Cuadernos del Sur - Letras 49 (2019), 7-24, E-ISSN 2362-2970
En la escritura autobiográfica, la casa de la infancia, ese espacio primigenio de vivencias familiares e íntimas, cobra relevancia, ya que es el territorio al que se vinculan las imágenes aurorales del yo. Cuerpos, espacios, objetos y costumbres pueblan los recuerdos y se asocian entre sí en el entramado de la memoria. Quien escribe reelabora su experiencia a través del lenguaje y hace emerger relaciones nuevas: así, por ejemplo, en Virginia Woolf, el espacio reducido debajo de una mesa de la casa paterna llega a transformarse en un lugar secreto y resguardado, donde comienza una alianza inquebrantable entre dos hermanas. A partir de los postulados teóricos y filosóficos de Mijaíl Bajtín y de Gastón Bachelard, en este ensayo me propongo un análisis cronotópico de la intimidad para mostrar cómo se configura el espacio en “Recuerdos” y “Apuntes del pasado”, dos textos que integran Momentos de vida de Virginia Woolf. El modo en que la escritora alojó en ellos sus recuerdos resulta sumamente significativo, porque revela los múltiples intentos a los que apeló para dar forma a su propia novela familiar, buscando conocerse, explicarse o confesar su más profunda herida en una elaborada cronotopía de su intimidad.
Palabras clave
Autobiografía
Cronotopo
Intimidad
Fecha de recepción
26 de enero de 2020
Aceptado para su publicación
1 de agosto de 2020
* Universidad Nacional del Comahue. Correo electrónico: hebe_cast@yahoo.com.ar
Resumen
In autobiographical writing, childhood, which is the primal space of family and intimate experiences, acquires relevance, since it is the territory to which the author’s images of the self are linked. Bodies, spaces, objects and customs inhabit memories and are associated together in the web of memory. The one who writes rethinks his/her own experience through language and makes new relationships emerge. Thus, for example, in Virginia Woolf’s works, the reduced space under a table of her father’s house becomes a secret and sheltered place where an unbreakable alliance between two sisters begins. From the theoretical and philosophical approaches of Mijaíl Bajtín and Gastón Bachelard, in this essay, I intend to achieve a chronotopical analysis of Virginia Wolf’s privacy, to show how memory space is shaped in “Reminiscences” and “A Sketch of the Past”, two texts of Moments of life by Virginia Woolf. The way the writer housed her memories in them is extremely significant, as she reveals there, the multiple attempts she appealed to give shape to her own family novel, in search of knowing or explaining herself or even confessing her deepest wound in an elaborate chronotope of her intimacy.
Keywords
Autobiography
Chronotope
Intimacy
Abstract
Ar
7-24
Lo que falsea mi verdad íntima e inconfesable no es, pues, lo que mina mi identidad; mi identidad se encuentra minada, socavada desde el interior por mi intimidad…
José Luis Pardo, La intimidad
Virginia Woolf fue en vida una gran lectora de biografías, memorias y autobiografías, y también cultivó las escrituras del yo para plasmar su propia vida y la de otros. Siguió, de este modo, la tradición de un país que “rezuma” estas especialidades literarias (Holroyd, 2011: 35). Además de sus diarios1, existe una serie de textos más breves, cinco en total, reunidos y publicados en 1976. Son precisamente esos textos, escritos en determinadas circunstancias y para un receptor o público específico2, los que componen Momentos de vida. En el conjunto de estos escritos autobiográficos, que debido a la muerte de la autora no superaron el estado de work in progress, nos asomamos a la vida íntima en la casa familiar de los Stephen y, especialmente, a ciertos momentos de de la infancia y juventud de Virginia Woolf junto a sus padres y hermanos.
En esas escrituras del yo de Virginia Woolf existen numerosas marcas que reconducen al espacio y al tiempo, una cronotopía íntima y familiar que revela la importancia que la autora dio a esos significativos momentos y a los lugares en que se produjeron. Sus textos exhiben tanto una profusión de pequeños ámbitos (la habitación propia con su escritorio es emblemática), como incontables topónimos (Hayde Park Gate, St. Ives, Talland House, Bloomsbury, Monk’s House, solo por mencionar algunos ejemplos) desperdigados aquí y allá en su cartografía literaria, un aspecto vinculado a la propia escritura autobiográfica de la autora que ha sido poco estudiado3.
En este trabajo analizaremos “Recuerdos” y “Apuntes del pasado”, dos textos de Momentos de vida4 entre cuyas escrituras transcurrió un lapso de más de treinta años. En ambos, Virginia Woolf se centró en un mismo fragmento de su vida, pero produjo modificaciones sustanciales en lo que respecta al modo en que ubicó sus recuerdos en la casa familiar, una línea de análisis que resulta reveladora para pensar las relaciones entre las escrituras del yo y el espacio.
Para nuestro estudio, hemos partido, en primer lugar, de los supuestos teóricos esbozados por Mijaíl Bajtín en “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, capítulo en el que el teórico ruso desarrolla las formulaciones acerca de la representación del tiempo-espacio. El cronotopo, tal como lo define, es “la conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (1989: 237), una noción que no solo determina el argumento y el género de las obras, sino que impacta en “la imagen del hombre” en la literatura, la cual “es siempre esencialmente cronotópica” (1989: 238). La importancia del cronotopo reside, entonces, en su capacidad de configurar, de dar sentido a las acciones y personajes.
En segundo lugar, nos hemos basado también en los aportes realizados por Leonor Arfuch en “Cronotopías de la intimidad”, texto en el que la autora interpela, en consonancia con Bajtín, la esfera íntima. En una especie de “plano de detalle”, se detiene en “ciertos objetos, rincones, imágenes, escrituras, ciertos ritos cotidianos, ciertos derroteros, que forman parte inadvertidamente de la naturalidad con que vivimos ese espacio —espacio y cuerpo, cuerpo en el espacio—” (2005: 251). Para Arfuch, habitualmente pensamos más en el tiempo, en el “decurso irreversible de la temporalidad” (2005: 248), que en el espacio, y no advertimos que un momento de vida como es la infancia también es el “escenario de su efectuación” (2005: 248). Es decir, la casa familiar, el vecindario, los rincones en que nos ocultábamos o nos aislábamos de los otros constituyen nuestra propia infancia. En “Cronotopías de la intimidad”, Arfuch pone en productiva conexión los aportes de La poética del espacio (1957) de Gastón Bachelard y la categoría bajtiniana de cronotopo, subrayando que “esta peculiar relación entre espacio, tiempo e investidura afectiva que caracteriza la vivencia de la casa/el hogar puede ser definida, con toda propiedad, como cronotopos” (2005: 254). Tanto nuestros recuerdos como nuestros olvidos están alojados en distintos espacios de la memoria y, al recordar los lugares que hemos habitado, “aprendemos a morar en nosotros mismos” (Bachelard, 1957: 23). Así, el inconsciente reside en los recuerdos espaciales y las imágenes de la casa familiar no solo están en nosotros, sino que nosotros estamos en ellas. Lo vivido ha dejado impresas sus huellas en nuestra memoria, pero el modo subjetivo en que las hemos fijado les ha dado forma y, por eso, nos pertenecen, nos identifican. Nunca las imágenes que guardamos de las cosas son las imágenes exactas de lo existente, sino que han sido construidas a partir de lo vivido y por la acción y efecto de nuestra sensibilidad.
En relación con esto último, nos parece necesario explicitar sucintamente aquí la concepción teórica sobre la autobiografía en la que fundamos nuestro estudio. Siguiendo los presupuestos esbozados en “La autobiografía como desfiguración” de Paul de Man, entendemos que el sujeto autobiográfico determina el referente y crea una ilusión referencial, que no es más que un efecto retórico. La autobiografía es, en términos de de Man, “una figura de lectura y de entendimiento” (1991: 114) que se produce, hasta cierto punto, en todo texto. Es, en definitiva, un intercambio sustitutivo porque es tropológico, producido por el poder figurativo del lenguaje. Vale decir, entonces, que el interés que pueda producir un texto autobiográfico no radica obviamente en el hecho de que brinde un conocimiento veraz de una persona determinada, sino en que revela el sistema de sustituciones a través del cual ese ser intenta manifestarse.
Para desarrollar nuestro estudio seguiremos un orden cronológico en el abordaje de los textos. Comenzaremos, entonces, por “Recuerdos” (1907) y luego nos centraremos en “Apunte del pasado” (1939-1940). De este modo resultarán más evidentes los contrastes producidos en la escritura del recuerdo y el espacio, especialmente si consideramos que la autora se centró en un mismo período de su vida en ambos escritos. En cada texto analizaremos cómo recupera los recuerdos de su infancia relacionados con los distintos integrantes de su familia y los reelabora cronotópicamente.
De forma insistente y significativa, Virginia Woolf vuelve una y otra vez a la casa de sus padres como el término obligado de una comparación entre el antes y el ahora, el aquí y el allá, el silencio y la palabra, la opresión y la libertad, lo íntimo5 y lo público. Advertimos que, cuanto más indaga en el pasado familiar, cuanto más intenta revelar de sí misma y sus secretos más profundos, más insiste la autora en ubicar sus recuerdos en el espacio simbólico de la casa. Si en “Recuerdos” hay una mayor idealización de la figura materna y, significativamente, una casi inexistente ubicación en el espacio de los personajes y hechos recordados, en “Apunte del pasado” se produce un cambio notable: asistimos a la construcción de una cronotopía de la intimidad familiar. Figuras y espacios se implican mutuamente. En el plano rememorado de la casa, cada pariente ocupa un lugar vinculado a vivencias y afectos. Distintos pisos o niveles, salas y estancias responden a una especie de idealizada organización jerárquica de los habitantes, algo que nos lleva a pensar cómo, casi en un solo movimiento, la memoria y la imaginación se funden6. Pues, si algo resulta sospechoso o extraño en esta disposición de los seres en el espacio de la casa familiar, es el modo casi perfecto en que cada uno de ellos “encaja” en su lugar; es decir, cómo el recuerdo ha interpretado y de alguna manera construido un vínculo, un escenario adecuado, en el que cada integrante de la familia Stephen representa su papel. Así, la descripción del despacho de Leslie Stephen revela mucho más sobre la propia Virginia, tanto por lo que ella tenía en común con su progenitor (escritura, lectura), como por todo lo que los oponía (concepciones antagónicas sobre el mundo). Los objetos de cada espacio cobran relevancia, dejan su impronta: la pluma con la que escribía el padre, su mecedora, la mesa de té, los cuadros, las ventanas, se convierten en verdaderos símbolos de la vida en ese hogar y de la experiencia íntima de esa voz narradora que, para hablar de sí, la mayor parte de las veces habla de los otros y de los lugares.
“Recuerdos” o los pilares femeninos de una construcción
Cuando Virginia escribe “Recuerdos” cuenta con veinticinco años de edad y reside todavía en Hyde Park Gate 22 junto a su hermana Vanessa y sus hermanastros George, Gerald y Stella, a los que la autora llama “los otros”. La madre de Virginia había tenido estos tres hijos de un primer matrimonio con Herbert Duckworth, de quien había enviudado siendo muy joven. Luego se casó con Leslie Stephen, con quien tuvo cuatro hijos más: Thoby, Vanessa, Virginia y Adrian.
A lo largo de los cuatro capítulos que componen este texto de 1907, Virginia invoca al elegido receptor de sus recuerdos, Julian, el hijo de Vanessa, a través de la segunda persona, con los pronombres posesivos. Pero la expresión “Tu madre” de un principio, que se refiere a Vanessa, deja paso casi inmediatamente a “la” madre, la de Virginia, figura central del cuadro, una especie de “princesa de leyenda” (2008: 27) de “suprema hermosura” (p. 27) que es considerada por la autora como alguien capaz de envolver a todos en la “superabundancia” (p. 28) que emana de su ser. La belleza que, según Virginia Woolf, caracteriza a su madre y a sus hermanas, especialmente a Vanessa, se convierte en un tópico recurrente en estos textos autobiográficos, en un andamiaje necesario para ubicar a las mujeres de la familia en un lugar más elevado, acorde con los propios criterios fundamentalmente estéticos de la escritora sobre el arte y la vida. Para Woolf, “el mundo entero es una obra de arte” (p. 93) y todos los seres humanos somos parte de esa obra en la que el arte se constituye en la verdad: “Hamlet o un cuarteto de Beethoven son la verdad acerca de esa vasta masa a la que llamamos mundo” (p. 94).
Ya hemos dicho que en “Recuerdos” la escritora no describe demasiado la casa. En esta topografía del tiempo pasado, la madre es la figura que centralmente aloja la memoria; más aún, podríamos sostener que se constituye casi en el espacio mismo del recuerdo. Esta centralidad la tienen también Vanessa y Julia, aunque en menor medida. La asociación de las mujeres con la casa tendría una primera razón de ser en la protección que ellas significaron para Virginia, pero también sería un modo de reivindicar el lugar primordial para las mujeres en la arquitectura social7 y, muy especialmente, en el ámbito de lo privado y lo íntimo.
La autora se esfuerza por dejar bien fijados los rasgos de una vida “ordenada con gran sencillez y regularidad” (p. 22) en el seno de ese típico hogar victoriano. Julia Stephen (antes Duckworth) respondía en todo a los patrones femeninos de su clase y de su época: visitaba a los más humildes, cuidaba de los enfermos en su agonía y se sometía silenciosa a la fuerza y necesidades de su marido, a quien elevaba siempre por encima de ella, como el único al que le concernían los trabajos “serios”. Esta relación de sus padres fue representada literariamente en su novela Al faro, en la que el personaje de la señora Ramsay fue construido, según confesó la autora, tomando a su propia madre como modelo8.
Pese a la intención de lograr un retrato materno idealizado, Virginia Woolf deja filtrar el esbozo de una mínima crítica hacia su madre: había en ella un “excesivo espíritu conciliador” (p. 30), que en cierto modo le impedía “pensar en sí misma” (p. 31). Desliza de este modo, frente a la subrayada belleza y sabiduría, un rasgo que desentona incómodamente y que podría provenir de las convicciones de la escritora contra la sumisión de las mujeres a las convenciones androcéntricas dominantes en la época. Los “Recuerdos”, en apariencia deshilvanados, pretenden seguir las modulaciones de la memoria o bien, su ritmo fragmentario. Sin embargo, no dejan de revelar que las mujeres de esa sociedad victoriana, silenciosas subordinadas del patriarcado, soportan el peso de la vida familiar, son sus columnas, al punto de que, si desaparecen, el edificio se derrumba. Ellas son las que protegen, cohesionan y organizan la vida familiar, cuidan la economía, pero también son esclavas de los mandatos que les asigna el poder androcéntrico. Sin dudas, Julia Stephen aceptaba sin cuestionar las reglas impuestas, convencida de que las verdaderas cosas importantes eran llevadas a cabo por los hombres, algo que las jóvenes Stephen no estaban dispuestas a aceptar dócilmente9.
Mientras la madre vive, el transcurso del tiempo en la casa familiar parece estar marcado por los ciclos de la naturaleza, una especie de tiempo mítico, en el que la vida está regida por el equilibrio que ella impone. Los olores de las flores o de las hojas muertas señalan el cambio de las estaciones, recuerdos que, sin embargo, resultan interrumpidos por el asedio de algunas imágenes memoriales de “los otros”, los que “no eran hermanos y hermana, sino seres en posesión de cuchillos, o de envidiables dotes para correr y cortar” (p. 23). El hecho de que la escritora subraye la posesión de elementos cortantes al recordar a sus hermanastros sugiere cómo ese orden y protección se perdió una vez desaparecida la madre. El poder masculino se cierne como una sombra que amenaza la vida de las hermanas Stephen, tomando la forma de ruptura o corte, desde la mirada herida de quien rememora en el presente.
Con la muerte de Julia Stephen todo un mundo termina para la pequeña Jinny, una pérdida resignificada a través de las “estancias en penumbra” (p. 41) de la casa, en la que reinan una melancolía y un silencio que lo absorben todo. Los espacios en los que antes imperaban olores y colores, regularidades y seguridades, se vuelven sombríos y tristes: la existencia parece perder su sentido en la casa familiar, en la que el padre se mueve como un náufrago lleno de lamentaciones, dejando así al descubierto su impotencia y, a la vez, la importancia vital que tenía su mujer en la vida cotidiana y familiar. Pero, además, la desaparición de la madre da lugar a que comiencen algunas situaciones peculiares para las hermanas Stephen en relación con los miembros masculinos de la familia —o, mejor, de esas dos familias que la madre unificaba bajo su persona—: “George, en el más alto punto de la marea de la emoción, insistió en una amistad más íntima y más madura con nosotros” (p. 48), Gerald “se volvió durante un tiempo serio y sentimental” (p. 49). El comienzo de la adolescencia de Vanessa y Virginia vuelve más compleja la relación con los hermanastros y el padre. Los cambios en el cuerpo adolescente y las ansias de liberarse del dominio masculino hallan su expresión en el calor de la casa de vacaciones a la que, después de la muerte de Julia, la familia se traslada en el verano. El ambiente de esa casa contrasta con el silencio y la oscuridad de St. Ives y se vuelve un pequeño remanso en medio del dolor por la pérdida. El verano y una “lujuriosa vegetación” (p. 50) dejan su impronta en la memoria de la escritora bajo la forma de “habitaciones cálidas y silencio, y un ambiente denso de sensaciones exuberantes, de modo que a veces se sentía una necesidad física de despiadada barbarie y aire fresco” (p. 50).
Es evidente que el cuadro familiar de “Recuerdos” no tiene nada de espontáneo en lo que a asociaciones evocativas se refiere, como no lo tiene ningún relato autobiográfico en tanto escritura. Si los pilares de la estructura familiar son femeninos, los muros de esa construcción, es decir, la impotencia y los obstáculos para ser libremente, se corresponden con las figuras masculinas que dominan, sacrifican y abusan. Observamos que “Recuerdos” es un cuadro familiar en el que hay muy poco espacio textual para esas figuras. No obstante, y de acuerdo con lo que Woolf sostiene respecto de que quizás sea más importante, en el relato de una vida, aquello que se calla o que no se dice, lo más íntimo, la mención del padre y de los hermanos, si bien no ocupa gran extensión de texto, queda indudablemente reservada para los momentos más intensos del recuerdo desde el punto de vista afectivo. De un modo opuesto a la representación hiperbólica de las mujeres de la familia, Leslie Stephen es configurado ante los ojos de su sobrino como un ser poco práctico, torpe en la expresión de sus sentimientos y su dolor, pero decidido a apelar sin culpa al ejercicio de un egoísmo a ultranza en relación con Stella, Vanessa y Virginia. En la última parte de “Recuerdos” se produce una concentración de casi todas las figuras masculinas que rodean a las jóvenes Stephen: Jack Hill, el viudo de Stella, el padre y los hermanastros hacen su acto de presencia en los recuerdos finales. No aparecen situados en lugares concretos y puntuales, sino en espacios más amplios y generales, menos detallados, como Londres o Painswick, un pequeño poblado al sudoeste de Inglaterra al que la familia fue de vacaciones.
Virginia Woolf se detiene especialmente en George. El hermanastro se convierte en “una figura importante” (p. 70) que comienza a intimar mucho —tal vez demasiado— con sus hermanas10. La señora Stephen y Stella habían mantenido a raya toda esta violencia emocional y cuando murieron “pareció que ciertas restricciones se habían venido abajo” (Gordon, 2017: 76). En relación con esto último, se percibe en “Recuerdos” una contención expresiva que da lugar a una ambigüedad semántica. Este texto de 1907 por sí solo no permite al lector saber exactamente a qué se está refiriendo Woolf con sus silencios, con lo que quiere decir pero no puede y, en efecto, no dice. Es necesario, como veremos más adelante, cotejar con el posterior “Apunte del pasado” para saber sobre el abuso sexual de su otro hermanastro, Gerald. Observamos cómo la herida del abuso, que ya llevaba Virginia en su mente y su cuerpo, se manifiesta en estos fragmentos, intentando decir sin decir todo y, más aún, llegando a dudar acerca de las intenciones de su verdugo: “¿Quién puede decir que no había verdadero afecto en todo ello?” (p. 72), se pregunta la voz narradora, la cual concluye también interrogándose más abstractamente sobre el bien y el mal, sobre lo verdadero y lo fingido en esta especie de carta al futuro para su sobrino.
Finalmente, si en “Recuerdos” hay un espacio asociado a cierta felicidad y refugio, ese espacio íntimo y fundamental es “la tierra oscura debajo de la mesa del cuarto de los niños” (p. 22), lugar rememorado de la infancia en el que por primera vez Virginia presiente que entre ella y su hermana se crearán para siempre lazos indestructibles. Esa mesa está “rodeada de luz de fuego y poblada de piernas y de faldas” (p. 22), algo que refuerza esa idea de protección ligada a las mujeres. El espacio debajo de la mesa se convierte en el territorio primero de una relación entre dos niñas que debieron unirse cada vez más para soportar los abusos de los hombres de la familia y lograr así sobrevivir. Un refugio, un cronotopo de la infancia que el yo que escribe en el presente atesora a la vez en su memoria y su imaginación.
“Apunte del pasado”: los lugares del recuerdo en la casa de la infancia
Como ya señalamos, más de treinta años después, en “Apunte del pasado”11, Virginia Woolf vuelve a escribir sobre su infancia. El modo en que los hechos son tratados y expresados se diferencia de “Recuerdos”. La autora para entonces pisa los sesenta años y tiene ya la clara intención de fijar sus memorias, no solo porque cuenta con una perspectiva más rica por los años vividos, sino también —y fundamentalmente— porque ahora conoce los mecanismos y problemas a los que se enfrenta quien quiere relatar una vida. No hay que olvidar que en ese tiempo está escribiendo la biografía de su amigo Roger Fry y las dificultades que afronta para ello la llevan a pensar también en su propia autobiografía. Probablemente por esto, en “Apunte del pasado”, hay una profusión notable de fragmentos metadiscursivos o “metamemorísticos” (Zamorano Rueda, 2007: 227) entretejidos con los hechos rememorados. El hilo discursivo es interrumpido a menudo por la reflexión sobre cómo es posible contar los hechos de una vida y el modo en que opera la memoria.
A pesar de la presencia de reflexiones metamemorísticas, la escritora subraya la aparente espontaneidad de lo escrito —“sin detenerme a escoger el camino que debo seguir, en la seguridad y cierto conocimiento de que el camino se trazará por sí solo” (p. 80)— buscando identificar los primeros recuerdos que afloran en ella. El primero de ellos está con precisión localizado en la madre, en su regazo12, una imagen colorida de “flores rojas y moradas sobre un fondo negro” (p. 80), aunque un tanto borrosa porque quien rememora no tiene certeza, sino que duda acerca de lo que la memoria le trae de vuelta: “me parece”, “Quizá”, “es más probable”, “tenía que ser de noche”. Sin embargo, termina por imponerse ante las incertidumbres de la memoria y sus vacíos el punto de vista artístico que le permite pasar a otro recuerdo que considera el más importante. De este modo, niega la posibilidad de toda espontaneidad escrituraria y autobiográfica. Se sabe que la vida, por definición, no solo es inenarrable tal como ha sido vivida, sino que, lo que leemos como relato de una vida, biografía o autobiografía, es un discurso que se construye a partir de ella, una construcción hecha de palabras, de imágenes, de convenciones que tienden a dar la apariencia de la vida. Y también es sabido que autor y narrador no son lo mismo. Constantemente, el lector de estos textos autobiográficos establece juegos especulares con otros escritos ficcionales de Virginia Woolf, como son, por ejemplo, Al faro y Las olas. Aunque lo narrado tenga su origen en experiencias existenciales, tanto las novelas como los textos autobiográficos están mediados por la escritura. La autora tiene absoluta conciencia de esto, por eso insiste en los fragmentos metadiscursivos en los que pone en duda cualquier tipo de certeza respecto de la escritura autobiográfica y de cómo se configura la identidad.
El vestíbulo y el espejo
En el aparente “engarzado” de recuerdos espontáneos13, los espacios y los objetos comienzan a dominar. Así como el regazo materno es la morada del primer recuerdo, luego le sigue el cuarto en St. Ives, con el ruido de las olas rompiendo y las persianas amarillas, que resguardan y separan del afuera. Más adelante, el otro espacio que aflora es el del huerto, cargado de una fuerza voluptuosa, con sus manzanas y abejas. Pero enseguida irrumpe en estas escenas casi idílicas el recuerdo del vestíbulo14 de Talland House, en St. Ives, un territorio doméstico de entrada y de pasaje a la vez, del que la escritora evoca un espejo, objeto que de inmediato nos pone en relación metafórica con la identidad y con el cuerpo. La referencia al espejo está vinculada a la vergüenza que sentía Virginia al verse reflejada. Woolf intenta algunas explicaciones: en primer lugar, que a la edad de seis años solía mirar su rostro en el espejo, poniéndose en puntas de pie, pero eso debía producirse cuando estaba sola, porque enseguida sentía un sentimiento de culpa. “Pero, ¿culpa de qué?” (p. 86), se pregunta, buscando remontar los meandros de su memoria. Tal vez la culpa emerge, supone la voz narradora, porque responde junto con su hermana a códigos de “marimacho” (p. 86), un contramodelo de las figuras femeninas encarnadas en la madre y la hermanastra mayor, Stella. Pero su memoria la hace retornar al vestíbulo, a ese espacio íntimamente definitivo:
Otro recuerdo, también referente al vestíbulo, contribuirá a explicar lo anterior. Junto a la puerta del comedor había una repisa para poner platos. Una vez, cuando yo era muy pequeña, Gerald Duckworth me puso encima de esta repisa, y mientras yo estaba sentada en ella, comenzó a explorar mi cuerpo. Recuerdo la sensación de su mano bajo mis ropas descendiendo más y más, constante y firmemente. Recuerdo mi esperanza de que dejara de hacerlo, recuerdo que me quedé rígida y me estremecí cuando sus manos se acercaron a mis partes íntimas. Recuerdo que esto me ofendió, me desagradó —¿qué palabra hay para expresar un sentimiento tan confuso y complejo? Seguramente fue un sentimiento fuerte, puesto que todavía lo recuerdo (pp. 87-88).
La escritora manifiesta no recordar qué pasó después, pero lo que importa destacar es que, luego de hacer referencia a su hermanastro y explicitar el episodio del vestíbulo, hasta ahora silenciado, su memoria le presenta una imagen, un mensaje fragmentario, irónico. “Una tira de cartón de color chocolate” moraliza en qué consiste ser un caballero: “Es ser tierno con las mujeres, caballeroso con los criados” (p. 165).
Cuando a través de la escritura ha llegado a verbalizar su secreto más íntimo, sorpresivamente Woolf repara en la imposibilidad de la certeza de la memoria15: “no creo que haya descubierto la verdad” (p. 88), “todo relato de vida es engañoso porque las cosas que no se recuerdan son igualmente importantes, quizás más importantes” (p. 89). Estas y otras frases aparecen en forma recurrente junto a palabras o expresiones como “creo”, “me parece”, “quizá”, “imagino”, “se me antoja”, todas asociadas a esa falta de certeza, una actitud consciente de que la totalidad de la vida se escapa y que solo se recuerda —y se olvida— lo que nos impacta, las impresiones que provocan lo vivido.
La memoria opera misteriosamente y eso le da su dimensión y carácter a esa maleable materia. Woolf se pregunta por qué recuerda el zumbido de las abejas y no puede recordar que su padre la arrojó alguna vez desnuda al mar, una escena que su mente no pudo registrar por sí misma, sino que la sabe porque fue otro quien la presenció y se la contó. La memoria es, entonces, un instrumento falaz, un mecanismo que se pone en movimiento a partir de un determinado momento, un “yo aquí y ahora” que recuerda el pasado desde una determinada circunstancia, una rememoración condicionada y desatada a la vez, que atiende por momentos a ciertas cosas y no a otras.
Una gran sala llena de gente
En ese preciso período que va desde su nacimiento a los trece años en “Apunte del pasado”, la madre, ubicada en el centro de la infancia y de la casa, adquiere relevancia16, tal como ya había ocurrido en “Recuerdos”. Pero ahora, muchos años después, no intenta una evocación completa de la figura materna, sino que su retrato está construido fragmentariamente, como ya advertimos, sobre la base de la metonimia y las imágenes visuales y auditivas: una bata blanca en el balcón, su voz y su risa, el tintineo de las pulseras en su mano, el roce de algunos abalorios sobre su rostro de niña. Impresiones aisladas de lo que antes fue una presencia vital, una “panoplia de la vida” (p. 110) que inundaba todo con su ser. Paradójicamente, la vida pública de la madre priva a la pequeña Jinny de cualquier posibilidad de concentrar toda la atención materna para ella sola, aunque más no fuera por un instante —“¿Puedo recordar haber estado a solas con ella algo más que unos minutos?”, “Siempre había alguien que nos interrumpía”, (p. 111)—. Entonces, esa figura a la que Virginia le ha otorgado centralidad en su memoria inmediatamente es ubicada en la sala de la casa, rodeada de gente. Padre, hermanastros y visitas la acaparan y se la arrebatan. Este detalle viene a introducir otra grieta en el recuerdo idealizado de la madre, quien vivía atareada por las obligaciones familiares y las que se suponían que debía realizar en la sociedad como buena dama victoriana. “La veo” se repite casi obsesivamente la voz narradora, como queriendo apresar algo de esa figura que, abarcándolo casi todo, no tenía tiempo ni fuerzas para concentrarse en su hija. Contrastan con el modelo del recuerdo idealizado, ahora con más énfasis que en “Recuerdos”, algunas actitudes maternas que emergen en la memoria: la madre que reprende a la criada, la madre que se burla de su hija mayor y la llama “vaca vieja” para resaltar su falta de inteligencia, la madre que tiene preferencias por los hijos varones como George y Adrian reproduciendo de ese modo el dominio patriarcal, la madre que se sentaba siempre detrás del padre, como un ser de segundo orden, y se mostraba demasiado dispuesta a sacrificar a sus hijos por su marido. Todos aspectos de una intimidad que van minando la imagen pública de la madre.
Consciente de la imposibilidad de ser veraz al intentar hablar de alguien que murió hace más de cuarenta años, Virginia concluye —ahora en su madurez— que la única forma posible es hacerlo como “un artista”, es decir, construyendo una escena casi literaria en torno a su progenitora y a su pasado. Este es el mejor modo de “consignar el pasado” para la escritora, a través de “escenas representativas de la vida” (p. 204), un modo que ejecuta también en la escena del cuarto cuando muere su madre, desde que es llevada allí para despedirse de la muerta hasta la observación de una presencia fantástica que solo ella ve al lado de la muerta —“¿Lo dije para llamar la atención? ¿O era verdad? No lo sé con certeza” (p. 125)—.
El hogar paterno o la jaula
“Ahora intentaré describir la jaula” (p. 162) escribe súbitamente Virginia Woolf, confirmando de este modo que “la verdad de una vida —ya sea que se la descubra o se la fabrique— es siempre una cuestión de ritmo” (Giordano, 2011: 129). A lo largo de varias páginas procede detalladamente a la descripción de la casa paterna, el Hyde Park Gate 22, tal como cree que era en 1897. La ha recorrido en una noche mentalmente y aclara que comenzó su itinerario por el sótano, desde abajo17: ¿tal vez quería lograr el efecto de que destacara aún más la superioridad y dominio paterno, semejante al que se logra con un contrapicado?
Bajo y oscuro, el sótano de la casa Stephen guarda cuadros grandes, viejos y agrietados, muebles que no se usan, un armario para la leña que, como todos los armarios, oculta cosas extrañas (una vez, en ese lugar, la escritora creyó ver unos ojos que brillaban). En relación con el sótano, recuerda una situación en la que una criada lo comparó con el infierno; y su madre, ofendida, “adoptó la gélida dignidad de una matrona victoriana y dijo (tal vez): ‘Sal de la habitación’” (p. 163). Es necesario preguntarse por qué Virginia recuerda esa actitud hacia la criada. ¿Quería mostrar indirectamente la hipocresía de esa sociedad? ¿Revelar que la vida de los sirvientes podía avergonzar a sus patrones? Un poco más adelante, cuando se refiere a las dependencias de servicio, de nuevo la madre está en el centro de la escena, pero de un modo distinto. Se siente “afrentada” (p. 167), porque una visita ha podido vislumbrar “las desvencijadas habitaciones de los criados” (p. 167). La inesperada rotura de un caño en la casa deja al descubierto, para alguien que ayudó ante la emergencia doméstica, lo que no se puede revelar, una intimidad que no puede volverse pública.
En esa organización ascendente de la casa familiar en el recuerdo, los lugares que frecuentan las mujeres y los niños se encuentran más abajo; en cambio, el gran despacho de Leslie Stephen está en la parte superior de la casa, la más alta, “una espléndida sala grande, muy alta, con tres ventanas y totalmente cubierta de libros” (p. 167). El recuerdo de la escritora se centra en los objetos que pueblan esa habitación: una vieja mecedora “cubierta con un hule”, la cual era “el cerebro de la casa”. En ella su padre había escrito todos sus libros. El escritorio, el modo en que doblaba el papel, su pluma de metal, su tintero, todas estas cosas se funden con el recuerdo de una parte del cuerpo del padre, la articulación del dedo en el que, de tanto escribir, se había hecho una “pequeña capa lisa” (p. 167).
Virginia Woolf admite que su padre ejercía sobre ella una atracción obsesiva y no siempre tan negativa, como pretende por momentos dejar plasmado en estos textos autobiográficos. “Es imposible que fuera tan severo y melancólico y hosco como yo lo pinto”18 (p. 158). Sabe que ha construido un retrato “demasiado oscuro” de su progenitor, a quien quería imitar y con quien se solidarizaba a menudo contra su madre. Tampoco puede negar que le complacía mucho ser observada por su padre, “cuando clavaba sus ojillos de vivo color azul en mí y me hacía sentir que los dos estábamos al mismo nivel” (pp. 155-156), que tenían “algo en común”. Estos fragmentos son esenciales por más de un motivo. En primer lugar, porque demuestran cuánto de construcción de la memoria hay en todo retrato biográfico y autobiográfico; en segundo lugar, porque vemos cómo el pasado se reelabora en el presente.
El contexto de la guerra, los bombardeos, los temores, llevan a la escritora a sentir finalmente nostalgia por ese mundo y esos seres familiares desaparecidos para siempre; seres a los que ahora, en una actualidad más angustiante y terrible, en cierto modo envidia por haber vivido con más certezas de las que ella puede tener, en un tiempo en el que todo parece derrumbarse.
En el recorrido que hemos seguido sobre estos dos textos de Virginia Woolf, el espacio y el tiempo se entretejen con cuerpos e imágenes, objetos y costumbres, conformando el territorio inestable de la intimidad y la memoria19. La subjetividad individual busca anclarse, alojarse, para reconstruir el pasado y darle sentido a la vida, algo que, no obstante, solo se puede lograr de un modo temporario y circunstancial, en “un momento en la trama continua de la intersubjetividad” (Arfuch, 2005: 247). La casa del recuerdo está moldeada por recuerdos inconscientes. Las imágenes que la constituyen suelen buscar desesperadamente las “razones o ilusiones de estabilidad” (Bachelard, 1957: 37). La escritora intentó reconstruir el espacio de sus recuerdos para lograr allí verbalizar lo innombrable, lo más íntimo. Logró finalmente escribirlo con todas las letras, pudo ubicar su dolor en el tiempo y los lugares, darle una morada a los recuerdos y seres de la infancia, pero esto no alcanzó al final para sustraerla de los efectos de aquella herida relacionada con su familia, con su hogar; en definitiva, con su propia identidad para siempre devastada.
Bibliografía
Fuentes
Woolf, Virginia (2008), Momentos de vida, Barcelona, Lumen.
----- (1982), Diario de una escritora, Barcelona, Lumen.
Bibliografía referida
Arfuch, Leonor (2005), “Cronotopías de la intimidad”, en Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias, Buenos Aires, Paidós, pp. 237-290.
Bachelard, Gastón (1957), La poética del espacio, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Bajtín, Mijaíl (1989), “Las formas del tiempo y del cronotopo en la novela”, en Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, pp. 237-409.
Chikiar Bauer, Irene (2012), Virginia Woolf: la vida por escrito, Buenos Aires, Taurus.
de Man, Paul (1991), “La autobiografía como desfiguración”, en AA.VV., La autobiografía y sus problemas teóricos, Barcelona, Anthropos, n° 29, pp. 113-118.
Giordano, Alberto (2011), “Virginia Woolf y el arte de la notación superficial”, en La contraseña de los solitarios: diarios de escritores, Rosario, Beatriz Viterbo Editora, pp. 109-124.
Gordon, Lyndall (2017), Virginia Woolf. Vida de una escritora, Barcelona, Gatopardo.
Holroyd, Michael (2011), Cómo se escribe una vida: ensayos sobre biografía, autobiografía y otras aficiones literarias, Buenos Aires, La Bestia Equilátera.
Miller, Alice (2005), El cuerpo nunca miente, Barcelona, Tusquets.
Pardo, José Luis (2013), La intimidad, Valencia, Pre-Textos.
Zamorano Rueda, Ana (2007), “Momentos de vida: el boceto autobiográfico de Virginia Woolf”, en Salmerón, Julia y Zamorano, Ana, Cartografías del yo. Escrituras autobiográficas en la literatura de mujeres en lengua inglesa, Madrid, Editorial Complutense, pp. 213-234.
1 En 1952, su marido Leonard Woolf manipuló y publicó una versión fragmentada de los mismos, conocida como Diario de una escritora.
2 Reminiscences, de 1907, lo escribió Virginia Woolf para su primer sobrino, hijo de su hermana Vanessa y de Clive Bell; A Sketch of the Past, redactado entre 1939 y 1940, fue concebido por la autora como un espacio libre y espontáneo de escritura autobiográfica mientras se dedicaba a la agotadora escritura de la biografía de su amigo Roger Fry. Los otros tres restantes, 22 Hyde Park Gate (1920-1921), Old Bloomsbury (1921-1922) y Am I a Snob (1936), fueron escritos como aportes para ser leídos a un público determinado, los integrantes del Memoir Club, grupo refundado en 1920 y compuesto en su mayoría por los que habían conformado el Old Bloomsbury antes de la Primera Guerra.
3 El libro de Irene Chikiar Bauer, Virginia Woolf: la vida por escrito (2012), en el Capítulo II, “El país de la infancia”, exhibe algunos títulos (“La casa familiar y el cuarto de los niños” y “La casa de la playa”, entre otros) que dan cuenta de la importancia de los espacios para Virginia Woolf, pero no constituye un objeto de análisis de la obra la forma en que esos espacios fueron recreados literariamente en sus textos autobiográficos, tema que nosotros abordamos en este trabajo.
4 Moments of Being (1976). Todas las citas y referencias del presente escrito pertenecen a Woolf (2008).
5 De acuerdo con José Luis Pardo, la intimidad no es equivalente a la identidad y a lo que no se puede expresar. Por el contrario, “la intimidad aparece en el lenguaje como lo que el lenguaje no puede (sino que quiere) decir” (2013: 54-55), una concepción que plantea un giro de ciento ochenta grados, dado que la identidad funcionaría como una máscara y la intimidad sería semejante a una “arruga” o “doblez”, un sí mismo inquietante que resuena en el habla interior de cada ser humano.
6 Como subraya Michael Holroyd, Virginia Woolf ansiaba transformar la biografía histórica poniendo el acento en lo íntimo, en la vida privada y doméstica. Los grandes hechos de la historia debían dejar su lugar a una perspectiva centralmente humana: “Virginia Woolf quería ‘revolucionar la biografía de un día para otro’. Quería que la imaginación del biógrafo se liberara de ese tedioso desfile de fechas y batallas, esa dudosa carga de notas, registros y bibliografía que la separan del lector común. Quería introducir disturbio y confusión, pasión y humor. Y quería también deforestar esos bosques de árboles genealógicos plantados de padre a hijo en el territorio colonizador de la cultura masculina” (2011: 121).
7 Hay numerosos estudios, artículos de revistas y tesis sobre el feminismo de Virginia Woolf, una línea que se afianzó especialmente con el advenimiento del movimiento por la liberación femenina, a partir de los años 70. No nos interesa aquí discutir la relación entre la escritora y el feminismo, sino destacar en un sentido amplio que en sus novelas y ensayos se revela una preocupación por los derechos de las mujeres en el mundo construido por los hombres. Como advierte Lyndall Gordon, hay “un asunto de mayor alcance que impregna su obra de principio a fin: la cuestión de la naturaleza de la mujer y de qué es lo que esta puede, con el tiempo, aportar a la civilización” (2017: 432).
8 En Apunte del pasado, Woolf deja en claro que su madre fue una obsesión hasta el momento en que escribe su novela Al faro: “Es la pura verdad que mi madre me obsesionó —a pesar de que murió cuando yo contaba trece años— hasta que tuve cuarenta y cuatro. Entonces, un día, mientras paseaba alrededor de Tavistock Square, concebí, tal como a veces concibo mis libros, Al faro; de manera torrencial y aparentemente involuntaria. Una cosa retumba en otra” (2008: 107). La construcción literaria de la Sra. Ramsay a partir de Julia Stephen es algo que la escritora deja también plasmado en su diario, en la entrada del 16 de mayo de 1927, cuando cita indirectamente las palabras de su hermana Vanessa con respecto a la novela: “Dice que es un pasmoso retrato de mamá; que soy una retratista suprema, que ha vivido dentro del libro; que la resurrección de los muertos le ha parecido casi dolorosa” (1982: 152).
9 Recuerdos fue escrito cuando Woolf ya vivía en Bloomsbury. El cambio de casa y de barrio significó para las Stephen un cambio de vida, un corte con el pasado y también “una rebelión más o menos encubierta” (Chikiar Bauer, 2012: 177) contra las opresiones simbolizadas en la casa paterna. En Old Bloomsbury (1921), la escritora volvió a hablar de Hyde Park Gate, un espacio cuya sombra siguió “planeando sobre la nueva casa” (2008: 260).
10 “Por último, estaban los abrazos de George, que traspasaban los límites de la decencia pero que él disfrazaba, incluso ante sí mismo, de irresistibles muestras de cariño fraternales. Este es el tipo de depredador más siniestro, el que se disfraza de protector. Su solicitud inducía a sus hermanas a brindarle una recelosa confianza. En cualquier caso, la convención prohibía mencionar el asunto, pues quejarse de George habría malogrado la pureza mental de sus acusadoras” (Gordon, 2017: 76).
11 Conviene no olvidar que el contexto en que fue escrito “Apunte del pasado” corresponde a los años dominados por la amenaza de Hitler y el nazismo en toda Europa, una realidad terrible y aplastante que despertó el temor y la incertidumbre en Virginia y Leonard Woolf, a tal punto que ambos habían acordado quitarse la vida si los alemanes llegaban a ganar la contienda.
12 La imagen de la madre está construida metonímicamente, como si la acción del tiempo solo permitiera el fragmento.
13 Advierte Ana Zamorano Rueda que Virginia Woolf busca dar “la impresión de que espera que la escritura autobiográfica surja como un cuadro impresionista” (2007: 226).
14 El vestíbulo es lugar fundamental a todas luces porque su mención y la del espejo anteceden a la referencia del abuso sexual de Gerald Durkworth. Es importante recordar en este punto que ese lugar concreto no solo es una parte en la arquitectura de una casa y un lugar donde se aloja un recuerdo, sino también un espacio demarcado anatómicamente en el cuerpo femenino, el llamado vestíbulo de la vagina.
15 Alice Miller, citando los estudios de Louise De Salvo sobre el diario de Woolf, destaca lo siguiente: “tras la lectura de las obras de Freud, Virginia Woolf empezó a dudar de la autenticidad de sus recuerdos, que justo antes había anotado en sus bosquejos autobiográficos, a pesar de que por medio de Vanessa podía constatar que esta también había sufrido abusos por parte de sus hermanastros. De Salvo escribe que, desde entonces, siguiendo a Freud, Virginia se esforzó para dejar de contemplar el comportamiento humano como lo había hecho hasta el momento, como la consecuencia lógica de las experiencias infantiles, y verlo como el fruto de los instintos, las fantasías y los deseos. Los escritos de Freud confundieron por completo a Virginia Woolf: por un lado, ella sabía perfectamente lo que había sucedido, y, por otro, deseaba, como casi todas las víctimas de abusos sexuales, que esto no fuese cierto. Al fin, siguió las teorías de Freud y sacrificó su memoria negando lo ocurrido. Empezó a idealizar a sus padres y a ver de manera positiva a su familia como antes nunca había hecho” (2005: 48-49).
16 Virginia Woolf apela a una serie de expresiones que hiperbolizan la figura materna, tales como: “Ella era el centro”, “Ella era ella”, “Mi madre lo era todo; Talland House rebosaba de ella; Hyde Park Gate rebosaba de ella”.
17 Según Bachelard (1957), la casa es imaginada como un ser vertical, como un ser concentrado que reclama una conciencia de centralidad. La verticalidad, además, queda expresada por los espacios propios de “abajo” (sótano) y de “arriba” (guardilla). Así, los espacios de abajo están relacionados con la irracionalidad y los miedos, mientras que los espacios de arriba con la racionalidad, con proyectos intelectualizados.
18 Las cursivas son mías.
19 Hacia el final de “Apunte del pasado”, la escritora relata un último episodio con su hermanastro, que tiene lugar en su cuarto de adolescente. Elegido para cerrar el íntimo itinerario por los espacios de la casa y del recuerdo, resulta revelador e inquietante. “Ya casi me había dormido. El cuarto estaba a oscuras. La casa, en silencio. Entonces, con un leve gemido, se abrió la puerta. Alguien entró de puntillas. Grité: ‘¿Quién es?’. George susurró ‘No te asustes. Y no enciendas la luz, mi amor ¡oh, mi amor!’ Se arrojó en mi cama y me tomó en sus brazos. Sí, las viejas damas de Kensington y de Belgravia jamás supieron que George Duckworth no solo era padre y madre, hermano y hermana para aquellas pobres chicas Stephen; era también su amante” (2008: 255).