Elucubraciones de canes: una aproximación a los animales “domésticos” en la obra poética de Juan L. Ortiz°
Laura Soledad Romero*
Cuadernos del Sur - Letras 49 (2019), 25-42, E-ISSN 2362-2970
El siguiente trabajo se propone recorrer la huella o inscripción de las y los perros en la obra de Juan L. Ortiz contemplando el carácter doble o dual de un animal que se presenta a la vez familiar y extraño. Por otro lado, señalaremos de qué modo el adentro y el afuera confluyen en una puesta en temblor de cualquier categoría de lo público o lo privado. Dicha conmoción abre el paso para pensar otras categorías de lo político que, a su vez, dirán algo del lenguaje y de lo poético en Ortiz.
Palabras clave
Animalidad
Poesía argentina
Alteridad
Fecha de recepción
19 de julio de 2020
Aceptado para su publicación
23 de noviembre de 2020
° Este trabajo se inscribe en el marco del Maria Skłodowska-Curie Research and Innovation Staff Exchange (RISE TRANS ARCH), financiado por la Unión Europea/Programa Horizon 2020 (Grant agreement 872299).
* IECH-CONICET, CEDINTEL-FHUC-UNL. Correo electrónico: laurasoledadromero@gmail.com
Resumen
The following work aims to explore the footprint or registration of the dogs in the work of Juan L. Ortiz contemplating the double or dual character of an animal that appears both familiar and strange. On the other hand, we will point out how the inside and the outside converge in a shaking of any category of the public or the private. Such turmoil opens the way to think about other categories of the political that, in turn, will say something of the language and poetics in Ortiz.
Keywords
Animality
Argentine poetry
Alterity
Abstract
Ar
25-42
Poesía y animalidad
En las últimas décadas, los animal studies, que abarcan una amplia variedad de campos interdisciplinarios, han ganado una predominancia cada vez mayor en los ámbitos académicos de las universidades sajonas y europeas, pero también en América Latina. La literatura no fue ajena a dicha problemática. Con los trabajos sobre Kafka de Gilles Deleuze, Margot Norris y Peter Stine, entre otros, ingresamos desde la filosofía y la crítica literaria a la especificidad animal.
Sin embargo, el desembarco de los estudios de la animalidad en el ámbito de la poesía fue cuantiosamente menor. No obstante, en el campo literario argentino contemporáneo, más específicamente en la poesía, se devela la irrupción del tópico de la animalidad. Con motivo del bicentenario de 2010, algunos escritores retornaron al poema fundacional de la literatura argentina, el Martin Fierro de José Hernández: por ejemplo, Pablo Katchadjian, con El Martín Fierro ordenado alfabéticamente (2007), una operación dadaísta sobre el canónico poema del siglo XIX; u Oscar Fariña con El guacho Martín Fierro (2011) y Pedro Mairal con El gran surubí (2013), que resignifican la obra gauchesca en términos de la animalidad. Por otra parte, se destaca también una serie de libros de poesía contemporánea con tópicos animalistas: Abejas de Alejandro Crotto (2009), Zoo de Anahí Mallol (2009), El arte de silbar de Sonia Scarabelli (2014), entre otros. Elena Campero señala que “en la poesía argentina contemporánea es evidente una tendencia a bogar por una palabra poética que encuentra sus posibilidades de articulación y su potencial en esos mismos animales que la propulsan” (2019: 3).
La poesía de Juan L. Ortiz, que empieza a publicarse en los años 30, puede también ser abordada a partir de estas problemáticas contemporáneas: en clave posthumanista, es posible detectar un conjunto de indicios o notas sobre la animalidad que conducen a expresar algo acerca del lenguaje, de la poesía, de la ética y de la política.
Los animales hallan un lugar preponderante dentro de la totalidad de la obra poética orticiana1. Entre los diversos vivientes no humanos que pueblan su poesía, a grandes rasgos, parecen destacarse dos tipos: por un lado, los llamados animales autóctonos, de campo (vacas, ovejas) y aves propias de la región del Litoral; por otro, los animales domésticos que conviven con el poeta y aquellos que por cultura han sido domesticados pero a los que la pobreza habría excluido de cualquier posibilidad de hogar (gatos, perros).
Aquí nos ocuparemos en particular de las perras y los perros2 (distinción cuya importancia quedará demostrada más abajo) que merodean, habitan y mueren en la poesía orticiana. Desde allí, este trabajo se propone pensar a la perra/el perro como el animal más cercano al ser humano, en tanto que puede habitar junto con nosotros en el hogar, lejos de los animales salvajes, estableciendo una ambigüedad insalvable como “mascota”3: pues al ser un otro animal conserva siempre una extrañeza y rehúye todo ser-propiedad. Se tratará de considerar al animal doméstico en un “entre” como forma “apropiante” y “desapropiante” (Fleisner, 2018). Veremos cómo la tensión se explicita en los modos de aparición de los animales en la poesía orticiana: los del “hogar”, a partir de los cuales pensaremos de nuevo el problema de la elegía, y los de la “calle”, que habitan en la fragilidad y en la intemperie, cuya transitoriedad y contingencia queda figurada en el tópico de la mirada.
Resulta pertinente, a fin de considerar las vidas “silenciosas” que se narran, un giro que cuestione ciertos supuestos de la subjetividad moderna que perviven en gran parte de las lecturas críticas en la reiterada distinción entre objeto y sujeto4, y la posterior resolución armónica de tipo fusional. Como afirma Cleila Moure en un trabajo sobre la poesía orticiana:
la disolución del sujeto (que conlleva la de su pareja: “el objeto”) no se produce por fusión simple, ni por identificación mística ni mítica; creo más bien que se trata de una singular tensión que complejiza la relación entre los términos y cancela la eficacia interpretativa del par sujeto-objeto (2005: 369).
A riesgo de una excesiva simplificación, podríamos distinguir dos grandes campos dentro de las lecturas críticas. Por un lado, el que componen las que entienden la fusión del poeta con la naturaleza al modo oriental, sin mediación, es decir, una relación de inmediatez casi absoluta. Por otro, el conjunto de estudios que analiza la fusión que se introduce en el seno mismo de la cuestión política en Ortiz, cuestión en la que prevalece la mediación dialéctica y que concluye necesariamente en una resolución de tipo armónica.
Nosotros consideramos, en consonancia con la afirmación de Moure, y junto con la hipótesis de Delfina Muschietti, que “ya no hay sujeto ni objeto sino devenir impersonal, indeterminación sintáctica, desorden de predicaciones galácticas, móviles: irradiación” (Muschietti, 1995: 85). Por todo ello, es preciso advertir los problemas que la distinción sujeto/objeto y su posterior resolución traen aparejados. Pues nos conmina a pensar las consecuencias metafísicas, ontológicas y políticas de esta dicotomía, fundamental del pensamiento occidental, que resulta encubridora de la problemática animal. Sostendremos que la animalidad es una instancia política, si se considera lo político como el modo de ser de lo viviente y, por lo tanto, una política que contemple las diferencias y la multiplicación de lo heterogéneo. Proponemos que es posible formular, desde el corazón de la obra orticiana, una política de lo heteronómico, un concepto de lo político conmovido por la ética (Derrida, 2005: 108). En consecuencia, cualquier resolución, fusional o simbiótica, terminaría por acallar las voces animales.
Canes en la casa
De la amplia variedad canina en la poesía orticiana se presentan dos modos de ser que, a priori, podrían revestir un carácter doble o dual en el animal: los perros del poeta, a menudo objeto de elegías, que moran la casa; y los perros que merodean sin dueño, sin nombre, frecuentemente acompañados de un niño, en general uno pobre.
Estos seres, los niños, los animales, los ancianos, los pobres, podrían ser llamados “figuras de la desposesión” que desde la poesía orticiana son también nombrados como “criaturas” (Ortiz, 2005: 1032). Tal denominación implicaría un mismo creador para todos aquellos seres que habitan desde la carencia en el mundo. Hugo Gola señala que, para Ortiz, la palabra es creación (2005: 109). Las “criaturas” multiplican las terminaciones femeninas (García Helder, 2005: 109) para “debilitar el lenguaje”, para dar “voz” o acogida a esos “otros” seres. Asimismo, la expresión se torna murmullo, acaece en el mundo de modo leve5, “al parpadeo femenino del cielo” (Ortiz, 2005: 176).
Según Daniel García Helder, la poesía orticiana está íntimamente ligada a la elegía6, la cual asume su forma predominante en el paisaje. García Helder habla de una “elegía en sentido estricto” (2005: 141), que se definiría por la lamentación ante una pérdida, especialmente por la muerte del otro. En este sentido, en la poesía orticiana hay elegías tanto de animales como de seres humanos. No obstante, el mismo poeta afirma que la suya es “una elegía combatiente (...) porque también [implica la] justicia” (2005: 141). Esta caracterización de la elegía desbordaría su concepto como lamento u homenaje e introduciría la cuestión social y política.
Para García Helder, tanto el tono elegíaco en sentido lato, como el híbrido “elegía combatiente”, se suspenden por la fusión del sujeto y el objeto, en la medida en que lo elegíaco mantiene la distancia, espectral y dolorosa, con la pérdida, mientras que la fusión armoniza y estabiliza (2005: 141). La fusión también es concebida en términos de discurso: “cierta fusión del sujeto del enunciado (el río Gualeguay) con el de la enunciación (el poeta Ortiz)” (2005: 141).
Quisiéramos considerar, por el contrario, lo elegíaco como un modo de guardar al “otro” sin apropiación: el otro fantasma, el otro animal. Este modo es diferente al trabajo de duelo7, donde el otro es introyectado en la mismidad, lo que termina por deshacer la otredad. Pensar la relación de la melancolía con la alteridad es posible porque refiere a la cuestión de la alteridad que indica esa “presencia” de la otredad en la mismidad como opacidad que no puede ser nunca reducida: el otro se mantiene al modo de lo “no posible”, lo “no apropiable” (Cragnolini, 2001)8. Proponemos pensar lo elegíaco orticiano al modo de la melancolía derridiana porque Ortiz hace con la poesía un modo leve que se traduce en una ética de la alteridad con lo ya espectral.
Los poemas “‘Diana’” (El agua y la noche, 1924-1932), “A Prestes”9 (La brisa profunda, 1954)10 y “Elegía (a Julieta)” (Poesía inédita), están dedicados a sus perros del hogar11 ya fallecidos. Son animales que colaboran con una biografía mínima del poeta en la que son recuperados como parte de la vida que ha de contarse. Sostiene Sergio Delgado que “todos estos poemas que tratan de la mirada animal, se recortan de una manera más o menos velada, sobre un fondo biográfico” (2005: 898).
“‘Diana’” es uno de estos poemas. El título está entrecomillado, como si funcionara a la manera del vocativo, de la llamada. El perro de la casa porta un nombre, por el cual será también recordado: “y esos ojos sesgados, húmedos de una inteligencia casi humana?” (Ortiz, 2005: 185). Habría que pensar esta inteligencia en relación con el parámetro de la humanidad. Para ello, deberíamos indagar antes en esa humanidad. En la obra de Ortiz, no es una noción homogénea. Están esos hombres “sombras”, “rojos”, “siniestros”, “oscuros”, que encarnarían las expresiones más crueles de la soberanía ante la vida de los otros. Y está la humanidad como humanidad por-venir, donde finalmente se hermanarían los seres (humanos y animales) y las cosas:
la criatura humana entablará las más puras relaciones
con todas las cosas que tiemblan en su halo sensible
esperando nuestras miradas amorosas y nuestras caricias inteligentes
y con los animales, sí, con todos,
vidas tan misteriosas y turbadas
(Ortiz, 2005: 250).
Afirma el poeta en una entrevista:
De ahí también mi afición a los animales, o sea, el pre pensamiento —como se dice—, porque en ellos encuentro justamente lo que el hombre después, al organizarse de una determinada forma, se da a costa de toda esa fuerza (2016: 31).
Pre pensamiento, humano, animal. No hay afirmación de umbral entre humano y animal, sino tránsito y devenir, experiencia. Cabe destacar que el can, dentro de las diversas variedades animales, ha tenido un lugar complejo en cuanto a la valoración de su “inteligencia”; se puede recordar la célebre apreciación de Gilles Deleuze en su Abecedario, donde afirma que el ladrido del perro es “la vergüenza del reino animal” (Alizart, 2019: 16). Aunque, como señala Mark Alizart: “habría que decir, contra Deleuze, o pegado a él, que es al experimentar un devenir-perro que verdaderamente se podría experimentar un devenir-humano” (2019: 17). Sin embargo, cabe advertir que no se deviene en términos deleuzianos en fuerzas mayores (no se puede “devenir humano”), sino que el devenir es siempre en términos de lo menor: “La escritura es inseparable del devenir; se deviene-mujer, se deviene-animal, se deviene-vegetal, se deviene-molécula, hasta devenir-imperceptible” (Deleuze, 1996: 5).
Alizart sostiene que esos signos duales y complejos del perro, que a veces avergüenzan, equivaldrían en última instancia a amar lo oscuro en términos psicoanalíticos: allí radica la propuesta de la verdadera sabiduría. En nuestra vergüenza del perro, manifiestamente está en juego nuestra propia represión del haber gozado siendo niños (Alizart, 2019: 19). Estas alusiones psicoanalíticas reflejan la vecindad entre perros y niños, la cual también podría ser rastreada en la obra orticiana.
¿Qué hace que el hombre se aleje del animal? ¿El hombre, al alejarse del animal, se vuelve cruel? ¿Qué construcción del hombre instituye la posibilidad de la violencia contra el animal, que es en última instancia violencia latente y soberana contra la vida? El “casi humana” puede ser un abismo o un puente. Pues el animal es el que se debe “acercar” a la meta del humano. O, también, se podría considerar ese “casi” en términos de un acercamiento humano-animal.
Ortiz restituye un alma al animal: “y daban la inquietud de un alma/ un alma gótica encarnada en ti?” (2005: 185). Es inquietante que el animal pueda poseer una. Pues bien, un alma gótica ha sido encarnada en la perra, es decir, un alma que se eleva hacia el cielo. Resulta pertinente detenernos en el alma animal. Como señala Mónica Cragnolini, los animales pueden concebirse a partir de una genealogía en la que se les sustrae el alma. Esta estaba primeramente vinculada con la vida y fue perdiendo espesor vital hasta que, al convertirse en atributo específicamente humano, permitió la expresión del señorío del hombre sobre todo lo viviente como modo de hacer patente la espiritualidad solamente humana (Cragnolini, 2015: 317).
En el poema conviven rasgos del animal que a priori podrían ser contradictorios. Alizart señala que la naturaleza dialéctica del perro fue percibida desde la antigüedad, época en que se lo concebía como mitad lobo, mitad hombre, como mitad salvaje y mitad civilizado (2019: 22). Tal naturaleza aparece en “Diana”, que le atribuye rasgos aristocráticos que según el propio texto, los hombres envidiarían. Rasgos propios de una perra doméstica que conviven con la posibilidad de actos heroicos: “lo que no impedía que te disparases con impulso heroico/ cuando tu instinto se abría como una fiesta sobre el campo” (Ortiz, 2005: 185).
Nos interesaría rescatar lo que Ortiz llama en este poema la “compañía discreta” del animal —“¿Qué compañía más discreta que la tuya?” (2005: 186)—, para volver a señalar algunos modos menos apropiadores y antropocéntricos de “estar” y “ser” con el animal. Y el gesto de exclamación ante esa despedida que se torna imposible, el gesto elegíaco de rendir homenaje a los y las que se fueron: “oh Diana, / ida ya para siempre,/ con mucho de mi alma y de mi casa” (2005: 186).
En la variedad de los animales domésticos parecería ser uno de los requisitos fundamentales el compartir la casa. En su célebre seminario de Friburgo (1929-1930), Martin Heidegger imparte una serie de conferencias que se titulan Los conceptos fundamentales de la metafísica (mundo, finitud, soledad). Allí desarrolla tres tesis en relación con el mundo: la piedra es sin mundo (weltlos), el animal es pobre de mundo (weltarm) y el hombre es configurador de mundo (weltbilden) (Heidegger, 2007: 233). Con ese telón de fondo analiza el modo de ser de los animales domésticos. La clave para “entrar” en la casa12 es lo que Heidegger denomina una cierta “tonalidad fundamental” (Grundstimmung) que es la “nostalgia” (Heimweh) y es, justamente, en esa tonalidad fundamental, siguiendo a Derrida, donde surgirá la cuestión del animal (Derrida, 2008).
El retorno a la casa nos conmina entonces a la pregunta: ¿qué es estar en casa con el animal? La cuestión se introduce en la diferencia entre el Mitgehen y el Mitexistieren: el animal puede habitar con nosotros la casa, puede pasear con nosotros, pero “[no existe con nosotros] en la casa” (Derrida, 2008: 172)13. En todo caso, Derrida invierte la proposición heideggeriana: los perros vivirían con nosotros sin que nosotros vivamos con ellos y, en consecuencia, no se trata de la pobreza del animal, sino más bien de entender nuestra incapacidad. De lo que se trata es de desbaratar el atributo de tener y no tener el “en cuanto tal”14 que se centra en una supuesta esencia del animal, distinta del hombre.
Ahora bien, no se trata de negar las diferencias, tampoco de restituir aquellos atributos que el hombre le ha “negado” al animal (habla, logos, respuesta) sino de sugerir, mediante un giro nietzscheano, que ubica todo en una perspectiva de la vida15, una relación “animal”: no apelar a aquello que el hombre le priva, sino de aventurarse a pensar que el hombre también está “privado”. Una privación de privación que desbarata el “en cuanto tal” puro y simple (Derrida, 2008: 183 y siguientes). Entonces, es posible pensar desde un perspectivismo animal, en la experiencia de desubjetivación involucrada en el amor del perro (Fleisner, 2015: 235). Hacia el final de El animal que luego estoy si(gui)endo, Derrida considera el acercamiento humano animal-animal humano en términos de acontecimiento, evocando la venida de palomas y el león que ríe en el final de Así hablaba Zarathustra, pues allí se trataría de una “amistad” no calculada, no apropiable, disimétrica y heterogénea, lo que exploraremos en el apartado de los canes de la calle y los niños más abajo.
Finalmente, compartir la casa, pero, sobre todo, compartir “el alma”: Ortiz se la restituye al animal, en una operación poética, y quizás el “alma” sea el “secreto” en la comunidad de amiguitos que la poesía orticiana enuncia y posibilita. Entonces la poesía de Ortiz nos conmina y propone “tener el oído sutil” al encuentro con lo murmurante, lo susurrante, lo pequeño.
Canes en la calle
Nos salen al encuentro los llamados perros y perras de la calle, o callejeros. Estos animales evidencian un tipo de sufrimiento cuyo origen bien podría ser pensado como social o político16, pues son abandonados, y muchas veces la filiación del abandono queda en un pasado inmemorial dentro de la narración. Pasan a ser animales “comunitarios” en el sentido de brindarse a cualquier caricia o signo de protección. Buscan amparo, pero se alojan en la intemperie de la pobreza y la desidia. También sufren, por parte de los hombres, experiencias de una crueldad inadmisible: “la crueldad, el ‘hacer sufrir’ o el ‘dejar sufrir’ por el placer, eso es lo que sería, como relación con la ley, lo propio del hombre” (Derrida, 2009a: 75).
En ese sentido, también, el sexo/género del animal determinará un plus de sufrimiento, pues la marcha por la vida es desigual entre perros y perras. Las perras en la poesía orticiana llevan en su cuerpo una doble violencia, la de ser madres y sufrir los maltratos de la vida ambulante: “perra herida esperando la muerte?” (2005: 207); “niño hambriento que vende a su perrita” (2005: 235); “una perra y sus pequeños” (2005: 416); “tres cachorros en depósito, expedidos / a la piedad que sabían... / y eran, claro está, unas perritas” (2005: 793). En las prosas, las perras no corren mejor fortuna: “perra” que es asustada por el “Loquito” (2005: 997), “perra apuñalada” (2005: 1036).
Los perros, en cambio, aparecen la mayoría de las veces en compañía de niños17, los cuales transitan escenarios solitarios y sombríos. En octubre de 1997 la revista Xul nº 12 editaba un especial sobre Ortiz. Allí se daban a conocer los tan mentados “poemas perdidos”18. Uno de ellos se titula “El niño y el perro”. De nuevo, el animal conjuga atributos aparentemente contradictorios: su extraordinaria delicadeza y su fuerza temeraria y milenaria. A menudo, estos poemas narran una escena, en este caso el encuentro entre un niño y un perro. La “respuesta” del animal vacila entre la timidez y la confusión: “Y unas lucecillas / un poco húmedas lo miraron / desde el fondo de una confusión y de una timidez que aún no creían” (Ortiz, 1997: 8). En el apartado final volveremos sobre esta respuesta que “dona” el animal al hombre.
Detengámonos en esas “escenas” que se narran, en una poesía lírica donde se interpolan, a la manera de un montaje cinematográfico, momentos narrativos. Estos momentos brindan una escena que se libera de la totalidad de una historia, o bien sugieren una historia que no se cuenta pero que el lector podría reponer. Beatriz Sarlo repara sobre el riesgo de la escena social, pues Ortiz “ve” a los miserables; en ese sentido, señala que “todos los peligros de la poesía social del humanitarismo a la Boedo, del regionalismo miserabilista amenazan estos temas (…) porque son los temas de la buena conciencia” (2007: 274). Si bien es discutible este “peligro” que corre la poesía de Ortiz, podemos suscribir la idea de Sarlo y afirmar que estos poemas “montan” la escena, pero la liberan de ese miserabilismo propio de cierta narrativa. O bien el “expresionismo” y el “tremendismo” acentúan lo dramático (García Helder, 2005: 135), pero su miserabilismo se atenúa en el entramado lírico del poema. Entonces podríamos concluir con María Teresa Gramuglio:
El efecto de levedad que resulta de los múltiples desplazamientos de la enunciación, de la ingravidez del universo lexical y figurativo, y de todos aquellos procedimientos que expanden casi hasta lo inconcebible las posibilidades de la lengua poética, construyen una de las más altas resoluciones para la siempre tensa relación entre poesía y política (2005: 991).
Entonces, los momentos narrativos abren el camino del “amigo” circunstancial del niño, tal vez un perro merodeador de la calle: “el infeliz” que padece el hambre y las inclemencias del tiempo, su mal estado general, pintando el cuadro de un abandono, el descaderamiento y el dolor físico. Y el “llamado”, el pedido de ayuda del animal: lo “lancinante” de la imploración canina. El poema describe también el accionar del sistema socio-jurídico-político como poderes que se ejercen sobre la vida (humana y no humana):
vio que dos hombres rojos como contra el cenit
enlazaban al perro y lo subían
a un camión. Alcanzó a distinguir los ojos del desafortunado
[revolviéndose hacia el cielo
en una apelación que jamás viera en agonía
de animal. Nunca hasta allí
tal terror de mirada, se hubiera dicho, con filos
de yeso ante la veladura
que empezaba a anegarla, de qué abajo o de qué arriba?
ay, de silencio...
(1997: 9).
Al igual que en el poema “Como dos criaturas” (Ortiz, 2005: 93), los niños se asocian con los perros, con la particularidad de que estas criaturas se unen por la tristeza: “Como dos criaturas tristes por la vida iremos dulcemente cogidos de la mano. / Nuestra felicidad será la de dos niños / enfermos pero unidos por un mismo dolor” (2005: 93). La criatura se asocia al niño y al animal. Como indica Fleisner, es necesario indagar en las relaciones entre perros y humanos (niños humanos en este caso) a partir de una idea del amor que no se reduzca al problema de la empatía entre “iguales” —problema que parecería implicar la necesidad de acceder, al menos imaginativamente, al “ser interior”— de los animales que viven con nosotros (Fleisner, 2015).
El dolor es el de las carencias, de niños y perros pobres, que se dan la mano en torno a la amistad, pequeña, simple, transitoria, impersonal. ¿Qué tipo de amistad producen estos encuentros? Perros de la calle que muchas veces se recrean y encuadran en el marco de la pobreza y la desidia producto del mundo capitalista que el poeta expone con singular crudeza. Se ha hablado ciertamente de los trabajadores del río, de los niños y ancianos pobres como rasgos del interés social y en respuesta a la filiación al partido comunista del poeta como “ingreso de lo político” (Alzari, 2020: 65) en el poema. Pero poco se ha dicho de los “otros” que el sistema degrada y excluye en sus dinámicas productoras de pobres: los animales. En esta poesía, toman dimensión y protagonismo los animales pobres, los gatitos abandonados, las hembras pariendo a la intemperie, los perros llevados a las perreras. Todos ellos singularizan no solo el interés del poeta por lo social, sino también un modo de ser de lo político como existir de lo viviente, no solo humano, sino también animal.
La amistad entre niños y perros de la calle es a su vez desestabilizadora de cualquier proyecto que oriente a los sujetos en la conformación de un núcleo social de iguales. En todo caso, lo que esta asociación implica es lo que se conoce como la comunidad de los que no tienen nada en común, tal cual lo explica Roberto Espósito: “La herida que nos infligimos —o de la que emergemos— al tiempo que nos alteramos relacionándonos no solamente con el otro, sino con el otro del otro, presa él también del mismo impulso expropiativo” (2003: 48-49). Nada en común y nada “propio”: el niño es un cuasi-sujeto porque no es adulto y el perro porque no es humano. Esta expropiación de lo que constituye al hombre como sujeto (adulto-humano) es lo que se comparte: el no constituirse en sujetos apropiadores, una hermandad en la carencia que la poesía de Ortiz valora positivamente.
Sin embargo, un resto de fraternidad, entendida como la comunión entre hermanos (frater), subyace a las amistades entre niños y perros, pues ambos comparten la propiedad de la masculinidad; las perras, la mayor parte de las veces, son entonces sujetos doblemente excluidos. De ahí que no sea un dato secundario la distinción genérica de los animales en esta poesía, pues el sufrimiento de las perras las excluye incluso de esa comunidad de los que no tienen nada en común.
Ahora bien, ¿qué sucede con los animales en general y los perros callejeros en particular? Si bien en los últimos tiempos ha habido cambios en las legislaciones sobre los derechos de los animales19, aún persiste una inclinación biopolítica de la ley en torno a los perros callejeros, ya sea por el sacrificio de la vida, ya sea por el dejar morir, ya sea por la falta de campañas de esterilización. Normas que establecen los límites de los animales domésticos y los de la calle. El perro callejero es un fenómeno desclasificador, pues no es una mascota —si por mascota entendemos el animal que habita con nosotros— como tampoco es asimilable a la vida salvaje. El perro “errante” se convierte en perro peligroso. Sin embargo, Ortiz coloca a estos merodeadores del lado de los niños.
Los animales permanecen en la poesía orticiana en un tenso equilibrio entre la extrañeza y el cariño que se los intenta apropiar. Por otro lado, en los animales domésticos se plantea, tal vez, el problema de una domesticación independiente de los lazos propietarios, es decir, la aporía de la domesticación en sí.
La esfera privada en la que se aloja el animal doméstico podría decir algo sobre los problemas políticos reales que a priori están alejados de los cuestionamientos de los modos de lo existente. Más precisamente, como señala Patrick Llored: comenzamos a descubrir que las preguntas más colectivas de nuestra existencia política tienen una dimensión que se desarrolla dentro del dominio privado (Llored, 2012). En otras palabras, es realmente dentro de la esfera de la vida privada donde se revelan todas las formas de dominación, la mayoría de las cuales están ocultas por un velo de silencio.
Lo que lleva a “rasgar el velo del silencio” en las relaciones entre el hombre y el animal doméstico, incluso muy parcialmente, es la consideración por parte de algunos pensadores contemporáneos de la biopolítica para comprender el nuevo lugar dado a la vida. La violencia zoopolítica, tal como se narra en algunos poemas, aún permanece latente y sin un cuestionamiento radical; quizás sea posible penetrar en esta conformación simbólica desde lo que Llored ha dado en llamar “el inconsciente del poder soberano”20, cuya expresión es la existencia de una norma biopolítica dominante para uso antropológico.
La domesticación debe ser pensada porque es una “apropiación del animal” a las leyes de la casa y de la familia, al dominio de una soberanía explícita. Lo que implica según Derrida:
La oikonomia, pues, ya que las preocupaciones ecológicas y económicas pasarán por un saber-hacer que consiste en proporcionar una casa, un hábitat a las bestias mediante un proceso que oscila, a veces con el fin de hacinarlos simultáneamente, entre la domesticación (...) la doma, el amaestramiento, la cría, otras tantas modalidades del poder señor y soberano, del poder y del saber, del saber poder, del saber para ver y del ver para saber y para poder, del tener, de la posesión, de la apropiación y de la propiedad de las bestias (mediante la captura, la caza, la cría, el comercio, el encierro), siendo así la oikonomia la condición general de esta ipseidad como dominio soberano sobre la bestia, en esta única y misma experiencia que concatena, con la bestia, el poder, el saber, el ver y el tener (2010: 334).
Ciertamente la relación entre animal y hombre no se puede reducir a una simple relación de poder. Este horizonte resulta pertinente a los fines de pensar los animales domésticos en la poesía orticiana y una posible política conmovida por la ética, pues en última instancia se trata de plantear también formas de violencia en el sentido más neutral posible, que se hallan en toda forma de domesticación.
Cabría pensar cuál sería un contramodelo de domesticación que subvierta el modelo soberano en animales domésticos. Sería deseable pensar la posibilidad que abren los modos de la levedad que acercan la poesía orticiana a una ética política en relación con el animal doméstico.
Se tratará entonces de vislumbrar las particularidades del tratamiento de los perros en lo poesía orticiana para, por un lado, promover la deconstrucción de supuestos subyacentes en torno a toda domesticación y, por el otro, intervenir en la disputa misma por el sentido de una política ante el otro viviente conmovida por una ética de la alteridad radical. La apuesta se ubica en lo que Derrida llama una hospitalidad incondicional.
Can-comunidades poéticas
En el presente escrito hemos querido ensayar una lectura posible de las huellas de las y los perros en la poesía orticiana. Conjeturamos dos modos de “estar” del animal; por un lado, el doméstico, principalmente al modo de lo elegíaco y, por el otro, el animal errante que, carente, habita la calle.
Sin embargo, la poesía de Ortiz reúne a las perras y a los perros en un mismo y único gesto: la mirada. No se trata sin más de negar la diferencia, sino que, ante la multiplicación de las diferencias, el llamado del animal, ya sea por huella, inscripción, etc., nos conmina en la poesía de Ortiz a dar respuesta a esa “alteridad radical” que es el viviente animal (Derrida, 2008). Para nosotros, esa archi-escritura del animal derrideano puede ser pensable, en la poesía de Ortiz, en términos de un “hablar canino”: una palabra sin Logos, en la que confluyen lo poético y lo animal como lo suplementario del discurso humano racional. La respuesta a esa primera llamada del animal que nos mira es la justicia que, como vimos, evoca la modalidad elegíaca.
Dice Derrida que los filósofos no han experimentado ser vistos por un animal: la denegación de la mirada animal es sistemática. En cambio, la mirada en la poesía orticiana es justamente la que une los mundos, en el modo no apropiador de un tipo de conocimiento: “El perro tiene su mundo, pero atravesamos sus límites hasta que la chispa de la unidad brota de/ nuestra mirada y de la suya, húmeda” (2005: 301); y también la extrañeza sin determinación del animal como en el poema “He mirado”: la mirada hacia el animal no es apropiadora. El protagonista recoge y acoge al animal “indeterminado” sin mirarlo: “hacía pocos días que lo habíamos recogido del baldío” (2005: 355). Cuando lo mira, el animal ya habita el hogar: entonces el viviente recibe la hospitalidad antes de ser identificado.
El animal mira al poeta, el poeta mira al animal, los niños miran y son mirados por los animales, el mirar posibilita la apertura de muchas otras realidades: “la perrita a él identificada/ que le mira gritando, y salta, húmedos los ojos/ de una mirada, oh, de qué mirada!” (2005: 235). Lo que Derrida llama “por-venir” es un tiempo que rehúsa toda linealidad: “la criatura humana entablará las más puras relaciones/ con todas las cosas que tiemblan en su halo sensible/ esperando nuestras miradas amorosas y nuestras caricias inteligentes” (Ortiz, 2005: 250-251). La mirada amorosa pone en relación otro modo de ser con el animal y lo viviente: “Y con los animales, sí, con todos,/ vidas todavía tan misteriosas y turbadoras/ ¡Con todo!/ Hay tantas cosas, tantas vidas/ que nos miran y nos esperan! ¡Tantas vidas que se consumen de espera!” (2005: 250-251). Un “estar” con el animal, como sugiere el poeta, solo es posible tendiendo a una “hermandad delicada”, si se entiende que las cosas, entre las que se incluye el animal y el animal en el hombre, no deben ser consideradas mercancías, bienes de intercambio.
Por todo, estas figuras configuran una hermandad de la fragilidad posible en el desamparo, que no reproduce la dicotomía dialéctica que acalla las pequeñas vidas, sino que da cabida a estas formas que irrumpen, de modo incalculable e irrestricto: estas vidas misteriosas para, de ese modo, posibilitar otra manera de pensar lo político en la obra orticiana. Una política de miradas entre desemejantes que una y otra vez vuelven a mirar-se a través de la poesía.
Bibliografía
Fuentes
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1 Para el abordaje de la cuestión de la animalidad como problemática específica en la poesía orticiana, cfr. Piccoli y Retamoso, 1982 y 1997; Del Barco, 2008 y 2015; Romero, 2019; García Valdés, 2020.
2 Nos enfocaremos en el campo específico de lo que E. Marshall Thomas ha denominado los estudios “perrológicos” (Fleisner, 2013: 223).
3 Donna Haraway organiza todo un programa de investigación sobre el problema de las “especies compañeras”, como el gato y el perro (Haraway, 2003).
4 Martín Prieto señala: “Embrionariamente, Ortiz ya está frente a lo que tal vez sea su mayor aspiración: fusionar los mundos objetivo y subjetivo en un poema, resolución ideológica que supondrá también una de tipo formal” (Prieto, 2005: 118). Moure sostiene, desde una lectura blanchotiana, la ausencia de la dicotomía sujeto-objeto en la poesía de Ortiz (Moure, 2005).
5 Afirma Beatriz Sarlo que “Juan L. Ortiz indica con la pregunta que su escritura es leve (nunca liviana, nunca trivial)” (2007: 272).
6 García Helder añade otro sentido de lo elegíaco en sentido lato al modo de una clave musical que armoniza toda la obra poética (2005: 141).
7 Derrida en “Cómo no temblar” confronta el duelo psicoanalítico: “cuando ya estás muerto —y es pues un pensamiento del duelo, otra interpretación—, cuando ya no hay mundo porque el otro está muerto, y la muerte es cada vez el fin del mundo, cuando el otro está muerto, debo cargarlo según la lógica clásica de Freud según la cual el llamado trabajo de duelo consiste en cargar consigo, en ingerir, en comer y en beber al muerto, para llevarlo dentro de uno. Cuando el mundo ya no existe debo cargarte, es mi responsabilidad ante ti: es pues una declaración de responsabilidad hacia el otro amado” (Derrida, 2009b: 33).
8 Cragnolini propone hablar de “melancología” para referirse al modo que G. Bennignton señala una relación melancólica con la alteridad en el pensamiento derridiano (Cragnolini, 2001).
9 Narra en el poema a Prestes el momento en el que recogen gatitos abandonados.
10 En el poema “No estás”, el poeta se refiere al después de la muerte de su compañero Prestes: “Pero veo tu sombra, mi amigo, tú fina sombra mirándome” (Ortiz, 2005: 423).
11 Como señala Paula Fleisner: “También resulta interesante para la reflexión filosófica el estatus ontológico de las “mascotas”, que desestabiliza las certezas de lo específicamente humano, y las modalidades íntimas que pueden adquirir, en los márgenes incalculables del dispositivo zoopolítico, nuestra vida de conjunto” (Fleisner, 2018: 232).
12 “Pues lo que concierne al filosofar decía Novalis es que ‘la filosofía es, hablando con propiedad, nostalgia [ist eigentlich Heimweh], algo que empuja [ein Trieb, una pulsión] a estar por doquier en casa’” (Heidegger, 2007: 28).
13 En la lectura de El animal que luego estoy si(gui)endo (Derrida, 2008) el camino se desanda luego hacia la cuestión del tiempo: hombre y animal tienen en común cierta finitud, pues la piedra carece de ella, aunque la filosofía occidental le ha quitado al animal la posibilidad de morir.
14 La distinción del “en cuanto tal” heideggeriano podría ser expresada sintéticamente como la potencia de traer a la presencia los entes; para Heidegger, el animal no accede al ente “en cuanto tal” (Heidegger, 2007).
15 En relación con una posible lectura biopolítica de Nietzsche, cfr. Lemm, 2015.
16 “El tema casi exclusivo de su poesía era el escándalo del mal y del sufrimiento que perturban necesariamente la contemplación de un mundo que es al mismo tiempo una fuente continua e inagotable de belleza, tema que no difiere en nada del dilema capital planteado por Theodor Adorno después de Auschwitz” (Saer, 2006: 227).
17 Es verdad que los niños activan los impulsos de la compasión y del amor por las criaturas pequeñas y desvalidas, tan características del universo afectivo de Ortiz. Los niños, los niños pobres, los animalitos enfermos o abandonados (Gramuglio, 2005: 990).
18 Los “poemas perdidos” fueron recogidos por primera vez en un libro en la nueva edición corregida y aumentada de la Obra completa de Juan L. Ortiz bajo la dirección de Sergio Delgado y el trabajo conjunto de la Editorial UNL y la UNER. La obra se publicó en febrero del 2020.
19 “No es posible esperar que los ‘animales’ entren en un contrato expresamente jurídico donde, a cambio de derechos reconocidos, tendrían deberes. Es en el interior de ese espacio filosófico jurídico donde se ejerce la violencia moderna para con los animales, una violencia contemporánea y a la vez indisociable del discurso de los derechos del hombre. Hasta cierto punto yo respeto ese discurso, pero justamente quiero conservar el derecho de interrogar su historia, sus presupuestos, su evolución, su perfectibilidad. Por eso es preferible no hacer entrar esa problemática de las relaciones entre los hombres y los animales en el marco jurídico existente. Por eso, sea cual fuere mi simpatía por tal o cual declaración de los derechos de los animales tendiente a protegerlos contra la violencia humana, no creo que sea la solución indicada. Más bien creo en una aproximación progresiva y lenta. Hay que hacer lo que se pueda, hoy, para limitar esta violencia, precisamente en ese sentido se interna la deconstrucción: no para destruir la axiomática de esta solución (jurídica formal), o para desacreditarla, sino para reconsiderar la historia del derecho, del concepto de derecho” (Derrida, 2009a: 76).
20 Traducción propia.