Atentos amantes: memoria, estigma y control en la narrativa de Ahmel Echevarría

Emilio Gallardo-Saborido*

Cuadernos del Sur - Letras 50 (2020), 11-31, E-ISSN 2362-2970

Esta contribución se detiene en el análisis de las relaciones existentes entre memoria, estigma y control en diversas obras narrativas del escritor cubano Ahmel Echevarría (1974), prestando especial atención a su novela La Noria (2013). Se parte de una introducción en la que se ubica al grupo de escritores en el que se inserta Echevarría —la generación cero— dando cuenta de la vinculación del mismo con un corpus de la literatura cubana frecuentemente situado en los márgenes. El análisis de los textos de Echevarría seleccionados se apoya en propuestas provenientes de la sociología de la desviación (Howard Becker) y, sobre todo, en el interaccionismo simbólico de Erving Goffman. Por último, se reflexiona sobre la etiqueta “literatura terapéutica”, su conexión con el Quinquenio Gris (1971-1976) cubano y su relación con el corpus literario estudiado.

Palabras clave

Ahmel Echevarría

literatura cubana

revolución cubana

Fecha de recepción

23 de abril de 2020

Aceptado para su publicación

30 de septiembre de 2020

* Escuela de Estudios Hispano-Americanos, Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Correo electrónico: emilio.gallardo@csic.es.

Resumen

This contribution analyses the relationships among memory, stigma and control in different narrative pieces of the Cuban writer Ahmel Echevarría (1974), paying special attention to his romance La Noria (2013). In the introduction, the group of writers in which Echevarría is inserted –generation zero– is addressed. It also deals with the connection of this group with a corpus of the Cuban literature which has been frequently situated in the margins. The analysis of Echevarría’s selected texts is based on proposals from the sociology of deviation (Howard Becker) and, above all, on the symbolic interactionism of Erving Goffman. Finally, this paper reflects on the label literatura terapéutica, on its link with the Cuban Quinquenio Gris (1971-1976) and on its relationship with the literary corpus addressed.

Keywords

Ahmel Echevarría

cuban literature

cuban revolution

Abstract

Do

11-31

“Hay que hacer la historia de las derrotas”

Ricardo Piglia, Respiración artificial

“Mas, es solo una pausa en nuestro devenir”

Virgilio Piñera, “Bueno, digamos”

Una genealogía torcida: la generación cero y el otro canon cubano

Perteneciente a esa nueva hornada de escritores cubanos agrupados bajo el marbete de “generación cero”1, Ahmel Echevarría Peré (La Habana, 1974) sobresale como una de las voces que con mayor temple y rigor están fraguando las letras cubanas contemporáneas producidas desde el interior de la isla. Desde su debut con Esquirlas en 20052, ha dado a conocer un buen puñado de libros que regularmente fueron reconocidos con toda una serie de premios: el David de 2004 en modalidad de cuento para Inventario, el Pinos Nuevos concedido a Esquirlas en 2005, el Premio Novelas de Gaveta Franz Kafka 2011 para Días de entrenamiento, el José Soler Puig de 2012 para la novela Búfalos camino al matadero (2013b), el Premio de Novela Ítalo Calvino 2012 para La Noria, o el Alejo Carpentier de Novela 2017 para Caballo con arzones (2017).

No es mi intención aquí realizar un comentario in extenso del surgimiento, desarrollo, integrantes3 y características de este conjunto de autores —el curioso lector podrá encontrar en el listado de referencias bibliográficas final toda una serie de textos que llevan a cabo esta labor con la atención que se merece—. No obstante, valga esta breve cita de un texto de Ahmel Echevarría y Jorge Enrique Lage para demarcar los contornos de la generación cero:

Dicho rótulo, creado por el escritor, bloguero, fotógrafo y agitador cultural Orlando Luis Pardo, no apunta a las afinidades literarias dentro de un grupo de autores más o menos jóvenes, sino a una fecha concreta: el año 2000. (…)

¿Y qué se empieza a publicar? A grandes rasgos, podríamos decir que historias donde el realismo ya no tiene el mismo peso ni el mismo valor de uso que en años anteriores. (…) Lejos ya de esa urgencia testimonial, la llamada Generación Cero (crecida entre esos destrozos) frecuenta un realismo menos militante, a menudo cortado con elementos surrealistas, del absurdo y de la ciencia-ficción; un realismo, también, mucho más íntimo, más (des)localizado en el Yo, donde los personajes no necesariamente pretenden encarnar dramas y desvelos colectivos (Echevarría y Lage, ٢٠١٣).

El uso de la etiqueta “generación cero” conlleva una propensión hacia el futuro en el sentido de fraguarse un lugar dentro de las letras de la isla y, por qué no, de América Latina. Su operatividad como catapulta para llevar a cabo esta propulsión intelectual ha sido reconocida por el propio Echevarría4. No obstante, y más allá de la apasionante reflexión sobre el poder de las etiquetas —un asunto al que volveremos más adelante— para crear y galvanizar realidades —¿cómo influyen en los propios escritores, en la crítica, en el mercado editorial, etc.? —, me interesa ahora rastrear los deudos literarios de estos autores y cómo dialogan, por tanto, con la tradición letrada nacional.

En este sentido, la crítica especializada ha señalado entre los rasgos de estos narradores la vocación de trazar y recuperar todo un conjunto de voces arrinconadas (de diversos modos, en diversos momentos) de la literatura cubana. Hilvanan así una filiación genética del margen con la que traen al primer plano de discusión una literatura cubana otra. Echevarría menciona entre “los acreedores literarios de la Generación Cero” a Lorenzo García Vega, Miguel Collazo, Carlos Montenegro5, Virgilio Piñera, Guillermo Rosales, Ángel Escobar, Guillermo Cabrera Infante, José Lezama Lima, Calvert Casey, Enrique Labrador Ruiz, y sentencia que se trata de una “genealogía en donde no son pocos los marginados y suicidas” (Echevarría, 2014: 17)6.

En concreto, existe en la narrativa de Echevarría una preocupación que transita por varios de sus libros en torno a momentos y textualidades significativas de la reciente historia intelectual cubana y, más concretamente, las relaciones entre los escritores y la política cultural desarrollada durante el período revolucionario. Esto, que ha sido notado por la crítica en distintas ocasiones y refiriéndose a diversas obras7, resulta especialmente palpable en su novela La Noria. No obstante, también ocupa un lugar destacado en Días de entrenamiento (2016)8 y en algunos relatos de Insomnio the fight club (2015).

Este último volumen quizás haya recibido menos atención en este sentido, así que parémonos un momento a revisar cómo se plasma este asunto ahí, en concreto en sendos relatos. El escueto “Desayuno” —tiene dos páginas— dialoga directamente con La Noria y con la figura del “atento amante”. Existen calculados detalles que emparentan ambos textos: el automóvil persecutor, el aroma a after shave Nivea del amante/perseguidor o la máquina de escribir Remington —por cierto, con ella Echevarría mata varias intertextualidades de un tiro, con la escopeta de Hemingway, al aparecer también en “Las babas del diablo” de Cortázar, subtexto clave en La Noria—. Abunda el cuento en la figura del escritor controlado, que se sabe acechado y está a la espera de una “visita”, y por ello hace rápidamente un bulto con el manuscrito en el que está trabajando y lo esconde. Y, en particular, incide en el mecanismo de control bifronte que encarna el amante que alerta, besa y ejecuta la “visita” para llevarse al escritor, cuyo destino, una vez más, se emborrona con la pregunta sin respuesta: “¿Al menos tendría la oportunidad de volvérselo a prometer [llevarle el desayuno a su esposa]?” (Echevarría, 2015: 118).

En “La zona muda” —eco de la cita de Enrique Lihn que sirve de pórtico al libro— se lleva a cabo un ejercicio de justicia poética contra los mandarines de la cultura, al tiempo que se propone un remedio, que es una obligación, para enfrentarse a los huecos de la historia intelectual cubana. Echevarría se encarga de marcar las coordenadas geográficas al reescribir el primer párrafo “cubanizándolo”, así sustituye “bordillo de la acera” por “contén”, y “deposiciones de los pájaros” por “cagado por una bandada de totíes”. El coprotagonista del relato es un tal Iósiv Vladímir, alias Camarada Lenin, alias Stalin, jubilado, que ha dejado de ejercer su cargo como director del Instituto Nacional del Libro y la Literatura, situado convenientemente en una fortaleza propiedad del Consejo Nacional de Literatura. Aquejado de prurito, ansiedad e insomnio, acude a la consulta del psicólogo. Allí se enfrenta a un rostro conocido y que se multiplica —“La maldita circunstancia de un mismo rostro por todas partes, observando, cuchicheando” (Echevarría, 2015: 43)—. Se trata de un trasunto de Virgilio Piñera que en una de sus encarnaciones resume el destrozo psicológico provocado por la persecución sufrida por los escritores desviados: “Ese fue algo así como mi torcedor… ¿Por qué pienso que debo pagar algo malo si nada malo he hecho?” (Echevarría, 2015: 42). Pronto, y tras una fugaz aparición de un trasunto de Lezama Lima, descubrimos que el encargado de sanar los males de este peculiar enfermo, que tiene pesadillas en las que arroja carne humana a los cocodrilos del foso del Instituto y donde clasifica a autores y obras, es esa evocación de Piñera. Irónicamente, el remedio para el insomnio de ese muerto en vida —“tiene, justo en la sien y mal disimulado bajo los mechones grises y engominados, un agujero oscuro de bordes astillados y sanguinolentos” (Echevarría, 2015: 55)—, contra la mala memoria, contra las lagunas de la historia, contra los olvidos intencionados y los silencios injustificados, pasa por la escritura canalizada a través de la estilográfica del Piñera psicólogo, quien se la cede al decrépito mandarín al final del relato.

En esta línea, La Noria, novela en la que me detendré a continuación, constituye un alegato a favor de la recuperación de la memoria intelectual del período de más infausto recuerdo de la política cultural cubana: el Quinquenio Gris (1971-1976) y sus aledaños temporales. Puede ser considerada como un dispositivo más tendente a revisar la historia de la literatura cubana contemporánea, como un fórceps literario con el que hacer hueco y aumentar la visibilidad de autores excluidos (intelectual y/o físicamente) del campo cultural durante años, durante lustros. Para llevar a cabo esta operación, Echevarría construye un protagonista (“el Maestro”) que opera como un crisol de injusticias cometidas contra los escritores, con referentes reales no explicitados, pero de sobra conocidos por quienes se hayan ocupado de indagar en las consecuencias del Quinquenio Gris9.

En la novela se narra la relación de este escritor maduro con un amante que lo visita regularmente desde hace 14 años. Paralelamente, asistimos a la lucha por volver a producir ficción después de un largo silencio escritural que el Maestro contiende junto con su máquina de escribir. Asimismo, intercaladas entre los capítulos, se encuentran seis supuestas cartas de Julio Cortázar producidas entre 1964 y 1971 y dirigidas al ficticio ensayista cubano Alfonso Fernández de la Riva (1928-1971). Como se puede apreciar y como bien apunta Simal: “La intertextualidad deviene así en columna vertebral de esta novela de corte metaficcional” (2017: 59), y más adelante “es precisamente el contrapunteo entre realidad y literatura lo que estructura a La noria” (2017: 71).

En el caso de la intertextualidad, la deuda con autores como el propio Cortázar o con Eduardo Heras León se evidencia desde las citas iniciales hasta las confesiones de ese alter ego del autor que nos habla en un escolio final denominado “Un bidón de gasolina, un candelabro y un revólver (precisiones)”. Allí se menciona al argentino y al cubano, junto con otras voces que dejaron su impronta en el texto (Juan Carlos Flores, Virgilio Piñera y Ricardo Piglia).

Pero el buen hacer de Echevarría a la hora de coser su almazuela literaria lo lleva a evocar ese regusto amargo de otras textualidades abocadas a la afrenta y lo punitivo. Es significativo el caso de la crítica dirigida contra el ensayo ¿Microcosmos? (1970), de Fernández de la Riva, por Leovigildo Avilés —alusión al pseudónimo Leopoldo Ávila—. Como nos detalla Echevarría en un glosario final denominado “La Caja de las Maravillas (otras precisiones)”, Fernández de la Riva fue fundador y director de la revista Emancipación: Cultura y Sociedad.

Destituido de su cargo a finales de 1970, en el siguiente número (1971) se publicó en la revista la mencionada crítica de Avilés. El extracto de ella que se recoge en el glosario está compuesto con la suficiente verosimilitud textual y textural para evocar, en el conocedor del trasfondo histórico, textos genéticamente emparentados. Apréciense de hecho las similitudes existentes entre el fragmento:

Al autor de ¿Microcosmos? no le interesa ahondar únicamente dentro de los límites de la simple crítica literaria. Ese aparente ejercicio del ensayo de tema literario cae en el terreno de la ideología y la confrontación. Su carga de subjetivismo es indudablemente ladina exaltación, subversión, realidad muy parcializada amparada en pretendidas posiciones revolucionarias (Echevarría, 2013a: 172).

Y otros dos textos vinculados con la caída en desgracia de Heras León10. En primer lugar, a raíz de darse a conocer su galardonado libro de relatos Los pasos en la hierba apareció una crítica en El Caimán Barbudo titulada “Otra mención a Los pasos”, firmada por Roberto Díaz. En el encabezamiento que precedía al artículo se leía:

El material de Roberto Díaz, testigo ocular y participante en los primeros períodos de formación de nuestras milicias, sobre el libro Los pasos en la hierba de Eduardo Heras, que rememora varias escenas de aquellos días iniciales y que fuera reciente mención en el concurso Casa 70, traspasa los límites de la simple crítica literaria para caer en el terreno de la crítica ideológica y la confrontación revolucionaria (Díaz, 1971: 16-17).

En segundo lugar, consideremos el editorial titulado “Aclaración”, publicado en el número siguiente de El Caimán Barbudo. En él se separaba de su Consejo de Redacción a Heras: “por las connotaciones de criticismo tendencioso, que, amparado en pretendidas posiciones revolucionarias, se evidencian en su libro” (El Caimán Barbudo, 1971: 2).

Llegados a este punto, y siguiendo ese “contrapunteo entre realidad y literatura” al que se refería Simal, desearía centrarme ahora en la construcción del personaje del Maestro como un escritor desviado y, por lo tanto, estigmatizado.

Los sinsabores del escritor desviado: literatura, estigma y control

Si trazamos una sucinta cronología del protagonista, podemos hallar las siguientes referencias temporales clave: dado que el recital en el que conoce a David tiene lugar el 14 de febrero —significativa coincidencia— de 1987 y, puesto que desde aquel entonces habrían pasado catorce años, la acción transcurriría en 2001. Además, al Maestro se le identifica como un “sesentón” (Echevarría, 2013a: 19), por lo que supuestamente su nacimiento se habría producido en algún momento de la década de 1930 o los primeros años de la siguiente. Estaríamos, por lo tanto, ante uno de los jóvenes escritores en los que la Revolución habría puesto sus esperanzas, libres del “pecado original” guevariano, y que, sin embargo, también sufrieron en ocasiones los envites dogmáticos de la férrea política cultural de los setenta. De hecho, la “Aclaración” antes mencionada se lamentaba de haber visto frustradas esas esperanzas, además de por el contenido del libro de Heras, por su juventud, al tiempo que llamaba a una redefinición —por exclusión— del concepto de “escritor revolucionario”11.

Por otro lado, y siguiendo con la cronología del Maestro, en 1971 una comisión emitió un dictamen “tras el mutuo acuerdo de la Secretaría de Cultura, la Sociedad Nacional de Artistas y Escritores, el Departamento de Seguridad Interior y el Ministerio de Salud, Sanidad e Higiene” (Echevarría, 2013a: 21) contra su Fin de semana en Neverland. Esto provocó que lo reubicaran como sepulturero en el cementerio de Colón por siete años. Aquella era

una novela donde la Crisis de los Misiles sirvió de telón de fondo. Era una novela de amor, los amantes eran dos hombres y uno de ellos impartía clases de historia en la Universidad de La Habana: Sergio; Diego era uno de sus alumnos (Echevarría, 2013a: 21).

La comisión habría de valorarla, en cambio, “como una verdadera afrenta”. Se dibuja de este modo un punto de unión más en ese diálogo y rememoración de excluidos presente en La Noria. Concretamente, sabemos que Fernández de la Riva elogia en un ensayo publicado en Emancipación la narrativa del Maestro. La homosexualidad de ambos intelectuales será otro de los aciagos nexos que los acerquen12.

Sobre el recuento biográfico del Maestro se ciernen otros silencios o, al menos, otras faltas de certeza. Por ejemplo, ¿qué pasó en el período 1978-1987, es decir, desde el fin de su trabajo como sepulturero hasta que lo volvemos a encontrar en el recital del Instituto Nacional para la Literatura y el Libro? Por aquel entonces habría producido un libro de poesía que aparenta ser un ejemplo de “literatura terapéutica” —concepto al que aludiré más abajo—, en el sentido de servir como una herramienta para limpiar la mancha intelectual, desviada, dejada por su obra anterior. Con respecto a este volumen, se nos informa: “Nocturno de Casablanca (un poemario en donde le daba voz a los conflictos de obreros y maestros)” (Echevarría, 2013a: 20). Asimismo, se nos indica que se encontraba reescribiendo “diez cuentos fantásticos que en 1985 reuniría bajo el título El canto de la cigarra” (Echevarría, 2013a: 20). En cualquier caso, el resurgir literario del Maestro con el nuevo relato que prepara se produciría tras un período infértil en el que han aparecido artículos “cuyo valor, en estos últimos años, se reducía a una firma. Como si lo hubieran castrado” (Echevarría, 2013a: 27). En el aire quedan otras preguntas más por responder: ¿por qué el paréntesis improductivo de catorce años no tiene lugar como una extensión del castigo en el cementerio? ¿Qué le impide externa y/o internamente volver a la creación? ¿En realidad se llegaron a publicar finalmente Nocturno de Casablanca y El canto de la cigarra (y su reescritura posterior) —Echevarría usa los verbos “tenía listo” y “reuniría”, respectivamente—? Podemos conjeturar varias hipótesis al respecto, pero como en otros tantos aspectos de la novela el autor prefiere —acertadamente— exponer interrogantes antes que remachar certezas.

En un texto anterior (Gallardo-Saborido, 2013) tuve ocasión de diseccionar esa anatomía de la exclusión que se proyectó como oscuro destino de un buen número de escritores, artistas, intelectuales, hombres y mujeres de letras en fin, durante la década de 1970. Allí deslindaba las causas, las consecuencias, los tipos de exclusiones y los remedios propuestos13 ante esa sumatoria de proscripciones. Así, analizando el catálogo de estas, rastreaba causas de índole diversa: sexuales, literarias, políticas e, incluso, familiares. En el caso del Maestro, en el dictamen14 se condensa la marca de la “culpa” que provocó su separación del campo cultural oficial (¿se integraría el Maestro en alguna red sociocultural alternativa durante su castigo?) y que lo condujo a la reubicación laboral15. De esta manera, se convirtió en un joven escritor vergonzante, desviado, que debía ser tachado.

En Estigma (1963), el sociólogo Erving Goffman agrupaba los tipos de estigmas existentes en tres categorías. El segundo de ellos16 lo describía como “los defectos del carácter del individuo que se perciben como falta de voluntad, pasiones tiránicas o antinaturales, creencias rígidas y falsas, deshonestidad” (Goffman, 2006b: 14). El Maestro como elemento estigmatizado dentro de la doxa revolucionaria imperante a inicios de la década de 1970 se encuadraría en este taxón, de ahí que pasara a integrarse en una categoría disidente y que se le impusiera una serie de medidas correctoras como, de un modo general, Goffman observaba que se venía actuando ante los estigmatizados:

Creemos, por definición, desde luego, que la persona que tiene un estigma no es totalmente humana. Valiéndonos de este supuesto practicamos diversos tipos de discriminación, mediante la cual reducimos en la práctica, aunque a menudo sin pensarlo, sus posibilidades de vida (Goffman, 2006b: 15).

Por su parte, otro sociólogo coetáneo a Goffman y situado también en la órbita del interaccionismo simbólico, Howard Becker, aducía en su influyente Outsiders. Hacia una sociología de la desviación (1963) que “los grupos sociales crean la desviación al establecer las normas cuya infracción constituye una desviación y al aplicar esas normas a personas en particular y etiquetarlas como marginales” (Becker, 2009: 28). Atrapado en el cierre de las enunciaciones permisibles y de los perfiles identitarios asumibles como revolucionarios, el Maestro pasó a ser etiquetado como “desviado”. De este modo, si seguimos la tipología de la conducta desviada de Becker percibimos que el Maestro es incluido a través del dictamen dentro de la categoría de “desviado puro”. Los taxones se construyen teniendo en cuenta estos ejes verticales: comportamiento obediente/ comportamiento que rompe la regla, y estos horizontales: percibido como desviación/ no percibido como desviación. Como explica Becker:

La conducta conforme es simplemente aquella que obedece la regla y que los demás perciben como un acatamiento de la norma. En el extremo opuesto, la conducta desviada pura es aquella que desobedece la norma y es percibida como una infracción (2009: 38)17.

Y, añadamos, dicha infracción es reprimida.

Ahora bien, ¿la marca de Caín de la desviación cuándo desaparece? ¿Hasta cuándo el Maestro se considera un escritor estigmatizado? En la novela se nos abre la posibilidad de concluir que el estigma perdura hasta el presente de la diégesis, esos comienzos del siglo XXI, ya que se puede colegir que en torno al Maestro perduran sospechas que se materializan a través de distintos posibles mecanismos de control. Entre todos ellos, sobresale la relación con su amante David, que se ha venido prolongando desde el encuentro en el recital catorce años atrás. No obstante, antes de profundizar en esta línea de trabajo, antepongamos esta observación de Simal:

David, además de encarnar el deseo homosexual, de ser el Otro, es el ojo que acecha. Nunca se dice explícitamente si sus visitas cada lunes a la misma hora son parte de un plan para vigilar y controlar al escritor “parametrado”. Tampoco conocemos explícitamente, aunque las intuimos, las “razones” por las que El Maestro está siendo vigilado durante todos estos años (Simal, 2017: 70).

Aunque, efectivamente, no se explicite —a fin de cuentas, “lo más importante de una historia nunca debe ser contado” (Echevarría, 2013a: 123)— si David es el amante que “lo atiende”18 en sus encuentros semanales en el apartamento de la calle Campanario en Centro Habana, existe toda una serie de elementos que así nos pueden llevar a pensarlo19. A través de las herramientas ligadas a la perspectiva dramática que Goffman plasmó en La presentación de la persona en la vida cotidiana (1959) revisaremos a continuación los códigos y características de esta relación entendida, al menos en parte, como una herramienta de control y de perpetuación de la visión estigmatizada del Maestro.

Para ello, nos detendremos sobre todo en aquellos pasajes en los que se produce una “interacción” o “encuentro” entre el Maestro y David, lo que nos llevará a analizar las “actuaciones” de ambos y, particularmente, la “fachada personal” de David20. Tanto las interacciones que aparecen narradas como las que sabemos que han ido sucediendo en el pasado tienen lugar preferentemente en el apartamento del Maestro. Este espacio será considerado como la “región anterior” —“lugar donde tiene lugar la actuación” (Goffman, 2006a: 118)—; que David se encarga de limitar al entornar regularmente las ventanas. El deseo de David de controlar la región anterior y de constreñirla básicamente a los límites del domicilio del Maestro también se trasluce en las negativas a acompañarlo a la taberna.

En conexión con su ambivalente identidad (amante/espía/miembro de las fuerzas del orden/una combinación de las anteriores), se construye una fachada personal que encaja con su “papel o rutina”21 de una forma polisémica y plurifuncional:

En su primera visita pidió, en voz apenas audible, cerrar o entornarlas [las ventanas]. Aquella vez dijo, ambos lo recuerdan: “Maestro, no se moleste, pero el Partido no se hará el de la vista gorda si se entera de mi visita y quiero seguir viniendo si no le parece mal” (Echevarría, 2013a: 25).

De este modo, en su relación con el Maestro, David encarnaría, en cierta medida, aunque no únicamente, un “rol discrepante”, en concreto el de “delator”, que “es la persona que finge ser miembro del equipo de actuantes y de ese modo logra acceso al trasfondo escénico, obtiene información destructiva, y traiciona luego abierta o secretamente al equipo ante el auditorio” (Goffman, 2016a: 156). Esto se puede conectar con cómo, desde el primer momento, David intenta crear y reforzar la identidad de “equipo” alineándose junto al Maestro frente a un “ellos” que sitúa implícitamente del lado de los causantes del etiquetaje del escritor como “desviado”. Así, en su encuentro inicial, en el recital en el Instituto Nacional para la Literatura y el Libro, David le confiesa:

–¿Cómo que escribe malos poemas? Para ellos usted a veces exagera —David señaló hacia las oficinas—, dicen que dejó de estar comprometido con su tiempo —le puso la mano en el hombro y bajó el tono de su voz—. Yo no lo creo —sus palabras fueron apenas audibles (Echevarría, 2013a: 22-23).

A definir el perfil del rol discrepante coadyuva toda una serie de dobles sentidos que salpican el discurrir del texto y que nos hacen sospechar fines espurios en el interés de David por la obra del Maestro22.

Igualmente, la identidad esquizofrénica de David se traslada a su presencia en los espacios públicos que, si bien de cara a la actuación llevada a cabo en el apartamento podrían considerarse como “región posterior” —“[un lugar] en el cual la impresión fomentada por la actuación es contradicha a sabiendas como algo natural” (Goffman, 2016a: 123)—, ante otros actuantes lo obligan a volver a situarse en nuevas regiones anteriores, que lo colocan en un rol de vigilante/vigilado23 —véanse la charla con “una muchacha rolliza y trigueña” tras una visita al Maestro (p. 40) o varios encuentros con un Lada blanco—. De hecho, cuando sorpresivamente se topa con el Maestro en la calle, David se esfuerza por recomponer su “disciplina dramática” (Goffman, 2016a: 231), por controlar el medio, lo cual permite “introducir recursos estratégicos para determinar la información que el auditorio es capaz de obtener” (Goffman, 2016a: 104), y así lograr el “predominio directivo” de la “interacción” (p. 112). Esto lo lleva a cabo, no sin complicaciones, en el episodio en el que está a punto de atropellar al Maestro, el cual puede considerarse una “intrusión inoportuna” (Goffman, 2016a: 224). La reacción de David evidencia de nuevo su identidad bipolar, puesto que, de agarrar las manos de su amante, pasa a hablarle de usted y hace lo posible por volver a un espacio privado: el interior de su vehículo. Incluso el propio Maestro percibe la multiplicidad de papeles de su amigo y acaba preocupándose: “¿Acaso había cuatro hombres en uno?” (Echevarría, 2013a: 114).

Esto nos conduce a las siguientes palabras del Maestro:

Pero David era otro cuando entraba al apartamento y se sentaba en el butacón. Justo eso: otra persona —como si en los recitales de poesía, presentaciones de libros, charlas o exposiciones estuviese obligado a interpretar un personaje, como si él necesitara de heterónimos y rostros diferentes para desenvolverse entre el público— (Echevarría, 2013a: 89-90).

El tema de los heterónimos se balancea a lo largo de la novela en un juego perverso, puesto que si para el Maestro se corresponden con un mecanismo vinculado a la producción literaria desde la libertad de ser otro(s), en el caso de David alude implícitamente a lo antiliterario o, si se quiere, al control de la literatura, espacio donde el otro existe por su afán constreñidor y vigilante.

David es, pues, un personaje construido desde la ambigüedad deliberada y que nos pone en permanente sospecha en contra de él. De ahí que, en la región posterior, cuando no lleva a cabo su actuación delante del Maestro en su apartamento, quede marcado por atributos simbólicos que lo sitúan del lado de la impostación y/o de aquellos que vigilan (las gafas de sol, el uso de un Lada azul de matrícula particular o la diversidad de carnés que acreditan su —una— identidad ante las fuerzas del orden). Además, a la construcción de la fachada de David contribuyen otros aspectos como su propio nombre: en una nueva vuelta de tuerca a la relación entre realidad y ficción, el Maestro denomina al amigo del protagonista de su relato “Daniel”, a la par que se plantea si dedicárselo a “D.” o a “Daniel”. Pero a la postre resultará ser ese el verdadero nombre de David, de modo que, involuntariamente, esa máscara queda arrebatada.

En cuanto al cierre de la trama y, como queda dicho, David/Daniel no solo ha de adecuar su(s) fachada(s) delante del Maestro. Tras el accidente (¿?) final24, existen varias alusiones a los sentimientos que lo ligan al Maestro. Aquí entra de nuevo en juego uno de los motivos recurrentes en el texto: el corazón acusador. Este intertexto de Poe se utiliza para expresar los temores de los protagonistas: ya estén motivados por causas amorosas, de control, literarias (por enfrentar el nuevo cariz crítico que puede tomar el relato del Maestro), o por el miedo a ser descubierto. Esto es lo que ocurre en el final de la novela: el amante no puede escapar a los sentimientos que la muerte del Maestro le producen y durante la agonía de este insiste en la necesidad de serenarse. De ahí que, a la llegada de diversos vehículos entre los que se incluyen “un Lada de un profundo azul y matrícula particular, y un jeep Niva gris —su matrícula pertenece al Departamento de Seguridad Interior” (Echevarría, 2013a: 166), Daniel respire profundamente y el texto concluya con estas frases: “Se ha agotado el tiempo que tenía para serenarse. Entonces exhala” (Echevarría, 2013a: 167).

Literatura para sanar la memoria: conclusiones

En relación con el contexto del Quinquenio Gris y su época, he utilizado anteriormente (Gallardo-Saborido, 2018) la etiqueta “literatura terapéutica” para referirme a dos realidades: por un lado, y conectando con lo mencionado arriba sobre Nocturno de Casablanca, aludiría a un corpus elaborado por autores marcados como desviados. Estas producciones habrían podido cumplir, entre otros propósitos, el de reparación de la identidad intelectual dañada y, además, el de servir como globo sonda para explorar los límites del decir que el autor en cuestión enfrentaba en el momento de escritura de esa obra.

La segunda realidad a la que apuntaba con aquella etiqueta era la de otro corpus textual, compuesto por piezas de distintos géneros literarios, que, “al menos, desde la década de 1990 se ha venido interesando por ficcionalizar la situación de marginación sufrida por distintos escritores”, y que actuaría “como un espejo catártico que refleja, con mayor o menor verismo histórico, un contexto de complicado pero también de obligado recuerdo” (Gallardo-Saborido, 2018: 45). Dentro de este archivo insertaba textos como la pieza teatral Si vas a comer, espera por Virgilio (1998), de José Milián, o, en narrativa, los libros Máscaras (1997), de Leonardo Padura, o Canción de amor en tierra extraña (2007), de Guillermo Rodríguez Rivera25.

Las narraciones aquí analizadas de Echevarría y, particularmente, La Noria, se incorporarían a esta nómina de textos ficcionales que, junto con el fervor crítico impulsado sobre todo a partir de la denominada “guerra de los emails” en 200726, están contribuyendo a levantar la pesada losa que se cernía sobre aquellos años “grises/negros/oscuros/amargos”27 e iluminan esas oquedades de la reciente historia cultural cubana, pidiendo luz para quienes tuvieron que soportar la oscuridad sepulcral a la que se enfrentó el escritor-sepulturero (sepultado) Maestro.

Bibliografía

Fuentes

Echevarría Peré, Ahmel (2005), Esquirlas, La Habana, Letras Cubanas.

----- (2006), Inventario, La Habana, Unión.

----- (2013a), La Noria, La Habana, Unión.

----- (2013b), Búfalos camino al matadero, Santiago de Cuba, Oriente.

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1 Paulatina y recientemente, la academia se ha ido preocupando por este grupo de creadores, aunque aún de una manera incipiente. Simplemente, sin ánimo de ser exhaustivo y por poner algunos ejemplos, comentemos que varios de estos acercamientos han aparecido en monográficos publicados por prestigiosas revistas internacionales y que, en mayor o menor medida, se ocupan de la generación cero. Es el caso de “Literatura cubana contemporánea: lecturas sobre la Generación Cero” (Simal y Dorta, 2017); “Inscripciones actuales de un mundo por venir: Nuevos escenarios en literatura y arte cubanos recientes” (Dorta, 2017); y, más recientemente, “Literatura cubana hoy” (Dorta, 2019). Asimismo, la producción de este grupo de escritores se ha ido dando a conocer a través de diversas antologías editadas dentro y fuera de la isla. Entre ellas, figuran: Como raíles de punta: joven narrativa cubana (Tamayo Fernández, 2013), Generation Zero: An Anthology of New Cuban Fiction (Pardo Lazo, 2014a), Cuba in Splinters. Eleven Stories from the New Cuba (Pardo Lazo, 2014b), Malditos bastardos. Antología (Padilla, 2014), Una literatura sin cualidades. Escritores cubanos de la generación cero (Díaz Infante, 2016), o Teoría de la transficción. Narrativa(s) cubana(s) del siglo XXI (Aguilera, 2020).

2 Sández apunta que, si bien su primer libro de relatos fue Inventario (2006), este se publicó después de Esquirlas “por azares editoriales” (2017: 89).

3 Echevarría (2014: 18 y siguientes) elaboró un catálogo de los narradores del grupo que consideraba más sobresalientes, y entre los que incluía a Orlando Luis Pardo Lazo (1971), Jorge Enrique Lage (1981), Osdany Morales (1981), Dazra Novak (1978), Raúl Flores Iriarte (1977), Legna Rodríguez (1984), Agnieska Hernández (1977), Abel Fernández-Larrea (1978), Anisley Negrín (1981), Yunier Riquenes (1982) y Michel Encinosa (1974). Claro está, a la lista habría que añadir al propio Echevarría.

4 “De la etapa fundacional apenas se habla. Fue Orlando Luis Pardo lazo —narrador, flagtógrafo y bloguero— quien pensó el calificativo Generación Año Cero como estrategia de inserción en un teatro de operaciones: el Campo Literario Cubano. Generación Año Cero es el nombre de poco menos una decena de jóvenes escritores cubanos que, en un proceso de ensayo y error, pensaban una tradición literaria en la cual insertarse” (Echevarría, 2014: 16). Cfr. además Simal y Dorta, 2017: 3.

5 Echevarría insiste en este diálogo genético-textual al hacer que el protagonista del relato del Maestro en La Noria lleve “tres semanas trabajando en el prólogo de Hombres sin mujer” (2013a: 43), de Montenegro.

6 En este particular incide Omar Granados al apuntar: “La intención de los autores de la Generación Cero con el archivo literario cubano se hace evidente, además, en el prototipo de autor censurado, perseguido o condenado al olvido durante algún momento del periodo revolucionario (Guillermo Rosales, Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera, Nivaria Tejera, Calvert Casey, Lorenzo García Vega y Miguel Collazo, entre otros) que ahora está siendo revisitado por los jóvenes escritores” (2017: 28).

7 Cfr. Dorta, 2015; Rojas, 2016; Sández, 2017; Medina Ríos, 2017; Simal, 2017; Simal y Dorta, 2017; Timmer y López-Labourdette, 2019.

8 La primera edición de esta obra es anterior, de 2012.

9 Cfr. Gallardo-Saborido, 2013.

10 Por supuesto, la importancia de Heras León como referente (literario pero también biográfico) no es casual. Distintos críticos (Dorta, 2015: 127; Díaz Infante, 2016: 10; Simal y Dorta, 2017: 3) han llamado la atención sobre la importancia del curso de técnicas narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso como un punto de encuentro de varios de los miembros de la generación cero. Heras León estuvo no solo entre los fundadores del centro en 1998 (junto con Ivonne Galeano y Francisco López Sacha), sino que además ha venido dirigiendo el citado curso (cfr. Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, s/f). En una entrevista, Echevarría se refiere a otros espacios de creación comunes: “A manera de breve recuento: en un inicio, ese grupo de escritores se llamó ‘Generación Año 0’; la creación de aquella etiqueta tenía como fin darle orden y sentido no a una generación de escritores, sino a un pequeño grupo de narradores. Algunos hacían poesía. Todos comenzamos a publicar en el Año 2000, y habíamos coincidido o en el Taller Literario ‘Salvador Redonet’, el Laboratorio de Escritura Creativa ‘Enrique Labrador Ruiz’, o en un delirio llamado La Klínica. Todos los espacios que mencioné fueron organizados por el narrador Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD)” (Viera, 2017).

11 “Opinamos correcto señalarnos no solo contra el caso específico del libro de Heras, sino que, a partir de este ejemplo, sorpresivo por tratarse de un joven que debía reflejar contradicciones y posiciones de otra índole, pero dentro del afán constructivo de la Revolución, y no aquellas serviles y comunes a los enemigos de la misma, también proponemos definir límites más precisos al término escritor revolucionario” (El Caimán Barbudo, 1971: 2).

12 Cabría preguntarse a qué se refiere este “no solo” que encontramos más adelante en otra alusión a la labor desempeñada por la comisión: “Incluso llevaba esa colonia el día en que la Comisión evaluaría no solo sus libros Bajo el mismo cielo y Fin de semana en Neverland” (Echevarría, 2013a: 148).

13 En La Noria se detalla, aplicada al caso del Maestro, una serie de prácticas rehabilitadoras presentes históricamente en las trayectorias de diversos escritores estigmatizados y más tarde reincorporados a la vida cultural del país: “Si cumpliera disciplinadamente con las invitaciones que le envían las instituciones culturales apenas podría comer y dormir. Las revistas y tabloides le solicitan colaboraciones, las dependencias del Instituto Nacional para la Literatura y el Libro lo invitan a formar parte del jurado de concursos literarios. (…) Participaba en eventos literarios organizados en la capital y en el resto del país, también en el extranjero” (Echevarría, 2013a: 117).

14 Antes de mencionar causas de naturaleza variada traía a colación testimonios de Antón Arrufat, Manuel Díaz Martínez o Abelardo Estorino para validar cómo en ocasiones la indefinición sobre el porqué del castigo llegaba incluso a los propios inculpados, a los que no se les proporcionaba una explicación concreta para su marginación (Gallardo-Saborido, 2013: 220-221). En otros casos, se emitieron textos públicos o se realizaron evaluaciones privadas para determinar la idoneidad del convocado para encajar dentro de los límites del concepto de “intelectual/escritor/artista revolucionario” imperante. Conocido es, en este sentido, el proceso de “parametración” o “parametraje”. Para más detalle sobre los pormenores de esta práctica de exclusión y reubicación laboral, cfr., por ejemplo, González, 2007; Espinosa, 2009; y para un recuento en primera persona, Milián, 2010.

15 Resulta asumible que además pesara sobre el Maestro su orientación sexual. De esa manera, su reubicación laboral se avendría también con dictámenes emanados del I Congreso Nacional de Educación y Cultura (1971) como el siguiente, extraído de la declaración final: “Se sugirió el estudio para la aplicación de medidas que permitan la ubicación en otros organismos de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística y cultural” (Casa de las Américas, 1971: 14).

16 Al primero lo denomina “abominaciones del cuerpo” y al tercero se refiere como “los estigmas tribales de la raza, la nación y la religión, susceptibles de ser transmitidos por herencia y contaminar por igual a todos los miembros de una familia” (Goffman, 2006b: 14).

17 Las otras combinaciones darían lugar a la “falsa acusación” (comportamiento obediente + percibido como desviación) y al “desviado secreto” (comportamiento que rompe la regla + no percibido como desviación).

18 En 2017 apareció la antología El compañero que me atiende. A cargo de Enrique del Risco, reúne textos de 57 autores. En ella se indaga en la relación entre los escritores cubanos y la Seguridad del Estado.

19 Uno de ellos lo encontramos en los agradecimientos presentes en “Un bidón de gasolina (…)”, entre los que leemos: “Daniel / David (ninguno de los dos es el nombre estampado en su partida de nacimiento, pero me confesó que tales heterónimos los utilizaba cuando todavía estaba activo —sonrió el muy pícaro cuando le pregunté si era cierto que se había jubilado—)” (Echevarría, 2013a: 170, énfasis en el original).

20 Para un tratamiento detallado de estos y otros términos axiales para comprender las teorías de Goffman, cfr. Goffman, 2006a y 2006c. Sucintamente, recojamos algunas claves. Por “interacción o encuentro”, entiende “la influencia recíproca de un individuo sobre las acciones de otro cuando se encuentran ambos en presencia física inmediata” (Goffman, 2006a: 27). La “actuación” sería “toda actividad de un individuo que tiene lugar durante un período señalado por su presencia continua ante un conjunto particular de observadores y posee cierta influencia sobre ellos” (p. 33). Al hablar de “fachada” como “dotación expresiva de tipo corriente empleada intencional o inconscientemente por el individuo durante su actuación” (p. 34), deslinda partes como el “medio” —“incluye el mobiliario, el decorado, los equipos y otros elementos propios del trasfondo escénico” (p. 34)— y la “fachada personal”. En cuanto a esta última, aclara que la usa para referirse a otros elementos de la dotación expresiva del actuante “que debemos identificar íntimamente” con él y que “esperamos que lo sigan dondequiera que vaya” (p. 35). Sería el caso de, entre otros ejemplos, el sexo, la edad, las pautas de lenguaje, las expresiones faciales, etc. Por último, la fachada personal está compuesta por “estímulos” que divide en “apariencia” —“funcionan en el momento de informarnos acerca del status social del actuante”, “ también nos informan acerca del estado ritual temporario del individuo” (p. 36)— y “modales” —“ funcionan en el momento de advertirnos acerca del rol de interacción que el actuante esperará desempeñar en la situación que se avecina” (p. 36)—.

21 Goffman define estos términos así: “La pauta de acción preestablecida que se desarrolla durante una actuación y que puede ser presentada o actuada en otras ocasiones” (2006a: 27).

22 He aquí algunos ejemplos: “David está a la espera de un texto como el libro de cuentos Bajo el mismo cielo o la novela Fin de semana en Neverland. Justo eso espera, que vuelvan a aflorar los demonios en la obra de El Maestro” (Echevarría, 2013a: 27); “David ha leído toda la obra de El Maestro, incluso ha leído cuanto ha publicado en revistas y tabloides nacionales. En varias ocasiones David le comentó acerca de artículos aparecidos en revistas de poca demanda, la sorpresa fue mayor cuando le habló de un par de semblanzas y retratos que el propio Maestro había olvidado. No entendía cómo lograba hacerse de un ejemplar de cada una de esas publicaciones” (p. 130); “– ¿Ya lo tienes todo claro? ¿Sabes cómo termina? No puedo creer que te pasara eso que escribiste. Mientras lo leía tuve la sensación de que trataba de una persecución, de un sistema de vigilancia y chequeo montado alrededor del protagonista. ¿Tiene que ver con eso...? ¿Para cuándo piensas terminarlo? El Maestro sonrió. ¿Un sistema de vigilancia y chequeo? De dónde había sacado esa frase. Podría tomarlo en cuenta para darle solución al conflicto. Una conspiración” (p. 145).

23 Estas escenas nos dan pie a pensar en David, no solo como victimario, sino como víctima, insistiendo de esta manera en la paranoia del control plural.

24 Figuradamente, el tema del asesinato del maestro es aludido por el escritor al reflexionar en torno a las interesantes ideas de David sobre su relato y las dudas que le surgen sobre su propia obra a raíz de la novela que está escribiendo aquel (Los últimos días del caserón), cuya temática —“una historia imposible... Una historia de amor entre dos hombres” (Echevarría, 2013a: 27)— juega especularmente con la de Fin de semana en Neverland. Esta inseguridad sobre su propia escritura se ve incrementada por el dictamen de la comisión, que ejerce como una suerte de mancha indeleble.

25 Omar Granados ha puesto a dialogar La Noria con otras producciones literarias con intereses temáticos similares: “La novela de Echevarría comenta sobre la dificultad actual de acceder a determinadas zonas políticas de la literatura cubana y es un texto que, en cierta manera, interviene contrarrestado [sic] el discurso de otros libros que han pretendido revisitar ese pasado de censura y cacería de brujas de formas más complacientes para el mercado editorial europeo y las instituciones culturales cubanas como El vuelo del gato (1999) de Abel Prieto o Pasado Perfecto (1991) y Máscaras (1997) de Leonardo Padura. A diferencia de estas novelas, La Noria no se inflama de cubanismos trillados, sino que mantiene una escritura densa, intertextual, enmadejada entre pasado y presente, e incluso provee un glosario apócrifo de nombres e instituciones culturales del período más cruel de la censura cubana que finge ayudar a un lector no familiarizado con el terror de aquellos años” (Granados, 2017: 28).

26 Esta revisión crítica ha producido un corpus significativo y ha llevado aparejadas discusiones entre varios de los protagonistas de la misma convirtiendo esta parcela de la historiografía cubana en un terreno abonado para el debate intelectual. A la espera de poder elaborar con mayor detenimiento un recuento bibliográfico sobre el particular, unas primeras lecturas se pueden encontrar en La política cultural del periodo revolucionario: memoria y reflexión (Heras León y Navarro, 2008), donde se recogen distintas conferencias organizadas por el Centro Teórico-Cultural Criterios, y en el sitio web de Cubaencuentro (2007) en la recopilación de textos realizada bajo el título “La exaltación de ex comisarios políticos”.

27 Estos adjetivos (y otros) han sido usados en la reflexión sobre este periodo de la política cultural cubana. Para una revisión de las cuestiones terminológicas, cfr. Gallardo-Saborido, 2013: 213 y siguientes.