ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 28, 1-2022, pp. 181 a 210

Autonomía moral kantiana y autonomía personal: convergencias a propósito del principio de daño

Kantian Moral Autonomy and Personal Autonomy: Convergences regarding the harm principle

 

Alexander Vargas Tinoco*

Recepción: 08/03/2022

Evaluación: 08/04/2022

Aceptación final: 10/05/2022

Resumen: Este trabajo pretende exponer algunos aspectos en los que la autonomía moral kantiana y la autonomía personal pueden relacionarse con el principio de daño defendido en el liberalismo. Para ello, en las secciones primera y segunda presentaré brevemente el principio y cómo éste podría justificarse según el enfoque kantiano de la autonomía y el enfoque de la autonomía personal, tomando la versión de Raz como un ejemplo relevante de esta idea. En la segunda parte, argumentaré que en algunos aspectos como el respeto por los demás, el contenido moral sustantivo y la reflexión crítica como capacidad de autenticidad, estas relaciones son más visibles. En la parte final, presentaré algunas conclusiones al respecto.

Palabras clave: autonomía, moralidad, daño, principio, liberalismo.

 

Abstract: This work aims to expose some aspects in which Kantian moral autonomy and personal autonomy may be related regarding the harm principle defended in liberalism. For that, in the first and second sections, I will briefly present the principle and how it could be justified according to the Kantian approach to autonomy and the approach to personal autonomy, taking Raz’s version as a relevant example of this idea. In the second part, I will argue that in some aspects like respect for others, substantive moral content and critical reflection as a capacity for authenticity these relationships are more visible. In the final part, I will present some conclusions in this regard.

Keywords: autonomy, morality, harm, principle, liberalism.

1. Introducción

En el pasado número XVII de Discusiones se publicó un interesante debate en torno a la autonomía y la legitimidad. En particular, el cruce de argumentos que quedó plasmado en dicho número versó, principalmente, sobre la manera como pueden articularse las ideas de autonomía moral y autonomía política. Se destacó en particular la tesis de Jan Sieckmann, quien defiende una idea de autonomía moral y política que incluye un proceso de reflexión intersubjetiva. Según señala dicho autor, nadie puede definir una situación normativa (vinculante) por sí solo, sino que se requiere un ejercicio de reflexión intersubjetiva para que se acepte una norma como definitivamente válida. Lo anterior obedece a que lo moral responde a las pretensiones normativas de otras personas, cosa que también encuentra un reflejo en la arena política, donde es necesaria la presencia de quienes pueden aportar diferentes perspectivas para determinar la validez de las normas que regirán una comunidad. En ambos casos, tanto para la autonomía moral como para la política, resultaría cierto que las respectivas normas que se reconocen válidas en ambos escenarios requerirán una reflexión más allá del individuo, que muestre una suerte de consenso o convergencia razonable respecto de los fundamentos que permiten reconocer su carácter vinculante hacia sus destinatarios (Sieckmann, 2016, pp. 46-47 y 52-59). Este planteamiento se topa con una dificultad que debe ser superada, consistente en la llamada “paradoja de la autonomía”, que se deriva “de que la decisión autónoma, por una parte, debe ser auto-determinada y no puede derivarse de normas preexistentes, mientras que, por la otra, pretende establecer una norma válida, lo que presupone que hay razones normativas por las cuales la norma en cuestión debe ser considerada válida y, por ende, vinculante para sus destinatarios” (Sieckmann 2016, p. 29).

Con todo, esta paradoja es discutida en el mismo número de la revista y, en particular, llama la atención que las premisas a partir de las cuales surge también pueden ser problematizadas, especialmente por su relación con la obra de Kant, quien fue el primero en referir a la autonomía como autolegislación. Estas disertaciones se evidencian en la síntesis que sobre la posición de Keinert (respecto de Sieckmann) expone Iosa. Al respecto, Iosa señala que, “en Kant, según Keinert, lo único que garantiza la moralidad de una máxima es su forma de ley, su universalidad. En otras palabras, para Kant la moral no está en la máxima sino en la ley práctica. De aquí que para Keinert tampoco haya en Kant ninguna paradoja de la autonomía: la ley no surge en absoluto de la voluntad particular de los agentes sino de la estructura de la voluntad racional. Un ser capaz de actuar por razones toma por tales solo aquellas que puedan serlo para cualquier agente racional. Ello depende de que sean razones universalizables, que cualquier agente podría aceptar” (Iosa, 2016, p. 13).

Según anota Iosa, la paradoja expuesta por Sieckmann surgiría de la confusión entre autonomía moral y autonomía individual en la que dicho autor incurre, una confusión que Keinert denuncia en su texto, aunque sin precisar mucho lo que entiende por autonomía individual (Keinert, 2016, pp. 76-77). De allí que Iosa infiera que esa referencia a la autonomía individual en verdad haga alusión a la autonomía personal, esto es, a la posibilidad de elegir por nosotros mismos entre un conjunto de opciones (Iosa, 2016, p. 13).  

Como puede evidenciarse, las relaciones entre la noción de autonomía moral y personal resultan interesantes para seguir el rastro de la discusión, máxime cuando se apela a la obra de un autor en particular como Kant. En ese orden, me parece evidente la necesidad de una mayor claridad respecto de la distinción entre “autonomía moral” y “autonomía personal”. Bien observa Iosa al afirmar que “esta ambigüedad es fuente de uno de los problemas que surgen en la discusión que nos ocupa” (Iosa, 2016, p. 9), añadiendo que subsiste la inquietud de si la idea de una voluntad autolegisladora en Kant se refiere a los intereses y decisiones particulares de las personas o no (Iosa, 2016, p. 14). De hecho, del éxito de dicha distinción dependería, en buena medida, el sentido en que se enfrenta la paradoja de la autonomía, como también las semejanzas y diferencias que se diluciden entre autonomía política y autonomía moral.[1] En efecto, si son cuestiones distintas y Sieckmann se refiere a la “autonomía moral” de una manera impropia (o confusa) a la luz de lo dicho por Kant, la paradoja entonces no debería surgir (en términos estrictamente kantianos, como anota Keinert).

Así las cosas, me parece que a esta discusión en particular, sobre la autonomía y la paradoja que implicaría aceptarla como autolegislación, habría de agregarse otra que parece pertinente desarrollar en paralelo, acerca de las posibilidades de distinguir entre autonomía moral “a la Kant” y “autonomía personal”. Si parte de la discusión arriba mencionada se enfoca en cuán bien se puede lidiar con ciertos problemas derivados de algunas tesis de Kant, o cuán kantianas pueden ser ciertas afirmaciones sobre la autonomía personal y su relación con la autonomía moral, entonces la discusión sobre las posibilidades de distinguir entre una y otra es pertinente y relativa a aquella sobre la paradoja anotada. En ese sentido, este escrito pretende aportar a esa discusión que, me parece, podría darse juntamente o de manera previa, incluso, a la que suscita la paradoja, y así evidenciar que no se trata de un ejercicio intelectual sencillo, porque en la comparativa de ciertas ideas kantianas sobre la autonomía con otras expuestas respecto de la autonomía personal pueden evidenciarse proximidades en algunos ámbitos. Así, exhibiendo algunos puntos de convergencia se puede alimentar el desarrollo de aquella discusión y promover otro debate relacionado, que me parece pertinente para esclarecer los términos del primero.[2] Dicho esto, intentaré mostrar tres aspectos en los que es posible evidenciar cierta convergencia entre las ideas de autonomía moral y autonomía personal, relacionados con el principio de daño. Al respecto, dos aclaraciones preliminares son pertinentes. En primer lugar, me aproximaré a estas ideas a partir de dos autores en particular: Immanuel Kant y Joseph Raz. La perspectiva del primero es claramente pertinente por la evocación que de su obra se hace en la discusión que inspira este escrito, como antes se vio. La relación al segundo tiene lugar por tratarse de un autor representativo de la idea de autonomía personal, por su discutida proximidad con Kant y por el énfasis que hace en su obra respecto de la relación entre autonomía y principio de daño. En segundo lugar, he seleccionado el principio de daño por su pertinencia e importancia al momento de advertir limitaciones normativas a la autonomía y, en ese sentido, tratarse de un principio que se relaciona con la paradoja expuesta anteriormente.[3]

Así las cosas, a continuación presentaré el principio de daño de manera breve, para seguidamente exponer las aproximaciones kantiana y personal a la autonomía, enfocándome en la versión de Raz y observando cómo desde ambas se puede dar cuenta de la vigencia de aquel principio. Seguidamente, mostraré cuáles aspectos se prestan para señalar una convergencia en la teorización de ambas perspectivas, relacionados con la justificación del principio de daño. En la parte final presentaré algunas conclusiones al respecto.

2. Sobre el principio de daño

Según el conocido principio de daño expuesto por J.S. Mill en el siglo XIX, la evitación del daño a terceros constituye una justificación para limitar las libertades de los individuos en una sociedad liberal (Mill, 2015, pp. 12y 13)[4]. Esta limitación, no obstante, no se entiende contraria a la idea de autonomía, sino que esta es comprendida dentro de un marco normativo en el que el daño injustificado a otros no hace parte de ella. Según expone Mill, el desarrollo de las capacidades humanas es deseable y requiere permitir la libertad de cada uno dentro de la sociedad con la menor interferencia, siendo valioso que cada uno exprese su individualidad a través de sus propias elecciones. Así, el autor defiende que cada persona, con sus propias facultades y capacidades, debe poder expresar su naturaleza y la energía de su impulso de manera libre, sin más limitaciones que la evitación del daño a otros (Mill, 2015, p. 60)[5].

Este principio, ligado desde la modernidad al ideario de un Estado liberal, parte de la base de una dicotomía que diferencia las relaciones de la persona con sus ideales sobre una buena vida para sí, de los ideales que otros pueden tener para sí mismos (Mill, 2015, p. 58). Si bien uno puede ser el juez más idóneo de lo que mejor conviene a los intereses propios, ello no se replica respecto de nuestra aptitud para juzgar lo conveniente a los intereses ajenos.[6] Lo anterior implicaría que los juicios morales que se emiten para el ámbito intrapersonal no tienen que coincidir, necesariamente, con los juicios morales que versan sobre las conductas que pueden afectar a los demás. En ese sentido, mientras se defiende que una persona autónoma puede llegar a tomar decisiones que la puedan afectar, esa misma defensa no se replica respecto de las elecciones que pueden perjudicar a otros.[7] Claramente, lo anterior apunta a destacar la importancia que tiene en el Estado liberal la individualidad como una cuestión valiosa que permite la diferenciación de los demás y la convivencia, con lo que a su turno conduce a una exaltación de la pluralidad de formas de vivir (no dañosas) como un bien valioso.

Con todo, esta diferenciación que aparece en la idea de una autonomía personal, entre la capacidad de juzgar lo que es mejor para los intereses personales y la capacidad de hacer lo propio respecto de los intereses ajenos (e incluso llegar a apartarse de lo que los demás creen correcto con base en un criterio moral distinto), no está presente en todas las perspectivas de la autonomía. En particular, no lo está en la idea de autonomía defendida desde una perspectiva moral por Immanuel Kant (en adelante “autonomía moral”)[8]. La razón de ello radica en la fuerte conexión que defendió Kant entre la autonomía y una comprensión objetivista de la moralidad, en la que no parece haber cabida a juzgar diferenciadamente lo (que resulta) bueno para uno de lo (que resulta) bueno para los demás. En ese sentido, el autor no encuentra fundamentos distintos en los deberes que se tienen hacia los demás, de los que se tienen hacia uno mismo, dado que la moralidad emana de la razón universal y lo que es moralmente correcto para uno no tiene por qué diferir de lo que debe ser correcto para otro, porque no se trata de satisfacer las inclinaciones subjetivas de cada uno acerca de lo que conviene a su bienestar individual. En ese sentido, Kant afirma:

 yo no puedo reconocer que estoy obligado a otros más que en la medida en que me obligo a mí mismo: porque la ley, en virtud de la cual yo me considero obligado, procede en todos los casos de mi propia razón práctica, por la que soy coaccionado, siendo a la vez el que me coacciono a mí mismo. (Kant, 1989, A 418).

Estos matices han contribuido a la distinción entre autonomía personal y autonomía moral. Si bien ambas pueden dar cuenta de por qué el principio de daño puede estar justificado, ciertas premisas que asumen y algunas conclusiones variarán entre una y otra aproximación. En efecto, puede haber diferencias respecto de cuán competente es uno para emitir juicios morales respecto de la felicidad de otros, o sobre la corrección moral del daño autoinfligido, o con relación a cuán profundo debe ser el razonamiento personal para entenderse autónomo. Como lo señalan Christman y Anderson (2005, p. 2), a diferencia de la idea de autonomía moral, la autonomía personal “se entiende como un rasgo moralmente neutral (o supuestamente neutral) que los individuos pueden exhibir en relación con cualquier aspecto de sus vidas, sin limitarse a cuestiones de obligación moral”. Por su parte, la autonomía moral se refiere a la capacidad de sujetarse a los principios morales propios, que en Kant son objetivos y universales, como se verá más adelante. 

Aunque las dos aproximaciones no son las únicas, me enfocaré en ellas para resaltar un punto que, considero, no debe perderse de vista en las discusiones sobre este tema, cual es la vigencia de ciertos postulados kantianos que siguen siendo pertinentes a pesar de la defensa de ciertas tesis que pregonan un distanciamiento de ellos. En particular, sería desacertado defender una separación radical entre la idea de autonomía personal y de autonomía moral (en sentido kantiano), en la medida en que pueden evidenciarse ciertas cercanías que aquí señalaré con ocasión de la implementación del principio liberal de la evitación del daño a terceros.

Para tal efecto procederé en dos partes. En la primera, expondré brevemente, tanto la perspectiva de la autonomía en Kant, como la de la autonomía personal expuesta por Joseph Raz, cuya tesis al respecto tomaré como muestra relevante de los aspectos centrales de esta idea. Respecto de ellas señalaré cómo el daño puede resultar significativo bajo cada una de esas aproximaciones y cómo el principio de daño podría defenderse desde cada una. Posteriormente, en la segunda parte, expondré tres puntos de convergencia entre ambas aproximaciones que se relacionan con el Estado liberal y la vigencia del principio de daño, en particular, (i) la idea de respeto como una reacción al valor de las personas, (ii) la necesidad de adjudicar un contenido moral mínimo a la autonomía y (iii) la capacidad de reflexión crítica que permite a las personas su desenvolvimiento como seres auténticos.

2. Autonomía moral y autonomía personal frente al daño 2.1. Autonomía moral: la perspectiva kantiana

La idea de autonomía en Kant es una altamente cualificada que excede la mera posibilidad de selección entre varias alternativas. El compromiso entre la libertad y la moralidad es bastante fuerte, al punto de no considerar autónomo a quien toma cualquier tipo de opciones, en particular, las que se desvían de lo moral. La autonomía aquí no es meramente una circunstancia fáctica de todo ser que se piensa libre sino, más bien, un principio del que se desprende la moralidad, según el cual la voluntad misma es independiente de los influjos sensibles que la pueden llegar a dominar. En palabras de Kant, la autonomía de la voluntad debe entenderse como el principio supremo de la moralidad al que accede la razón cuando se piensa como libre, y que es condición formal de las acciones no heterónomas (Kant, 1983, pp. 121 y 130). Dicho de otro modo, señala que el principio consiste en la constitución de la voluntad como ley para sí misma, independientemente de los objetos del querer, lo que se expresa principalmente en el imperativo categórico que constriñe a obrar de manera universalmente válida (Kant, 1983, p. 101). 

Para comprender el porqué del imperativo hay que tener en cuenta que el ser racional puede pensarse de diferentes maneras, según un dualismo que es transversal a la obra kantiana. En efecto, de la misma manera en que se puede separar el conocimiento de las cosas en lo que ellas son en sí mismas y en la manera como nos afectan, las personas pueden pensarse en dos mundos que les aportan dos perspectivas diferentes: (i) el mundo inteligible de las leyes de la razón pura que le permiten la autonomía de su voluntad y (ii) el mundo sensible de leyes naturales que lo determinan heterónomamente (Kant, 1983, pp. 120-122).  Si se dijera que el ser solo puede sentirse parte del mundo inteligible, entonces todas sus acciones estarían conforme a la autonomía, es decir, a lo que dicte su voluntad racional como legisladora de sí misma; pero como también se intuye en el mundo sensible y se siente afectado por los fenómenos empíricos que le pueden llevar a actuar lejos de la razón, entonces concibe que sus acciones deben estar conformes a lo que dicta su voluntad racional, de allí que deba constreñirse de manera imperativa para que haya coherencia entre la razón (libre de influjos sensibles) y su conducta (Kant, 1983, p. 123). 

Así las cosas, la libertad es una forma de causalidad por la cual se hace efectiva la legislación racional interna que la persona dicta para sí, siendo la desviación de esa legislación una cuestión empírica que no puede ser definitoria del concepto mismo de libertad, según defiende (Kant, 1999, p. 34).

A esta legislación interna solo acceden los seres racionales que, en cuanto tales, pueden arribar a la moralidad y conocer lo que ella manda a través de imperativos objetivos y universales cuyo valor no está condicionado a la obtención de algo más allá que su realización misma. Esta capacidad de los seres humanos, en tanto racionales, permite afirmar que ellos son el fundamento del imperativo categórico, y que al igual que este tienen un valor absoluto o incondicionado al cual se le debe respeto, esto es un tratamiento como fin en sí mismo y no como medio. En efecto, a diferencia de lo que se debe a lo que tiene un valor relativo o un precio intercambiable, las personas y la moralidad tienen un valor interno absoluto, que Kant llama “dignidad”, y que no es intercambiable por causa o precio alguno (Kant, 1983, p. 101).

Esta característica de ser legislador es lo que, considero, constituye el elemento central de lo que Kant afirmó como autonomía.[9] Sin embargo, se debe matizar que la idea de autolegislación en Kant, según se aprecia, no es propiamente una que se identifique con la exclusividad de las normas legisladas. Es decir, que el hecho de que el ser racional pueda autolegislarse no quiere decir que las leyes internas a las que pueda acceder mediante su razón sean unas distintas o exclusivas suyas o que solo rijan para él. Más bien, el hecho de que los mandatos de la razón sean objetivos y universales permite que otros seres racionales puedan llegar al mismo conocimiento moral, de allí que puedan ser legislados y legisladores –simultáneamente– de la moralidad[10]. Esto es importante destacarlo, en tanto que el compromiso de la autonomía kantiana con la moralidad es tal, que se considera que la voluntad libre y la voluntad sometida a leyes morales son una misma cosa, esto es, conceptos trasmutables (Kant, 1983, p. 112)[11].

Expuesto lo anterior, y dado el alto compromiso conceptual de las acciones autónomas con la moralidad, podría decirse que un principio como el del daño protege a la autonomía de la afectación dañosa en tanto ella resulta ser una afrenta para aquella en, al menos, dos sentidos que justifican su implementación.

En primer lugar, el daño produce una afectación a la realidad del ser humano como parte del mundo sensible, y se puede entender que su ocurrencia genera una imposibilidad de llevar a cabo la voluntad misma, como quiera que no pueda materializarla por lo estropeado que llegue a resultar su cuerpo o las cosas de las que se vale para llevarla a cabo en el mundo de lo perceptible. Esto es particularmente evidente en los casos de daño material y corporal en los que, por ejemplo, se ha perdido una extremidad o la funcionalidad de alguno de los sentidos, entre otras situaciones que suponen esa desconexión entre voluntad y acción. Asimismo, en lo relacionado con la capacidad de sentirse parte del mundo inteligible, como ser racional, el daño también puede afectar esas facultades y quitarle a la persona la capacidad misma de guiarse bajo la razón, dada una imposibilidad fáctica para llevar a cabo procesos racionales abstractos que están implicados al momento de pensarse de manera libre. Así, el daño puede afectar su condición como ser libre que actúa en el mundo, pero también la capacidad de que su voluntad sea autónoma.

En segundo lugar, el daño puede representar una afrenta, tanto al imperativo categórico que es principio de la moralidad, como a un imperativo hipotético personal, derivado del razonamiento práctico, como sucede con el propósito de ser feliz. En este último sentido, habría que aclarar que el daño no necesariamente tendría una connotación moralmente negativa, dado el objetivo de ser feliz no implica el cumplimiento de lo que es moralmente debido. Pero cuando el daño deviene de la violación del imperativo categórico, como quiera que lo antecede una conducta que no pueda ser universalizable o que viola el principio de no tratar a los demás con respeto por su humanidad o como fines en sí mismos, hay también una violación de la moralidad. En ese sentido, el autor señala lo siguiente:

No puede entonces, disponerse del hombre por parte de otros, para mutilarle, estropearle o matarle; quien lesiona los derechos de los hombres usa a la persona ajena como simple medio, sin tener consideración que el otro, como ser racional que es, debe ser estimado como fin en sí mismo; las acciones no deben contradecir la humanidad sino concordar con ella, procurando entonces que los fines del otro sean, en lo posible, los fines propios. (Kant, 1983, p. 85)

Dicho lo anterior, podría sintetizarse que, desde una perspectiva kantiana, el daño repercute en una afectación de las características mismas de la persona como ser libre, pero también como ser racional y, en este último sentido, pueden afectarse los fines que haya dispuesto para sí en su razonamiento práctico, tales como la pretensión de ser feliz o el cumplimiento mismo de sus deberes. Adicionalmente, el daño puede haber sido producto de conductas que no expresan un tratamiento respetuoso hacia la persona porque violan o transgreden imperativos morales, dando así un tratamiento indigno a quien se le debe respeto, como cuando se daña a alguien para que sirva a los propósitos ajenos. Así, el principio de daño estaría justificado para evitar estas afectaciones y encontraría plausibilidad moral en tanto sea un principio universalizable por los seres racionales.

2.2. Autonomía personal como elemento del bienestar

Juntamente a la idea de autonomía kantiana como autolegislación moral de la persona racional, se puede destacar la idea de autonomía personal, que trata de desprenderse de las connotaciones necesariamente morales de aquella y, más bien, permitir un margen amplio para valorar el pluralismo en las formas de vivir la vida, con lo que pretende alguna neutralidad respecto de lo que es moralmente exigido a las personas como miembros de una comunidad[12].

En ese sentido, la idea de autonomía personal parece diferir de la capacidad de acceder o discernir reglas morales de la razón y, en cambio, se asocia con los requerimientos prácticos o prudenciales que una persona puede tener en la toma de sus decisiones. Como lo señala Waldron, la idea de autonomía personal evoca la imagen de una persona a cargo de su vida, escogiendo cuál de sus deseos seguir[13]. Aunque no se trata de una idea inmoral, tiene poco que ver con la moralidad, pues se centra más en descifrar los intereses de la persona, más que de compatibilizarlos con los de los demás (Waldron, 2005, p. 307). En esa medida, esta idea no estaría ligada (al menos no en un sentido fuerte) a la acepción de una moralidad universal que vincule las decisiones íntimas de la persona, sino que apela a la capacidad de ella para asumir el control de sus decisiones en su vida, para lo cual es necesario tener un margen de acción que permita la selección entre varias opciones diferentes, así como la capacidad para ejercerlas.

Una aproximación que ha destacado la idea de autonomía personal como disposición de opciones para elegir entre ellas se encuentra en la obra de Joseph Raz que, como se dijo, aquí se toma como una muestra representativa de aquella idea, sin que en su obra se agoten todas las perspectivas sobre autonomía personal que es posible encontrar.[14] En particular, Raz asocia la autonomía a un ideal de bienestar que consiste, básicamente, en la libertad de las personas de escoger sus propias vidas y comprometerse con sus propios proyectos.[15] Según sostiene, dicho ideal no debe confundirse con la autonomía moral o la idea kantiana de autonomía, con la que guarda una relación solamente indirecta, pues su construcción es solo un ideal de bienestar individual dentro de lo moral, más no pretende agotar la moralidad[16]. En principio, esta diferencia se evidenciaría en la afirmación de que las personas autónomas son aquellas “creadoras de su propio mundo moral”, que tienen “un compromiso con proyectos, relaciones y causas que afectan el tipo de vida que vale la pena vivir para ellos” (Raz, 1986, p. 154)[17]. Así, se defiende que la autonomía tiene que ver con que una persona controle los aspectos de su vida y pueda determinar su forma, de manera que ellas puedan ser autoras de esta (Raz, 1986, p. 144).

Dos aspectos resaltan aquí. En primer lugar, la idea de “autoría” apunta a que la autonomía también está comprometida con la independencia respecto de otros, esto es, que al menos la persona no debe estar sometida a la voluntad de otros –lo que a su turno requiere de ciertas condiciones, como el tener habilidades mentales y físicas que pueden ser innatas para lograr esa independencia (Raz, 1986, pp. 372 y 375). Un segundo aspecto atañe a la variedad y calidad de las opciones que están disponibles para que la persona se entienda autónoma, pues no es cierto que todas las elecciones tengan el mismo valor (Raz, 1986, p. 155)[18]. Al respecto, Raz precisa que las opciones deben ser valiosas y no confundirse con las oportunidades de decidir sobre las acciones a realizar, es decir, con una mera posibilidad de elección. En este último caso se diría que alguien fue autónomo aunque haya debido elegir entre una opción buena (por ejemplo subsistir) y una mala (por ej. morir a manos de sus enemigos), pero ello no es así, porque “la autonomía requiere una elección entre bienes. Una elección entre el bien y el mal no es suficiente” (Raz, 1986, p. 379). En todo caso, el valor de las opciones no debe confundirse con el ideal de auto-realización (presente en el pensamiento de Mill), sino más bien implica la posibilidad, incluso, de renunciar a ese ideal y escoger otro camino dentro de un rango de opciones de valor (Raz, 1986, pp. 375-376).[19]

Conforme a lo anterior, se puede entender que la comprensión del daño que tiene Raz implique un detrimento a la capacidad de la persona para seleccionar sus opciones o una privación de las opciones que ella tenía disponibles y que, a raíz del daño, ya no lo están. Al respecto, afirma:

[p]rivar a una persona de oportunidades o de la capacidad de usarlas es una forma de causarle daño. (…) Cualquier daño a una persona negándole el uso o el valor de su propiedad es un daño para él precisamente porque disminuye sus oportunidades. Del mismo modo, las lesiones a la persona reducen su capacidad de actuar de la manera que desee. Sobra decir que un daño a una persona puede consistir, no en privarlo de opciones, sino en frustrar su búsqueda de los proyectos y las relaciones que se ha fijado. (Raz, 1986, p. 413)

En ese orden, parece claro que, según esta perspectiva, la afectación de la autonomía a partir del daño puede representar una frustración de los proyectos elegidos por la persona o una eliminación de las opciones o de la capacidad de usarlas y, en esa medida, una frustración de los elementos que permiten las elecciones libres de la persona. Tanto los daños materiales como inmateriales tendrían esta posibilidad de afectación, toda vez que las opciones de las que dispone una persona, que pueden ser eliminadas por el daño, también pueden tener una u otra naturaleza. En ese sentido, si parte de esas opciones radica en la disponibilidad de medios a través de los cuales se puede ejercer la autonomía, es decir, las cosas o elementos materiales e inmateriales que posibilitan el ejercicio de esa libertad, entonces una afectación a esos elementos representa un daño en tanto elimina las opciones que ellas proveen a la persona. A raíz del daño, el sujeto ya no podrá ejercer esa capacidad normativa que como ser libre tendría sobre esos medios que le proveen opciones, tales como su cuerpo, sus cosas, sus capacidades mentales, sus sentimientos, su reputación, sus proyectos, entre otros. De allí que el principio de daño pueda justificarse como forma de protección a esas opciones que posibilitan la autonomía.

3. Tres puntos de encuentro: respeto, contenido moral y reflexión crítica

Según lo dicho hasta aquí, desde ambas perspectivas pueden encontrarse fundamentos que justifican la vigencia del principio de daño. En primer lugar, el daño puede resultar indeseable respecto de lo que conlleva valorar la autonomía, ya que afecta claramente ciertos elementos necesarios para su realización, particularmente la capacidad de hacer efectiva la voluntad, o de llevar a cabo los proyectos propios, o de avanzar en los intereses fijados. En segundo lugar, podría observarse un elemento de infracción normativa que se produzca con el daño, cuando quiera que se verifique una contrariedad con la norma que prescriba respetar a la persona autónoma. Ello se maximiza si se considera la moralidad como emanación o descubrimiento racional de las personas, pues ellas no estarían siendo respetadas en lo que han dictaminado según las máximas de corrección de las conductas que racionalmente se deben unas a otras.

Ahora, que haya una justificación para el principio de daño en ambas perspectivas no quiere decir que pueda afirmarse un solapamiento entre ellas. Como se vio, el mismo Raz insiste en tomar distancia de Kant en varios aspectos. Sin embargo, y a pesar de las afirmaciones de dicho autor, es posible señalar al menos tres puntos de convergencia, aunque sea mínima, entre la idea de autonomía personal que expone y la de autonomía moral, concernientes a la vigencia del principio de daño en un Estado liberal. A continuación, me referiré al respeto que supone este principio y a la manera como está justificado, a la necesidad de dotar a la autonomía de un contenido moral mínimo y, finalmente, a las capacidades de reflexión personal como rasgo propio de la individualidad que debe preservarse.

 

3.1. Respeto como respuesta al valor

Si bien la idea de respeto plantea varios retos porque su entendimiento no es uniforme, se puede convenir que una forma básica de este consiste precisamente en conservar aquello a lo que le es debido el respeto, esto es, no dañarle. Dicho de otra manera, la idea de no dañar como principio dentro de una organización liberal puede ser entendida como una forma de expresar respeto mutuo entre las personas.

Una forma de conexión entre la perspectiva kantiana y la autonomía personal se encuentra precisamente a la hora de fundamentar el respeto hacia los demás, en tanto ambas aproximaciones consideran que el respeto es una forma de responder al valor de las personas. No obstante, ese valor es argumentado de diferentes maneras. Veamos.

Como se dijo atrás, Kant sostiene que la persona es un fin en sí misma que puede establecer ciertos fines e implementar los medios que le permitan obtener aquellos, sin que las demás personas puedan ser consideradas como medios para esos fines (dado que también son fines en sí mismos). En esa medida, el valor de la persona no está condicionado a la consecución de ningún fin ajeno a ella, sino que tiene un valor que no está en función de otros fines distintos al que ella representa.

Por su parte, Raz interpreta que esta idea kantiana de “ser un fin en sí mismo” es una manera de mostrar que no tenemos un valor instrumental, esto es, que se tiene un valor intrínseco. En este sentido, interesa saber en qué consiste tener un rasgo intrínseco que dota a quien lo tiene de un valor incondicional, no instrumental al valor de otro objeto, y que constituye una razón completa para darle un trato determinado (Raz, 2001, pp. 141-144).

Sobre lo que es valioso señala que todo lo que es bueno o de valor puede ser bueno o de valor para alguien o algo, una cadena que termina con seres buenos o valiosos en sí mismos (Raz, 2001, p. 150, n. 31). Valorar algo requiere reconocerlo como valioso y abordarlo en debida manera, de conformidad con ese valor (Raz, 2001, p. 155). Quienes son valoradores son aquellos que pueden ser capaces de reconocer el valor de las cosas, de responder adecuadamente a aquello que tiene valor, y no meramente capaces de formarse creencias acerca de esas cosas (Raz, 2001, n. 41, p. 155 y p. 157).

Ahora, Raz identifica tres maneras de responder adecuadamente a la presencia de las propiedades que hacen valiosos a los objetos: (i) La primera es la más básica y consiste en el reconocimiento psicológico apropiado del valor, esto es, “considerar los objetos de maneras consistentes con su valor en los pensamientos de uno, entendido ampliamente incluyendo imaginación, emociones, deseos, intenciones, etc.” (Raz, 2001, p. 161); (ii) el segundo es preservarlos, tener una razón para preservar los objetos de respeto, para no destruirlos y, (iii) finalmente, se responde al valor de las cosas cuando las realizamos o nos involucramos con ellas de las maneras apropiadas, tal como lo hacemos cuando leemos una novela con el entendimiento suficiente o pasamos tiempo con los amigos para cultivar nuestras relaciones (Raz, 2001, p. 162). Las razones para el respeto son razones que corresponden a la manera de tratar los objetos de valor de manera coherente a esa valoración interna y razones para preservarlos o conservarlos, es decir, las razones enunciadas en i y ii.

Estas razones de respeto son una manera mucho más básica de considerar o comprometerse con el valor que las del tercer escenario (Raz, 2001, p.164). A diferencia de las razones para involucrarse en la realización de una cosa de valor, en las que la naturaleza de lo que es valioso determina la acción que sería la forma adecuada de involucrarse con esa cosa,[20] en el caso del respeto hay un sentido en que las razones para el respeto no son específicas al valor[21]. Mientras que involucrarse con el valor es percatarse de la forma adecuada de la naturaleza de aquello que es valioso, “respetar el valor es la manera de proteger la posibilidad de esa realización”, de permitir que ese valor se comprenda, y ello implica solamente una forma muy básica de comprometerse con él, sin que se niegue que los deberes de respeto pueden variar en su extensión y rigor (Raz, 2001, pp. 164-167). Así, a diferencia de las razones para realizar algo de valor, que sí dependen de esos gustos y metas personales, las razones de respeto hacia lo que tiene valor son para todos (universales), independientemente de tales factores, y son la forma más básica de compromiso con ese valor. Esto conduce a Raz a afirmar que las razones para el respeto no se ven afectadas por nuestras preferencias, gustos o deseos, sino que son razones categóricas que sería un error ignorar y que suelen ser asociadas a razones morales (Raz, 2001, pp. 164 y 168).

Así las cosas, es evidente que en las dos aproximaciones a la autonomía el respeto es concebido como forma de responder a un valor, reconociendo en ambos casos la necesidad de concebir en algún punto la existencia de cosas o personas con valor en sí mismas que proveen razones para la acción de manera incondicionada, esto es, se les debe respeto. Bajo la idea de la tesis de la dependencia mutua, que según Raz consiste en que, a pesar de que no haya necesidad de que las cosas con un valor en sí mismo existan en determinado momento, la posibilidad de que ellas existan es una precondición para valorar la cosas que tienen valía, se termina por fundamentar el respeto en la idea de lo que es valioso en sí mismo (Raz, 2001, pp. 150151). Esta posibilidad de un valor en sí mismo es una afirmación que en Kant está indefectiblemente presente cuando se habla de los seres humanos como racionales, poseedores de un valor interno y no relativo, capaces de plantearse fines para sí y siendo ellos fines en sí mismos.

Con todo, Raz desacuerda que en el caso kantiano lo que sea digno de respeto sean las personas y no la moralidad que ellas materializan. Según sostiene, los argumentos kantianos no mostrarían que son las personas directamente los destinatarios del respeto sino las leyes morales cuya implementación deben procurar para ser respetadas, una crítica similar a la que se puede elevar contra la afirmación kantiana de que la moralidad es la condición por la cual el individuo es miembro del reino de los fines (Kant, 1983, p. 93).[22]  No obstante, esta crítica no es contundente si se tiene en cuenta que en algunos pasajes de la obra de Kant no es claro que la falta de realización de la ley moral conlleve a irrespetar a las personas. Se ha entendido que Kant no excluyó del carácter digno a ninguna persona, como se extrae del análisis de ciertas afirmaciones, como cuando sostiene que “la moralidad y la humanidad, en cuanto ésta es capaz de moralidad, es lo único que posee dignidad” (Kant, 1983, p. 91). Así las cosas, no necesariamente es el caso que la perspectiva kantiana excluya a los inmorales del respeto o de la dignidad. Primero porque parece que fundamenta el respeto en la capacidad de conocer lo moral y no en lo efectivamente moral. Segundo, porque incluso el inmoral es respetado de una forma más básica, cual es la de ser responsabilizado por sus conductas. En efecto, a quien se responsabiliza por su inmoralidad se le trata de una manera digna de quien es capaz de conocer lo moral, y ello dista de un trato ajeno al respeto, al menos en un sentido de atribución de hechos que estuvo en la libertad de adoptar, según su capacidad de pensarse como ser libre.

3.2. Contenido moral mínimo

Quisiera llamar la atención ahora respecto de la conexión entre la idea de autonomía y la moralidad para señalar que, en ambas perspectivas, dicha relación está presente, aunque en diferente grado, como parte del contenido sustantivo de aquella. En el caso de la autonomía kantiana es claro que el autor ubicó la moralidad dentro de un grupo de razones denominadas “categóricas” en tanto no refieren a fines ajenos para extraer su plausibilidad. En cambio, dejó aquellas que tienen un valor condicionado dentro del ámbito de lo prudencial o de las decisiones afectadas por lo sensible. Así las cosas, en la medida en que el principio de daño se adecue al imperativo categórico de obrar de una manera universalmente válida, podrá ser considerado una expresión de moralidad que puede ser observada como buena. Esta conclusión sería difícil de rechazar en cuanto que, en principio, respetar la indemnidad ajena como regla de conducta corresponde con el trato digno que alguien debería recibir, básicamente, por dos razones. Primero, porque el trato que se deriva del principio de daño materializa una forma básica de expresar respeto al otro, en tanto evita una afectación negativa de manera prioritaria y, segundo, porque la necesidad de una justificación en caso en que sea permitido el daño implica que el otro está en la capacidad de entender esas razones por las cuales el daño es permisible excepcionalmente al principio. En ese orden, se integra a ambas personas —posible causante y posible víctima— en una misma comunidad de seres racionales en la que ambos son capaces de trasmitirse y reflexionar sobre las razones expresadas o implícitas en sus deberes de trato. Estas razones, a su turno, solo pueden tener un rendimiento justificatorio en tanto todos los involucrados puedan considerar que se trata de conclusiones razonables que pueden ser universalizadas. En esa medida, un principio como el del daño puede entenderse como principio moral, o que responde al deber moral, y ser cognoscible por la persona autónoma. 

En contraste, no habría por qué considerar que todas las formas de razonamiento de alguien “personalmente autónomo” tengan que fundarse en razones propiamente morales: ciertamente muchas de las decisiones que tomamos como seres autónomos se apoyan en motivos prudenciales que en principio no involucran reflexiones universalizables. Sin embargo, esto último no es suficiente para excluir de la autonomía personal la idea de autonomía moral, de modo que no sea posible, en algún punto, defender un solapamiento siquiera mínimo entre una y otra. La razón de ser de esta convergencia radicará en que la pluralidad de formas de vivir que se defiende bajo la autonomía personal no prescinde de la necesidad de respeto por aquellos que son capaces de formar sus propios ideales de vida y, en esa medida, asume también un principio mínimo de trato hacia todos los que cuentan con tal capacidad. Solo así es posible entender que la prohibición de dañar a otros no puede ser considerada como un daño a la autonomía personal para aquel que piense que se le ha privado de la opción de dañar a otros. La negación del respeto hacia algunos, a favor de otros, representa una clara negación de los fundamentos mismos de un orden liberal. En esa medida, si bien el respeto por el otro mediante la implementación del principio de daño asume el valor de la pluralidad y cierto escepticismo respecto de una correcta manera de vivir, ese escepticismo no puede ser total, en tanto no se considera una opción plausible que la vida autónoma pueda expresarse mediante el daño injustificado a otros. Dicho en otras palabras, una organización liberal en la que se defienda la libertad y la igualdad de las personas no puede pregonar cualquier forma de autonomía como valiosa, sino que debe asumir alguna moralidad (siquiera mínima) fundada en el valor mismo de la autonomía, a partir de la cual se permita la coexistencia de las personas como seres autónomos[23].

Este criterio de coexistencia de autonomías puede considerarse moral en tanto universalmente válido, “a la Kant”, como también una necesidad y una adecuación a la idea de tener un derecho dentro de una sociedad bajo ese imperativo moral de coexistencia. En esa línea, Kant afirma que una acción conforme a derecho es aquella “cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal” (Kant, 1999, p. 39). Ello quiere decir que la idea de compatibilidad aparece permeando la moralidad y la legalidad, con diferentes niveles y ámbitos de coerción para cada caso.

Lo interesante aquí es que el punto de una autonomía moralmente cargada, en el sentido de estar sustantivamente delimitada, no es exclusivo de Kant. También está presente en las ideas razianas sobre la autonomía, o al menos así se vislumbra de la defensa que hace este autor de una autonomía “valiosa” en la que las opciones que se tengan deben ser, en algún grado, moralmente buenas. Como se expuso, en palabras de Raz el ideal de autonomía requiere “la disponibilidad de opciones moralmente aceptables” (Raz, 1986, p. 381), siendo insuficiente tener una elección entre el bien y el mal. Como se dijo, ella requiere una elección entre bienes (Raz, 1986, p. 379). Como ejemplo de las opciones moralmente disvaliosas, Raz expone el caso de alguien que debe cometer un homicidio como condición para dedicarse a cierto oficio, señalando que no debe tomarse por autónomo a quien es constreñido de esa manera a actuar de forma moralmente disvaliosa, como si tuviese que estar en una suerte de “supervivencia moral” constante (Raz, 1986, p. 379). Esto implica que, al menos desde la perspectiva raziana, la persona autónoma no es ajena a la consideración de lo que es justo que suceda respecto de otros, porque por ejemplo los puede dañar, sino que puede juzgar la calidad o el valor de sus opciones a la hora de considerarse autónomo. En ese sentido, como lo señala Johnston, “Raz cree que un sentido de justicia es parte de la autonomía personal en el sentido en que una persona que es personalmente autónoma querrá evitar hacer las cosas que son injustas” (Johnston, 1994, p. 78.). En esa línea, Waldron también afirma que “si el adecuado uso de la autonomía es escoger entre buenas opciones, y no entre buenas y malas opciones, entonces es difícil ver cómo una elección injusta puede ser considerada como un genuino ejercicio de la autonomía personal” (Waldron, 2005, p. 321). 

Conforme a lo anterior, al menos habría que admitir que el ideal de permitir una pluralidad de formas de vivir, que es exaltado en el Estado liberal y propiciado bajo el principio de daño, implica la defensa de una premisa moral según la cual es valioso que haya un respeto por quienes son capaces de autonomía, de modo que esta sea ejercida dentro de unos límites que se consideran moralmente plausibles o aceptables, que hacen que la autonomía tenga valor. Al asumir una premisa tal, se asume que la idea de autonomía no es una moralmente neutra ni escéptica de lo moralmente correcto, lo que permite evidenciar una convergencia entre lo que se considera una autonomía personal “valiosa” y ciertas implicaciones de la autonomía moral kantiana, como la capacidad de juzgar moralmente lo que es correcto y actuar en consecuencia.

3.3. Capacidad de reflexión crítica

¿Quiere decir lo anterior que las ideas de autonomía personal y autonomía moral colapsan al asumir un mínimo de convergencia que les exige acciones respetuosas hacia los demás? Esta sería una conclusión apresurada, repito, porque el hecho de que sea necesario un criterio de corrección, aunque sea mínimo, no implica que este se aplique a todas las decisiones o ámbitos en los que se entiende que uno puede ser autónomo. Ciertamente, no todas las acciones que se identifican como autónomas surgen de una reflexión moral que tiene que ver directamente con lo bueno. Existen razonamientos prudenciales que en el terreno del razonamiento práctico constituyen buena parte de lo que consideramos ser autónomos (personalmente) y que se relacionan, más bien, con la búsqueda de la felicidad. En esa línea, se ha defendido que la idea de autonomía personal tiene una mayor cercanía con el propósito de buscar la felicidad, que toda persona puede tener como producto de su razonamiento práctico[24]. Ello no quiere decir que la obtención de la felicidad tenga que ser un propósito ajeno a la moralidad, o a la capacidad de la persona racional para conocerla, sino que no necesariamente las personas concuerdan en lo que conviene a su propia felicidad, como quiera que tengan una representación meramente sensible de la manera de alcanzarla.

Esta relación entre la obtención de la felicidad y la moralidad no deja de ser un tanto compleja en Kant, quien entiende que “todos los hombres tienen una poderosísima y ferviente inclinación hacia la felicidad”, aunque esa inclinación sea ocasión para verse tentado a transgredir el deber moral. Con todo, la felicidad aún podría ser concebida como algo que habría de alcanzarse, no por inclinación, sino por deber y, de esa manera, tener valor moral (Kant, 1983, Ak IV 399). En escritos posteriores, Kant añadirá que la persona no puede renunciar a la búsqueda de la felicidad en tanto le es un “fin natural”, aclarando que la moral no enseña a ser feliz, sino “cómo debemos ser dignos de felicidad”. Según sostiene, mientras “ser feliz” puede ser una cuestión que se logre cediendo a las inclinaciones, la dignidad de ser feliz solo deviene de una voluntad coincidente con la moralidad (Kant, 2014, pp. 3-4).

Habría que destacar que bajo la concepción kantiana la persona, en tanto capaz del razonamiento práctico que busca su felicidad y como capaz de la razón moral, puede anteponer a su acción los posibles fundamentos que la pueden “impulsar” y determinar cuáles de ellos guiarán su conducta, sea para la consecución del fin práctico fijado (como la felicidad), o para el cumplimiento del deber como fin en sí mismo (la dignidad de ser feliz), según el caso. En esa medida, si bien la felicidad puede no ser coincidente con el deber, porque varía según el razonamiento práctico de cada uno, el razonador tendrá que lidiar con la variedad de fundamentos que puede tener su acción y hacer una elección entre ellos, ya sea en aras a la felicidad, o en aras a la dignidad para ser feliz. Esto aparece con claridad en ciertos pasajes donde se señala, por ejemplo, que una persona enferma de gota en el cálculo de su felicidad puede “elegir comer lo que le gusta y sufrir lo que resista, porque según su cálculo al menos no aniquila el goce del momento presente por las expectativas, acaso infundadas, de una dicha que debe hallarse en la salud” (Kant, 1983, Ak IV, 399).  En ese sentido, señala que la persona racional que busca su felicidad también tiene el espacio personal y la capacidad para, en lo que a ella respecta al menos, elegir los fundamentos de su conducta y los cursos de acción u omisión que más representen su idea de felicidad, aun cuando no necesariamente esa idea coincida con el cumplimiento del deber moral. En ese orden, es capaz de realizar cálculos de costo y beneficio respecto de lo que acarreará para sí la obtención de aquello que, considera, le hace feliz, sin dejar de ser un razonador práctico también capaz del razonamiento moral. En efecto, esa capacidad reflexiva no está ausente a la hora de acceder al conocimiento de lo moral, pues una y otra característica coinciden en la persona como ser racional, no siendo exclusiva de una forma de razonar determinada. La diferencia radicará entonces, no en la capacidad de representarse razones morales y prudenciales (estas últimas consideraciones “motivaciones” por Kant), sino en la capacidad de la persona para que su voluntad sea guiada por unas u otras. En ambos casos, la persona podrá acceder a diferentes razones que pueden guiar su conducta y determinar cuál de ellas efectivamente lo hará, esto es, capaz de reflexionar críticamente lo que considera valioso para actuar en consecuencia. En ese sentido, puede diferenciarse que, si bien las tesis kantianas permiten una crítica (moral) de las elecciones personales dado el objetivismo moral que asumen, la misma premisa implícita en esa posibilidad de crítica consiste en que, cualesquiera sean esas elecciones, la persona puede determinar personalmente aquello que guiará su conducta según lo que quiere para sí. Esto supone que ese objetivismo es perfectamente compatible con un espacio suficiente en el que la persona racional construye o determina una idea de felicidad propia según lo que considera que puede contribuirle, más o menos, a ese fin.

De su parte, en el caso de la autonomía personal expuesta por Raz aparece la idea de autoría relacionada con el pensamiento de Frankfurt (1971), según el cual debe haber coherencia entre lo que se ha elegido para uno y las decisiones que se toman. En ese sentido, Raz señala que “para ser autónomo uno tiene que identificarse con las elecciones de uno, y uno tiene que ser leal a ellas” (Raz, 1986, p. 382). Al respecto, se puede considerar que esta coherencia exige un proceso de reflexión respecto de lo que se quiere para uno en medio de varias opciones, lo cual guarda relación con aquello que está implicado en el razonamiento moral y prudencial que según Kant podemos llevar a cabo. En efecto, esta idea de autoría tiene que ver con la autenticidad de la persona o su individualidad en un contexto (liberal) en el que es apreciada y, en ese orden, la persona “auténtica” (autora de su propia vida) debe elaborar una reflexión crítica para la construcción de su identidad mediante las elecciones que efectúa.

En ese sentido, encuentro una proximidad entre ambas perspectivas, pues las capacidades de reflexión racional descritas por Kant para determinar los cursos de acción (y que procuran objetivos como la felicidad personal, o bien la moralidad), están presentes en la idea de ser autor de la vida propia, explicitada por Raz. A este respecto, Waldron señala que “la autonomía personal es como la autonomía moral en el tipo de deliberación y compromiso que enfatiza. En ambos casos, se alcanza una distancia crítica, en ambos casos hay reflexión, y en ambos casos esa reflexión involucra la idea de ‘quién soy realmente’” (Waldron, 2005, p. 317).

Así, tanto la autonomía moral (en Kant) como la autonomía personal (en Raz) exigen del individuo que se involucre en procesos racionales que conllevan a la determinación de las razones o motivos que guiarán la conducta y que se identificarán con la idea de felicidad que se tenga (independientemente de que esta se ajuste a lo que requiere la moral o no). Así como el enfermo de gota, en el ejemplo kantiano, puede determinar que comerá aquello que le hace daño hasta los límites de su dolor, coherentemente con lo que considera que contribuirá a su felicidad, asimismo quien es “personalmente” autónomo debe encontrar coincidencia entre sus elecciones y lo que quiere para sí. La determinación de su voluntad para seguir las razones morales o las motivaciones de la felicidad determinará, a su vez, cuán reprochable pueda ser desde el punto de vista moral esa elección para sí mismo, pero no reprochable jurídicamente si su actuar es compatible con el de los demás[25]. Esto no implicará que, aun cuando la elección no sea buena, no tenga la posibilidad de identificar y determinar qué es lo que quiere para sí como una persona que construye su autenticidad como ser responsable de sus elecciones, capaz de acceder a razones morales o a razones prudenciales. Dicho en otras palabras, la persona como razonadora práctica y teórica (en Kant), y como autónoma personalmente (en Raz), puede hacer un ejercicio de abstracción reflexiva sobre lo que quiere para sí, con la posibilidad de seleccionar un curso de acción que no tiene por qué estar determinado por algo más allá que su voluntad (que respecto de los demás habrá de tener un contenido moral mínimo, según se expuso).

Esta posibilidad de confección de la identidad propia mediante las decisiones que responden al razonamiento práctico propio es protegida en ambas aproximaciones bajo la idea de derecho (subjetivo), que toma en cuenta la idea de compatibilidad en Kant, y de neutralidad, en el pensamiento liberal. En ambos casos se reconoce la importancia de las particularidades de cada persona y la inevitabilidad de su manifestación en la vida privada de cada uno, eso sí, con una variación en la manera como se estructura el punto de vista crítico desde el cual las elecciones personales son reprochables moralmente. Así, la idea de compatibilidad de los derechos protege que estas manifestaciones de voluntad derivadas de motivos prácticos como la felicidad no sean perturbadas, de manera que se propicie la autenticidad a la que Raz apela bajo la idea de autoría, y que es protegida claramente por el principio de daño que permite el desenvolvimiento libre y no dañoso de los individuos en la sociedad.

4. Conclusión

Hasta aquí, he tratado de mostrar muy brevemente que las ideas de autonomía moral en Kant y autonomía personal, tomando el caso de Raz como representativo, no son diametralmente distintas o, al menos, no en ciertos aspectos en los que puede evidenciarse una convergencia en punto de la idea de no dañar a otros. Efectivamente, podría especificarse que en el marco de un Estado liberal que implementa un principio básico de respeto mutuo como el principio de daño, ciertos postulados kantianos ligados a la autonomía de la voluntad siguen estando presentes, aunque sea de manera latente o indirecta, cuando se apela a la autonomía personal, al menos en su versión raziana. En particular, y aunque Raz trata de tomar distancia de las ideas kantianas, es difícil no ver la cercanía con algunas de ellas, como cuando refiere al valor como fuente de respeto, el contenido moral de la autonomía a través de la idea de unas opciones “valiosas”, y la posibilidad de reflexión crítica respecto de lo que quiere cada uno como persona auténtica dentro de la sociedad. Esta convergencia, claro está, no implica una superposición de estas teorías de la autonomía, como tampoco una necesaria adscripción de Raz al pensamiento kantiano. Solamente considera que la falta de diferencias diáfanas entre ciertas ideas que soportan la autonomía moral kantiana y la autonomía personal deberían ser tenidas en cuenta al momento de problematizar sobre lo paradójico o no que puede resultar la autonomía respecto de lo que es normativo para uno dentro de un Estado liberal, porque no es claro que las diferentes formas de hablar de ella asuman premisas excluyentes o llevan a conclusiones de la misma naturaleza cuando se trata de llevar una vida en comunidad. Más bien, aparecen relacionadas según se haga un ejercicio teórico de comparación entre los argumentos que defienden una u otra aproximación, como he tratado de evidenciarlo ejemplificativamente con los autores tomados como referencia en punto del principio de daño. 

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* Doctor en Derecho por la Universidad de Girona, docente e investigador de la Universidad Externado de Colombia, miembro del Grupo de Investigación en Derecho Privado y del Centro de Investigación en Filosofía y Derecho de la misma universidad. Correo: alexander. vargas@uexternado.edu.co

[1] En efecto, Iosa también duda que, si se separan la autonomía “individual” como deliberación en solitario que no genera más que una pretensión normativa, de la autonomía moral que para Sieckmann requiere un debate público suficiente, esta idea de autonomía pueda distinguirse claramente de la autonomía política (Iosa, 2016, p. 17).

[2] Habría de aclararse que la problematización aquí expuesta tiene que ver con la discusión antes reseñada sobre la paradoja, pero en alguna medida también puede comprenderse en términos independientes de dicha discusión.

[3] Adicionalmente, este principio se vincula con la idea de una autonomía política y la legitimidad de las razones que respaldan las normas que se dictan dentro de una comunidad, pues representa un elemento básico para la valoración y aceptación de tales razones. Esta idea de autonomía política también aparece relacionada en el texto de Sieckmann (2016, p. 22 y ss), sin embargo, el análisis aquí efectuado no pondrá el acento en esta idea sino en la de autonomía del individuo y su acepción como autonomía moral y/o personal.

[4] La idea de una “sociedad liberal” es bastante compleja, pero entenderé aquí como una sociedad de ese tipo aquella que no puede prescindir de la defensa de la igualdad de sus miembros ante el Estado ni de un compromiso básico hacia el principio de daño. Para otros matices de la teoría liberal del Estado véase Johnston, 1994.

[5] El principio de daño ha sido ampliamente discutido desde varios flancos. Algunos de ellos pueden consultarse en Stewart, 2010, Turner, 2014 o Rusca, 2020, entre muchos otros.

[6] Mill, 2015, p. 55.

[7] Mill, 2015, p. 58.

[8] Según Schneewind (2000, pp. 23 y 571), fue Kant el primero en hablar de “autonomía” en el ámbito de la filosofía moral.

[9] Como señala Reath, la autonomía en la obra de Kant está “modelada sobre una concepción de soberanía y debería ser entendida como un tipo de poder legislativo… la autonomía es mejor interpretada fundamentalmente, no como una capacidad psicológica o motivacional, sino como la soberanía racional del agente sobre sí mismo…” (Reath, 2006, p. 4).

[10] Kant, 1983, pp. 90-92.

[11] Comentando a Kant, Gaus señala que “ser autónomo es tener capacidad de que la propia voluntad sea determinada por la razón práctica moral” (Gaus, 2005, p. 282).

[12] Se podría señalar que esta distinción no es ajena a la discusión en torno a la distinción entre lo ético y lo moral, cuyos orígenes se remontan a las críticas hegelianas a la obra de Kant (Hegel, 1968, entre otros). Aunque en Hegel parece asociarse lo ético a la libertad individual y a la subjetividad, ello no implica un desprendimiento de las relaciones con otros ni de los deberes para con ellos (1968, §150 y §56), por lo que no se trataría de una relación excluyente. Esta diferenciación, en cambio, aparece más explicitada algunos trabajos de Habermas, quien diferenció que el razonamiento práctico puede dar lugar a consideraciones sobre lo que es útil (en sentido pragmático), lo que es bueno (en sentido ético) y lo que es justo (moralmente hablando). Con todo, Habermas afirma que lo ético permite consideraciones egoístas respecto de los demás (Habermas, 2000, p. 129), tal como Taylor también denuncia que un ideal de autorrealización puede llegar a ser egocéntrico (1994, p. 89-91), cosa que, según sostiene, riñe con la ética que propone para la autenticidad de las personas. 

[13] Para algunos, la idea de autonomía personal solo exige que las personas se autodirijan, aunque sea en un sentido mínimo, es decir, que puedan ellas mismas tomar sus decisiones y se conciban como a cargo de ellos mismos (Gaus, 2005, p. 294).

[14] Con todo, el aporte raziano enfatiza en la idea de que la persona autónoma sea autora de su propia vida, asignando así un sentido positivo a esta idea que permitiría diferenciarla del sentido negativo en el que también se puede hablar de autonomía, esto es, como no interferencia en la esfera del individuo. Por supuesto que las raíces de esta distinción son más profundas, así como la complejidad teórica de la autonomía personal, que no alcanza a ser captada plenamente en este trabajo. Para apreciar otros aportes para la construcción de esta idea, véase Frankfurt (1971), Dworkin (1988), Hill (1991), Nino (2007), entre otros.

[15] En particular, Raz (1986).

[16] Raz (1986, p. 370, n. 179).

[17] Esto se relaciona con la idea de “integridad” que añade Raz a las condiciones de autonomía (Raz, 1986, p. 381).

[18] Aisladamente, el primer aspecto solamente da cuenta de una capacidad de autonomía, pero, conjuntamente, tomando en consideración las opciones, se puede hablar de un ideal de vida autónoma.

[19] Esta idea raziana de autonomía personal ha sido controvertida por incurrir, en algún grado, en una suerte de perfeccionismo, en la medida en que se apela a una idea de “autoría” de la propia vida que no se siempre se verifica en aquellos casos en los que la vida del autor no está enfocada en sí mismo o en las virtudes propias (Gaus, 2005, p. 295).

[20] Por ejemplo, escalar una montaña requiere saber escalarla, hacerlo apropiadamente y gustarle a uno escalar.

[21] Según Raz, nuestro entendimiento sobre lo que es valioso en algo será derivado de lo que es una razón para hacer, y viceversa (Raz, 2001, p. 166).

[22] En este sentido señala: “…que el respeto kantiano tiene poco que ver con el pensamiento contemporáneo sobre el respeto a las personas. La ley moral, más que las personas, es objeto de respeto. Y no hay deberes ni requisitos para respetar a nadie ni a nada. Más bien, (un sentimiento de) respeto surge en nosotros cuando la ley moral determina nuestra voluntad” (Raz, 2001, pp. 134-135).

[23] Lo anterior conlleva que la neutralidad moral que se predica de los estados liberales solo puede ser afirmada a partir de un punto en el que ya se ha asumido como moralmente bueno que las personas tomen sus propias elecciones respecto de lo que consideran adecuado para sus vidas (Dworkin, R., 1985, p. 181).

[24] V.g., Waldron (2005).

[25] Esta ausencia de reproche será posible siempre que no se asuma una tesis perfeccionista, que no es del todo armónica con la idea de derecho subjetivo en Kant, que tiene como elemento central la compatibilidad de conductas entre las personas. Con todo, la protección de la persona respecto de lo que ella misma resuelve para sí podría fundarse en la necesidad de proteger su autonomía, considerándola incapaz de proveer lo que es adecuado para su vida, esto es, considerándola no autónoma.