Materialismo ensoñado

La lengua materna como materia ensoñada del origen

Adriana Canseco*

Cuadernos del Sur - Letras 51 (2021), 74-84, E-ISSN 2362-2970

Abordamos aquí una particular perspectiva materialista que indaga en torno a una concepción material del lenguaje a partir de la propuesta del filósofo argentino León Rozitchner.

El materialismo que propone Rozitchner (2011) postula un vínculo clave con la lengua en su modulación maternal-material que parte de la ensoñación sensible que engendra el “afecto del cuerpo materno”. Para el autor, la relación originaria entre la madre y el hijo entreteje los primeros sentidos en la caja de resonancia del cuerpo material. Pero esta lengua primal que funda el sentido es rápidamente expropiada por una segunda lengua: la lengua con bridas que llamamos lengua materna, la lengua domesticada de la convención. Sin embargo, la ensoñación de donde procede todo sentido verdadero emerge cuando desobedecemos al “pensamiento vigilante” de la “segunda conciencia”, la del lenguaje adquirido tardíamente por contacto social. Hacia esas emergencias, en la poesía y en el pensamiento, dirigiremos nuestra mirada.

Esta tensión fértil nos permite ensayar otras formulaciones para ese ensoñamiento que, en el reencuentro de su inmediatez gozosa, se revela como indeterminación de la sustancia materna-material de la lengua. Esta zona de indeterminación que le es propia nos lleva a considerar también que Paolo Virno refiere al lenguaje como fenómeno transicional, “el más notable y difuso” (Virno, 2005: 50) de ellos.

La pregunta subyacente que organiza estos apuntes quizás pueda ser, de una forma muy general e intuitiva, ¿por qué hablamos?, ¿de dónde proviene nuestra lengua?, ¿dónde arraiga originalmente el sentido? Esta pregunta de cariz infantil, es a menudo el punto de partida de innumerables cuestionamientos en torno al lenguaje y su materia, como el que sostiene Paolo Virno, en su libro Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana (2005). El texto de Rozitchner y el de Virno (que apunta sobre todo a la cuestión de la facultad humana de lenguaje) se tocan, o quizás solo se rozan, en el punto en que se interrogan por esa “sustancia intermedia”, transicional (para Virno) o ensoñada (según Rozitchner) que vacila entre subjetivo y objetivo, interior y exterior, naturaleza y lenguaje.

Soñar la materia, tocar el sentido

En el que fue su último libro publicado, Materialismo ensoñado (2011), León Rozitchner entreteje en su escritura, de forma singular, poesía y reflexión. Allí reconstruye un recorrido que se origina con la experiencia del cuerpo de la madre. Esta experiencia originaria da lugar a la lengua, funda nuestra primera lengua (sin doble ni reflejo, anterior a los signos) que se convierte a su vez en “un cuerpo de palabras”. Este cuerpo-lenguaje, nuestro primer cuerpo hablado, es una suerte de cuerpo poético pues es así como la madre permite que surja una lengua ensoñada, soñada en el amor materno. La poesía es la madre que acaricia ese cuerpo nuevo, ese cuerpo de palabras que es la primitiva lengua materna.

Sin embargo, pronto ese cuerpo de palabras, soñado en la afección materna de la lengua, es expropiado por la “razón patriarcal” de la metafísica y la reflexión teórica. El carácter sensible (material) y ensoñado (afectivo) de la lengua materna, que Rozitchner equipara a la madre, es trastornado hasta convertirse en “cualidades espectrales”, en la metafísica y en el cálculo a los que siempre otra dimensión les falta:

Las cualidades sensibles y ensoñadas de la madre se han travestido y convertido en cualidades espectrales de los conceptos puramente “simbólicos” del pensamiento. Lo absoluto del sin tiempo materno se ha metamorfoseado en el absoluto eternamente abstracto de esos conceptos (2011: 31).

En este punto se pregunta el autor si es que podemos seguir pensando y viviendo sin caer en la cuenta de la “castración” a la que hemos sido sometidos por la lengua del padre que nos habilita la vida como seres pensantes. Esta castración, sostiene Rozitchner, no es solamente simbólica sino que marca el cuerpo. Lo simbólico (el lenguaje y la racionalidad adulta), es “lo sublime del pensamiento puro” que “eleva” pero que al mismo tiempo crea una distancia insalvable con ese cuerpo ensoñado.

El materialismo que propone Rozitchner, como un gesto de rebelión final, supone sustraerse a la virilidad de la lengua patriarcal que es una lengua de definiciones y conceptos y, por eso mismo pre-potente, que nos recuerda como algo vergonzante e irremediablemente perdido, el primer cuerpo de palabras acariciado en la poesía.

El libro gira alrededor de la figura de la mater primitiva y su concepto clave, el materialismo ensoñado, avanza sobre el terreno de la filosofía política, como una reflexión sobre la lucha necesaria para imponer nuevos sentidos al mundo y apostar a la afectividad como “prosa del mundo”. Con su apuesta de pensamiento, el autor quiere reivindicar el pensar como acto de amor profundo en la reconquista del poder sensual y político del cuerpo que frente a lo que le fue arrebatado por el terror de la historia, redescubre su potencia en “lo que puede” y lo celebra en el pensamiento.

Materia ensoñada, no enseñada. Una lectura en contrapunto

Al inicio de su ensayo, Rozitchner nos sitúa ya en el espacio significante donde quiere comenzar a tejer su pensamiento: lugar inusual para la filosofía, nido habitual para la poesía, esto es, el mudo cuerpo infantil acunado por la lengua de la madre. El niño y la madre, dice el filósofo,

dan comienzo al primer Uno que sólo el tiempo irá desdoblando y separando; reconocemos por lo tanto en nuestro origen la existencia de una etapa arcaica en la infancia donde la carne, materia ensoñada desde el origen de la materialidad humana, organiza las primeras experiencias en unidad simbiótica con el cuerpo que le dio vida, absoluto sin fisuras donde el sueño y la vigilia no estaban separados todavía (Rozitchner, 2011: 9).

La lengua, su materia significante, es ensoñada antes que “enseñada-aprendida”. La hipótesis que sostiene Rozitchner aquí es que es en la lengua materna que se funda la experiencia sensible (material). Que sea ensoñada significa que, si bien olvidada, esa primera lengua está en la base de nuestra segunda lengua; si bien invisible, debe presuponerse para comprender nuestra existencia en el lenguaje.

Antes de seguir, quisiéramos tomar aquí como guía, como báculo para transitar el sendero del cuerpo textual del ensayo, otra materialidad textual: la poesía que, para Rozitchner, no es como para Heidegger, el lugar donde “habla el habla”, sino más bien, “habla que prolonga en nosotros la lengua materna: convierte en lengua viva una lengua que fue dada por muerta” (2011: 22). Elegimos el poema de Alejandra Pizarnik (2015), “En esta noche, en este mundo”, del libro que integra su poesía completa, Textos de sombra y últimos poemas (1971-1972), porque nos resulta interesante poner a funcionar allí una lectura del sentido trágico o desgarrado de la propia lengua:

en esta noche en este mundo

las palabras del sueño de la infancia de la muerta

nunca es eso lo que uno quiere decir

la lengua natal castra

la lengua es un órgano de conocimiento

del fracaso de todo poema

castrado por su propia lengua

que es el órgano de la re-creación

del re-conocimiento

pero no el de la re-surrección

de algo a modo de negación

de mi horizonte de maldoror con su perro

y nada es promesa

entre lo decible

que equivale a mentir

(todo lo que se puede decir es mentira)

el resto es silencio

sólo que el silencio no existe

no

las palabras

no hacen el amor

hacen la ausencia

si digo agua, ¿beberé?

si digo pan, ¿comeré?

en esta noche en este mundo

extraordinario silencio el de esta noche

lo que pasa con el alma es que no se ve

lo que pasa con la mente es que no se ve

lo que pasa con el espíritu es que no se ve

¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?

ninguna palabra es visible (Pizarnik, 2015: 398).

El texto de Pizarnik nos sirve aquí para entrar al ensayo de Rozitchner. Inquietudes análogas ante el espejismo del sentido, su imposición o su abandono, permiten al ensayo a su vez abrir el poema. Quizás sea posible encontrar otros indicios fértiles en la lectura. Sin embargo, podemos poner a dialogar el poema de Alejandra con el ensayo, pues hay allí un profundo desgarro en relación al lenguaje, del mismo orden del que conmueve el pensamiento de Rozitchner.

La primera observación que podemos hacer pone ya a las dos textualidades en veredas enfrentadas. La “muerta” del poema se presenta en la intemperie de una orfandad de afectividad y de sentido: lo que se dice, si se dice “nunca es eso lo que uno quiere decir” (Pizarnik, 2015: 398). Esta afirmación estremece todo el texto porque hace tambalear las certezas más elementales (¿no es eso lo que señala Rozitchner cuando habla de la pérdida de la materia ensoñada del sentido?). Podemos hacer el ejercicio de reemplazar lengua por madre cada vez; podemos pensar la lengua como un continuo cuerpo-lengua-madre.

Por su lado, el texto de Rozitchner anhela a la madre, a la de carne y hueso, y sobre todo a la otra, a la mater primitiva, unaria, gozosa y caliente, que la religión occidental sustituyó por la paradoja aberrante de una madre virgen, una madre sustituta, neutral y asexuada que habla la lengua del padre. Ese anhelo de la madre es también un anhelo de la primera lengua, insignificante y soberana, que nos librará al fin de toda servidumbre. ¿Es posible reencontrar esa lengua perdida? ¿Volver a ella? ¿Soñarla como la utopía de una (no lejana) emancipación? Comencemos entonces a leer el poema.

Como un íncipit de realidad incontrastable, el poema ya nos sitúa en el contexto material actual: esta/ este (“En esta noche en este mundo”). El poema nos habla ya desde el destierro del primer cuerpo y su materia ensoñada expropiada. Sabemos esto porque al verso siguiente la voz poética presenta: “las palabras del sueño de la infancia de la muerta”. La serie de genitivos encadenados, como cajas chinas, crean la distancia de un cuerpo triplemente escindido: de la palabra, de la infancia, de la vida.

Este paisaje resulta contrario a la escena originaria y amorosa que presenta Rozitchner en la que, fundidos en un mismo calor, el cuerpo de la madre y el cuerpo del hijo tejen la materia indivisible de los primeros sentidos. Esta “lengua aborigen” reivindica su carácter enteramente material pues nada hay en ella de abstracto o simbólico. Para el filósofo, el sentido (atribuir una cualidad a una cosa, aquello que llamamos “significación”) se formaba pero aún no había alcanzado “a construir los significantes sostenidos por la palabra de una lengua orgánica cuya estructura ex nihilo no se pregunta por la experiencia histórica arcaica que la ha creado” (Rozitchner, 2011: 13). Sin embargo, sin esta experiencia materna con el hijo, el lenguaje humano no hubiera existido. Esta primera lengua surge para cada uno en un “interregno” (Rozitchner, 2011: 14) donde todavía el significante no se distingue del significado: ese interregno es la infancia1.

En la infancia los sonidos son el sostén melodioso cuyo sentido “forma cuerpo con su cuerpo”. En tal sentido las significaciones arcaicas de la lengua anterior “van surgiendo de la coalescencia de afectos, sabores, olores, saliencias rugosas o lisas, cavidades húmedas de un cuerpo erógeno pleno de pregnancias y fragancias”, allí donde las imágenes, confusas, superpuestas, ritmadas y yuxtapuestas son un caos que ordena la melodía sonora de la voz materna (Rozitchner, 2011: 15).

El poema, sin embargo, acusa el delito de expropiación de esa lengua que Rozitchner llama “segunda”: “la lengua natal castra”. La lengua ensoñada de la infancia, la lengua soñada por el amor materno es aniquilada, castrada (la misma imagen que usa Rozitchner) por la lengua viril, la lengua patriarcal que nos arrebata pronto, ni bien hablamos la lengua oficial, ese primer cuerpo unario-afectivo de la lengua-madre-hijo. Claro que se trata de la lengua oficial que nos ha sido impuesta. El texto liminal de la amenaza de castración que se haya en la lengua patriarcal nos conmina a “superar la naturaleza para que el espíritu muestre en los hechos el desprecio por la vida del cuerpo” (Rozitchner, 2011: 27).

La “sociedad adulta”, la sociedad del conocimiento, congela la experiencia primigenia del amor materno que nutría el sentido de todo pensamiento. En el poema se afirma, como extensión de la castración, que “la lengua es un órgano de conocimiento”2 pues el conocimiento traiciona en la medida en que convierte la materia ensoñada del mundo en conceptos que separan la materia, la distancian hasta hacerla inaccesible. Incluso conocernos a nosotros mismos será aún más difícil pues lo que es para nosotros el sustento de la conciencia, la razón no puede definirlo “porque en un soplo inasible siguen navegando las palabras. Esa madre apalabrada es el continuo sentido vaporoso que emana del cuerpo en el cual se abre lo que llamamos nuestra alma” (Rozitchner, 2011: 11).

Como Rozitchner, Pizarnik tiene una mirada pesimista y decepcionada de la lengua que hablamos: “fracaso de todo poema/ castrado por su propia lengua” (Pizarnik, 2015: 398). La lengua a la que se refiere es la lengua viril, la lengua patriarcal que nos ha sometido a la obediencia de su lógica gramatical y que ha aplastado con su cuerpo de leyes al primer cuerpo afectivo. En este sentido, el poema que es asimilable a esa lengua anterior no puede más que fracasar cuando trata de obedecer a ese sentido castrado. La ensoñación, como el poema, es el deseo puro, no el deseo de “ser deseado por el deseo del otro” (Rozitchner, 2011: 27): no se trata del deseo “que aparece después de aceptar la amenaza de castración del padre, cuyo simbolismo penetra en la lengua para transformarla en lengua independiente del cuerpo” (Rozitchner, 2011: 27), sino de la pulsión originaria del auténtico deseo.

Podemos contestar a la utopía del retorno al “sentido aborigen” que podría llevar adelante la poesía con la afirmación pizarnikiana: la “lengua es el órgano de la re-creación, del re-conocimiento pero no el de la re-surrección” (2015: 398), en un sentido positivo, no de repetición, como parece insinuar el poema en su pesimismo, sino de recomienzo cada-vez-original.

Para Rozitchner, el cuerpo infantil del sentido (el cuerpo indiviso del afecto) es una tierra que deviene desconocida para el a priori patriarcal y reclama ser exhumada por la experiencia, redescubierta y reencontrada en la poesía. Ahí está, para Rozitchner, la clave de la utopía que un retorno a la infancia (a ese sentido infantil) implicaría: el “re-conocimiento”, la “re-creación” (no la “re-surrección” de un sentido mesiánico) sino la exhumación de ese cuerpo que la infancia o la poesía deben resolver. Somos seres separados, fundados en el lenguaje, y la tarea de la infancia —que es la tarea de la poesía— es rehabilitar ese fundamento; y el fundamento es su extensión inabarcable y no el vacío (“el resto es silencio”), pues, como dice Pizarnik, “el silencio no existe” (2015: 398).

Al decir de Rozitchner, el mundo ha sido al principio la extensión infinita del cuerpo (¿se trata acaso de la misma “sustancia indeterminada” de la que habla Virno?), es decir, toda la materia sensible que entraba en relación con ese cuerpo antes de poseer una palabra, un concepto, para cada cosa. En el poema, este conflicto se dirime en el terreno de lo inauténtico: la lengua miente porque hablar ya es mentir. El destino de la lengua “es la vana promesa de un sentido, es decir su gramática y su tradición” (Agamben, 1989: 31).

El poema recuerda nuevamente la decepción por la lengua dominante que no hace más que sustituir el cuerpo gozante por el cuerpo castrado: “lo decible/ que equivale a mentir/ (todo lo que se puede decir es mentira)” (Pizarnik, 2015: 398). El poeta, señala Agamben, es, sin embargo, “el infante que piadosamente retoma esa promesa” al decidir mostrar ese vacío como verdad de la poesía y del lenguaje, allí donde “la lengua está frente a él tan sola y abandonada que ya no se impone de ninguna manera” (1989: 31). En tal sentido, la lengua del poema no puede mentir, aunque el poema se queje de ello, pues “la estela ensoñada del alma” de donde proviene el poema “es el origen inconsciente de todo pensamiento” (Rozitchner, 2011: 11).

El poema de Pizarnik insiste en la idea de la vanidad y el vacío de esa lengua segunda, viril: “las palabras/no hacen el amor/ hacen la ausencia” (Pizarnik, 2015: 398). El poema denuncia, como en el ensayo, que hay una lengua perdida dentro de la misma lengua. Llevamos a cuestas nuestra orfandad: la madre-lengua olvidada de una hija-infancia muerta. Volver al amor, abandonar la ausencia impuesta por lo simbólico, como resistencia de la poesía, supone: “Retornar al sentido aborigen para decir desde lo más hondo lo inaudito, tratar de actualizar el ensoñamiento de las primeras palabras de una lengua perdida en la misma lengua que hablamos, reencontrar el sentido desde la infancia ya ida” (Rozitchner, 2011: 22).

Sobre la traición de esa lengua vacía, el poema interroga: “si digo agua, ¿beberé?/ si digo pan, ¿comeré?” (Pizarnik, 2015: 398). Sin embargo, la respuesta a la pregunta no es la misma si no consideramos con atención de qué lengua hablamos para pensar la relación entre mundo y lenguaje. La lengua primitiva, la materia ensoñada comía y bebía la cosa-sentido3. La desconfianza en la palabra y el vacío material que expresa el poema es posterior. Al principio, “lo imaginario y lo afectivo formaban una única y tenue sustancia”, dice Rozitchner. Sin esa sustancia primaria no habría espíritu, “aunque el lenguaje y el pensamiento desmientan su carnosa existencia originaria donde se prepara la representación de lo absoluto en lo finito” (2011: 12). La escisión entre significante y significado que marca el abandono de la infancia deja atrás al cuerpo-lengua-madre que es uno con el hijo. Los ensueños de la infancia arcaica, dice Rozitchner, “fueron transformados, con la misma materia de la fantasía, en espectros que la alucinación inviste de poderes inmisericordes para que el pensar no se pase de la raya rompiendo la barra que separa al significante del significado” (2011: 30).

El problema con la lengua viril que detecta el poema es su carácter metafísico: “lo que pasa con el alma (mente, espíritu) es que no se ve” (Pizarnik, 2015: 398). El problema del “espíritu”, la “mente” o del “alma” es su carácter inmaterial: cuando la lengua del padre niega el cuerpo del que ha surgido niega también el mundo material que este sostiene, cuando es arrojada a lo invisible. La lengua corpórea materna no se relega completamente cuando es reemplazada por la palabra alma “como si esta palabra que nos dice tanto se sostuviera por sí misma” (Rozitchner, 2011: 21). La primera lengua, la lengua material, permanece subterránea, amordazada, aun cuando se convierte en espíritu pues “debe sostenerse en la emanación corpórea evanescente de algo que también lo sostenga” (Rozitchner, 2011: 21).

Y allí mismo el poema inquiere: “¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?” (Pizarnik, 2015: 398). Del terror que las arroja a la abstracción inmaterial, respondería quizás Rozitchner, pues él se realiza la misma pregunta con otras palabras: “¿cómo suplanta una lengua a la otra?, la respuesta es solo una: el terror las separa” (Rozitchner, 2011: 20). Lo único que lega ese terror es “la estela pavorosa del espectro persecutorio racional del padre que borra sus huellas” (Rozitchner, 2011: 20). Esta “imagen espectral del padre” crece y se agiganta hasta desplazar la imagen aborigen materna, pues la lengua paterna es el orden lógico de nuestro pensamiento. La poesía transgrede ese orden, insiste como la infancia, en volver a la lengua anterior que la lingüística ha dejado de lado.

El espectro patriarcal del lenguaje evapora la materia sensible, indivisa, de la cosa-sentido pues abstrae la relación significante-significado en la palabra, en el signo, volviéndola inmaterial, invisible: “ninguna palabra es visible”.

Rozitchner ve en el carácter prematuro del niño (que llega al mundo sin lenguaje que le permita ser lo que es a pesar de la facultad que ya ostenta), el fundamento del origen histórico, pues ese niño debe poder hablar para entrar al mundo, para ser-humano. Sin el espacio del ensoñamiento abierto por el afecto materno, ninguna lengua humana hubiera sido posible: “no habría habido materia ensoñada en la cual inscribirse” (Rozitchner, 2011: 17), pues el ensoñamiento hace posible la materialidad del sentido. Sin materia no hay materialismo. Sin materialismo ensoñado no hay materialismo histórico posible.

Aunque la operación de lectura que pusimos en marcha con el poema de Pizarnik no agota sus sentidos, nos ha servido al menos para ordenar, en contrapunto, las intervenciones de un diálogo interminable. Hay en el texto de Rozitchner (y esa idea subyace también en el poema) la voluntad de plantear la tarea política de la lengua. No se trata, como vimos, de la palabra abstracta y sustraída de su condición material, sino la palabra restituida a su carácter puro de acción verbal, como la praxis lingüística de la que habla Virno. Se trata de una restitución de la praxis política de la infancia (en el sentido de cada-vez-primera, más no unaria ni originaria) que, sin más, se propone exhumar de entre los enunciados (que ya solo mienten) el cuerpo de “una lengua que fue dada por muerta” (Rozitchner, 2011: 22).

Esta tarea política consiste en restituir a la lengua el carácter ensoñado del recomienzo imprevisible y lúdico que Paolo Virno piensa a través de Hannah Arendt:

la praxis humana se caracteriza por comenzar cualquier cosa de nuevo, sin requerir de una cadena causal; revelarse a sí mismo a los otros hombres. El íncipit contingente e inesperado, similar a un “segundo nacimiento”, constituye la acción en sentido estricto (Arendt en Virno, 2005: 55)4.

Una lengua ensoñada, quizás, podemos agregar aquí, es pura praxis: acción que se cumple en su hacerse.

La lengua del poema asume acaso esa tarea infantil de recomenzar el sentido obturado por la imposición del espectro patriarcal. El ejercicio de la poesía, que es la tarea común (pública, sin ser exterior y personal sin ser interior) de la infancia sobre la lengua, no hace más que arriesgarse al porvenir de un sentido que permanece desconocido, o que se revela acaso arbitrario, en el sentido de no estar sujeto más que a su propia potencia. Como objeto transicional que es, la lengua juega con el azar del sentido indeterminado, anfibio, en el que el hablante se aventura gozoso a la contingencia de lo que no está sumido a las reglas del procedimiento.

Bibliografía sugerida

Agamben, Giorgio (1989), Idea de la prosa, Barcelona, Península.

Pizarnik, Alejandra (2015), Poesía completa, Barcelona-Buenos Aires, Random House Mondadori-Lumen.

Rozitchner, León (2011), Materialismo ensoñado, Buenos Aires, Tinta Limón.

Virno, Paolo (2005), Cuando el verbo se hace carne. Lenguaje y naturaleza humana, Madrid, Traficantes de Sueños-Cactus-Tinta Limón.


1 En esta idea de intervalo o de hiato presente en el concepto de “ensoñación materna del sentido” que elabora Rozitchner, podemos leer acaso sensibles conexiones con la idea de Virno (2005) que señala que la praxis lingüística se origina como un entre mente y mundo. Este hiato no se deja llenar con una conducta prefijada sino que, como praxis de la acción verbal, debe ser apropiado mediante “ejecuciones virtuosas y reglas arbitrarias” (Virno, 2005: 49). Sin embargo, en lugar de hiato, Virno toma la denominación de Winnicott de “espacio potencial” en el que predomina lo subjetivo y lo objetivo. Este “espacio potencial es una suerte de “tierra de nadie” y de todos: no es un estado de cosas exterior pero tampoco puede ser contrastado como “realidad interior”. Ambos coinciden en señalar que sin esa “sustancia indeterminada” o “interregno”, el lenguaje humano no sería posible. ¿Ese interregno que es la infancia como el pasaje de la naturaleza al discurso, no es acaso, cada vez, el poema, como escape de la lengua viril, el espejismo de un continente rebosante de sentidos impuestos?

2 Frente a esta concepción del lenguaje como conocimiento y como instrumento de conocimiento, Virno ofrece otra lectura en la que el lenguaje no debería ser interpretado como poiesis (puesto que su ejecución, que requiere obligatoriamente de espectadores, no deja obra, no produce objeto) ni episteme (como señalaba Saussure en Curso de lingüística general, al referirse al sistema abstracto y total de la lengua) sino praxis (es una actividad en sí misma “que encaja sin residuos en su ejecución”) (Virno, 2005: 47). Para Virno, el lenguaje y la vida están del lado de la praxis. Se trata de dos formas arbitrarias pues no responden a reglas preestablecidas, y lo arbitrario, sostiene, es lo natural. En tal sentido, Virno coincide con Wittgenstein cuando este destaca que “el concepto de ser viviente posee una indeterminación semejante a la del concepto de `lenguaje’ en cuanto los signos existen solo para los seres vivientes. El lenguaje como la vida, advierte Virno, están unidos por la misma indeterminación “privados tal como están de finalidad extrínseca, ambos poseen reglas arbitrarias” (2005: 48).

3 Volvamos aquí a la idea de esta sustancia indeterminada entre lo subjetivo y lo objetivo que constituye el hiato entre mente y mundo que habíamos llamado “espacio potencial”. La praxis verbal, la ejecución virtuosa de la partitura del sentido, comparte características con lo que Winnicott llama fenómenos transicionales: experiencias situadas a medio camino entre la psique (deseos, impulsos) y el mundo de los hechos comprobables intersubjetivamente. Esta sustancia son los objetos y fenómenos que “mientras son parte del niño son parte del ambiente”. En este punto, este “continuo indeterminado” que Rozitchner reconoce como materia ensoñada del sentido se asimila a los fenómenos transicionales que dan cuenta de ese pasaje indeterminado entre la realidad psíquica y el mundo sensible. Los restos de esta “sustancia indeterminada”, sin embargo, no desaparecen nunca del todo: permanecen en la vida cultural y social como arte, filosofía, religión. Entre los fenómenos transicionales que se conservan en la vida adulta, Winnicott reconoce la actividad lúdica, que al igual que la praxis lingüística y la ejecución sin obra del artista, está siempre en una zona indeterminada: “es público pero no es exterior; es personal, pero no es interior (no presupone representaciones mentales sino que las genera como reverberación o efecto colateral)” (Virno, 2005: 50). La actividad lúdica, como la praxis lingüística y la vida, están afectadas por la misma indeterminación, están marcadas por su alto grado de variabilidad y contingencia.

4 El énfasis pertenece al original.

* CIFFyH - UNC. Correo electrónico: adrianacanseco@gmail.com.

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