Misión del intelectual en la democracia argentina°+
Hernán Zucchi*
Cuadernos del Sur - Letras 53 (2023), 125-138, E-ISSN 2362-2970
¿En qué consiste un viaje en barco? Puede responderse: en que haya un barco, en que haya tripulantes y pasajeros y, por último, en que haya una organización por la cual se rijan los tripulantes y los pasajeros.
Está bien, diremos, todo eso sin duda es necesario, pero ¿es suficiente? ¿Acaso no hace falta saber adónde se va, con qué intenciones se va y qué se proponen pasajeros y tripulantes al ir y llegar?
Los hombres para vivir necesitan de una tierra y, además, de organizarse como sociedad. Pero además de todo eso ¿no tiene toda comunidad humana un sentido hacia el cual dirige sus pasos? ¿No hay acaso una finalidad consciente en algunos casos e inconsciente en otros que gobierna y articula la vida de los distintos individuos que constituyen un pueblo? ¿No es esa secreta y honda finalidad la que justifica las diferentes formas de gobierno por las cuales un pueblo pretende encaminar sus pasos en seguimiento de ese fin? Meditemos en estas palabras “formas de gobierno”.
Hay muchas formas de gobierno, pero un pueblo va eligiendo a lo largo de su historia la que más se le adapta para poder realizar así sus finalidades más queridas. Los pueblos pasan por las formas de gobierno como los gusanos pasan a través de todas sus metamorfosis hasta alcanzar su forma definitiva que es siempre la mejor, porque es la única que le permite volar. Sólo se debe hablar de comunidad humana cuando esta comunidad se realiza de la manera más completa posible. Cuando existe algo “común” a todos. Empero, cuando los pueblos sólo tienen de común la tierra que los sostiene y las leyes que lo rigen, esa comunidad no existe realmente. Pues como en realidad todo esto es exterior, esa sociedad tendrá las apariencias de una comunidad y sólo lo será superficialmente. La auténtica comunidad sólo existe cuando ese elemento común se aloja en la intimidad más honda de cada uno de los miembros que la constituyen. En definitiva, sólo hay comunidad cuando se borran las diferencias entre lo común y lo privado, entre la exterioridad de todos los miembros y la interioridad de cada uno de ellos.
Ese fué el secreto de las grandes comunidades históricas. Así, por ejemplo, en la democracia griega del siglo V cada ciudadano tenía algo común con todos: la “polis”. La polis no era la mera organización social que presidía las relaciones formales entre los ciudadanos. Era algo más hondo. Reunía a todos ellos en creencias comunes que los agrupaban en torno a festejos y festividades populares, manteniéndolos también bajo idénticas manifestaciones artísticas, ya que sus más grandes y finos artistas trabajaban en la elaboración de un gusto común; reuniéndolos además en la comunidad de nociones científicas y filosóficas y, por último, en la comunidad de una historia y de un común destino.
Todo eso hizo de la democracia ateniense no sólo la forma de gobierno en que el pueblo detentaba el ejercicio del poder (democracia, en sentido superficial), sino que había algo más hondo que estaba en el trasfondo de todo esto: la comunidad absoluta de bienes materiales y espirituales existentes entre los ciudadanos.
La época moderna, tan excesivamente individualista, ha sido injusta en la apreciación de las comunidades de este tipo. La misma palabra “común” ha caído cada vez más en descrédito. Cuando decimos que una moda se ha tornado común o cuando hablamos de que una persona se expresa en términos comunes queremos indicar con esto el carácter plebeyo y bastardo de esa persona. Lo común no puede ser bueno, ni fino, ni profundo, ni verdadero, sino que es siempre para nosotros algo rudo, superficial, mediocre e hipócrita. Todo esto ocurre porque para un moderno comunidad es sinónimo de mediocridad, de nivelación por lo bajo y no superación hacia lo alto.
En cambio para el espíritu de la Grecia clásica la excelencia de algo consiste en gran parte en el hecho de ser compartido y aceptado por los demás. Es en definitiva el pueblo quien otorga la gloria a los héroes, el pueblo quien asiste a los grandes espectáculos teatrales y deportivos y es él quien discierne los premios, así como el que aprueba o desaprueba una doctrina filosófica. En una palabra: la gente docta y el pueblo hablaban en la antigüedad un mismo lenguaje.
En nuestras sociedades modernas no ocurren las cosas de esa manera. La tensión y el aislamiento entre pueblo e individuo ha llegado al grado máximo. La sociedad representada por el Estado se ha convertido, para valemos del impresionante símbolo de Hobbes, en un Leviathán, es decir, en un monstruo que devora al individuo. Este recurre a toda suerte de expedientes para liberarse de la ferocidad y dureza de una sociedad que pugna por reducir a nada sus aspiraciones. El hombre que, según Hobbes, en un remoto comienzo encontró un lobo en el prójimo, encuentra en el Leviathán, en el estado, una bestia mucho más feroz. Y no sólo Hobbes ha sido quien ha descripto esa hostilidad existente entre individuo y comunidad. Desde él hasta Kafka asoman en el pensamiento moderno toda una lista de intelectuales que denuncian ese estado abominable del hombre contemporáneo. Con la época moderna se rompe ese sentimiento de amparo y sostén que seguramente experimentaban ciertas colectividades antiguas.
En el caso particular del intelectual (que es también un individuo) la tensión se agudiza enormemente. El intelectual decide entonces vivir como suele decirse en su torre de marfil, dejando al pueblo entregado a toda suerte de desdichas. Si en la antigüedad el intelectual tenía una misión, un puesto, una tarea que cumplir, en la época moderna la función del intelectual va desapareciendo cada vez más. Deja de servir de guía a su pueblo y éste se entrega así a toda suerte de demagogos: los demagogos de la política, que son muchos, los demagogos de las creencias, los demagogos del saber, y los demagogos del gusto, que no son menos que aquéllos. Aparecen así falsos conductores y guías en sustitución de los auténticos. Los falsos intelectuales en política son aquéllos que con el pretexto de inspirar la unión de todos los hombres que componen un país defienden los intereses de una minoría. El desprestigio del intelectual en la época contemporánea se debe sobre todo a un uso indebido de su misión fundamental. Los pueblos a la larga ganan la partida en contra de quienes se oponen al bien común con el pretexto de salvarlo. Nada puede excusar la actitud de esos falsos intelectuales. Pero una función mal cumplida no va en menoscabo de la función misma sino de quien la cumple. Un mal cartero, por ejemplo, o bien es aquél que no entrega la correspondencia a su destinatario o quien demora en hacerla. Pero la función que consiste en que alguien entregue cartas a los destinatarios permitiendo el intercambio de ideas, sentimientos e intereses de todo tipo, es en sí misma noble y buena. Por haberse olvidado de cumplir su misión los falsos intelectuales, la sociedad implacable y en este caso injusta ha suprimido la función misma, en lugar de reemplazar a quienes no la supieron ejercer. El remedio resultó peor que la enfermedad. De todo esto resulta que en la hora presente se comprueba el retraimiento del intelectual a su esfera privada. El poeta, el filósofo y el historiador viven, escriben y piensan para ellos mismos o para una “selecta” minoría, no inquietándose casi nada de la suerte de la mayoría que, a su vez, se desinteresa de las opiniones sustentadas por los intelectuales.
Sé muy bien que todo esto tiene su explicación histórica. Si los intelectuales se han divorciado del pueblo ha sido o bien porque no han encontrado cabida en la sociedad moderna, o bien porque, habiendo ejercido mal su función, han sido expulsados de la polis, como lo fueron los poetas de la República de Platón.
Pero a pesar de reconocer y encontrar justificada históricamente la ruptura entre sociedad e intelectual, yo estoy absolutamente en contra de este aislamiento y de este divorcio. La razón es sencilla: son los intelectuales los únicos que pueden rescatar de la miseria a una sociedad decrépita y desintegrada, y esto, a su vez, por una razón todavía más simple: la misión de los intelectuales, comprendiendo por ellos a los poetas, los artistas, filósofos, historiadores, santos y hombres de ciencia, es la de ocuparse precisamente de ese elemento común que convierte una sociedad en una comunidad.
Ahora bien ¿en qué consiste ocuparse de este elemento común? O, dicho de otra manera ¿qué es eso que llamamos lo común de una comunidad?
El hombre particular vive comúnmente entregado a solucionar los graves problemas que la vida le plantea a él y a sus familiares. Por lo general carece de tiempo y sobre todo de interés en ocuparse de los demás. Su pensamiento está puesto en él y en el destino de los suyos. A veces, cuando sus ocupaciones lo permiten, se entrega a meditar en los demás. Pero eso es esporádico y su preocupación por los demás no deja de tener el aspecto de un desplante deportivo.
Los gobernantes y los políticos, cuando son auténticos, piensan en verdad en el pueblo. Lo testimonian las medidas de gobierno, las plataformas políticas, los planes y acciones encaminados a resolver los problemas relacionados con el bienestar de la sociedad. Sin esas medidas, el barco del Estado anda, como suele decirse, a la deriva y sin timón.
Sin embargo, con ser imprescindibles, esas medidas a mi juicio no son suficientes para fundar, conservar y consolidar una comunidad. Medidas tendientes a defender y consolidar el dominio sobre el territorio, a procurar un bienestar económico donde la prosperidad impere, no alcanzan, y no tienen por qué alcanzar, al ciudadano mismo, en cuanto hombre de carne y hueso, si solamente lo tratan como engranaje de una máquina política. Lo que importa saber es si ese hombre que es ciudadano consciente íntimamente en ser miembro de una sociedad; si la sociedad significa algo para él, en cuanto hombre; si tiene sentido para él estar conviviendo con otros hombres y luchando por un bien común, si la sociedad no es un obstáculo para el desarrollo de sus capacidades físicas y sus anhelos espirituales, en fin, si quiere a la sociedad como a sí mismo porque entre ella y él han desaparecido las barreras que los separaban.
Dos ejemplos podrán ilustrar esto que digo:
Todo matrimonio tiene una base material y económica: supone una casa, un hogar y dos miembros que han resuelto convivir por el resto de sus días. Supone además cierta pericia económica para mantener el hogar (no olvidar que la palabra economía proviene de la griega “oikía” que quería decir casa). Pero por sobre todo esto, un matrimonio supone amor entre sus miembros, porque sin él nada valen ni la casa, ni la prosperidad económica, ni otros bienes que puedan ocasionalmente tener.
Sólo el amor los reúne en una comunidad de dos. Sin amor hay asociación, hay sociedad, pero no comunidad. Están vinculados, sí, pero no están “fundidos” formando un cuerpo y un alma única. La casa permite que estén juntos, el dinero que ganan permite que vivan una vida decorosa, pero únicamente el amor que se profesan consigue el milagro de la unión.
Porque en el caso de la familia sólo el amor es lo que traspasa la coraza que aísla a cada individuo del resto de los demás.
Pero el ejemplo siguiente quizás esté más cercano de la comunidad de tipo político. Tomemos una asociación donde para existir no sea necesario recurrir al amor, que es siempre algo poco frecuente en la sociedad. Varios jóvenes tienen vocación por la música y deciden fundar una sociedad de conciertos y de estudios musicales. La sociedad prospera, adquieren un local que les permite estudiar y congregarse en torno a los músicos que invitan, se han organizado en una sociedad dotada de un estatuto que la rige, en fin, logran ponerse en contacto con otras sociedades similares. Lo material en todo esto es indispensable. Sin local es imposible concebir una sociedad de este tipo, tampoco lo es sin un cierto nivel económico de sus finanzas, etc. Pero hay algo que reúne a todos estos jóvenes en una comunidad musical, y no es por cierto el amor que se profesan entre ellos, que no es necesario que exista: el entusiasmo por la música que se ha despertado en todos. El local y el estado económico es indispensable en la comunidad pero no es suficiente. Lo que hace de esa asociación una comunidad es la pasión que cada uno de sus miembros siente por la música. Es la música que les llega a sus corazones la que permite y hace posible la existencia de una comunidad musical, porque la música en este caso ha podido penetrar en el interior del hombre y no se ha limitado a rozar su superficie. Nada más conmovedor que ver asociaciones musicales durante un buen concierto donde además de advertirse el hondo placer musical que embarga a cada uno de los miembros, se respira, por así decirlo, un aire sereno de comunidad que flota como un perfume en el ambiente.
Volvamos de estas pequeñas asociaciones a la sociedad máxima que es el pueblo organizado y preguntémonos qué es lo que hace posible transformar una masa caótica de habitantes en una comunidad donde, corno dijimos anteriormente, se borren, en parte siquiera, las barreras que separan colectividad de individuo. Analicemos un poco más detenidamente: el territorio congrega a los habitantes, pero no los funde, el estado económico les proporciona un bienestar saludable, las buenas leyes regulan las relaciones entre sus miembros, pero a mi juicio todavía hace falta algo más para convertir un pueblo próspero, dotado de buenas tierras y buena economía en una comunidad. Tenemos que dar con algo que no sea indiferente al hombre de carne y hueso que existe, tras la máscara ciudadana. Algo que le interese la raíz misma de su personalidad; en fin, algo que realice el milagro de abrir la personalidad hasta entonces enquistada dentro de una cáscara individual al gran mar de la comunidad.
II – Los ideales y la comunidad
La existencia humana individual y colectiva va acompañada siempre de un sentimiento de insatisfacción que mueve a representar un estado futuro o lejano en que ese sentimiento desaparezca. Por no estar satisfechos con nosotros mismos y con el orden establecido en la sociedad en que vivimos es que aspiramos a un estado futuro donde esa insatisfacción que consume nuestra vicia desaparezca por completo.
A esa existencia futura todavía no realizada y, además, dadas sus características, difícil de realizar, la llamamos el “ideal”. El ideal, pues, es la promesa que nos hacemos de un futuro donde veríamos realizada una existencia mejor dentro de una sociedad también mejor.
De lo que digo se desprende: 1° el ideal es la representación concreta de una existencia humana superior; 2°: la existencia concreta propuesta como ideal supone siempre una situación social también concreta que sirva de marco a la existencia ideal. Y esto es fácil de comprender: al ser el ideal que aspiramos a alcanzar, no una abstracción, sino una existencia concreta, como lo es toda existencia humana, tiene forzosamente que existir dentro de una sociedad que se eleve a la altura de perfección de la existencia ideal.
Como corolario de esto se desprende que nunca un ideal es de naturaleza individual y, por decirlo así, egoísta, sino que la realización de la existencia ideal implica también la realización de una comunidad de otras existencias también ideales, pero distintas de aquélla. El hombre es un animal político, dijo Aristóteles, y lo es en tan alto grado, agregaremos nosotros, que aún sus más íntimas y secretas aspiraciones no logran apartarlo de los otros hombres, sino al contrario elevarlo a una polis mejor que la presente.
Fue una sociedad real la que condenó a Sócrates que se presentaba en su realidad con todos los caracteres de la existencia ideal. Si la sociedad se hubiera acomodado a los principios de justicia que él pregonaba, entonces no lo hubiera condenado a beber la cicuta. La personalidad de Sócrates exigía una comunidad que estuviera a la altura de su perfección humana. Esa comunidad es la que se esfuerza en describir Platón en su República. En suma: como todo ideal es la representación de una existencia humana perfecta y la existencia necesita habitar, vivir en una comunidad ideal, cuando perseguimos la realización de un ideal estamos persiguiendo inconscientemente la realización de un estado ideal. Además, si llegara a faltar un ideal de convivencia propuesto a cada uno de los miembros que constituyen una sociedad, éstos no se fundirán jamás en una comunidad, y se verán, de ese modo, condenados a vivir una existencia solitaria y triste.
En conclusión: el elemento común que convierte una sociedad en una comunidad no es otro que la representación consciente o inconsciente de una sociedad ideal donde desaparezcan esas vidas taciturnas, solitarias y violentas que encontramos a cada paso en nuestra realidad cotidiana.
De este principio se deriva otra consecuencia: una sociedad será tanto más pujante cuanto más elevados sean los ideales de vida a que aspiran sus miembros, porque también los ideales tienen su altura.
Una pregunta importante es saber cómo surgen los grandes ideales. Quiénes los crean y con qué fines. Ya hemos visto que la forjación de ideales es algo, en cierto modo, natural en el hombre. Pero los individuos comunes carecen de fuerza idealizadora. Aquí es donde entran en juego los intelectuales. Son ellos precisamente quienes se encuentran en mejores condiciones para forjarlos. Es la actividad poética, la del historiador, y la del filósofo la que más se presta para este tipo de cosas.
En todas las grandes culturas y en la historia de los grandes pueblos han sido los grandes artistas, especialmente los poetas, y los filósofos los que han plasmado los ideales que han servido de norma a la vida de sus semejantes. Ésa ha sido su misión. Homero concibió a Aquiles, Héctor, Ulises y un sinnúmero de héroes que sirvieron de prototipo a los mil años de civilización griega. Virgilio idealizó la figura de Eneas, así como Nietzsche pensó profundamente en Sil Zaratustra y Dostoyevsky en Demetrio Karamasov. Esos personajes de ficción eran irreales, sí, pero no eran abstracciones, no eran conceptos. Tampoco los filósofos se olvidaron de concebir personajes ideales. ¿Qué hizo Platón con Sócrates sino forjar el más formidable ideal que concebir se pueda? Tan poderosa ha sido la gravitación del ideal socrático de vida que ha trascendido los marcos de la civilización antigua. ¿Qué es toda la obra de Píndaro sino una constante apoteosis, es decir, una constante erección de ideales de vida, de lucha y de acción? La cultura griega y su historia no se hizo únicamente con las campañas de sus sagaces estrategas y de sus valerosos soldados. Esos soldados y esos estrategas sabían por qué combatían, porque delante de las tropas de hoplitas marchaba todo un ejército de ideales que alentaba a los rezagados y hasta les enseñaba el camino que conduce al heroísmo, y el que eleva a la victoria.
El mundo antiguo vive siempre bajo el signo de algún ideal. Los ideales eran cosas concretas, realidades presentes que asistían a todo tipo de operar humano. Cada oficio, cada ocupación y cada actividad humana se ejercía con los auspicios de algún pequeño dios, o de algún héroe o heroína.
Cuando en el siglo V Grecia alcanzó mayoría de edad, los antiguos ideales en parte fueron suprimidos, pero no por eso dejaron de aparecer otros nuevos y muy pujantes. Tucídides creó el ideal Pericles y, como dije antes, Platón idealizó a Sócrates.
El cristianismo es, como toda religión, una religión de figuras ideales. El Nuevo Testamento es entre otras cosas la magna empresa de descripción y fijación del ideal cristiano de vida. La vida de Jesús, las acciones de los apóstoles y, saliéndonos de los marcos de la Biblia, la vida de los santos, los padecimientos de los mártires, son presentados como ideales concretos que sirven de guía y faro a las tribulaciones de los cristianos de todas las épocas, desde Jesús mismo hasta el cardenal Mindzensty.
La época moderna tiene también sus personajes ideales. Poco importa que esos personajes hayan sido hombres reales, lo que cuenta es la idealización que de sus vidas se ha hecho. También los modernos con todo su racionalismo canonizan sus “santos” y realizan sus apoteosis. ¿Qué es Galileo sino el ideal del investigador racional que escudriña la infinitud del libro de la naturaleza y sufre el martirio de verse forzado a contradecir sus más fundadas convicciones racionales? ¿Qué es la vida y la obra de Goethe, tan comentada y conocida por los alemanes, sino el ideal propuesto al espíritu germano que tantas veces ha servido de signo bajo el cual Alemania ha renacido como el fénix de las cenizas? Toda civilización, toda cultura, todo país se mueven en virtud de grandes ideales. Pero, lo repito, esos ideales no son conceptos abstractos.
Democracia es una abstracción, no un ideal, pero la abnegada vida de Abraham Lincoln no es una abstracción, es un ideal concreto para todo estadounidense. Cuando se habla de democracia en EE. UU. se sabe muy bien qué es lo que se dice: es el ideal de vida norteamericana, encarnado por sus generales, políticos y héroes, que tantas veces ha servido de tema de inspiración a sus poetas y escritores, así como de realización a los dramaturgos y directores cinematográficos.
EE. UU. es un claro ejemplo contemporáneo que muy bien puede servirnos para ilustrar lo que estamos tratando de decir. Los yankis han sabido forjarse ideales acomodados a su vida. EE. UU., fuerte país industrial donde las técnicas se multiplican y desarrollan de una manera formidable, ha creado sus ideales que se conforman a este tipo de vida. La sorprendente vida de Edison, así como los denodados esfuerzos de Henry Ford por fabricar un auto popular han sido exaltados por sus escritores, por su periodismo y hasta por el cinematógrafo. Los ingleses han sido maestros en esto de forjarse ideales de vida. Todo inglés sabe muy bien qué significa ser un “gentleman”. El ideal de “gentleman” está presente aún hoy en la vida y en los esfuerzos del más miserable de los ingleses.
III – Nuestra democracia y el problema de la educación
Pero ¿qué tiene que ver todo esto que decimos a propósito de los ideales en general con la organización democrática que impera en nuestro país? No pretendo aburrir al lector volviendo a definir una vez más qué es democracia. Harto se ha hecho en el país y fuera de él. Lo único que cabe tener presente es que democracia, para nosotros demócratas, significa un mejor sistema de convivencia humana. Mejor que los otros, se entiende. Hay que tener presente que la democracia es una de las tantas formas que los hombres han ensayado para convivir. La democracia, considerada desde el punto de vista histórico, surgió como la aspiración de hombres oprimidos que reclamaban un conjunto de derechos a gobiernos despóticos e intolerantes. Históricamente fue una conquista que la humanidad efectuó y que no puede desconocerse en ningún caso. La humanidad, en este aspecto, ha dado un paso adelante y estamos convencidos que no es lícito retroceder. Los demócratas, entre otras cosas, reclamaban derechos como el de la igualdad entre los hombres, libertad de opinar o de palabra, libertad de prensa. etc. Se exigió y se obtuvo en cierto modo la supresión de privilegios. Se obtuvo, al menos teóricamente, la libertad de expresar libremente el pensamiento, porque la verdad surge del diálogo, y de la libertad de prensa, porque en el diálogo deben participar todos. La democracia es un drama en que todos los ciudadanos son primeros actores. Hubo una aspiración en todo demócrata de fines del siglo XVIII: exigir derechos sin los cuales no puede realizarse la humanidad que cada hombre lleva en sí. Pero conviene reparar en algo importante. Los derechos obtenidos después de las revoluciones democráticas no convirtieron automáticamente a los hombres de lobos que eran en seres humanos, en el sentido cabal de esta palabra. Los derechos son posibilidades abiertas para llegar a ser humano, pero no son talismanes que operen milagros. Sin los derechos el hombre no puede llegar a ser humano, pero con los derechos únicamente no se es humano. Hace falta algo más: ejercer el derecho y saber usar de él. El derecho es un instrumento formal que permite la realización de los fines humanos, pero como todo instrumento, exige el poder y el saber usarlo. Y, más aún, como instrumento que es el derecho, puede volverse contra el beneficiario, en caso de usar mal de él. Lo importante es saber concretamente quién es el ser que ejerce derechos, qué palabras pronuncia ese ser que tiene libertad y qué imprimen las prensas.
Los derechos humanos son factores necesarios para que exista democracia, pero no suficientes. En el mejor de los casos en la Argentina han existido esos factores formales, pero hasta el presente no se ha visto plenamente realizada la democracia, porque, como acabo de decir, falta un factor también esencial: la transfiguración interior del hombre demócrata. Sin la existencia de un ciudadano interiormente democrático, la democracia no es un drama sino una farsa.
El ciudadano que superficialmente es democrático es como el oro falso: exigirá derechos, pero abusará de ellos; pedirá libertad de palabra, pero para calumniar; pedirá libertad de pensamiento, pero para odiar; hablará de libertad que sólo ejercerá para aniquilar a su vecino. ¿Puede decirse que en ese caso la democracia es un buen sistema de convivencia? Sólo un hombre interiormente convencido de las bondades de la democracia puede cooperar para el establecimiento de una auténtica república.
De otro modo, todos los derechos que se le otorguen para que realice su humanidad sólo cooperarán para que se acreciente en él su bestialidad. Dicho de otra manera: no creo en los barcos, sino en los capitanes, no creo en los libros sino en los buenos escritores, en fin, no creo en los medios, sino en quienes los utilizan.
Democracia supone derechos del hombre, y, sobre todo, conciencia democrática en el ciudadano y en la sociedad.
Ahora bien, los derechos pueden implantarse paulatina o rápidamente, es decir, por evolución interior o por evolución subitánea. En cambio, la conciencia democrática supone una maduración interior. No es algo que venga de afuera, hace falta persuadirse a sí mismo. Supone entonces una auténtica “conversión” a la democracia. ¿Cómo se puede conseguir esto? La respuesta es única: si el pueblo es el soberano hay que educar al soberano. Se organizan entonces escuelas, colegios, universidades, sociedades de todo tipo, particulares y públicas, academias, etc., con el fin de educar al delfín democrático. Con un pueblo analfabeto es imposible hablar de democracia. Esto es indudable. Sin embargo, la educación argentina en este sentido ha ofrecido fallas muy notorias. A pesar de que se ha logrado extirpar en gran parte el fantasma del analfabetismo, no se ha logrado la ansiada conversión democrática. Hay miles de escuelas, colegios y demás establecimientos educativos y formativos. Los alumnos saben a su vez miles de cosas. Aprenden una profesión, un oficio, etc., pero ignoran algo esencial: la convivencia democrática. No hay duda de que la educación es un medio poderoso y esencial a la democracia, pero sin embargo no se notan sus resultados. Los egresados no se convierten en demócratas. Se convierten en artesanos, en profesionales, etc.
¿Pero por qué ocurre esto? La explicación que propongo parecerá un poco arbitraria pero para mí es irrefutable. Poco después de la revolución democrática ocurrieron otras revoluciones sociales. Una de ellas fue la irrupción de la corriente llamada positivismo. Los positivistas entendieron la democracia a su manera, o, mejor dicho, no la entendieron en manera alguna. Porque el positivista estaba muy bien preparado para comprender la evolución de las disciplinas científicas y cifraba la felicidad de los hombres en el progreso de las ciencias naturales. En el orden político el positivismo tiene puesta su mirada en la institución de un estado dirigido y compuesto por técnicos especializados. Pero el positivismo se ha olvidado de una cosa: de la calidad interior del alma del técnico. El positivismo habla a la razón, no al espíritu total del hombre. La conversión democrática exige una política de educación que no sólo hable a la razón sino que haga al hombre sensible a un orden de cosas diferentes. La democracia no se conforma con que cada ciudadano se limite a cultivar su especialidad científica o técnica. Eso más bien dará por resultado una tecnocracia que no es lo mismo. El positivismo conduce a una tecnocracia totalitaria, cosa en verdad diametralmente opuesta a los anhelos democráticos.
En nuestro país hubo muchos demócratas, pero cuando la democracia se hizo positiva se implantó la educación positivista en sustitución de la auténtica formación democrática. El fracaso, a mi juicio, consiste sobre todo en creer que la instrucción que se imparte en las escuelas y demás establecimientos educativos es democrática, cuando en el mejor de los casos es positivista.
Quiero prevenir un malentendido. Yo no estoy contra la especialización científica. La especialización es indispensable, y estar en contra de ella es caer en el salvajismo. Desde el siglo V ateniense hasta hoy es imposible organizar un estado occidental sin contar con la división del trabajo y la especialización que éste acarrea. Pero hay muchos modos de entender eso que se llama especialización.
La educación positivista tiene que dejar lugar a la democracia o la democracia argentina perecerá frente a otras formas de gobierno. Suprimir la especialización científica es convertir al país en un estado colonial. Pero dejar la educación en manos de los técnicos cientificistas es convertir al país en un estado bárbaro.
Democracia y positivismo responden a dos corrientes diferentes del espíritu humano. El positivismo es la máxima expresión del racionalismo moderno mediante el cual se tiende a constituir una sociedad en donde la especialización que toda organización humana implica sea llevada al máximo. Pero justamente la democracia pretende borrar las diferencias entre los hombres para fundar una comunidad basada en la libertad, la igualdad y la fraternidad. El positivismo pluraliza a la sociedad, la democracia la concentra y unifica. El positivismo convierte al hombre en una cosa, en una máquina más, la democracia en cambio es el llamado a la humanidad ínsita en cada hombre. El positivismo pugna por una sociedad constituida por seres desvitalizados, carentes de toda responsabilidad y de todo calor humano, por el contrario, la democracia es una invitación a la vida moral, centrada en el cultivo de la personalidad y de los valores éticos y espirituales.
Sin embargo, estos dos grandes movimientos espirituales, al estar situados en distinto plano pueden llegar a armonizarse en una unidad superior, pero a condición que la especialización científica se someta enteramente al orden democrático y el hombre de ciencia se compenetre de la esencia de la vida democrática. Aspecto éste que queda un poco fuera de los marcos de esta exposición.
Lo que interesa es que la educación argentina, que debió estar en definitiva destinada a constituir y formar al hombre demócrata, forma en cambio positivistas indiferentes a la vida democrática y además ignorantes de lo que la caracteriza.
IV – Para una paideia argentina
Los perjuicios que el pensamiento positivista ha producido en nuestra sociedad democrática pueden reducirse fundamentalmente a los siguientes:
1º Los planes de estudios en las escuelas y demás establecimientos educativos responden a un enciclopedismo de cuño positivista.
2º El artista, el poeta, el filósofo y el santo poco o nada tienen que hacer en la sociedad argentina, pues carecen de función o misión especial, justamente porque en una sociedad organizada sobre la base de principios positivistas queda excluido todo intelectual que no sustente esos principios, porque tanto el poeta como el filósofo, artista y santo se resisten a toda suerte de especialización, ya que su dominio, como dije al comienzo no es otro que aquel núcleo esencial de la comunidad al que hemos dado el nombre de “ideal”.
Todo esto acarrea una gravísima consecuencia y es la siguiente.
En la sociedad argentina se advierte una carencia absoluta de ideales de vida. Vivimos sin ideales, y ésta es otra de las cosas que no tenemos. Pero la falta de ideales, lejos de carecer de importancia, la tiene, como vimos, en grado sumo.
La falta de auténticos ideales trae como consecuencia el padecimiento de la ilusión de tenerlos. Quiero decir, tenemos ideales ilusorios, insustanciales, que nos inducen a creer que estamos en posesión de normas según las cuales vivimos y morimos, pero que en realidad no resisten ningún tipo de prueba. Al no tener ideales, y en cambio padecer la ilusión de tenerlos, nuestra sociedad es impotente para convertirse en comunidad. Quizás se me objete: ¿acaso no se lucha siempre por la democracia, por la libertad, por la justicia, etc? ¿Respondo a esta objeción: la justicia, la democracia, la libertad y cosas por el estilo no son ideales de vida, sino conceptos abstractos o valores que flotan en un cielo lejano.
Entiéndase bien: no es que ponga en duda la justicia, la libertad o la democracia; lo que dudo es de la eficacia espiritual de esos valores o conceptos abstractos, cuando se los presenta así, descarnados de toda textura humana, de toda vida propia. La justicia, la libertad, etc. para tener gravitación sobre las almas necesitan encarnarse en algún ideal. Son como esos héroes de la Odisea que Ulises encontró en su descenso al Hades y que para poder hablar necesitaron antes beber un poco de sangre caliente a fin de cobrar fuerzas y figura humana. O, para representarlo todavía más plásticamente, son como un bloque de mármol carente de forma escultural, necesitado del cincel del artista que lo convierta en un cuerpo determinado. No es la libertad lo que un suizo tiene por ideal, sino a Guillermo Tell, que junto con un puñado de valientes impusieron y simbolizaron dicha libertad.
La libertad no es el ideal, sino el personaje histórico o mítico llamado Guillermo Tell cuyos padecimientos y hazañas han servido de motor y de impulso a toda la historia de la democracia suiza. No es la libertad lo que primero se busca, sino el hombre que la encarna, el hombre libre. La sociedad argentina no ha sabido forjarse ideales de vida que la fomenten y consoliden. Y esto por lo que dije antes, por carecer de intelectuales que cumplan con la misión política a que están destinados. En cambio, los intelectuales argentinos se entregan a otro género de actividades. Esa esterilidad en ideales de que padecemos ha dejado inermes las mentes de los maestros que sirven de intermediarios entre los grandes poetas y los educandos. Los pobres maestros, a menudo conscientes de esa falta, han tenido que hacer lo que han podido para cubrir los claros dejados por los intelectuales. Pero ésta no es la misión del maestro, pues la de él consiste en formar el espíritu de los jóvenes con arreglo a normas y leyes humanas descubiertas por los intelectuales. Los maestros sólo ponen en obra lo que los intelectuales conciben previamente.
De lo dicho se desprende lo siguiente: falta en la Argentina la elaboración de una “paideia” propia, para valernos de la expresión empleada por Jaeger. Por tanto, el pueblo argentino carece de un sistema de normas y leyes ideales con arreglo a las cuales pueda instituirse una auténtica comunidad.
Sin embargo este problema esencial de la cultura argentina tiene una solución, aunque ésta es difícil y ardua. Para encontrarla conviene tener presente la situación real, no ficticia, de nuestros intelectuales. El intelectual argentino, al no encontrar un puesto en nuestra sociedad ha apelado invariablemente al expediente a que se recurre cada vez que alguien se enfrenta con una realidad hostil a su destino: la evasión. El intelectual argentino es un virtuoso de la evasión. Hay evasiones estéticas, religiosas, y teóricas. El evadido tiene algo en común con el hombre que se entrega a forjar ideales: la no aceptación de una situación real, del orden presente. Pero se diferencian esencialmente en que mientras el que se evade huye de la realidad en que vive, desentendiéndose olímpicamente de ella, quien forja ideales se eleva por sobre la realidad no para huir de ella, sino para encontrar después de una ansiosa búsqueda el verdadero sendero por donde todo su pueblo pueda lograr el cumplimiento de su destino. Quien se evade logra salvarse hasta cierto punto como intelectual, pero en cambio se pierde irremediablemente como hombre de carne y hueso existente aquí y ahora, inmerso en esta realidad donde se halla comprometido. La pérdida de lo humano que todo intelectual lleva en sí lo pierde a la larga como intelectual mismo, porque en definitiva, no hay evasión, si se entiende por esta actitud el apartamiento absoluto de la realidad cotidiana.
El intelectual debe volver a su pueblo y entregarse a él. Es en él donde puede encontrar la auténtica fuente de inspiración para realizarse inclusive como intelectual mismo. Si él se convierte a su pueblo, su pueblo comenzará poco a poco a creer en él, a ver con los ojos de él y a seguir los modelos que él le propone.
Vislumbro un futuro no muy lejano en que por obra de los poetas venideros y de algunos ya presentes habrá de lograrse esa ansiada cohesión, ese feliz estado de cordial convivencia al que todos los argentinos aspiran. Si esto que digo es cierto, la tarea árdua será persuadir a nuestros intelectuales sobre la gravedad de la hora y sobre las importantes consecuencias que un cambio de actitud acarrearía al país. Necesitamos a los poetas tanto o más que a nuestro petróleo, porque si éste consigue poner en movimiento las máquinas, en cambio no mueve los espíritus. El único combustible que enciende y logra moverlos es para mí la elaboración de un sistema de normas genuinamente argentinas encarnadas en ideales de vida, es decir en una “paideia”, mediante la cual podría realizarse el simbolismo de esas manos que en nuestro ya viejo escudo se dan un franco apretón que constituye una clara invitación a la vida en común.
° https://doi.org/10.52292/csl5320234526
+ Este artículo se publicó en el nº 1 de Cuadernos del Sur, mayo de 1958, pp. 3-19. En esta transcripción, se han adecuado erratas y se mantuvo la ortografía del texto original.
* Hernán Zucchi (1917-1998) fue el primer rector electo de la Universidad Nacional del Sur, cargo que desempeñó entre 1957 y 1958. En los primeros tiempos del Departamento de Humanidades, fue docente de las asignaturas “Problemas de la filosofía” y, más tarde, de “Metafísica”. Integró el Comité de Redacción de la flamante Cuadernos del Sur, a la vez que se desempeñaba como investigador titular en el Instituto de Humanidades entre 1957-58 y 1962-63. A lo largo de su trayectoria académica publicó los libros Estudios de filosofía antigua y moderna, ¿Qué es la antropología filosófica?, Ramificaciones, La sociología comprensiva. También publicó estudios sobre Max Weber y Alfred Schutz, así como un ensayo titulado Análisis del principio de fundamento de Martín Heidegger. Tradujo del griego la Metafísica de Aristóteles y diversas obras filosóficas del alemán.
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