su escuela y su casa, una nueva explosión tres semanas después, las denuncias de los vecinos, las sospechas sobre las dos plantas químicas que operan en la misma zona, el registro de un número inusual de muertes por cáncer dentro su familia y de personas cercanas de su misma ciudad. Veinticinco años después Garayalde dirige Esquirlas, un documental sobre los atentados de Río Tercero construido a partir del archivo familiar filmado a lo largo de su infancia y adolescencia que tiene su epicentro involuntario en la tragedia iniciada ese día de noviembre.

La vida familiar apacible, contenida por una casa amplia rodeada por un gran jardín y sostenida en una vecindad solidaria, se despliega a lo largo de los primeros años de la década del 90: los peinados de Zulemita Menem, vestidos rojo fuego, dorados plastificados, videoclips de MTV, juegos de PC, equipos de audio gigantes. Los fuegos artificiales de la fiesta menemista —una fiesta sostenida en un simulacro de progreso basado en exceso de colores, consumo y cinismo— explota y deja en evidencia su oscuridad. El hilo del relato de Garayalde transcurre en la tensión entre una felicidad familiar auténtica y una felicidad pública que es puro artificio en camino hacia el declive causado por una explosión que deja a la vista la degeneración de un modo de pensar lo público. Hay allí un mundo que, literalmente, se desintegra. Una explosión cuyas esquirlas llegan hasta el presente. Como sucederá más tarde con el estallido de 2001, surge, tras las explosiones, una comunidad disuelta. El lazo de lo común se ha perdido para siempre, la experiencia de felicidad resulta fatalmente diluida. Todo aquello que existía en la ciudad de Río Tercero desapareció abruptamente a partir de la crisis radical introducida por las explosiones de esos días. Aquello que le daba sentido al espacio de la comunidad de la ciudad desaparece poco a poco a partir de las explosiones.

Se trata de un vacío que es registrado primero por las filmaciones caseras de esos días en las que una Natalia Garayalde de 12 años muestra su escuela vacía y estallada simulando ser una periodista con acento extranjero, y también por su propia voz de adulta en off relatando lo sucedido y recordando el temor clave de su padre: “el aire está contaminado con fósforo blanco”. Un fósforo blanco definido —y experimentado— más tarde como veneno.

Esta asociación entre crisis y decadencia no es por cierto excepcional. De hecho, la idea de decadencia toma frecuentemente como punto de partida un momento identificado como de crisis que, lejos de ser superado, se presume que pervive en el tiempo impidiendo cualquier mejora y augurando la extinción progresiva o aun la muerte más brutal, sea de una idea o de una comunidad como tal. Así, aquel tiempo más o menos lejano que auguraba, condensaba o sostenía el ideal de progreso es interrumpido por un momento experimentado como de crisis que impulsa el desmoronamiento. Una ruptura radical con la normalidad que se inicia con la incertidumbre más radical, pero que inmediatamente después arrastra hacia lo peor. Así, la interpretación —y ejecución o encarnación— de la idea de crisis resulta medular a la hora de generar distintas concepciones de la decadencia.

De hecho, la crisis es frecuentemente presentada en contraste con la normalidad y resulta asociada a una futuridad sostenida en la inmediatez y en la incertidumbre (Koselleck, 2012; Roitman, 2013) y en una atmósfera afectiva imposible de clasificar. Según las definiciones fundamentales de Claudio Lomnitz (2003), la experiencia de crisis está asociada al tiempo inmediato, a la suspensión de la reproducción, a la inseguridad sentida como crónica, a la devastación, a la debacle del futuro, al sacrificio; todos rasgos que ayudan a caracterizar lo que él denomina “saturación del presente”: “en la crisis —dice Lomnitz— existe un rechazo a socializar imágenes deseables y viables de un futuro” (Lomnitz, 2003: 132). De acuerdo con Koselleck (2012), la crisis implica justamente una experiencia de inseguridad asociada a un futuro desconocido. Supone cortar, decidir, experimentar la presión del tiempo, la inestabilidad, la incertidumbre y la inseguridad. Constituye una ruptura de algún tipo de equilibrio y la imposibilidad de predecir el futuro.

Pero en su impulso hacia la decadencia una consecuencia no necesariamente atada a la crisis, pero que constituye una de sus versiones posibles se desarrolla un atisbo de certeza: que esa crisis asociada a la incertidumbre es el augurio de un camino hacia lo peor. Es decir, que la decadencia se sostiene en una paradoja: es resultado de la conciencia de una crisis, pero implica a la vez contenerla y abrirla hacia la certeza de un futuro que solo puede ser peor.

Como el trauma, la crisis es una ruptura conflictiva, un punto de inflexión asociado, en términos afectivos, a la desorientación (Malatino, 2022: 51) y a flat affects (Berlant, 2015: 193) que expresan nuestra incapacidad para saber qué sentimos exactamente en un determinado momento. Es un instante incierto que difícilmente pueda ser vinculado a una emoción clara, pero que a la vez pugna por tener un sentido propio. Así, la dimensión afectiva de la experiencia de crisis resulta en un espacio de incertidumbre e indeterminación en la que el lenguaje deviene insuficiente. El concepto de decadencia llega entonces para construir sentido ante la supuesta evidencia de la crisis. Llega también para encontrar dimensiones afectivas posibles que logren superar la incertidumbre para transformarla en augurio de un mundo orientado hacia lo peor.

Deviene así una experiencia atravesada por el cansancio, la depresión y la mera pasividad que señala un momento en el que se desarman las estructuras sociales y se produce un desmoronamiento de lo vital. Más que el fin de la historia asociado a un cumplimiento, hay aquí una acumulación de promesas incumplidas que estallan para impulsar el declive entendido como indubitable. Sin embargo, entiendo que es la dimensión afectiva de esa certeza la que permite indagar en algunas de las consecuencias fundamentales de este mecanismo destinado a evadir la incertidumbre propia de la crisis para aferrarse a la certidumbre en la extinción.

Ese foco en la extinción es desplegado por Garayalde de modo radical al subrayar que las explosiones de Río Tercero deben ser evaluadas en términos de su impacto ambiental. Hay aquí, entonces, un racimo de posicionamientos estético-políticos centrados en la crisis ambiental (Pachilla, 2023) como “política de la destrucción”, donde la degradación de la “naturaleza” se condensa en la pervivencia de la basura, de la saturación de lo tóxico (Heffes, 2013: 113), de la alteración radical de los cuerpos. En términos de Davis (2022), es el señalamiento de la materia plástica como la condensación del orden capitalista y colonial, en el que la pretendida plasticidad de los objetos asociada al progreso de la utopía tecnológica saca a la luz el modo en que naturaleza y cultura nunca pueden ser separadas. Es también la transferencia intergeneracional de la riqueza o su ausencia, y de las acumulaciones diferenciales de toxinas, donde lo plástico crea mundos nuevos y, a través del ecocidio, infecta cuerpos como los de la familia y lxs vecinxs de Garayalde. Es la lógica de la decadencia como disolución provocada por la crisis que remite a las reflexiones sobre la aniquilación de la “naturaleza” (Luke, 1997), pero que la asocia, más que a modos de la supervivencia en el marco del Antropoceno, al puro vacío. Hay aquí una elaboración cinematográfica de la “memoria de una catástrofe”, pero también una reflexión sobre el pasaje de una contingencia inmediata a las certezas de la extinción (Depetris, 2016).

En Esquirlas asistimos justamente a una comunidad que se desploma a partir de una crisis producida por quienes generaron la ilusión de un progreso artificial ecocida que terminó arrasando con la felicidad que sí existía en esa comunidad. La película de Natalia Garayalde señala así también otro tópico recurrente en las reflexiones de los últimos años: la crisis ambiental disuelve poco a poco no solo una idea de felicidad o bienestar, sino la existencia misma: la muerte por cáncer de varixs miembrxs de la comunidad y de su propia familia es aquí resultado de la contaminación del ambiente disparada —literalmente— por la explosión. La muerte, el vacío, el silencio como destino de la decadencia es la extinción misma de la Tierra, entendida esta como Gaia, es decir, como un bucle entre los elementos orgánicos e inorgánicos que ha asumido la apariencia de una potencia amenazadora (Pachilla, 2020). Es el proceso de extinción como una catástrofe en curso que obliga a repensar la habitabilidad y desalinear los afectos haciendo a un lado la lógica de la inevitabilidad optimista propia del capitalismo (Latour, 2023).

Así, la idea de ruptura o cambio irreversible presente en la descripción de la crisis ambiental (Marín, 2023: 52) se transforma en Esquirlas en la certeza de la extinción expresada más que como un rasgo de pesimismo, en cuanto estupor. Marcado por la impotencia, el mutismo, el extravío y la indubitabilidad, el estupor paraliza (Pareyson, 1996). Y es de este modo que la certeza de narrativa de la decadencia no solo expulsa la incertidumbre de la crisis, sino que además se sume en el vacío radical de la extinción marcado por una suerte de grado cero del afecto.

Excesos

Natalia Labaké es nieta del dirigente peronista Juan Gabriel Labaké. En cuanto miembro del ala derecha del Partido Justicialista, su abuelo fue diputado nacional entre 1973 y 1976, abogado, primero, de María Estela “Isabel” Martínez de Perón y, más tarde, de Zulema Yoma, ministro plenipotenciario entre 1989 y 1992 y asesor presidencial de Carlos Menem (1990-1992), sobre quien después tendría una postura crítica. En 2021 Natalia estrenó el documental La vida dormida, basado en un extenso archivo familiar constituido por filmaciones caseras realizadas a lo largo de los años por ella misma y por Haydée Alberto, esposa de Juan Gabriel. “La mujer en su característica de madre tiene la sagrada misión de forjar la esencia de la nacionalidad”, dice la placa de apertura de la película evocando una cita de María Estela “Isabel” Martínez de Perón. Hay allí, seguramente, algo más que un indicio de lo que mostrarán los 75 minutos siguientes: las últimas tres décadas de historia argentina atravesadas por el declive del alfonsinismo, el nacimiento del neoliberalismo menemista y, más tarde, el del kirchnerismo, acompañadas por la imposición de la domesticidad a las mujeres de la familia. La película muestra los atisbos de resistencia de esas mujeres —como las filmaciones que realizaron a lo largo de los años—, pero también los silenciamientos de los que fueron víctimas y, sobre todo, la progresiva disolución de ese orden en el que supuestamente primaba el bienestar. Dos de las mujeres del grupo familiar —Haydée y la propia Natalia— sobreviven cámara en mano y tres, sumidas en la depresión y la angustia, se van evanesciendo poco a poco, como si se cumpliera el deseo de invisibilización del cisheteropatriarcado reflejado en la frase insignia de Isabel Perón y en cada uno de los gestos de Juan Gabriel Labaké y su claque varonil: la voz en alto que intenta ser replicada por su mujer para evitar el silenciamiento abruma mientras establece reglas cambiantes para el grupo familiar.

El registro audiovisual muestra a Agustina, hermana de Natalia, inmersa en sesiones de constelaciones familiares para poder identificar el origen de una angustia a la que se asocia con “una angustia vieja, una angustia que no es tuya, una angustia que te pesa”. A Bibiana, hermana de Juan Gabriel, circulando en silencio por la casa hasta que logra admitir su enojo ante “un hombre que no me supo comprender”. A la madre de Natalia, filmada a lo largo de los años justamente solo como madre, quien llega a confesar que, después del breve deslumbramiento que sufrió al conocer a la familia Labaké, comenzó a tomar distancia ante la evidencia de que su voz no contaba. Mientras tanto, el intenso círculo masculino liderado por el abuelo Labaké opina, discute, pontifica, borra filmaciones inconvenientes, da indicaciones, baja línea, sugiere ciertas tomas a su esposa y a su nieta mientras son ellas las que filman. Pero, sumidos en un hedonismo enceguecedor, poco a poco sus figuras patriarcales comienzan a perder el rumbo. No es algo que suceda abruptamente cambiando el sentido —o el sinsentido— de los acontecimientos, sino que, en contraste con Esquirlas, la disolución del supuesto bienestar es progresiva y se genera mientras se continúa hablando, viajando y filmando. El resultado del vacío que se avecina no es algo que suceda de modo brusco o sugiriendo novedad, sino una desolación que, al enquistarse de modo lento, resulta aún más invisible.

El origen de la decadencia se exhibe a través del exceso de la estética dorada menemista representada con, por ejemplo, la llegada en lancha del entonces presidente Carlos Menem a una playa de Punta del Este para participar de una fiesta veraniega en la gran casa familiar. También en la apología de lo artificial encarnada en las conversaciones familiares recurrentes, en las mesas abundantemente servidas, en abrazos firmes pero dudosos. Una transgresión permanente a los límites de los sentidos capaz de generar sugestión en quienes, como la madre de Natalia, ingresan por primera vez a ese círculo. Pero es ese mismo mundo excesivo el que arrastra a la familia hacia la decadencia experimentada como hastío. Un hastío literal ante la abundancia que no es solo su contraste más radical, sino también su consecuencia.

El de los Labaké es un universo familiar ruidoso, hedonista, colorido, abrumador, sin espacio para el silencio ni para esa duda que se esfuma al exhibir el puro dolor. Es el declive que va dejando a la luz el gesto de dominación hacia las mujeres de la familia y que arrastra en su camino al opresor al ponerlo en evidencia. Es el exceso de lo material, pero también el de la actuación impuesta de la felicidad como causante de la decadencia moral. Es el artificio de la opresión que se desmorona poco a poco por su exceso, su hedonismo, la frivolidad y la monstruosidad que sume a las mujeres en el hastío, pero también a los propios victimarios que se transforman en zombies tal como las propias víctimas ante la certeza de un supuesto glamour que se esfumó. La progresiva llegada de la depresión como experiencia casi literal del vacío final es en este caso aquello que desencadena la crisis familiar final contenida en el contraste entre una Bibiana profundamente dormida a la luz del día y las vociferaciones masculinas inconexas que intentan ser la Marcha Peronista. Es también la abuela Haydée, que pasa de acompañar ese universo masculino opresor y “depresor” a advertir sus consecuencias cuando ya resulta tarde. Claro que la experiencia de la depresión expresa aquí una dimensión esencialmente política de ese vacío que marca el punto de llegada de la decadencia. Como en el slogan desplegado por las performances del colectivo Feel Tank, encabezado por Ann Cvetkovich, Deborah Gould y Lauren Berlant, se trata de afirmar: “¿Depresión? Podría ser político”. El núcleo familiar es aquí efecto y contexto para la disolución de la subjetividad de las mujeres que lo conforman aisladas entre sí y del mundo público. Es así como el recorrido decadente que refleja el documental de Labaké señala una parálisis y un silencio que es resultado, no de procesos psíquicos, sino de mecanismos de opresión patriarcales sostenidos en el tiempo. En palabras de Ann Cvetkovich, la depresión es, justamente, “una forma de describir el neoliberalismo y la globalización, o el estado actual de la economía política en términos afectivos” (2012: 11). Es decir, esencialmente política. Sometidas en y por el aislamiento que genera la depresión impuesta a través de la lógica de la política que encarnan los Labaké, esas mujeres buscan atajos como la magia o el registro fílmico para resistir y/o, al menos, mostrar su silencio. La dimensión afectiva de esta versión de la decadencia resulta en un proceso: el que va del exceso, la monstruosidad y la degeneración hacia el vacío y la falta de contacto entre cuerpos mediado por el aislamiento, el silenciamiento y la desilusión encarnada en la madre de Natalia al admitir “me enamoré de la familia de él, de la intelectualidad, de lo que se hablaba (…), pero los domingos empecé a sentirme ignorada”. Tal como en la película de Garayalde, lo que está en el futuro es también el vacío; pero no uno generado abruptamente por una sucesión de estallidos, sino a través de un hilo casi invisible. Al contrario de lo que sucede en Esquirlas, no hay aquí una crisis que acelere el proceso. Tampoco hay salvación ni en el presente ni en el futuro. Ni siquiera en un pasado imaginado o vivido como mejor, sino solo como impostado.

No asistimos a un declive que es resultado del estallido de una crisis que afectó una comunidad armónica —aunque amenazada sin saberlo— como en el caso de la película de Garayalde, sino de una descripción de la decadencia más cercana a concepciones clásicas como la de Spengler o la de Montesquieu: un exceso material, verbal, visual, asociado a la degeneración que, poco a poco —y no, insisto, de manera abrupta y crítica como en el caso de Esquirlas—, se aproxima al vacío.

Resulta inevitable entonces evocar brevemente aquí los argumentos fundacionales de Spengler que recibieron particular atención durante la segunda posguerra. Así como Montesquieu (Landgraf, 2014: 4) desarrolló su concepto de decadencia para explicar el declive del Imperio Romano en términos del resultado inevitable de la opulencia, la riqueza, el exceso y el lujo, Spengler retoma algunos de estos tópicos —que también habían sido señalados por Edward Gibbon— para señalar allí el hilo del reverso del progreso.

Recordemos que la teoría de la decadencia de Occidente desarrollada por el alemán está asociada a la presentación de la historia humana a través de una serie de ciclos que la asemejan a los de la vida individual: Juventud, Crecimiento, Florecimiento y Decadencia. Esos ciclos vitales son, según Spengler, los mismos que es posible identificar en la historia. Así como existió la decadencia de Roma, asistimos, escribe Spengler mientras a su alrededor se desarrolla la Primera Guerra Mundial, a la de Occidente. Es decir que la idea de decadencia está asociada aquí a la decrepitud, la disgregación, la angustia, la relatividad de los valores, el caos, pero también a una inevitabilidad que augura un nuevo ciclo de Juventud, Crecimiento, Florecimiento y Decadencia. Este tipo de perspectiva es el que, de acuerdo con el análisis sistemático de Landgraf (2014), primó a partir de la Segunda Guerra Mundial: la decadencia como un augurio paradójico de un nuevo comienzo. Una suerte de vindicación de la fuerza del pesimismo capaz de reiniciar la historia de modo infinito en cada nuevo ciclo.

Es que la decadencia, como el progreso, siempre está asociada a algún grado de certeza sobre la futuridad, sea la apertura a un nuevo ciclo, como en el caso de Spengler, o el augurio del abismo final. Desde la perspectiva del autor de La decadencia de Occidente, la filosofía de la decadencia está relacionada con la reflexión sobre el porvenir, en tanto una perspectiva que puede desarrollarse entre las “posibilidades que aún quedan al espíritu occidental en sus postreros estadíos” (Spengler, 1966: 17). Estadíos que, inevitablemente, culminarán con su propia desaparición. En palabras de Spengler: “entre los símbolos primeros de la decadencia es el primero y principal la entropía” (Spengler, 1966: 404), es decir, la tendencia al desorden y a la disolución. Se trata de la experiencia de la pura aniquilación final nacida del caos y encarnada en el suicidio de la civilización occidental. En el marco de esta gran narrativa, es el cansancio ante el imperio de la mercancía y la técnica (Blanco Marín, 2011: 4) aquello que lleva a la agonía de la civilización. Pero este modo de organización/desorganización decadente puede siempre ser reemplazado por otro, reestableciéndose un nuevo ciclo. Así, la narrativa de la decadencia asociada a la de los ciclos aúna la extinción con el resurgimiento bajo una matriz nueva e imprevisible.

El planteo audiovisual de Labaké adhiere a parte de esta narrativa —la decadencia como resultado progresivo e inevitable del exceso, el desorden y el imperio de la mercancía—, pero expulsa la lógica de los ciclos. No se augura aquí, por cierto, un futuro que implique un nuevo comienzo. Ni siquiera se describe un pasado entendido de algún modo como mejor al presente —tal como sucede en la película de Garayalde—. Sí hay un pasado del que solo se visibilizan sufrimientos de generaciones previas de mujeres y un futuro que solo es posible identificar con el vacío. En un punto aquel exceso de brillos, gritos, discursos, de contacto entre cuerpos y con mercancías es también un orden afectivo excesivo y artificial a la vez: es el aturdimiento radical el que sume a sus víctimas en el abismo del silencio. Aturdimiento ante las luces, las palabras, los colores, el éxito, los brillos y hasta una aparente felicidad en exceso. Y esas víctimas son, en la película de Labaké, las mujeres de la familia. Si en Esquirlas la decadencia generada por la crisis resulta de las pretensiones neoliberales de dominio sobre la “naturaleza”, aquí el epicentro de esa decadencia que redunda en una crisis radical es consecuencia de la opresión cisheteropatriarcal. La dominación de la “naturaleza” no humana y de una parte de la humana como dos nodos alternativos de la tensión entre crisis y decadencia.

El patrón del sentido histórico decadentista expresado por los dos documentales aquí discutidos presenta además un tipo de perspectiva distinta a la asociada al “no future” punk resignificado por la teoría queer donde nos enfrentamos a una estricta impugnación de la futuridad (Edelman, 2004) que, de todos modos, sostiene un sentido asociado a la experiencia de vida de otro tipo de comunidad. En contraste, las versiones de la decadencia introducidas por las películas de Garayalde y Labaké no vindican ningún orden posible —ni aún el antinormativo—. Tampoco están asociadas a la lógica aliviadora de los ciclos. Por el contrario, en sus vínculos diferenciados con la experiencia de la crisis, hacen de la decadencia —sea a través del estupor o del aturdimiento— un final en sí mismo radical.

Vacíos

Dentro de las discusiones sobre la matriz que nos ocupa, las reflexiones dedicadas a la decadencia suelen estar asociadas a una descripción de la desilusión como orden afectivo desencadenante. La desilusión ante una promesa incumplida o fallida es, de algún modo, una demolición de la esperanza (Mack, 2021: 10) y se convierte así en el punto de partida para una visión decadentista de la historia. Sin embargo, me interesa subrayar aquí que, aún bajo el influjo de la desilusión, las certezas del patrón decadentista se sostienen en una pretensión de objetividad que no excluye una dimensión afectiva. Tal como en el caso del progreso, se trata de una matriz considerada descriptiva del curso de la historia. Si la desilusión expresa el sentir de los protagonistas, el patrón de decadencia —que está frecuentemente asociado a esa experiencia— aspira, como el progreso, a ser una descripción del sentido histórico alejada de cualquier parcialidad.

Es teniendo en cuenta estas aclaraciones que en estas últimas líneas me interesa explorar en la dimensión afectiva del concepto histórico de decadencia presente en estos documentales, no en el mero sentido de su motivación subjetiva, sino como un elemento constitutivo. Entiendo que las dos películas discutidas en este trabajo expresan ese proceso de modo diferenciado a partir de la inclusión del momento de implosión de un estadío inicial de felicidad a través de una crisis o de la crisis como resultado final de la saturación.

La decadencia, entendida como un camino hacia el vacío derivado de la superficialidad en la que está inmersa una comunidad (Landgraf, 2014), expresa claramente un mundo desencantado. Pero se trata siempre de un proceso lento, un sufrimiento agónico que define una configuración afectiva específica asociada a la certeza de que es imposible otorgar sentido alguno a los hechos históricos más que su pura extinción. No se trata de la llegada abrupta del abismo, sino de una disolución progresiva —o regresiva— del mundo tal como lo conocemos. Más que al pánico, nos enfrentamos a un estado de languidez que lleva poco a poco a la mera extinción. Se trata de la evidencia de la pérdida de las estructuras sociales existentes (Willis, 2014: 148), sostenidas en lo que ahora se advierte eran “falsas esperanzas”. Si en la secuencia fílmica de Garyalde esa agonía lenta y sufriente orientada hacia la ausencia de horizonte es generada por el estallido de una crisis, en la desplegada por Labaké es la agonía misma la que genera la crisis final.

Así, si bien la decadencia está en un punto asociada a la desilusión como origen, se sostiene también, como señalé, en ciertas pretensiones de imparcialidad: no es meramente la experiencia subjetiva desencadenante de la disolución de una esperanza anterior, sino la certeza de que existe un movimiento hacia el abismo que puede ser descripto de manera indubitable. De este modo, la decadencia está sostenida en una certeza radical y no ya en la incertidumbre, la desconfianza o la sospecha, sino en el augurio de un proceso agónico hacia el vacío. Y es la dimensión afectiva de esa agonía la que está en juego allí, no ya como mera causa de la decadencia, sino en cuanto partícipe de su definición.

No hay aquí, por cierto, una propuesta de cambiar el rumbo tal como la necesidad de espiritualizar la democracia al estilo del planteo decadentista de Walt Whitman. Tampoco de apropiarse del fracaso como una experiencia que contiene cierta potencia ética y política (Mattio, 2020: 44), sino de simplemente exhibir la parálisis generada por el estupor y el aturdimiento. Hay contaminación, impureza y exceso en La vida dormida y en Esquirlas. Y mero vacío en un horizonte definido por un patrón que se pretende cierto y objetivo.

La dimensión afectiva de un concepto histórico como el de decadencia no alude meramente entonces al afecto responsable de generar la perspectiva, sino también a lo que lo sostiene como agonía. El resultado previsto es siempre un vacío asociable al grado cero del afecto. Sin embargo, aquella languidez que nos aproxima la extinción define un trayecto que puede adoptar dimensiones afectivas diferenciadas. Entre tantas posibles: el estupor disparado por la crisis que sostiene la experiencia de la decadencia como una extinción lenta o un aturdimiento progresivo/regresivo que solo llega al momento del vacío al enfrentarse con la crisis como ruptura final. Un proceso visibilizado por un estallido y otro ocultado sistemáticamente hasta que el gesto se tornó inverosímil. En ambos casos, un augurio, no solo de un final, sino muy especialmente del sufrimiento de los procesos de disolución que anulan, paradójicamente, el concepto mismo de horizonte.

Bibliografía

Fuentes

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