Materialismo y lenguaje
La pregunta por la materia de la voz
Gabriela Milone*
Cuadernos del Sur - Letras 51 (2021), 65-73, E-ISSN 2362-2970
Proponemos reflexionar sobre el eje materialismo/lenguaje desde la pregunta específica por la materia de la voz, a fines de discutir la materialidad de la lengua desde un lugar singular dentro de las reflexiones generales sobre el lenguaje. Esta propuesta busca situarse en un cruce entre disciplinas, o más bien, en los bordes de esas disciplinas que conciben el lenguaje ya sea como un instrumento o un medio de comunicación cuya función primordial es la significación.
Antes de iniciar el desarrollo teórico, hagamos un pequeño y simple ejercicio: leamos un poema.
Cuadragésima Tercera Palabra
Adónde vas, poeta nochernícola,
de austera sal, de halo melancólico?
Y el primo amor, o bien, el tu penúltimo?
Y el vaso azul? Erótico y arqueólogo,
te sientes bien, mi vate, muy católico?
Eres o no el juglar, el archimítico,
el facedor maniático, elegíaco
de tu canción? O estrilas de neurótico
talante, o vas de túnica, de báculo
por la vastura de la noche eólica?
Ay semoviente, austral humano mágico,
nómade Juan, desnudo en lo fonético!
(Bustriazo Ortiz, 2008: 131).
Quizá lo que primero nos surja es preguntarnos de quién es este poema, dónde y cuándo fue escrito, a qué libro pertenece, a qué movimiento o escuela podemos filiar a su autor/a, etc. Ejercicios básicos, podríamos decir, de lectura y de “análisis” primario de un texto. El autor es Juan Carlos Bustriazo Ortiz, poeta argentino de La Pampa. El texto pertenece a Libro del Ghenpín. Ahora bien, podemos continuar el análisis por las vías antes mencionadas. No obstante, detengámonos ante una pregunta que creemos se impone: ¿qué hace este texto con la lengua?, ¿cómo la tensiona, o más aún, cómo la torsiona?, ¿qué flexiones le hace a las palabras para parecer extraerles algo más que un significado? Y antes de intentar posibles respuestas buscando explicaciones en procedimientos más o menos conocidos de determinadas vanguardias, preguntémonos: ¿qué hay de lo sonoro en este pequeño texto que pareciera imponerse como protagonista de la escena? Y aún más: ¿qué hay de esta escena sonora de “desnudez fonética” que, sin dejarnos completamente afuera de la dimensión significante —algo podemos balbucear de un cierto “tema” del texto, por ejemplo— parece conducirnos a un mundo donde los sonidos se hacen presentes en su densidad material? Llevando al extremo el ejercicio, podríamos preguntarnos: ¿qué es la lengua en este entramado sonoro?: ¿es puro sonido?, ¿es apenas significado?, ¿es algo inter-medio?
Quizá no en vano diversos pensadores de la voz reclaman la parte de imaginación que las ciencias del lenguaje deniegan en sus métodos. Por una imaginación crítica trabajará el pensador Paul Zumthor (2018), por ejemplo. Por un intersticio de la lingüística abogará otro pensador como Michel de Certeau (2008). Por un umbral de pensamiento reclamará otro autor como Giorgio Agamben (2008).
Nos situamos así en una zona singular de reflexión. Pueden ayudar en este punto algunas ideas de Roland Barthes. En un texto titulado “El susurro de la lengua” expone las siguientes reflexiones que nos interesan particularmente:
Y en cuanto a la lengua, ¿es que puede susurrar? Como palabra parece ser que sigue condenada al farfulleo; como escritura, al silencio y a la distinción de los signos: de todas maneras siempre queda demasiado sentido para que el lenguaje logre el placer que sería el propio de su materia. Pero lo imposible no es inconcebible: el susurro de la lengua constituye una utopía. ¿Qué clase de utopía? La de una música del sentido; por ello entiendo que en su estado utópico la lengua se ensancharía, se desnaturalizaría, incluso, hasta formar un inmenso tejido sonoro en cuyo seno el aparato semántico se encontraría irrealizado; el significante fónico, métrico, vocal, se desplegaría en toda su suntuosidad, sin que jamás se desgajara de él un solo signo (naturalizando esa capa de goce puro), pero también —y ahí está lo difícil— sin que el sentido se eliminara brutalmente, se excluyera dogmáticamente, se castrara, en definitiva. La lengua, susurrante, confiada al significante en un inaudito movimiento, desconocido por nuestros discursos racionales, no por ello abandonaría un horizonte de sentido: el sentido indiviso, impenetrable, innominable, estaría, sin embargo, colocado a lo lejos, como un espejismo, convirtiendo el ejercicio vocal en un doble paisaje, provisto de un “fondo”; pero, en lugar de ser la música de los fonemas el “fondo” de nuestros mensajes (como ocurre en nuestra Poesía), el sentido sería en este caso el punto de fuga del placer (Barthes, 1994: 100-101).
Subrayemos de esta cita esa imposibilidad de separar la lengua del sentido, aunque no por eso deja de ser necesario liberarse un poco de todo ese peso significativo para que “el lenguaje logre el placer que sería el propio de su materia”. Para ello, entonces, habría que poder pensar el inmenso tejido sonoro de la lengua como el aparato que sustenta lo semántico, poniendo en primer plano el significante fónico no para negar el sentido, sino para ubicarse lejos de él, para experimentarlo como un espejismo. En esta escena, el paisaje puede ser el de la poesía en cuyo fondo acontece “la música de los fonemas”, dice Barthes. En este tipo de experiencia material de la lengua, el sentido o plano semántico no se anula, ya que no estamos en un terreno de mera insignificancia; sino que se vuelve un espejismo. Algo se suspende (eso que llamamos “el sentido”) para que la materia de la lengua se exponga en toda su densidad.
Vale decir: desde estas reflexiones, la idea de la lengua no debería reducirse a la simplificación de su concepción desde el doble plano significante/significado. Porque así entonces algo de su materialidad se perdería si nos mantenemos en el campo de la concepción referencial del lenguaje. Antes bien, nos invita a un tipo de reflexión diferente: a imaginar una escena donde la materia de la lengua tiende a mostrarse protagonista en el plano sonoro, aunque sin anular el bloque semántico. La lengua susurra, como sugiere Barthes, y es en esa experiencia donde podemos desplegar su materia.
¿Es posible preguntarnos: qué es la voz? Si la voz es algo común o algo singular, o incluso si fuera meramente funcional: ¿qué es en sí la voz? Benveniste afirmaba que no hay lenguaje sin voz y que esto establece la diferencia con las abejas, por ejemplo, en las cuales no podría hablarse de la existencia de un lenguaje sino de una danza cuyo movimiento está completamente codificado.
Ingresemos a la pregunta por la voz de la mano de un pensador como Giorgio Agamben, para quien la voz humana ha significado un proyecto de reflexión crucial en su trayectoria. Nos dice que si postulamos que el chirrido es la voz de la cigarra o el rebuzno es la voz del asno, la pregunta sería entonces por cuál sería la voz del hombre (sic)1. En el caso de que exista algo así como la voz humana, Agamben advierte: “¿acaso el lenguaje sería esta voz? ¿Cuál es la relación entre la voz y el lenguaje, entre phoné y logos? ¿Y si algo así como una voz humana no existe, ¿en qué sentido el hombre puede ser definido como el animal que posee el lenguaje?” (Agamben, 2017: 42). Sabemos que Agamben ha trabajado largamente este tema en un seminario llamado El lenguaje y la muerte, reflexión que lo llevó a afirmar que el hombre (sic) tiene el lenguaje pero sobre la estructura negativa de la voz; esto es, que el lenguaje se da en el quitarse de la voz como mero sonido, en su sustraerse ante el sonido articulado.
Entonces: ¿la voz humana es imposible? En El lenguaje y la muerte Agamben piensa la suspensión del lenguaje en el lugar negado de la voz del hombre (sic), voz que se quita para ser articulación de sonidos en el lenguaje. Es en este sentido que la voz humana es la im-posibilidad misma para el hombre (sic): se trata de su doble negatividad, de la ausencia de la voz pura, del puro sonido sin sentido; y de la voz que se desvanece en el mismo momento en el que se emite. Presencia-ausencia, ausencia-presente: la voz es un umbral, un entre, un espacio de pura exterioridad. El hombre (sic) se tiene como hombre (sic) en el lenguaje a costa de perder la voz y así se configura como ese animal afónico que se sabe solo ante las palabras, abandonado y expuesto a la materia bruta de los nombres.
Si complejizamos un poco más, a fines de continuar la reflexión, podríamos hacer una pregunta rara, una pregunta del tipo: ¿la voz está en la voz?, interrogante cuya tautología no debería desanimarnos, sobre todo porque podría conducirnos al meollo de la cuestión, esto es: a la voz como materia de la lengua. Esta idea es, antes que nada, una sugerencia que hallamos en Agamben (2017: 42-43), quien la expone en el marco de una reflexión sobre un comentario a Aristóteles realizado por Amonio; reflexión que a su vez discute con contemporáneos: por un lado, con ideas de Milner y, por otro, con la grammatología de Derrida. Digamos esto: ambos movimientos de la reflexión agambeniana son expuestos en el marco general de un “Experimentum vocis”, experiencia que para Agamben “tiene que aceptar que cada vez se encontrará sin lengua frente a la voz y sin voz frente a la lengua” (2017: 47). Si hay algo que podemos afirmar desde esta teoría es que la voz, al articularse en el lenguaje, se pierde como mero sonido; y es ese umbral (el de la articulación del sonido en las letras, el de lo escribible de la voz) donde se funda “el edificio del saber occidental” (Agamben, 2017: 41): una voz eliminada como mero sonido para ser articulada en lenguaje significante. Pero sucede que en esa eliminación, hay una experiencia clave: la del pensamiento, la del murmullo del pensar, eso que Agamben postula en la escena fónica de un bosque (lo hace en un texto titulado “El fin del pensamiento”, texto que cierra el libro El lenguaje y la muerte), en asociación etimológica de pensamiento y suspensión. Esto es: en el bosque podemos hacer la experiencia de oír el ruido animal, de esas voces que son pura lengua hundida en el mar semiótico de la naturaleza, ahí donde ningún sonido se articula en sentido y donde, más aún, no hay pensamiento: “La cigarra —es claro— no puede pensar en su chirrido”, dice Agamben. Entonces, para quienes hablamos, tener una voz es ser conscientes de que —justamente— no tenemos una voz, que habitamos el no-lugar de la voz y que el pensamiento será la persecución de esa voz en fuga continua (Agamben, 2008: 174 y siguientes).
Hagamos otro ejercicio de lectura de un poema. Ahora, “En el bosque sonoro” de Olga Orozco:
En el bosque sonoro
Cada día me despierta este doble cuerno de cazador que parece atravesar mi cabeza lado a lado. Aspira el bosque entero. Lo convoca hacia adentro como un viento donde flotan inasibles combates y roces y resistencias y caídas. Lo ausculta como a un cuerpo contagioso que denunciara la enfermedad con tales estertores.
Pero no somos mutuos las legiones y yo. Mi presente es pasivo y no se ramifica. Acata sin defensas la conmovida inmensidad, el estado de sitio, la alarma que establece su feroz batería sobre rieles frenéticos y los lanza, sin más, a lo desconocido.
Es un tropel de intrusos que irrumpen en mis cámaras secretas. Violan los sellos, derriban los tabiques, estampan la protesta en las paredes de este negro anfiteatro donde hace sus disecciones el silencio.
¡Equívoca invasión! Unas veces propaga el terciopelo como una nervadura de tormenta que me fulmina hasta los huesos o una antena de insecto que vibra entre los filamentos de la luz y me ensordece. Y otras, como si nada, sofoca con tapices o sandalias de nieve la explosión y la gangrena.
Y por mi lado siempre esta forzosa, forzada intimidad con un secreto a voces que emana desde el fondo de cada intimidad; esta avasalladora convivencia de oreja contra el mundo; esta equívoca participación en la cárcel ajena.
No hay rigor ni medida, ni siquiera para escuchar el propio corazón, los propios dientes.
Aquí la resonancia que exagera con su coro demente el golpe en el vacío, o el alfabeto casi restaurado que se escurre de pronto en polvo demasiado fino o estalla en grandes bloques de vociferaciones. Boquetes y obstrucción.
Y debajo estas bocas que se abren en el muro, contra toda esperanza, y que musitan siempre la palabra. Palabra inaudible, palabra empecinada, palabra terrible —mi mantra del ascenso y del retorno—, palabra como un ángel suspendido entre la aniquilación y la caída, como la trompeta del juicio que se rompe contra el fragor, contra el acantilado, bajo la irremediable rompiente que me aturde y me envuelve y me tritura desde los alaridos de mi sangre y me impide escuchar (Orozco, 2018: 181-182).
Luego de la experiencia que supone leer este poema (o mejor: de sumergirse de lleno en esta voz cavernosa que nos adentra y nos expone a un estallido de figuras sonoras) podemos hacernos las mismas preguntas (aunque sabemos que nunca la repetición de las preguntas asegura la igualdad de las respuestas) que nos hicimos cuando leímos el texto de Bustriazo Ortiz2: ¿qué hace este texto con la lengua?, ¿cómo la tensiona, cómo la torsiona?, ¿qué flexiones le hace a las palabras para parecer extraerles algo más que un significado? Y traigamos del ejercicio anterior una pregunta más, pero en variación: ¿qué hay de esta escena de bosque sonoro, donde nos aturden los cuernos de cazadores, las alarmas, los rieles, los estertores, las vibraciones, en suma: esa resonancia extrema hecha de secretos a voces? Pareciera que aquí toda la materialidad de la lengua se alza en esos bloques de vociferaciones que menciona el poema, bloques que sin expulsarnos del todo de lo significante, sí nos adentran en un bosque donde los sonidos se hacen experiencia de densidad material (incluso hasta llegar a ensordecer).
Ahora bien, cabe recordar que toda la reflexión sobre la voz de Agamben está montada sobre una suerte de ficción de origen del habla, o lo que el autor llama “hipótesis” a la que le reconoce tener para la filosofía una función narrativa (Agamben, 2017: 25). Este pensador expone su suposición del origen del lenguaje, la cual postula que el hombre (sic), como todos los animales, siempre habría estado dotado de lenguaje pero que aquello que lo diferenció de los demás fue el haberse vuelto consciente de tener una lengua. Esta conciencia, a su vez, condujo a la separación y exteriorización de la “lengua” en términos de “objeto”, y con esto, a su posibilidad no solo de estudiarlo y analizarlo sino fundamentalmente de transmitirlo. Así, se diagraman dos movimientos: uno de expulsión de la voz (la lengua es expulsada hacia afuera como objeto y así expone a la voz como el no-lugar, su negatividad del ya no mero sonido); y otro, concomitante, de reinscripción de la voz, en el habla y en la escritura a través de los fonemas, las letras y las sílabas, haciendo que por la escritura alfabética tengamos la ilusión de que capturamos la voz. Es en este contexto que Agamben sostendrá que es imperioso estudiar el lugar de la voz en la letra ya que ahí, precisamente en (la suposición de) una voz que se escribe, se apoyaría el edificio del saber occidental. Si a nuestra voz no la conocemos en otros términos que articulada (pronunciada, en el lenguaje hablado), esto es, “capturada por las letras” (Agamben, 2017: 34), precisamente entonces sería la articulación la negación de la voz como puro sonido. Insistamos: ¿cuál es la materialidad del lenguaje: acaso su sonido, acaso su sentido, acaso ambas o ninguna? Materia sonora de la voz y materia literal de la letra: donde acaba el lenguaje (como significado) empieza su materia, nos dice Agamben. Un fragmento de un texto de Mario Ortiz (de su libro Cuadernos de lengua y literatura IX) subraya una inquietante familiaridad etimológica:
Materia es una palabra hermosa (…). Viene del latín, sí. Nació en el Imperio Romano, entre medio de los bosques donde vivían las hadas y los druidas pergeñaban sus hechizos. La materia pasó de boca en boca; con el correr de los siglos se fue deformando y en España se convirtió en la palabra madera (Ortiz, 2014: 132).
Juguemos, sin ambages: digamos que la materia fónica articulada en las palabras se hace madera rodando por las bocas, resonando en los árboles del bosque; y se muestra en sus variaciones fonéticas, en su potencia transformativa, en sus juegos sonoro-semánticos. No obstante, para no creer que caemos en un abismo de las teorías, algunas ideas de Paul Zumthor y Michel De Certeau podrían colaborar para pensar desde otro ángulo estas preguntas.
De Certeau pensó la voz (en su libro Política de la lengua, un estudio sobre los dialectos o patois en Francia en el siglo XVIII) en los siguientes términos: para la lengua, la voz “es a la vez, como hálito, su ‘materia prima’ y, como pronunciación, su degeneración continua por variaciones de sonidos y derivaciones de sentido” (De Certeau, 2008: 148). Así, la extrañeza de la materia de la voz radica en ser “materia sonora fluctuante” (también la menciona como nympha fugax) y en exponer un reino donde las voces arman un paisaje de “materia sonora”. Aclaremos que estas reflexiones están situadas en una zona que bordea las rispideces de las disciplinas (específicamente, en este caso, la historia). En esta línea, De Certeau pensó las variaciones de la voz en un proyecto de investigación específica: en el estudio de las prácticas escriturarias (lo que llamó economía escrituraria) ahí cuando la voz se comienza a emplazar como “otro” para la letra escrita. “La voz hace escribir”, sostiene De Certeau y son sus rasgos ilegibles, sus variaciones, los que “rayan los enunciados y atraviesan la casa del lenguaje como elementos extraños, como imaginaciones” (De Certeau, 1999: 98). Esos elementos, donde la voz convoca a la imaginación y expone su materia fugitiva, se evidencian como sonidos irreductibles al sentido, ruidos de cuerpos, de cosas, de palabras: serán “citas sonoras” que espesan la escritura, que hacen de los textos una zona quebrada por una voz que se escabulle de las clasificaciones.
Por último, convocamos en esta cartografía teórico-crítica a un estudioso de la voz en la poesía medieval: Paul Zumthor, quien desplegó una interesante reflexión sobre la voz discriminando en primera instancia la “oralidad” (que entiende como la historia de los usos de una voz) de la “vocalidad” (donde reconoce una función amplia de la voz). En su presencia (dice Zumthor que “la voz conserva la veracidad de una presencia irrecusable”), la voz se manifiesta como una cosa, en su plena materialidad, presencia cuya capacidad para producir la fonía no depende del sentido sino que lo propicia. Así, estas ideas se acercan a la del tejido sonoro barthesiano; pero se alejan de las preguntas iniciales sobre la voz de Agamben, en la medida en que Zumthor afirmará de manera categórica que “el lenguaje humano se liga, en efecto, a la voz. Lo inverso no es verdadero” (2018: 85). Lo interesante de este silogismo es que, sin dudar de la pertenencia del lenguaje a la voz (y con ello, se abre una zona positiva de indagación e imaginación crítica respecto del lenguaje hablado y los recursos de la voz, desplegados en un espacio acústico de dimensiones importantes), sí pone en duda el vínculo inverso, el de la voz al lenguaje. Esta cuestión deja abierto el enigma de la voz y ese es el punto que clave en la pregunta por la materia fónica: si hay un vínculo físico-fisiológico del lenguaje a la voz (el aparato fonador, por caso), lo que no podemos afirmar con la misma certeza es que haya un lazo reversible de la voz con el lenguaje. Sí podemos decir que hay una resonancia sobre una materia, y ahí la voz es una subversión, dice este pensador. Una sub-versión que atiende menos a lo significado que a lo significante, una sub-versión donde la materia articulada de la fonía revela que la voz se presentifica de manera innegable fundamentalmente en la poesía.
Es evidente que el problema es arduo y fascinante, razón por la cual no buscamos finalizar la discusión sino cerrarla momentáneamente con esta cita del libro Performance, recepção, leitura de Zumthor:
Estamos en el corazón del problema. Sobre estos trazos físicos se funda un esbozo de saber, la probabilidad de efectos de sentido, la búsqueda de valores lingüísticos cuyo conjunto forma la cuna de toda “poesía” y emerge oscuramente, tumultuosamente, en toda percepción —en toda lectura— poética (2018: 92).
Bibliografía sugerida
Agamben, Giorgio (2007), Infancia e Historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
----- (2008), El lenguaje y la muerte. Un seminario sobre el lugar de la negatividad, Valencia, Pre-textos.
----- (2017), Qué es la filosofía, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
Barthes, Roland (1994), El susurro del lenguaje, Barcelona, Paidós.
Bustriazo Ortiz, Juan Carlos (2008), Herejía bermeja, Buenos Aires, Ediciones en Danza.
De Certeau, Michel (1999), La invención de lo cotidiano, México, Universidad Iberoamericana.
----- (2008), Una política de la lengua, México, Universidad Iberoamericana.
Orozco, Olga (2018), Poesía completa, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.
Ortiz, Mario (2014), Cuaderno de lengua y literatura VIII, Buenos Aires, Eterna Cadencia.
Zumthor, Paul (2018), Performance, recepção, leitura, São Paulo, Ubu.
1 La marca “(sic)” busca dar cuenta de que esta teoría está escrita en esos términos, usando “hombre” para referirse genéricamente al “ser humano”. Se podría apelar al “buen entendimiento”. Sin embargo, preferimos interrumpir el discurso con ese pequeño gesto, hiancia política.
2 Permítase una digresión, o mejor, un juego de imaginación sonoro-espacial: ¿será casualidad que ambas escrituras poéticas que se convocan en estas páginas para pensar estas arduas cuestiones teóricas de la voz y su materia, provengan de poetas (Orozco y Bustriazo Ortiz) que habitaron la pampa argentina? Permítase que se siga jugando (como quería Bachelard) con preguntas para una fonética imaginada: ¿la pampa sería la extensión fónica de un sonido in-visible: el viento, ese sonido móvil? ¿Una voz imposible, una voz ilocalizable, una resonancia que puede volverse siniestra, como decía David Toop?
* IDH, Conicet - UNC. Correo electrónico: gabymilone@gmail.com.
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