Cuadernos del Sur - Historia 46/2, 185-205 (2017), ISSN 1668-7604 ESSN 2362-2997

El decreto de la Congregación de Inquisición de Roma de mediados del siglo XVII. La defensa del inmaculismo marial durante el reinado de Felipe IV*

Alberto Pérez Camarma**

El óbito de Urbano VIII en julio de 1644 no solucionó el asunto de la Inmaculada Concepción, que llevaba paralizado desde su acceso al pontificado. Ese año, el inquisidor de Bolonia envió una carta a los cardenales de la Congregación de Inquisición de Roma para informarles que había prohibido la difusión de unas conclusiones, impresas por los franciscanos de la ciudad, porque en ellas se empleaba la expresión de Inmaculada Concepción para referirse al nacimiento de la Virgen María. En su lugar, habían de ser utilizadas otras expresiones, tales como la santificación de la Madre de Cristo. En una reunión de esta congregación, celebrada en enero de 1644, sus miembros refrendaron la carta del inquisidor de Bolonia y promulgaron un decreto que prohibió que se continuara utilizando la expresión de Inmaculada Concepción. Este decreto fue interpretado por los dirigentes de la Monarquía hispana como un ataque directo a la pureza, honor, reputación y nombre de la Virgen. La reacción de Felipe IV no se hizo esperar, enviando a Roma a varios embajadores extraordinarios para conseguir del nuevo pontífice, Inocencio X, la revocación del citado decreto. Debía darse una solución rápida a este problema puesto que cuestionaba toda una tradición cultural e ideológica de la Península Ibérica.

Palabras claves

Congregación de Inquisición

Inmaculada Concepción

Monarquía hispana

Fecha de recepción

21 de junio de 2019

Aceptado para su publicación

26 de agosto de 2019

* Este trabajo se enmarca dentro del proyecto de investigación HAR2015-68946-C3-1-P, del Ministerio de Economía y Competitividad de España.

** Universidad Autónoma de Madrid-Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE). Correo electrónico: albertoperezcamarma@gmail.com

Resumen

The death of Urban VIII in July 1644 did not solve the issue of the Immaculate Conception, which had been paralyzed since his accession to the pontificate. That year, the inquisitor of Bologna sent a letter to the cardinals of the Congregation of the Inquisition of Rome to inform them that he had prohibited the dissemination of some conclusions, printed by the Franciscans of the city, because they used the expression Immaculate Conception to refer to the birth of the Virgin Mary. Instead of that, other expressions, such as the sanctification of the Mother of Christ, had to be used. In a meeting of this Congregation, held in January 1644, its members endorsed the letter of the inquisitor of Bologna and promulgated a decree that banned the use of the expression Immaculate Conception. This decree was interpreted by the leaders of the Spanish Monarchy as a direct attack on the purity, honor, reputation and name of the Virgin. Felipe IV reacted by sending to Rome several extraordinary ambassadors to get, from the new Pope Innocent X, the revocation of the aforementioned decree. A quick solution to this problem had to be given since it questioned a whole cultural and ideological tradition of the Iberian Peninsula.

Keywords

Congregation of Inquisition

Immaculate Conception

Spanish Monarchy

Abstract

185-205

Ar

Aunque el culto y devoción a la Virgen María surgió en los primeros tiempos del cristianismo, la creencia en su concepción inmaculada no terminó de arraigar hasta el siglo XI aproximadamente. Se inició entonces una agria polémica entre maculistas, defensores de la opinión afirmativa según la cual la Virgen nació con el pecado original, e inmaculistas, seguidores de la postura contraria -conocida también como negativa o pía- que entendió que la Madre de Cristo fue preservada de aquel en el primer instante de su concepción o animación.

Pese a la ingente bibliografía que existe sobre la Inmaculada Concepción, aún no se ha esclarecido del todo la negativa de los pontífices a definir como dogma la pía opinión (Llorca, 1954: 299-322; Iparraguirre, 1954: 603-624). Generalmente se ha puesto el acento en la Orden de Predicadores cuyos frailes no podían admitir que la Virgen fue preservada del pecado de Adán y Eva. Sostuvieron que la misión redentora de Cristo y la universalidad del pecado original dejarían de tener sentido. No resulta casual que las Inquisiciones de Roma y España fueran controladas por miembros de esta orden religiosa, considerada la “hija de España [y] la mayor fortaleza que la fe tiene en estos reinos” (Callado Estela, 2016: 322).

En las siguientes páginas se pretende aportar algo de luz a la cuestión de la Inmaculada Concepción y dilucidar cuáles fueron los otros motivos por los cuales Urbano VIII e Inocencio X se negaron a definir como dogma la pía opinión.

Antecedentes inmediatos de la defensa del inmaculismo marial en la Península Ibérica: Felipe III y las embajadas extraordinarias a Roma

A comienzos del siglo XVII las controversias doctrinales sobre la Inmaculada Concepción no habían desaparecido. Pero, a diferencia de las centurias anteriores, el asunto de la pía opinión había evolucionado hacia un asunto de Estado y una cuestión de reputación puesto que Felipe III y sus sucesores se posicionaron al lado de ella1 (Frías, 1904: 21-33, 145-156 y 293-308; 1905a: 180-198; 1905b: 322-336; 1906: 62-75; 1918: 413-429; 1919: 5-22; Pou y Marti, 1931: 371-417 y 508-534; 1932: 72-88, 424-434 y 481-525; 1933: 5-48; Abad, 1953: 26-63; Gutiérrez, 1955: 9-480; Vázquez Janeiro, 1957; Broggio, 2013: 255-281; Peinado Guzmán, 2014: 247-276; Broggio, 2016: 167-194; Álvarez-Ossorio Alvariño, 2017: 55-73).

En Córdoba se produjeron los primeros altercados a causa de la Inmaculada Concepción, aunque estos venían gestándose desde tiempo atrás. Sus protagonistas fueron fray Cristóbal de Torres, fraile dominico, confesor del obispo Diego Mardones, y don Álvaro Pizaño de Palacios, canónigo de la catedral. El origen de estos altercados estuvo en el sermón que fray Cristóbal de Torres predicó el 8 de diciembre de 1614, en el que atacó con dureza la creencia de que la Virgen fue preservada del pecado original. Por su parte, el obispo Mardones decidía publicar un edicto para prohibir cualquier fiesta en honor de la Inmaculada Concepción. Las predicaciones de Torres fueron contestadas rápidamente por don Álvaro Pizaño, convertido ya en “portavoz” oficial de los defensores de la pía opinión. Al poco tiempo, abandonaba la ciudad y se instalaba en Sevilla donde llevó a cabo una defensa a ultranza de la doctrina inmaculista (Ros, 1988), tarea en la que recibió el espaldarazo de su arzobispo, don Pedro de Castro y Quiñones.

Desde la aparición en 1602 de los plomos y libros plúmbeos del Sacromonte de Granada (Martínez Medina, 2016: 6-47), don Pedro de Castro -que, por aquellos años, ocupaba la mitra granadina- venía apoyando diversas iniciativas de franciscanos y jesuitas en pos de conseguir la definición dogmática de la Inmaculada Concepción. A finales de julio de 1615 envió un memorial a Felipe III para exponerle los altercados de Córdoba y Sevilla y, de paso, defenderse de las acusaciones que sobre él habían vertido los partidarios de la postura maculista. En junio del año siguiente, decidía mandar a la Corte a los prebendados don Mateo Vázquez de Leca y don Bernardo del Toro a fin de que instaran al monarca a nombrar un embajador extraordinario que viajaría a Roma para solicitar al papa Paulo V la definición dogmática de la Inmaculada Concepción (Frías, 1904: 23 y 145-156). Fueron recibidos por el monarca en Valladolid, audiencia que aprovecharon para entregarle el original del memorial que don Pedro de Castro había redactado de su puño y letra. En primer lugar, el arzobispo pide a Felipe III la creación de una junta de teólogos. Sus miembros se encargarían de estudiar lo concerniente a la pía opinión y emitirían informes sobre lo que debía solicitarse al pontífice. En segundo, le expone la urgencia y necesidad de enviar una embajada extraordinaria a la Ciudad Eterna. Por último, los prelados, universidades, cabildos, concejos y demás instituciones de la Monarquía hispana habían de escribir al pontífice para lograr arrancarle la ansiada definición dogmática.

Las reuniones de la primera junta tuvieron lugar entre junio de 1616 y septiembre de 1617 y fueron presididas por don Fernando de Acevedo, arzobispo de Burgos y presidente del Consejo de Castilla. En ellas, sus miembros estudiaron si era conveniente enviar un embajador extraordinario a Roma2. El nuncio Antonio Caetani se opuso alegando que tenía órdenes expresas de Paulo V. Consiguió el respaldo del dominico fray Luís de Aliaga, confesor de Felipe III, con el que compartía una educación escolástica (Callado Estela, 2016: 319; Canal, 1932: 107-157). Sin embargo, la junta hizo caso omiso de la prohibición papal enviando a Roma al exgeneral de los benedictinos: fray Plácido de Tosantos (Frías, 1904: 293-308; 1905a: 180-198; Pou y Marti, 1931: 373-417). Si la definición dogmática resultaba inviable, el pontífice debía prohibir que la postura maculista se predicara en público, aunque, al mismo tiempo, la pía opinión se enseñaría con mucha modestia.

La segunda junta fue celebrada entre diciembre de 1617 y enero de 1618. A sus sesiones acudieron don Bernardo de Sandoval, arzobispo de Toledo, el cardenal Antonio Zapata, el jesuita Jerónimo Florencia, fray Agustín Antolínez, el franciscano Juanetín Niño y Aliaga. Estos propusieron a Felipe III como embajador extraordinario a fray Pedro González de Mendoza (Pérez, 1935: 45-75), hijo de los príncipes de Éboli, don Ruy Gómez de Silva y doña Ana de Mendoza y de La Cerda. Pero él declinó la oferta ya que no deseaba enemistarse con Aliaga, bajo cuya protección confiaba en medrar, y por los gastos que le acarrearía la legacía romana.

La tercera y última junta del reinado de Felipe III fue celebrada en abril de 1618 y estuvo presidida por Aliaga y quedó conformada por el cardenal Zapata, el padre Florencia, fray Antonio Pérez, fray Francisco Jesús, fray Juan Márquez y fray Plácido de Tosantos. De nuevo, Felipe III desobedeció la prohibición de Paulo V enviando un embajador extraordinario ese mismo año a la Corte papal. El elegido fue fray Francisco de Sosa, obispo de Osma (Pou y Marti, 1931: 508-534), pero su repentino fallecimiento obligó al monarca a buscar otro sujeto. Después de varios tanteos, terminó por decantarse por el también franciscano fray Antonio de Trejo, obispo de Cartagena, un religioso “de tan gran aprobación y en quien concurren las buenas partes que se podían desear”3. Entre sus obligaciones cabe mencionar la de no abandonar la Ciudad Eterna si antes no conseguía la definición dogmática de la Inmaculada Concepción (Frías, 1905b: 322-336; 1906: 62-75; Pou y Marti, 1932: 72-88, 424-434 y 481-525; 1933: 5-25).

Los defensores de la postura maculista no permanecieron pasivos. El nuevo nuncio de Madrid, Francesco Cennini, pedía ayuda a Aliaga que aprovechó su doble condición de confesor real e inquisidor general para reconducir a su favor las intenciones de los miembros de la junta. Por de pronto, consiguió que todos votaran de manera unánime que Trejo regresara a Madrid y abandonara su cargo de embajador extraordinario de Roma. Para lograr tales propósitos, les hizo ver el enfado que tendría Paulo V si se efectuaba una nueva embajada extraordinaria. De modo que asestó un duro golpe a los partidarios de la Inmaculada Concepción que asistieron a cómo se evaporaban paulatinamente sus deseos de ver definida la pía opinión.

Las cuestiones culturales e ideológicas

Lo cierto es que, en Roma, se desconfiaba de la devoción hacia la Inmaculada Concepción. Se trataba de una creencia que no respondía, ni a la definición de los teólogos de la Iglesia, ni a la doctrina establecida en los concilios. No existía tampoco ninguna referencia explícita en las Sagradas Escrituras. A lo largo del siglo XVII, los pontífices adujeron tres razones para no definirla dogmáticamente. Una primera fue que debían seguir el ejemplo de sus predecesores en el trono de San Pedro y respetar la postura del Concilio de Trento cuyos asistentes no creyeron oportuno solicitar su definición dogmática. Tenían que respetar además la costumbre observada por la Santa Sede consistente en no zanjar dogmáticamente más cuestiones que las estrictamente necesarias con objeto de salvaguardar la fe católica. Por último, había temor a que los protestantes aprovecharan la ocasión para agitarse contra el Papado, al que obligarían a convocar un concilio ecuménico (Gutiérrez, 1955: 17). A estas razones, se añadió una cuarta: la Orden de Predicadores para la cual

esta doctrina [maculista] es común de los santos, es conforme a la piedad de la fe, es más segura. Mal se puede pensar que, contra ella, pueda Su Santidad poner perpetuo silencio, si no es por la definición (Callado Estela, 2016: 321).

El componente sociopolítico y, en especial, el cultural e ideológico son los responsables, en cierta medida, de la reticencia de los pontífices a definir dogmáticamente la Inmaculada Concepción (Ruiz-Gálvez Priego, 2008: 198), aunque las cuestiones teológicas y doctrinales no desaparecieron del todo. Como afirmara Antonio Luís Cortés Peña, se identificó “ser buen español” con la defensa de la pía opinión (Cortés Peña, 2001: 428). Esta fue considerada la piedra angular de todo el edificio ideológico hispano que requirió la puesta en práctica del comportamiento caballeresco de la Edad Media y que el Papado trató de extirpar durante el siglo XVII (Broggio, 2016: 194). En esta línea, Adriano Prosperi sostuvo que el reconocimiento oficial del inmaculismo marial significaba la construcción de una “religión nacional” con una dirección propia y entremezclada con la política de la Monarquía hispana (Prosperi, 2006: 481). En la Península Ibérica existió un cierto grado de autonomía en las cuestiones doctrinales con respecto a Roma. Los monarcas hispanos entendieron que, para conseguir la definición dogmática de una creencia religiosa, tan solo era necesario el común sentir de los fieles y la antigüedad de la creencia en particular. Desde Madrid se reivindicó el derecho a poder intervenir en las cuestiones doctrinales debido al importante papel que había desempeñado la Monarquía hispana en la defensa y propagación del catolicismo. El proceso de centralización del Papado en materia de cultos, devociones, liturgia y santidad no fue óbice para que pervivieran las tradiciones y peculiaridades religiosas de cada reino. Sin embargo, los monarcas hispanos no lograron hacerse con una prerrogativa que pertenecía en exclusiva a los pontífices (Broggio, 2013: 274).

En este sentido, la negativa papal debe ponerse en relación también con el ideal caballeresco, el concepto de fidelidad y la noción de pacto. Como apuntó Estrella Ruiz-Gálvez, entraron en escena los conceptos de fidelidad, firmeza y lealtad que constituyen la esencia de la ética caballeresca y remiten a valores aristocráticos propios de una sociedad identificada con los ideales de la hidalguía y la nobleza (Gutiérrez Nieto, 1973: 519-563; Puddu, 1982; Prosperi, 1989: 685-704; Martínez Millán, 2009: 677-757). Dichos ideales, trasladados al caso particular de la Inmaculada Concepción, se tradujeron en un deseo por defender la pureza, honor, reputación y nombre de la Virgen.

A pesar de que la devoción hacia la Inmaculada Concepción arraigó en casi toda la Europa occidental en la Edad Media, lo hizo especialmente en la Península Ibérica coincidiendo con el proceso de la Reconquista. Los cristianos de los diferentes reinos peninsulares decidieron recuperar unos territorios que, con anterioridad a la conquista musulmana del año 711, les había pertenecido y, de paso, ganar nuevos espacios para el cristianismo. En las coordenadas mentales de los cristianos medievales, la Virgen ocupó un lugar central. Se trataba de la madre del Redentor del mundo, al cual estaban defendiendo de las afrentas cometidas por los musulmanes. Esta defensa se hizo extensible a aquella y quedó materializada en la devoción a su concepción inmaculada. La Virgen fue equiparada a Cristo, al entenderse que las funciones de ambos, no solo no se solapaban, sino que también se complementaban. La pureza de la Virgen se convirtió en otro valor simbólico supremo que definió el cristianismo peninsular, unificó la monarquía y separó a los verdaderos “españoles” de la población judeoconversa y morisca (Prosperi, 2006: 492). Para los cristianos viejos, estas poblaciones tenían la sangre infectada por el pecado original. No es casual que esta visión coincidiera con el surgimiento de la devoción a la Sangre de Cristo, que debía ser defendida junto a la de su madre.

A mediados del siglo XVII el inmaculismo marial había logrado conservar en la Península Ibérica su antiguo carácter caballeresco. La defensa de la pía opinión era considerada una cuestión de honor y reputación. Los monarcas hispanos tenían la obligación, como caballeros de Cristo, de defender el honor, nombre y reputación de la Virgen, “la que exenta de la culpa le dio el ser, habiendo sido hidalga de privilegio” (González Tornel, 2018: 169). Estos ideales enlazaron con el esquema ideológico y cultural de los cristianos viejos basado en el concepto de fidelidad, que constituyó la base del código caballeresco. Este concepto presuponía la existencia de la fides. Esta, además de ser una virtud moral, fue un concepto jurídico que condujo, a su vez, a la noción de pacto. Eran tres los pactos que regían las relaciones entre Dios y los fieles cristianos. El primer pacto fue el establecido entre Dios y Adán. El segundo entre Dios y el pueblo judío, al cual predijo la llegada de un mesías. El último, entre Cristo y los fieles cristianos, a los que prometió la redención. A estos tres pactos se añadió un cuarto: el suscrito con la Virgen, por el cual se comprometieron a defender su concepción inmaculada.

Se tuvo presente asimismo el concepto de infidelidad. Se entendía que una persona era infiel cuando incumplía los acuerdos de un pacto. El infiel se convertía, entonces, en un ser antisocial y felón. Precisamente, la felonía suponía la exclusión social dado que se perdía la confianza en esa persona. Trasladada esta cuestión al asunto de la Virgen, los monarcas hispanos y sus súbditos tenían la obligación de defender el nacimiento sin mácula de la misma. La identificación de la Virgen con una dama hundía sus raíces en la cultura caballeresca medieval y en la galantería moderna, que consistió en una clara apelación al instinto fundamental del ser humano: el amor. En el caso del inmaculismo marial no fue un amor carnal, sino platónico que tuvo una amplia continuidad y recorrido durante la Edad Moderna.

Así pues, se comprende la negativa de los pontífices a definir como dogma la Inmaculada Concepción. En los planos religioso, espiritual, teológico y doctrinal, el Papado aceptó que la Virgen fue preservada del pecado original en el primer instante de su concepción. En cambio, la situación cambiaba para los ámbitos cultural e ideológico. El inmaculismo marial encerraba toda una tradición ideológica y cultural forjada en los siglos medievales. Aunque la Pietas Mariana (Coreth, 2004: 45-80) formó parte de la Pietas Austriaca, el culto a la Virgen -sobre todo, en su versión inmaculada- remitía a unos valores autóctonos de la Península Ibérica y que los Habsburgo de Madrid reforzaron como señas de identidad. Desde Roma se receló de esta devoción ya que no podía encuadrarla dentro de sus coordenadas culturales e ideológicas. Reconocer el inmaculismo marial significaba confirmar toda una tradición ideológica y cultural particular que, lejos de vincular a los Habsburgo de Madrid con sus parientes de Viena -como sucedió con el culto al Santísimo Sacramento de la Eucaristía- lo hizo con su propia tradición.

En la defensa del inmaculismo marial en los reinos hispanos tuvieron un papel destacado los escritores del Siglo de Oro, que reforzaron el carácter caballeresco que envolvió la pía opinión en el siglo XVII. Contribuyeron a transformar la visión abstracta que se tenía de la misma en un sentimiento común de la sociedad de su época. Es el caso de Lope de Vega y Pedro Calderón de la Barca que, en sus respectivas obras, emplearon toda clase de recursos para captar las emociones de los expectores y hacerles devotos de la pía opinión.

En algunas de sus obras, Lope de Vega efectúa una férrea defensa de la concepción inmaculada de la Virgen con objeto de hacer frente a los ataques de los enemigos de aquella. Supo transformar esta disputa doctrinal en algo social y enraizarlo en la sociedad de su siglo. En el Capellán de la Virgen: comedia famosa de Lope de Vega Carpio (1623) describe a la Virgen como un ser lleno de virtudes y presenta a San Ildefonso de Toledo como un caballero dispuesto a defenderla de cualquier ofensa. Expresiones como “el cristalino intacto claustro [por el que] salió el sol divino” y “vuestro puro, intacto y limpio velo” resumen las coordenadas en las que se inscribió la Inmaculada Concepción en el siglo XVII. En un auto sacramental anterior, La puente del mundo (1616), había descrito a Cristo como un caballero medieval que defendía el honor de una joven y virginal mujer -su madre, la Virgen María- de los ataques del fiero y malvado Leviatán.

Pedro Calderón de la Barca siguió planteamientos casi similares a los de Lope de Vega. En su auto sacramental La hidalga del valle (1634) recurre a los topoi de la cuarta década del siglo XVII para asentar en la sociedad de esos años la idea de la preservación de la Virgen del pecado original, así como las nociones de pureza y limpieza. Los personajes que utiliza son los propios de las Sagradas Escrituras, mientras que otros cuentan con un carácter alegórico. Al final del auto, la Virgen reclama su papel de Eva cristiana que vence al pecado, no se encuentra infectada por él y salva a la humanidad. En 1662, con motivo de las fiestas del Corpus Christi de Madrid, fue representado otro auto sacramental suyo que lleva por título Las órdenes militares o pruebas del segundo Adán. En él señala los atributos de María Inmaculada y realiza una defensa de la limpieza de Cristo, al que presenta como un ser impuro gracias a la intercesión de la Virgen.

El decreto de la Congregación de Inquisición de Roma de enero de 1644

El óbito del papa Urbano VIII en julio de 1644 dio esperanzas a Felipe IV de que su sucesor en el solio pontificio, Inocencio X, retomaría la causa de la Inmaculada Concepción, tras casi veinte años inactiva. A los pocos meses, el monarca comunicaba a sor María de Ágreda que se daban las circunstancias para hacer esta petición al pontífice y, “de mi parte, se harán todos los esfuerzos que fuere posible por conseguir lo que tanto deseo”4.

En realidad, la reapertura de la causa inmaculista había comenzado a principios de la década de 1640. En junio de 1643, Felipe IV enviaba a don Juan Chumacero, presidente del Consejo de Castilla, el memorial que había recibido de fray Hernando de Santa María. En él, este mercedario le pedía que instara a Urbano VIII para que definiera dogmáticamente la Inmaculada Concepción. Ese mismo año Chumacero decidía convocar una junta de teólogos para estudiar si era conveniente enviar un embajador extraordinario a Roma5. En sus sesiones se analizaron los cinco puntos de que constaba el memorial de Santa María. El objetivo era saber si la defensa del inmaculismo marial se trataba del medio más conveniente de cara a conseguir la protección de la Virgen para las empresas políticas y militares de la Monarquía hispana. Tras dos largas sesiones, sus miembros remitieron un dictamen a Chumacero para que lo entregara a Felipe IV. La persona que marchara a Roma no debía solicitar a Inocencio X la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, dado que esta petición la retrasaría a largo plazo. En cambio, juzgaron por necesario que se pidiera, como paso previo a la definición dogmática, la extensión del culto de la Virgen.

Las esperanzas depositadas por los dirigentes de la Monarquía hispana -incluido el rey- en Urbano VIII, y posteriormente en Inocencio X, se desvanecieron rápidamente. A finales de agosto de 1644, fray Diego Madueño, fraile de la orden seráfica, informaba a Felipe IV que los enemigos de la Inmaculada Concepción habían aprobado un decreto en la Congregación de Inquisición de Roma para prohibir que se diera el apelativo de Inmaculada a la Virgen, siendo “perjudicialísimo y que se pierde, con él, todo lo que Vuestra Majestad ha ganado en treinta años”6. En 1643, el inquisidor de Bolonia, miembro de la Orden de Predicadores, había prohibido la difusión de unas conclusiones impresas por los franciscanos de la ciudad porque en ellas se utilizaba la expresión Inmaculada Concepción para referirse al nacimiento de la Virgen. En enero del año siguiente los cardenales de la Congregación de Inquisición, en una de sus periódicas reuniones en el Convento de Sopra Minerva de la ciudad, recibieron una carta del inquisidor de Bolonia donde les comunica la medida adoptada un año antes. Algunos dominicos aprovecharon el refrendo que hicieron los cardenales de esa congregación de dicha carta para convertir la medida en una decisión general extensible, no solo a la ciudad de Roma y Estados Pontificios, sino también a todo el orbe católico7. La prohibición de utilizar la expresión Inmaculada Concepción se extendió a libros, estampas, obras pictóricas y, a lo que más preocupaba, al oficio de la misa. Para ello, los cardenales de la citada congregación alegaron que la Iglesia no festejaba la concepción inmaculada de la Virgen, sino la santificación de la misma una vez concebida.

Reparando el honor, reputación y nombre de María

Como era de esperar, la medida aprobada por los cardenales de la Congregación de Inquisición de Roma produjo una reacción negativa en la Monarquía hispana. Los miembros de la Real Junta de la Inmaculada Concepción, los de la Congregación de Iglesias de Castilla, embajadores, ciudades, nobleza, clero y hasta el propio Felipe IV escribieron a Inocencio X para que derogase dicho decreto. Desde el principio, el monarca se mostró dispuesto a pedir al pontífice su revocación “y haré vivas instancias con Su Santidad hasta conseguirlo pues, cuando habíamos de caminar adelante en esta materia, no es justo dar paso atrás”8. De forma simultánea, fueron publicadas varias obras que constituyen el corpus defensivo de la Inmaculada Concepción y que fueron empleadas para la embajada extraordinaria de 1659 de don Luís Crespí de Borja (Callado Estela, 2009: 57-96; 2012: 151-192; 2018: 139-206). Entre los apologistas, cabe destacar a don Antonio Calderón. Se trató de un prestigioso teólogo que fue, además, arzobispo de Granada y preceptor de la infanta María Teresa de Austria, hija de Felipe IV y de su primera esposa, Isabel de Borbón. Entre 1646 y 1650 escribió seis tratados en favor de la causa pía. Es el caso del Pro Titulo Immaculatae Conceptionis Beatissimae Virginis, publicado en 1650. Comenzaba una nueva década para la Monarquía hispana, que asistió a un continuo ir y venir de solicitudes a la Corte papal para acabar con un decreto que representaba un obstáculo para la definición dogmática de la Inmaculada Concepción y era interpretado como un ataque directo a la pureza, honor y reputación de la Virgen.

A finales de mayo de 1646 don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, comunicaba a Felipe IV que había entregado una carta suya a Inocencio X9. En la misma, fechada a 23 de febrero de 164510, el monarca comenta al pontífice que, desde su más tierna edad, tenía un especial afecto por la Inmaculada Concepción, devoción que había heredado de sus padres, Felipe III y Margarita de Austria, y de su tía abuela sor Margarita de la Cruz11, monja clarisa de las Descalzas Reales de Madrid.

Tras las embajadas fallidas de don Antonio Enríquez de Porres, obispo de Málaga, y Giovanni Battista de Campagna, obispo de Tortosa, en 1649 era nombrado embajador extraordinario de Roma don Rodrigo Gómez de Sandoval y Mendoza, séptimo duque del Infantado. Como a sus antecesores en el cargo, se le entregaron unas instrucciones generales que recogen las obligaciones y comportamiento que debía tener en la Corte papal “donde concurre tanta variedad de gente y donde no se vive con el ajustamiento que fuera razón”12. Era la persona más idónea para defender la pía opinión en Roma, al haber heredado de su abuela materna, doña Ana de Mendoza, sexta duquesa del Infantado, la devoción familiar hacia este misterio mariano13.

Inocencio X estaba al tanto de las intenciones del duque, dado que Felipe IV se las había comentado en su carta de 17 de agosto de 164914. En la misma, el monarca se queja también de que el asunto de la Inmaculada Concepción se encontrase paralizado. Dichas instrucciones se acompañaron por otras más específicas, centradas ya en la causa inmaculista15. A la obligación de representar los intereses del rey de España en la Corte pontificia, se añadió la de defender la pía opinión ante un Papado que, hasta mediados del siglo XIX, se mostró recalcitrante a definirla como dogma. Después de la primera audiencia que los pontífices acostumbraban a dar a los embajadores de los monarcas europeos, Infantado solicitaría una segunda a Inocencio X en la que le expondría el interés de Felipe IV en la derogación del decreto de enero de 1644. Paralelamente, las Cortes de Castilla y León decidían enviar a Roma al jesuita Gonzalo de Castilla, predicador de la capilla real del alcázar de Madrid, para que asistiera a Infantado en este asunto. A diferencia del duque, fue enviado por los reinos de Castilla y León representando, en consecuencia, los intereses de estos últimos.

En 1651 Infantado abandonaba la ciudad de Roma y ponía rumbo a Sicilia para ponerse al frente de su virreinato. En su lugar fue elegido el cardenal Gian Giacomo Teodoro Tribulzio. Entre las obligaciones del nuevo embajador estaban nuevamente la de defender la Inmaculada Concepción. Si bien Gonzalo de Castilla se trató de un ferviente defensor de la pía opinión, carecía de ciertos atributos. A los tradicionales requisitos, como los de ser una persona docta, pía y devota, se añadía la obligación de poseer autoridad. Contaba con los primeros, pero carecía del segundo elemento, “requisito tanto más necesario en Roma cuanto si fuese prelado y no le llevase, iría expuesto a la desestimación y poco decoro con que en aquella Corte son tratados, no solo los obispos, pero también los arzobispos”16.

La negativa de Inocencio X a derogar el decreto de enero de 1644 hizo que en la sesión del Consejo de Estado de 7 de marzo de 1652, a la que asistieron don Francisco González de Andía-Irarrázabal, marqués de Valparaíso, don Gaspar de Bracamonte, conde consorte de Peñaranda, y don Melchor de Borja, se acordara que Gonzalo de Castilla abandonara lo antes posible la Corte pontificia17. En la primavera de ese mismo año fue reactivada la Real Junta de la Inmaculada Concepción cuyos miembros se encargarían de velar porque la pía opinión llegara a buen término. Don Baltasar de Moscoso y Sandoval, hijo de los condes de Altamira y sobrino del duque de Lerma, don Francisco Gómez de Sandoval, fue elegido presidente y se le permitió celebrar sus reuniones en su casa (Meseguer Fernández, 1955: 662). En este prelado concurrían una serie de cualidades para ostentar la presidencia de la junta, como su madurez vital, su condición cardenalicia y el ser una persona docta, piadosa y devota.

La persona que se desplazara a Roma con el encargo de pedir al pontífice la definición dogmática de la Inmaculada Concepción debía contar con una cierta autoridad. Los titulares de obispados y arzobispados disfrutaban de jurisdicción en sus respectivas diócesis y que, junto a importantes rentas económicas a través de las cuales sufragar los gastos derivados del viaje y estancia en la Ciudad Eterna, hacía de ellos los sujetos más óptimos. Asimismo, se tuvo en cuenta la formación académica. La mayoría de ellos habían pasado por las aulas de los colegios mayores y menores de Alcalá, Salamanca y Valladolid. La posesión de conocimientos en teología y filosofía les permitiría rebatir los argumentos esgrimidos por los detractores de la pía opinión. Sobre la mesa fueron puestos dos clases de sujetos. De un lado, los prelados. De otro, determinados individuos que, si bien no pertenecían al estamento eclesiástico, estaban acreditados en letras y virtudes pudiendo desempeñar con destreza las negociaciones inmaculistas en Roma.

En la sesión del Consejo de Estado de 23 de marzo, a la que asistieron don Diego Mexía de Guzmán, marqués de Leganés, el de Valparaíso, don García de Haro, conde consorte de Castrillo, el de Peñaranda, don Ramiro Núñez de Guzmán, duque de Medina de las Torres, don Melchor de Borja y don Baltasar de Moscoso y Sandoval, surgieron discrepancias entre los miembros de este organismo y los de la Real Junta de la Inmaculada Concepción. Las críticas más sonoras provinieron de Medina de las Torres y Castrillo. Aunque estaban de acuerdo en que la persona que viajara a Roma debía poseer autoridad, requisito de suma importancia para ganarse el respeto de los miembros de la curia, congregaciones y tribunales romanos, discrepaban en lo referente a su condición jurídica y social. Para estos dos nobles, la persona elegida no podía pertenecer al estamento eclesiástico. Inocencio X, empleando como pretexto su condición clerical, les obligaría a regresar a sus diócesis para ejercer las labores pastorales inherentes a su cargo.

La cuestión que más dificultades presentaba era la concerniente al rango que habría de llevar el embajador, es decir, si sería enviado como agente ordinario o como agente extraordinario. Para Medina de las Torres y Castrillo, la existencia de dos embajadores poseía tres problemas. En primer lugar, se produciría una interferencia en las funciones de ambos, pese a que cada uno tuviera sus competencias completamente delimitadas. En segundo, esta dualidad sería aprovechada por los enemigos de la Monarquía hispana en Roma para dividirlos emergiendo, de este modo, dos facciones o grupos a los que unos y otros seguirían en función de sus intereses personales y políticos. Por último, el embajador ordinario gozaría del respeto de los cardenales y miembros de la Corte papal. En el hipotético caso de existir dos embajadores, el extraordinario se sometería obligatoriamente al ordinario. La solución a la que se llegó fue equitativa para ambas partes. Felipe IV, aunque aceptó la propuesta del Consejo de Estado, se inclinó también por la de la Real Junta de la Inmaculada Concepción18.

Tras arduas negociaciones, en junio de ese mismo año el cardenal Tribulzio comunicaba a Felipe IV que los cardenales de la Congregación de Inquisición habían derogado el decreto de enero de 1644. Aun así, se encontró de nuevo con la firme oposición de Inocencio X19. Preguntado por el purpurado sobre el porqué de su negativa, respondió que “el declararlo y mandar que se continuase el título de Inmaculada Concepción era un concederlo y adelantar tanto la causa de la definición, que quedaba poco para acabarla”20. El cardenal le respondió que no se le estaba pidiendo nada nuevo, sino únicamente que diera libertad a los fieles para creer que la Virgen fue preservada del pecado original en el primer instante de su concepción.

El inmovilismo de Inocencio X, que se negó en vida a sancionar la derogación del citado decreto, obligó a los miembros de la Real Junta de la Inmaculada Concepción -reunidos el 17 de septiembre- a pedir a Tribulzio que siguiera presionando a aquel21. Al mismo tiempo, urgía nombrar a su sustituto al frente de la embajada de Roma. El elegido resultó ser fray Pedro de Urbina, fraile franciscano y arzobispo de Valencia, que había estudiado teología en la Universidad de Alcalá, un bastión de las tesis inmaculistas desde los tiempos del cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. En la sesión del Consejo de Estado de 26 de octubre, a la que asistieron los marqueses de Leganés y Valparaíso, el conde de Peñaranda y don Melchor de Borja, se acordó que Urbina viajara a Roma lo antes posible22. En él concurrían varias cualidades. En primer lugar, era una persona piadosa, docta y de rectas costumbres. En segundo, había desempeñado con holgura y destreza varias responsabilidades dentro de su orden. En último lugar, coincidiendo con los años de la guerra de Cataluña, desempeñó el cargo de virrey de Valencia con el aplauso de Felipe IV ya que consiguió librarlo de los aires independentistas del principado vecino. En opinión de los miembros de la Real Junta de la Inmaculada Concepción, “debe el Arzobispo sacrificarse al servicio de Dios, de su Madre Santísima, de toda la Iglesia Católica y de Vuestra Majestad”23. De nuevo, surgieron discrepancias entre los miembros del Consejo de Estado y los de la Real Junta de la Inmaculada Concepción. La solución del monarca volvió a ser equitativa con el fin de evitar que estas diferencias repercutieran negativamente en la causa inmaculista. Nombró a Urbina embajador extraordinario, pero quedaría sometido al ordinario que, a la espera de la llegada de don Diego de Aragón, duque de Terranova, a Roma, lo era Tribulzio.

Sin embargo, Urbina se negó a desplazarse a la Ciudad Eterna. Su larga existencia vital y trayectoria profesional le decían que no debía realizar este viaje porque desembocaría en un auténtico fracaso. Contaba con casi setenta años y conocía de primera mano el funcionamiento de la Corte papal. Su negativa coincidió con los años finales del pontificado de Inocencio X. Este, influido por la camarilla de su cuñada, doña Olimpia Maidalchini, y por el cardenal Francesco Barberini, se mostró reticente a todo lo que tuviera vinculación con Madrid. Expuso a Felipe IV que, dada su avanzada edad, los achaques derivados de la misma y la obligación de realizar una visita pastoral a su diócesis, no le resultaba posible trasladarse a Roma. La Real Junta de la Inmaculada Concepción, en su sesión de 5 de diciembre, rechazó de plano los argumentos del prelado. Sus miembros entendieron que su edad no le impedía trasladarse a Roma porque la mayor parte del trayecto lo haría por mar. La obligación de realizar una visita pastoral a la diócesis valentina tampoco fue admitida ya que podía efectuarla el obispo sufragáneo. El destino se puso de parte del anciano prelado porque, a las pocas semanas, le sobrevino una enfermedad que le obligó a guardar reposo durante un largo periodo de tiempo. La embajada de Urbina quedó en suspenso y jamás llegó a realizarse.

Después de casi tres años de inactividad, en mayo de 1655 el duque de Terranova -que un año antes había sido nombrado embajador extraordinario de Roma- comunicaba a Felipe IV que el nuevo pontífice, Alejandro VII, había sancionado la revocación del decreto de enero de 164424. Comenzó su pontificado permitiendo utilizar el apelativo de Inmaculada para referirse a la concepción de la Virgen25. Se había producido un primer triunfo para la Monarquía hispana. Únicamente faltaba que el Papado definiera dogmáticamente la pía opinión. Antes de darse este paso, el pontífice había de declarar el objeto de esta fiesta: la preservación de la Virgen del pecado original en el primer instante de su concepción o animación. En mayo de ese mismo año, el Consejo de Estado elegía a fray Francisco Guerra, obispo de Cádiz, embajador extraordinario de Roma. Viajaría a la ciudad del Tíber para conseguir del pontífice la anhelada pretensión. En sendas cartas remitidas por Felipe IV y don Baltasar de Moscoso y Sandoval, le encaminaron a la consecución de este objetivo. Sin embargo, su temprano fallecimiento le impidió cumplir con la tarea asignada, que fue llevada a cabo años después -entre 1659 y 1661- por don Luís Crespí de Borja. Al igual que los miembros del Oratorio de San Felipe Neri de Valencia, se trató de un fiel devoto de la Inmaculada Concepción. Si bien mediante el Breve Sollicitudo omnium ecclesiarum, de 8 de diciembre de 1661, Alejandro VII estableció el motivo de esta fiesta, se negó a definir como dogma la pía opinión (Sánchez Ricarte, 1662; Alfaro, 1960: 3-74). El inmaculismo marial quedaba asentado como devoción religiosa oficial de la Monarquía hispana, a la par que como cuestión de estado y reputación.

Fuentes

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1 Felipe III tuvo esperanza en que Paulo V terminaría por definir como dogma de fe la Inmaculada Concepción, algo que jamás sucedió: “Ha de acabar de definirlo, dando entera satisfacción a la devoción del pueblo cristiano”. BEESS, cód. 441, f. 2v. Carta de Felipe III a don Mateo Vázquez de Leca y a don Bernardo del Toro. Lerma, 24 de octubre de 1617.

2 Formaron parte de esta primera junta don Andrés Pacheco, obispo de Cuenca, don Juan Beltrán de Guevara, arzobispo de Santiago, y don Francisco Sobrino, obispo de Valladolid, entre otros.

3 BAV, Barberiniani-Latini, ms. 8262, f. 58r. Carta de Felipe III al cardenal Scipione Borghese, secretario de estado pontificio. Madrid, 12 de diciembre de 1613.

4 Carta de Felipe IV a sor María de Ágreda. Madrid, 15 de noviembre de 1644 (Seco Serrano, 1958: 13).

5 Se encontró integrada por el benedictino fray Ángel Manrique, los jesuitas Agustín de Castro y Luís Guadín, los agustinos fray Juan de San Agustín y fray Diego de Rivadeneira y los franciscanos fray Pedro de Urbina -que asumió la presidencia- y fray Francisco Andrés de la Torre (Callado Estela, 2011: 116-117).

6 AGS, Estado, leg. 3015, s.f. Carta de fray Diego Madueño a Felipe IV. Roma, 23 de agosto de 1644.

7 En el momento de la promulgación del decreto de enero de 1644, el maestro general de los dominicos era Nicolás Ridolfi (Giannini, 2013: 95-144).

8 Carta de Felipe IV a sor María de Ágreda. Madrid, 28 de noviembre de 1646 (Seco Serrano, 1958: 88).

9 AGS, Estado, leg. 3111, f. 2. Carta de don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla, a Felipe IV. Roma, 26 de mayo de 1646.

10 AGS, Estado, leg. 3110, f. 6. El original de esta carta se encuentra en ACDF, Sant’Uffizio, Stanza Storica, lib. M6B, ff. 169r-169v/172r-172v. Está publicada en Silvela, 1885: 417-419.

11 Envió dos cartas al papa Gregorio XV para pedirle que elevara la Inmaculada Concepción a la categoría de dogma de fe. BAV, Barberiniani-Latini, ms. 8272, ff. 70r-70v y 71r-71v. Cartas de sor Margarita de la Cruz al papa Gregorio XV. Madrid, 9 y 29 de marzo de 1621.

12 AGS, Estado, leg. 3110, f. 17. Carta de Felipe IV a don Rodrigo Gómez de Sandoval y Mendoza, duque del Infantado. Madrid, 17 de agosto de 1649.

13 “Il Patriarca [don Diego de Guzmán] è uno delli collegati con la Duchessa dell’ Infantado in questo negotio [de la Inmaculada Concepción]”. ASV, Fondo Borghese, serie I, lib. 967, f. 137r. Carta del nuncio apostólico Francesco Cennini al cardenal Scipione Borghese, secretario de estado pontificio. Madrid, 27 de marzo de 1619.

14 AGS, Estado, leg. 3110, f. 15. Carta de Felipe IV al papa Inocencio X. Madrid, 17 de agosto de 1649. El original de esta carta se encuentra en ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 92, ff. 62r-63v/65r-65v.

15 AGS, Estado, leg. 3110, f. 16. Instrucción particular dada por Felipe IV al duque del Infantado. Madrid, 18 de agosto de 1649.

16 AGS, Estado, leg. 3110, f. 20. Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 23 de marzo de 1652.

17 AGS, Estado, leg. 3110, f. 19. Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 7 de marzo de 1652.

18 AGS, Estado, leg. 3110, f. 20. Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 23 de marzo de 1652.

19 AHN, Consejos, lib. 2738, ff. 110v-111r. Carta del cardenal Gian Giacomo Teodoro Tribulzio a Felipe IV. Roma, 24 de junio de 1652.

20 AMAE, Santa Sede, leg. 150, f. 79r. Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 16 de septiembre de 1652.

21 AGS, Estado, leg. 3110, f. 33. Consulta de la Real Junta de la Inmaculada Concepción. Madrid, 17 de septiembre de 1652.

22 AGS, Estado, leg. 3110, f. 40. Consulta del Consejo de Estado. Madrid, 26 de octubre de 1655.

23 AGS, Estado, leg. 3111, f. 47. Carta de la Real Junta de la Inmaculada Concepción a Felipe IV. Madrid, 5 de diciembre de 1652.

24 AGS, Estado, leg. 3111, f. 65. Carta de don Diego de Aragón, duque de Terranova, a Felipe IV. Roma, 15 de mayo de 1655.

25 Aviso de 7 de julio de 1655 (Barrionuevo de, 1892: 22-23).

26 Sus fondos documentales fueron consultados cuando este archivo formaba parte del Ministerio de Asuntos Exteriores.