Toda voz es una multitud (poesía y poética en William Carlos Williams)°
Carlos Surghi*
Cuadernos del Sur - Letras 53 (2023), 34-48, E-ISSN 2362-2970
La poética de William Carlos Williams (1883-1963) puede entenderse a la luz de la configuración de una experiencia de la voz como multitud. Nuestro trabajo analiza sus primeras reflexiones sobre la tradición y la innovación en la literatura norteamericana, para centrarse así en su poema más ambicioso, Paterson (1946-1958), particularmente en el “Libro Dos. Domingo en el parque”, en el que la poesía abraza los registros del habla para captar las modulaciones materiales y subjetivas de una lengua.
Palabras clave
voz
poesía
poética
Fecha de recepción
6 de septiembre de 2022
Aceptado para su publicación
21 de junio de 2023
° https://doi.org/10.52292/csl5320234502.
* CONICET - UNC. Correo electrónico: carlossurghi@yahoo.com.ar.
Resumen
The poetics of William Carlos Williams (1883-1963) can be understood in the light of the configuration of an experience of the voice as a crowd. Our work analyzes his first reflections on tradition and innovation in North American literature, thus focusing on his most ambitious poem, Paterson (1946-1958), particularly on the “Book Two. Sunday in the Park”, in which poetry embraces speech registers to capture the material and subjective modulations of a language.
voice
poetry
poetics
Abstract
34-48
Ar
I
Una cúpula dorada en el centro de un campo de mostaza puede ser una excentricidad escultórica, un espejismo de la más extraña idolatría, el símbolo que se yergue en el paisaje para recordar un pasado que, tal vez, tenga más de inmediato que de lejano en el tiempo, pues, como tal, comienza en el mismísimo momento en que se divisa su destello tras la gris monotonía. Entre el ondular constante del campo y el brillo de la cúpula, lo que media es el decisivo factor de la sorpresa ante aquello que comienza en un determinado momento —la ilusión de pasado que la arquitectura miente para sí y para sus contempladores— y aquello que jamás tuvo necesidad alguna de comenzar, pues es pura indolencia —los indiferentes granos de mostaza que estallan una y otra vez sin saber desde cuándo ni por qué—. Así, belleza y apatía, tenacidad y desdén son la síntesis americana. Por lo tanto, la vista que se levanta, la mirada sorprendida, el antes y después de la atención que rompe la rutina del trabajo de la tierra necesita de la ilusión del pasado; necesita de la invención del instante que se ignora, aun cuando el futuro sea el único destino de esa mirada.
De este modo se refería William Carlos Williams a la eficacia de Edgar Allan Poe, en su ensayo homónimo, para hacer de las particularidades del entorno americano un camino hacia la experiencia excéntrica que, sin embargo, es un primer paso hacia el método compositivo en tanto distinción de lo moderno para toda literatura que desee ser moderna (Williams, 1987). Poe era esa cúpula, sus destellos, el tronar silencioso y, también, el campo de noche anegando el paisaje de la profusa imaginación americana. Es más, lo macabro, el mero impulso que lleva del sentimiento a la forma, la insistencia en el tono que da como resultado el trabajo que hace de la materia algo único, no son más que la inteligencia elevándose desde los residuos de la naturaleza hacia el reflejo de la luz que la cúpula proyecta sobre el sopor puritano. Por lo cual, para que algo se vuelva único, siguiendo la lectura de Williams, hace falta esa precisión por lo extraño; tal vez un alto campanario sin réplica alguna en el horizonte, tal vez un altar sin dios, fe o religión; o por qué no genealogías incestuosas y diabólicas, cuando no la retorcida especulación de lo que escapa al deseo, pues acaso todos son los elementos y el escenario en la tragedia de la labranza del desierto que el mismo Poe emprendiera. Sin lugar a duda, la lectura de Williams busca dejar en claro que la extrañeza es preferible antes que la copia. Nada mejor entonces que el poema —la respuesta más endemoniada que saliera del ingenio americano— para encontrar esa excepcionalidad única que llamamos experiencia americana; paisaje, terror y multitud eran los temas con los cuales Poe fundara una experiencia moderna de la literatura. De ahí, entonces, que Williams se interrogara por el ritmo de esa experiencia, la voz capaz de hacerla resonar, la prosodia particular de la multitud americana, no solo en los ensayos sobre las particularidades de la literatura norteamericana, sino también en su propia poesía, por caso, el “Libro Dos. Domingo en el parque” de Paterson (Williams, 2001: 129 y siguientes)1.
Williams intuyó que dentro de esa cúpula el viento —del este trayendo la tradición moral y del oeste la bonanza de lo desconocido— jamás dejaba de soplar, arremolinarse, llevar de noche la quietud, barrer en el día con el conformismo y la indolencia; tal vez, en esa cúpula el zumbido de una abeja o el aletear de un pájaro que golpea aquí y allá en su curvatura de lo alto le recordaba que la forma —pensada como tal por primera vez por Poe al señalar que “la inteligencia imaginativa es matemática” (2008: 39)— solo contiene lo que está destinado a huir. ¿De qué sirve entonces esa forma si termina transformándose en los restos de vida que pueblan un museo?
II
Hay dos momentos en el devenir del poema americano en los que este se vuelve por demás protagonista: con Whitman, y su evangelismo democrático que le da el impulso necesario para alejarse del verso inglés, el célebre pentámetro yámbico en la prosodia; y con el mismo Williams, escuchando en la ejecución de su prosa la música que cruza el firmamento de las ciudades, los intercambios maravillosos de lo vulgar cotidiano, el lenguaje en su oído, pero esta vez, “modificado por el entorno americano” (Williams, 1987: 57). Tiempo antes, la misma Gertrude Stein había señalado que un poema no es más que una organización de materiales, un necesario rechazo a la inmediatez descriptiva que oscurece a las palabras2; lo que para Williams sería el predominio de la composición o la atención puesta a la construcción misma del poema. Pero ¿cómo hacer que el poema viva en la forma más allá de su forma? ¿Cómo hacer para que la experiencia encuentre su forma prescindiendo de la rigidez heredada?
Si el poema ha de existir de nuevo —ya fuera de su cúpula dorada, ya lejos de cualquier invención— ha de hacerlo en el ritmo, en el movimiento superior de una ola que se transforma en marea, en el movimiento de una onda que se repite con regularidad y simplemente busca destruirse. Para Williams, el ritmo es la extensión misma del poema, su profundidad y su altura, el campo sobre el cual los sonidos se distribuyen no tanto en función de la extensión que puedan lograr al agruparse, sino más bien de la intensidad que puedan convocar al romper con patrones de versificación tradicionales3.
Desde muy temprano, Williams puso énfasis en la necesidad de dotar a la experiencia de una forma nueva, en dar al poema americano un patrón de medida que se fundara exclusivamente en el ritmo, aun cuando esto fuera difícil de definir y solo señalara el rechazo a la rima y la prosodia inglesa tradicional. Su propuesta de un patrón rítmico, al que denominara pie variable —y que el mismo Williams señaló que no debía compararse ni confundirse con el verso libre—, se asentaba en principio en la ausencia de mesura, en la irrupción de “un nuevo orden relativo” para la época; se basaba también en una lucha contra “la carencia de imaginación estructural” a la cual solo podía trascenderla una medida “puramente intuitiva” (2013: 71 y siguientes) que, en el mismo Williams, se volvió inseparable de la excelencia de su oído para componer versos regulares en patrones sumamente singulares, los cuales, en varias ocasiones, eran dados por las circunstancias mismas de composición.
El poema para Williams es la física del sonido antes que la idea del pensamiento; es la materialidad misma de la designación de la cosa antes que el fantasma de su referencialidad. El poema adquiere su sentido en el despliegue de una combinación de palabras, en la danza de un movimiento, y no en la marcación coreográfica; el poema es la figuración del espacio en la página, la mudez de la pintura en tanto que distribución del sentido. Más cerca de esta última que de la música, Williams entiende el poema como una continuidad compositiva, que va del muralismo del Renacimiento a la descomposición de los objetos que Cézanne ya avizorara. Respecto a esto señala:
Él era un diseñador. Ponía las cosas en la tela de modo que hubiera un significado sin necesidad de decir absolutamente nada. Sólo la relación de las partes entre sí. Cuando escribo un poema no me preocupa si está terminado o no; si existe una relación entre sus diversas partes, se convierte en un poema. Y es que se puede percibir el sentido de un poema atendiendo a su diseño (1987: 124).
Pero ¿dónde encontrar ese ritmo que más que una medida relativamente estable denota un acontecimiento, un punto de inflexión por donde transcurre la experiencia americana? Williams puso su oído al servicio del habla, tal vez porque sabía que el idioma americano era invención pura, el resultado de un mar de voces llegadas a la playa de un continente hasta el momento mudo. He aquí que todo poema trata no de las nuevas palabras que se le piden al poeta, sino de la reflexividad misma de la experiencia que, en el ritmo, encuentra su lenguaje solo cuando aquel presta su oído al habla en el que la experiencia se cifra. El ritmo es entonces la constitución de la vida, no tanto por su empleo, sino más bien por el lugar al cual nos arroja, la intemperie misma por fuera de la cúpula dorada que Williams ya no encuentra en ningún rincón de Norteamérica, salvo en la pequeña habitación que corresponde al poema:
Vivimos nuestras vidas de acuerdo con cierto ritmo, lo sepamos o no. Nuestras vidas están regidas en gran medida por el ritmo que tienen. No hay ninguna duda sobre ello. Tomemos a un joven empleado de la Standar Oil. Vive su vida al ritmo de la Standar Oil. Puede negarlo y decir que eso es solo charlatanería, pero no es así. Ese es su ritmo y el lenguaje que se habla ahí es su lenguaje. No voy a discutir con él. Diré: ése es tu lenguaje, ése es tu modo de vida. Mi trabajo es tomarlo como lo encuentro. No soy un reformador. Tomo lo que encuentro y hago un poema con ello. Le doy una forma que tiene una calidad que ya no te pertenece. Proviene de ti, pero yo la he objetivado, le he dado una forma, una habitación humana y un lugar (1987: 107-108).
Para Williams, ese ritmo objetivado en el poema es la fuerza con la cual la poesía puede hacerse cargo del pasado y del presente, puede ante el flujo y reflujo misterioso de la vida encontrar una forma para la experiencia; el ritmo mismo es lo que lleva a conocer y desconocer la cúpula dorada en la cual, hasta el momento, el poema se encontraba cautivo. Por eso el poema está hecho de voces que lo llaman, de una multitud que es la particularidad americana en cuanto que paisaje, y no de ecos, emisiones de palabras que regresan en la onda de su deformación fantasmal4. Voces entonces no solo rítmicas, sino también raciales, físicas, espectrales, políticas, como un friso desplegadas en el horizonte futuro del poema; es esa la epidermis de la inteligencia que en el habla descubre la profundidad de lo cotidiano, que devela el pasado de una música, la atención a la escucha que es el poema; por lo tanto, lo que un simple empleado piensa en voz alta en la soledad de su habitación, en su tiempo libre, luego de contribuir a la pujanza de la gran nación, es en definitiva la voz del poema. De ahí que este, como objetivación de la vida, sea el presente de su forma, lo que finalmente ha quedado en el papel como arquitectura de la experiencia; por eso la forma debe ser más que su fijación, debe ser la consciencia de un pasado que vuelve al presente, debe ser, tanto en las calles populosas como en los campos solitarios, “la más aguda atención de la mente” (Williams, 1987: 85).
III
Claro está que el atajo a evitar en la invención del poema es el que acoge las ideas en su mascarada universal, el de la abstracción propia de la inteligencia, el de la negación de la inmediatez americana. Por ese camino, el poeta apenas si abandona el destello dorado y corre a perderse de nuevo en la oscuridad de los bosques. Ya Pound, huyendo de ellos y negando cualquier torre de marfil en suelo norteamericano, había señalado que un sistema de ideas gravitando en el poema puede ser la contraseña a la vanidad satírica de il miglior fabbro que, antes que el poema, le permita conquistar el viejo continente5. Pero ¿no era el objeto y su captación directa lo que verdaderamente importaba?, ¿no era la ausencia de todo juicio, la proximidad a la imagen concreta, la atención a lo cotidiano y su desenfado por lo nuevo lo que ciertamente concernía al modernismo norteamericano?
Tal vez más que ningún otro poeta Williams buscó imponer los hechos a las ideas, el carácter en sí de la cosa a la expresión idealista de la misma, el American idiom —con sus reveses, modismos, fragmentos concretos de una ilusión— antes que el académico language —con su tradición ya cristalizada que impone a cada tema su verso medido—6. Así, lo particular sobresale, y el poema no es más que el resultado del escrutinio directo de los sentidos, el entendimiento que llega a través de la percepción, el temblor de su presencia, la fascinación de un grito o la agudeza de la risa apresurada que completa aquello que escapa a las palabras. Por lo tanto, la poesía es lo que se oye en el vigor del habla, lo que se ejecuta con la atención puesta al fragor de su invención; lo que termina imponiendo al poeta un programa que lo trasciende: “Nosotros aquí debemos escuchar al lenguaje para hacer los descubrimientos que anhelamos” (Williams, 1987: 136).
Encontrar en una nota dejada sobre la mesa de la cocina que entre la vida y la poesía no hay distancia que el poema no pueda sortear es tal vez la labor del poeta; encontrar un puñado de ciruelas, comerlas, sentir remordimiento porque tal vez pertenezcan a otro y entonces dejar una nota de disculpas es tal vez un acontecimiento por demás prosaico en cuanto a que todo en su conjunto ni siquiera trasciende la mera anécdota; pero es así como la atención trabaja en los resplandores del cielo cotidiano. Y, sin embargo, si preguntamos dónde está la poesía, es la voz que se oye en el poema la que responde. Efectivamente, el origen del poema “This Is Just To Say” fue una nota dejada por Williams a su mujer justificando la sustracción de un puñado de ciruelas, el no contenerse al querer probarlas, el haber terminado con ellas; luego, Williams la incluyó en uno de sus libros, cuando escuchó el ritmo de un día cualquiera en esas palabras:
This is just to say / I have eaten / the plums / that were in / the icebox // and which / you were probably / saving / for breakfast // Forgive me / they were delicious / so sweet / and so cold (Williams, 2017: 5-6)7.
Yendo del objeto y su tratamiento directo hacia la materialidad disponible en el lenguaje, del flujo rítmico variable a la palabra concreta que suponga el comienzo de un diseño para la arquitectura de una experiencia determinada que podemos leer en el verso más reiterado por Williams y sus intérpretes, No ideas but in things, es que este finalmente se orientará hacia la multitud que en toda voz puede escucharse8. Antes que una reiteración de patrones establecidos, antes que la rigidez formal de una estructura sin espacio para el sentimiento americano, el poema será el relevo del ensueño a manos de la materia, la estructura de la inteligencia que antes que proceder por abstracciones, avanza por movimientos, lo cual termina haciendo del poema “un campo de acción deliberada” (Williams, 2013: 57).
IV
Paterson, libro en el que el individuo, la ciudad, el héroe, la voz, los personajes, el mito y la historia apenas si se sostienen en un tenue hilo narrativo, es justamente la vida americana como intento de expresión en una forma que trasciende toda limitación. Por lo tanto, se trata de una totalidad que solo puede entenderse en sus fragmentos; de un conocimiento de la cosa en tanto esta es su encarnación transitoria de lo que puede ser y no. ¿Un poema sobre todo lo que acontece en una ciudad? ¿Un poema sobre la mente del hombre americano? ¿Un poema sobre la naturaleza, la cultura, el tiempo pasado y futuro de un lugar? ¿Sobre el rumor indistinto? ¿Sobre la música cotidiana? Todas estas preguntas hacen a la intención compositiva de Williams en un determinado momento, que mezcla su lado épico y experimental y hasta su orientación localista e imaginista cuando busca un motivo de escritura a su alcance, cuando busca un tono, una simple imagen como cifra de la experiencia americana.
Entre Manhattan y Paterson, llegó a confesar que esta última ciudad le resultaba más accesible, pues se encontraba lejos del cosmopolitismo fascinante e infernal de la primera. Ahí entonces estaba el teatro para la atención de la mente, para la composición de un ritmo original. Además, Paterson le permitía visitar sus alrededores los domingos, caminar por sus parques, conjeturar y tramar en las conversaciones que escuchaba una historia natural de su idiosincrasia y su economía, de sus pequeñas hazañas cotidianas y sus proezas independentistas, así como también de su entorno bucólico y su decadencia industrial. Paterson fue para Williams el motivo que le permitió reparar en la vida americana ya dañada a la cual todo médico presta su escucha. La experiencia americana era entonces una voz que no necesariamente pertenecía a un sujeto, que no se encontraba en lo que este decía, sino que se podía apreciar en la multitud que en ella resonaba9.
Un domingo cualquiera, por la tarde, hacia finales de la primavera, caminando en el parque de Paterson, el poema espera. Está ahí, no en la ausencia de palabra de la cosa, sino en la voz por escuchar. Williams va hacia el poema libre de cualquier expectativa, pues la cosa, la materia, la forma que se trama, lo es todo en la exterioridad donde se la encuentra. El motivo del poema es entonces “—un mundo / (para mi) en calma, / al que yo me acerco / concretamente—” (Williams, 2001: 129)10. Familias, enamorados, chicos, chicas, locos solitarios sentados en un banco o sobre la hierba, suicidas, desconocidos, excéntricos clavadistas, portadores de armas en el siglo XIX, todo ingresa en la composición por el solo hecho de estar ahí, o de haber estado. El espacio es la presencia de lo acontecido. A diferencia de la concepción irracional de la poesía, que lleva al poeta a ser hablado por el rapto como Platón lo trata en el Ion, en este caso, la cosa antes que por la idea hablará por sí sola; el poeta deberá escuchar, atender a la prosodia de un domingo, distinguir la línea que lleva a lo concreto a través de la escucha como “entera ocupación”; y así, distinguir el lugar preciso y la forma de su expectativa: “(¡Él oye! ¡Voces • indeterminadas! Las ve / moviéndose, en grupos, de dos y de cuatro —filtrándose por obra de los muchos atajos.)” (Williams, 2001: 133).
Pero también se debe evitar la seducción misma de la exterioridad, el viejo poder redentor de la naturaleza romántica, subordinante y subordinada a una deidad que ama ocultarse. “Sin invención / nada yace bajo el embrujo / del avellano” (Williams, 2001: 136) dice Williams que ya ha atravesado el parque de domingo y ha atendido a los insectos, las aves, las rocas, el agua corriendo en su salto de 23 metros a su paso por la ciudad. En ese caminar “un saltamontes de basalto rojo, largo como una bota / brinca desde el centro de su mente, / desintegración de escombros bajo / un chaparrón tropical” (Williams, 2001: 133); la atención puesta a él, y a cuanto acontece en su expectativa, lleva a que en la historia natural del espacio —tan insignificante como un insecto en el aire, pero tan antigua como la perdurabilidad de la roca— la transmutación de la atención poética, “—su mente una piedra roja esculpida para ser / vuelo sin fin” (Williams, 2001: 135), se vuelva la afirmación moderna que el verso de Williams requiere entre lo cotidiano como tema y la composición como método: “sin invención la línea / nunca tomará sus antiguas / divisiones cuando la palabra, la ágil palabra / vivía en ella, convertida ahora en cal” (Williams, 2001: 136).
No hay entonces espacio sin voces; la voz es la invención de la línea que lo delimita todo, es el contorno del país en el que se encuentra el poema. La voz es ese movimiento rompiendo la inercia de lo que ya fue esculpido en la piedra, lo que ahora debe esculpirse en el aire. Más adelante, un grupo de jóvenes tumbados en el pasto contornea con su charla la estancia en la que el poeta se detiene:
Bajo el arbusto yacen protegidas / del sol abrasador— / 11 en punto / Parecen hablar / sus voces erráticas / su risa salvaje, flagelante, disociadas / de la escena fija • // Semidesnudo, enfrentándola, una visera / sobre los ojos de él / él habla con ella // —la carcasa de un coche medio escondido / detrás de ellos en los árboles— / compré un nuevo traje de baño, solo // bombacha y corpiño: / los pechos y las partes pudendas cubiertas—debajo // del sol en franca vulgaridad” (Williams, 2001: 136-137).
Si en el comienzo de Paterson, y siguiendo una clave pictórica, sus multitudes pueden parecerse a las de los paisajes de Brueghel, en donde ese gran panorama de un día de distracción atiende solo a los contornos —trabajadores de clase media americana en su día de domingo con su pulsión neurótica solapada—, en esta escena, podríamos seguir dicha clave pero atribuírsela a John William Waterhouse, en su etapa literaria, o a John Everett Millais, en su momento de prerrafaelismo de ascendencia medieval y renacentista extremando su encantador decadentismo, ya que hay un contorno mucho más luminoso y vital que no tiene tanto que ver con la escena en sí que se presenta, sino con el modo en el cual se la expone. Así, Millais trae a la lectura la vieja admiración de Williams por Cézanne, quien no llegara a terminar Las grandes bañistas, y que probablemente el poeta viera en el Museo de Arte de Filadelfia11. He aquí entonces que la voz, antes que un mero discurso fluyendo en su materialidad replicable como palabra o verso, es un volumen, una dimensión, la profundidad acústica de una imagen que relampaguea.
Bajo la bóveda de árboles y con el río de fondo, las figuras pintadas por Cézanne carecen de rostro, la expresividad está más bien en las líneas que unen a los cuerpos en sus gruesos trazos; la expresión no es otra cosa más que la borradura de esas líneas en el recurso de una sobria paleta de colores que no avanza más allá del ocre y el azul diluido en verde. Del mismo modo, la voz diluye la inmanencia del verso, rompe la piedra en la que se lo inscribió para exponer no ya una escena o un motivo, sino “el movimiento de una voz entre el resto”, “múltiples e inarticuladas • voces / restallando sonoramente al sol” (Williams, 2001: 140). Si bien la imagen modernista tendía a superponerse al predominio de la idea, al énfasis puesto en el concepto como parte de una larga tradición de abstracciones que arrancan en el fervor moral de la religión, es cierto también que la apelación de Pound o Eliot a una nueva tradición que se condiga con la modernidad no aligeró dicho predominio. Aun cuando La tierra baldía y Paterson se pierdan en cierta objetividad mítica que los estructura, y que los vuelve una constelación de nombres, obras y momentos, hay en uno y otro un universalismo y un provincianismo abstracto que, en el caso de Williams, une realismo y ligereza como pauta de autenticidad, como todo lo posible para el poema llevado en las alas de la voz, en el furor de su erótica urbana:
Semi-excitados // yacen bajo su manta / cara a cara / moteados por las sombras de las hojas // sobre ellos, inmolestados, / por lo menos aquí sin perturbaciones. / No indignos • • // charlando, flagrantes más allá de toda charla / en perfecta domesticidad— / Y habiéndose bañado // y habiendo comido (unos cuantos / sándwiches) / sus angustiados pensamientos se encuentran // en la carne—rodeados / ¡por amores de trinos! Alas alegres / para llevarlos (en el sueño) // —sus pensamientos aligerados, / lejos / • • entre la hierba (Williams, 2001: 137-138).
Al igual que Alexander Hamilton, padre fundador, primer secretario del tesoro, quien al contemplar en tiempos de la Revolución las cataratas del Passaic ve la energía contenida del comercio y la industria de la joven nación americana12, Williams, un domingo cualquiera, casi doscientos años después, entiende el poema —esa moneda acuñada en su mente lejos de la usura del intelecto— como ese rugir, como ese estruendo sonoro de una caída perpetua que el movimiento inmotivado conduce. ¿Qué es entonces el poema? El resultado de una manufactura del idioma. Al caminar, al desplazase en el tiempo, al encontrar en el espacio la música del desierto que interpela desde las cosas, la intención del poeta no es más que confundirse con todo lo que encuentra; de esta manera, trabajar la propia voz y darle a esta la capacidad de volverse multitud lo llevaría a la invención americana: una singularidad que no es uno sino miles, un habla monstruosa que ya no proviene de una torre o una cúpula, sino que se eleva desde las inflexiones de “la gran bestia americana” —el mismísimo pueblo al que Hamilton quería conducir con su sistema de impuestos y su brillante administración federal recién fundada durante la presidencia de Washington—.
Para no recorrer la absurda extensión de su país, para darle a su peregrinar estético una medida considerable, la escala propia de la síntesis genial que lo definiría para siempre, Williams lo redujo todo a las hectáreas de un parque, al caminar de un flaneur, a la atención puesta en lo inaudito y al riesgo mismo de lo intrascendente y accidentado:
Y así, durante la primera hora de la tarde, de un lugar / a otro se desplaza, / su voz se mezcla con otras voces / —la voz en su voz / abriendo su vieja garganta, hinchando sus labios, / atizando su mente (mas / que su mente se encenderá) // —siguiendo a los caminantes (Williams, 2001: 142).
La multitud hace a la expresión buscada por Williams mediante “esfuerzos / para captar el movimiento de una voz” (Williams, 2001: 145); y, sin embargo, esa voz, en el pasado y en el presente, en todo lo que ha podido alcanzar, no se resigna a ser el poeta y su tiempo. Antes que la vanidad compositiva, la voz del poema es la figuración sonora de una ciudad, una nueva religión moderna conformada por revelaciones urbanas que nos dicen “NO SE ADMITEN PERROS SUELTOS EN ESTE PARQUE” (Williams, 2001: 146), o que señala, para el poema futuro, que el comienzo está por fuera de todo lo aprendido, ya que antes de la experiencia americana, el poeta trabaja con “el idioma • palabras / ¡sin estilo!” (Williams, 2001: 132), y a partir de ahora, ese estilo será mucho menos que la multitud a escuchar en el idioma.
Bibliografía
Fuentes
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----- (2020), Paterson, Buenos Aires, Ediciones en danza, [traducción de Silvia Camerotto].
Bibliografía referida
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1 Escrito en 1925, unos años después de Kora en el infierno: improvisaciones, el ensayo sobre “Edgar Allan Poe” es uno de los comienzos más metódicos de la moderna literatura norteamericana; tal vez porque su autor se anima a pensar el acceso a la lengua y el método desde el mismísimo paisaje, el cual es mucho más que un referente inmediato. De este modo, Williams busca desplazar la lectura francesa de Poe, institucionalizada por medio del simbolismo con su acentuación europea, resaltando lo que en ella hay respecto a su pertenencia a un “Nuevo Mundo” en el cual “la obra de Poe conmueve por su escrupulosa originalidad, no originalidad en el sentido espúreo, sino en su legítimo sentido de espacio fundado sobre el terreno, una convicción de que él podía juzgar desde su propia ubicación” (Williams, 1987: 39). En dicha ubicación, es fundamental tener en cuenta cómo la noción de “multitud”, que supondría la contracara urbana a un paisaje solitario, ya se encuentra en Poe tematizada desde 1840 en el cuento “El hombre de la multitud”, y supone la fascinación ante lo que se ve y lo que se escucha en el escenario de la modernidad: la ciudad, donde observaciones de orden “general” dan paso a “detalles” que puntualizan esta experiencia: “Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones” (Poe, 1998: 247). De ahí que la persecución de lo singular en la multitud sea para Williams un elemento para tener en cuenta en su lectura de Poe, más aún a la hora de dotar de una voz singular a su poesía, como será el caso de aquello que se escucha en la sección “Domingo en el parque” de Paterson. Hay en español dos versiones: William Carlos Williams poemas, textos y entrevistas (traducción de Martha Block), que es la que citamos en este caso, y otra incluida en La invención necesaria (traducción de Juan Antonio Montiel), publicada en Santiago de Chile (2013); de Poe seguimos Cuentos completos 1 (traducción de julio Cortázar), publicada originalmente en Puerto Rico.
2 Al respecto, para la importancia y gravitación de Stein en relación con Williams y la tradición europea mediada por la experiencia de residencia en el continente, cfr. Portraits and prayers (1934) y How to write (2018) de Stein.
3 Al respecto, seguimos dos estudios tradicionales, Form and value in modern poetry (1957), de Richard Blackmur, y The art of William Carlos Williams (1968), de James Guimond.
4 En relación con el término voz y su derivación y continuidad del término Stimmung, en cuanto este último designa la experiencia de ciertos sentimientos que se funden en un dato objetivo más allá del mero “estado de ánimo” propio de la percepción, seguimos lo expuesto por Agamben en “Vocación y voz” (2007: 100). Allí el filósofo italiano destaca la procedencia de la Stimmung que deviene de la “esfera acústico musical”, desplazándose hacia el sentido moderno de “estado de ánimo” en su proximidad psicológica. Sin embargo, cabe destacar que la Stimmung, como bien señala, “no está ni en la interioridad, ni en el mundo, sino en su límite”, cual forma del ser-ahí, en cuanto que lugar mismo del ser. Por lo tanto, la Stimmung “es la condición para que el hombre pueda, sin estar ya anticipado siempre por un lenguaje extraño, proferir una voz propia, encontrar la palabra propia” (Agamben, 2007: 100 y siguientes, el destacado corresponde al original) a la que entenderemos por poesía.
5 Para la relación Williams-Pound, como por cierto también Williams-Eliot, ver The influence of Ezra Pound (1966), de Key Goodwin, Ezra Pound & William Carlos Williams: the University of Pennsylvania conference papers (1983), de Daniel Hoffman, y The new American poetry (1960), de Donald Allen.
6 Es indudable en esto la influencia de Wordsworth —el del Prefacio (1999) y las Baladas Líricas, en autoría con Coleridge (1987) o Preludio (1980)—; más si pensamos que la cosa en sí a la que se refiere Williams llega por medio de lo que él entiende como revelación, un trabajo de regresión en la mente hacia la infancia, que es anterior al lenguaje, mucho más auténtica y propia del orden de las percepciones; y que, por supuesto, la formación o educación del poeta debe restituir, ya que “el propósito de escribir es revelar” (Williams, 2013: 51) y, para ello, la mente debe negociar con la inteligencia, esa suerte de distancia que se antepone a la infancia. Al respecto, en el ensayo “Revelación” Williams señala lo siguiente: “Pero parece claro que cuando el niño, acudiendo a su propia razón, consigue crecer y, aunque sea por puro accidente, logra preservar intacto un trozo de la primera revelación, un trozo recóndito, oculto en lo más profundo de su corazón, vive y florece bellamente. Entonces se le revela el punto de partida de todo descubrimiento, perdido de vista durante mucho tiempo, y que subyacía en las profundidades de su cerebro antes de que lo ‘enderezaran’. Esta es, de hecho, la historia de cualquiera: nuestra infancia entera transcurre en un alocado intento de rescatar, hasta donde sea posible, la primera revelación de nosotros mismos” (Williams, 2013: 53-54).
7 “Solo para decirte / que me comí / las ciruelas / que estaban / en la heladera // y que / probablemente / guardabas / para el desayuno // Perdóname / estaban deliciosas / tan dulces y / tan frescas” (2017: 5-6, traducción de Juan Antonio Montiel).
8 Traducido como “no ideas, cosas” (1973: 75), en este caso por Octavio Paz, pero también como “no ideas, sino cosas” (126), como es el caso de Montiel en el poema de 1944 “A manera de canción”, este verso, reiterado en diversos momentos de la obra de Williams, también soportaría la prosaica mención “la idea solo en las cosas”, como aparece en el capítulo ٥٨ de su The autobiography: “para el poeta no hay ideas sino en las cosas” (Williams, 1967: 35). En Paterson abre el Libro I como apelación “—Dilo, no hay ideas sino en las cosas—”, y llega hasta el final, en el Libro V, donde se eleva “la cosa misma” frente a cualquier idea —en este caso profética—: “¡No profecía! ¡No profecía! / ¡sino la cosa misma!” (2001: 93 y 209).
9 Respecto a ese descubrimiento y esa relación entre el poeta y la ciudad, la escritura y su objeto, cfr. An approach to Paterson (1967), de Walter Scott Paterson.
10 A partir de aquí todas las citas corresponden al segundo libro de Paterson (2001), titulado “Domingo en el parque”, en la traducción de Margarita Ardanaz.
11 En relación con el tema pintura-poesía, cfr. el libro de James Breslin, Williams: An American artist (1970).
12 Con relación a la importancia histórica de la ciudad de Paterson, cfr. el libro de William Nelson, History of the city of Paterson and the country of Pasaic New Jersey (1901).