En recuerdo de Eugenio Bulygin

El año pasado recibimos la triste noticia del fallecimiento de Eugenio Bulygin (1931-2021). Entre muchas otras cosas, el profesor Bulygin es parte fundamental de la historia de esta revista. No solo por su vínculo con la Universidad Nacional del Sur, sino también por su estrecha colaboración y amistad con quienes fueron sus fundadores y directores. Hemos dedicado estas páginas de la revista para homenajearlo, en las palabras de quienes lo conocieron. Si bien la actual contribución de Pablo Navarro será la última incluida en este espacio, el recuerdo del Profesor Bulygin permanecerá imborrable para quienes hacemos esta revista.


 


Eugenio Bulygin 1931-2021

1.

El 11 de mayo de 2021, falleció en Buenos Aires Eugenio Bulygin, uno de los más importantes filósofos del derecho contemporáneos. En estos últimos meses, diversas Universidades, editoriales y colegas han recordado su trayectoria académica y su evolución intelectual[1]. Así, la revista Discusiones ha publicado dos notas, de Ricardo A. Caracciolo (2021) y Andrés Bouzat (2021), que reseñan de manera maravillosa no solo las ideas principales de la teoría jurídica de Eugenio sino también su papel de arquitecto en la consolidación de grupos académicos y su apoyo infatigable a jóvenes que iniciaban su carrera académica. Todas estas publicaciones desgranan los eventos centrales de su biografía, los datos sobresalientes de su producción intelectual y analizan con cierto detalle sus contribuciones a la teoría del derecho, la lógica deóntica y la filosofía en general.

Por esas razones, no pretendo en esta nota comentar la impresionante obra filosófica de Eugenio, su impecable trayectoria universitaria, o su labor judicial. En el mejor de los casos, ese empeño resultaría una repetición poco interesante de aquello que ya se ha escrito previamente[2]. Por ello, escogeré, como palabras de despedida a un amigo y maestro entrañable, un puñado de anécdotas, que dejan ver a trasluz algunos de los rasgos más característicos de la personalidad de Eugenio. En general, los contextos en que Bulygin relataba y/o protagonizaba estas anécdotas están ligadas a diferentes viajes y muestran el modo en que fue desarrollándose mi amistad con Eugenio. Tuve la fortuna de coincidir con Bulygin en distintas ciudades de América y Europa (e. g., Buenos Aires, Mar del Plata, Curitiba, Siena, Madrid, Barcelona, etc.) y podría decirse que, aun cuando intercambiábamos correspondencia y llamadas telefónicas con cierta frecuencia, nuestra amistad se tramó en el contexto de numerosos viajes a lo largo de 30 años.

2.

Eugenio era un narrador apasionado, que elegía cuidadosamente las palabras de sus relatos y las expresaba con voz grave y sonora, llena de entonaciones peculiares en las que se adivinaba que el castellano había sido aprendido recién en su juventud. Con frecuencia Bulygin recordaba su estancia en Oxford, en el año académico de 1968-1969. De esa época conservaba en su memoria las tardes de estudio en la Bodleian Library, las agitadas conversaciones con Eduardo Rabossi, Genaro Carrió y Tomás Moro Simpson, luego de las reuniones de la Philosophical Society, soñando entonces con fundar en Argentina una institución similar[3], los primeros seminarios de Ronald Dworkin como sucesor de Hart en la cátedra de Jurisprudence, las reuniones informales con John Mackie y Arthur Prior, en las que se divertían formulando y tratando de despejar paradojas lógico-semánticas, la generosidad de la esposa de Mackie, quien revisó minuciosamente los primeros borradores de Normative Systems[4], escrito conjuntamente con Carlos E. Alchourrón, su casa, Queen Elizabeth House, su amistad con Genaro Carrió (a quien los amigos llamaban cariñosamente “Tito”), favorecida por el hecho de que ambos vivían en la misma residencia, los lentos paseos por Longwall St. y St. Cross Road en la niebla azul del invierno oxoniense.

Eugenio había conocido en Argentina a grandes maestros (e. g., Gioja y Cossio), pero ese período en Oxford produjo en Bulygin un deslumbramiento con la riqueza filosófica, la sofisticación académica y el grave peso de la historia que desprenden los antiguos Colleges de Oxford University. Recordaba con entusiasmo la enorme libertad de los docentes para escoger la temática a desarrollar en sus cursos y la capacidad de la universidad para escoger a los mejores académicos para sus cátedras, con independencia de sus publicaciones o doctorados. Por ejemplo, recordaba que Ronald Dworkin, H.L.A Hart o P.S. Strawson ocuparon cátedras prestigiosas, aunque no tenían título doctoral y añadía también que era usual que la pasión y sofisticación filosófica de esos grandes profesores se manifestase más en las tutorías y las discusiones individuales que en las clases multitudinarias de grado. Por ejemplo, siempre remarcaba que las clases de grado de A.N. Prior eran relativamente descuidadas y que, como consecuencia de ese desinterés, con frecuencia se equivocaba en las citas y demostraciones. Sin embargo, subrayaba, en los seminarios de doctorado era de una claridad y acierto casi absoluta.

Tal vez no haya que juzgar con demasiado rigor a un profesor por una mala clase, o a los lógicos cuando las pruebas son esquivas. Ciertamente, Bulygin recordaba esos momentos con indulgencia, consciente de que, por cualquier razón, los pasos sencillos de una demostración se vuelven difíciles de encontrar. Recuerdo que el mismo Eugenio solía ocasionalmente fracasar en sus seminarios cuando era imprescindible abordar aspectos formales de un argumento. Por ejemplo, en 1997, en la Universidad Pompeu Fabra, José Juan Moreso tuvo que acudir en su auxilio para demostrar que, si un sistema es completo y coherente en un universo UC, entonces mantiene esa característica en otros universos más finos, pero las propiedades adicionales que caracterizan a esos universos más finos son irrelevantes siempre que el sistema mantenga su coherencia (Alchourrón y Bulgyin, 1971, p. 100).

Tal vez, enfrentados a ese amargo trance, otros académicos hubieran pretendido disimular su difícil situación, o matizar el apuro de enredarse en un argumento, pero, en esa ocasión, Bulygin asumió su fracaso con naturalidad y bonhomía, agradeciendo sinceramente la ayuda de José Juan y aplaudiendo públicamente su demostración.

3.

En septiembre del 2010 coincidimos durante varios días en la Universidad de Oxford, en el congreso Legal Science and Legal Theory, organizado por Luis Duarte D’Almeida, Leslie Green y John Gardner, para conmemorar los 50 años de la publicación de la famosa segunda edición de la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen. Una tarde, al finalizar las sesiones del congreso, fuimos hasta The Mitre, un pub clásico en High Street. Allí, poco a poco, acompañados por el lento trasegar de unas Guinness, contó que una tarde de 1969, junto con Genaro Carrió, fueron a casa de G.E.M. Anscombe y recogieron un sobre voluminoso para entregar a von Wright, ya que en la mañana siguiente ellos viajarían a Cambridge a visitar al profesor finlandés. Miss Anscombe, con cierto recelo, les confió el paquete, recomendándoles mucho cuidado porque contenía papeles extraordinariamente valiosos. Por supuesto, Bulygin y Carrió se sintieron inmediatamente intrigados y al llegar a su casa, con mucha delicadeza, deshicieron los nudos del cordel que ceñía el paquete y vieron en su interior el manuscrito de On Certainty de Ludwig Wittgenstein[5]. Deslumbrado por ese inesperado descubrimiento, Bulygin exclamó:

- ¡Tito, Tito!, ¡quemémoslo!

Carrió, temiendo por la salud mental de su amigo, se negó firmemente y lo interpeló sobre las razones de tamaño desatino. Eugenio respondió: - Porque así seguro que nos hacemos famosos…

En ese momento, Bulygin, luego de rematar el relato, dejó suelta su inconfundible risa, mientras sus ojos se llenaban de picardía y diversión. Estoy seguro de que esta anécdota fue ganando algún detalle cada vez que Eugenio volvía sobre ella (en verdad, luego la escuché al menos un par de veces más) y que la concordancia con los sucesos reales probablemente sea bastante tenue. Sin embargo, no tengo duda alguna de que Bulygin no perseguía la fama, ni le interesaban demasiado los esfuerzos para conseguirla o mantenerla. Por supuesto, era consciente de la importancia de sus escritos, sus palabras y su trayectoria, al igual que lo complacía los reconocimientos (e. g., premios, condecoraciones, títulos académicos honoríficos, etc.) pero jamás hacía ostentación de ellos, nunca los invocaba para establecer su autoridad como peso adicional a sus argumentos y tampoco los enseñaba para lograr aplausos o complacencias.

4.

En junio de 2001, mientras Bulygin era presidente de la Asociación Mundial de Filosofía Jurídica y Social (IVR, por sus siglas en inglés), se realizó en Ámsterdam el vigésimo Congreso Mundial de Filosofía Jurídica y Social. Volamos desde distintos lugares, pero llegamos simultáneamente a Ámsterdam, a la mañana del día anterior de la inauguración del congreso. Al mediodía, le comenté a Eugenio que el brusco cambio del invierno argentino al verano europeo me había perjudicado bastante y que notaba los escalofríos propios de un resfriado, que amenazaba con empeorar progresivamente. Por la tarde, le dije a Eugenio que saldría al centro a buscar algún alivio para mis dolencias e inmediatamente se ofreció a acompañarme. Emprendimos nuestro camino y a los pocos minutos encontramos una amplia tienda que, entre otras cosas, también tenía un sector dedicado a remedios y oftalmología. En mi precario inglés, le dije al dependiente qué era lo que me aquejaba y necesitaba. Me ofreció dos medicamentos, advirtiéndome que eran muy fuertes y debían administrarse con precaución. Le pedí que me diese un frasco de cada uno de ellos, pero respondió “No, no”, mientras se retiraba unos cuantos pasos para ponerse a salvo de mi codicia. Dijo que de ninguna manera podían combinarse y que, por tanto, debía elegir solo uno de ellos. En voz baja, le susurré a Eugenio que una disyunción de soluciones maximales no es una solución maximal. Bulygin me miró con curiosidad, como si estuviera en frente de una persona enajenada, y resolvió rápidamente la situación. Le indicó al encargado que le cobrase el que celosamente escondía en su mano derecha y salimos raudamente de la tienda… ¡a buscar una nueva farmacia donde comprar el otro medicamento que nos habían negado!

Yo empeoraba rápidamente y ya sentía los mordiscos de la fiebre. Nada grave, pero me preocupaba que no pudiera intervenir en el congreso. Por suerte, en un local cercano, Bulygin consiguió el remedio que faltaba y mientras nos tomábamos un descanso –y unas pintas de cerveza holandesa para recuperarnos del esfuerzo– vi que el prospecto del remedio estaba en neerlandés y, por supuesto, no entendía absolutamente nada. Entonces, pregunté:

-  Eugenio, ¿usted sabe qué es lo que dice aquí?

Bulygin leyó cuidadosamente el papel, que tenía un recuadro y unas letras en negritas advirtiendo –según pude saber más tarde– que no se debía ingerir más de una grajea por día. Me dijo: “Tendrías que tomarte dos ahora y una después de cenar”. Advertí espantado que las indicaciones del prospecto estaban ilustradas con dos tibias y una calavera y comenté que tal vez fuese peligroso exceder la dosis prescripta. Su maravillosa respuesta fue una sonora carcajada, acompañada de una memorable sentencia:

-  ¡No te preocupes, Pablo! Aquí son un poco flojos.

Por supuesto, con esta anécdota no pretendo destacar las dudosas habilidades de Bulygin como boticario, sino recordar un rasgo distintivo de su carácter: el optimismo. Al respecto, Ernesto Garzón Valdés (2021, p. 16), en un escrito traducido por Paolo Comanducci para Analisi e Diritto, señala:

Nunca he conocido a nadie que inculque en sus interlocutores un mayor optimismo que el que infunde Eugenio. Es la única persona inteligente que conozco que está (o demuestra estar) siempre feliz. Vista desde esta perspectiva, su risa franca y sonora… adquiere un valor positivo. De hecho, le permite insertar una nota de afable cordialidad que sirve para ocultar sus propias preocupaciones y estimular en el oyente una actitud que tiende a superar la amargura y la tristeza.

5.

Bulygin era un viajero apasionado. Al igual que no dudaba en desplazarse a Bahía Blanca, o a Vaquerías para apoyar a grupos de jóvenes que intentaban consolidar un nuevo espacio para la filosofía del derecho, no dudaba en armar sus maletas para asistir a las reuniones de la IVR en New York, a los congresos de “Imperia” en alguna ciudad europea, o se trasladaba junto con su mujer, Elvira, a Santa Catalina, Córdoba, a cuidar de las acequias coloniales, la espléndida iglesia jesuítica, o un simpático burro que acudía alegremente a saludarlo cada vez que sentía el llamado de Eugenio. 

Viajaba ligero de equipaje, con entusiasmo por la gente, la gastronomía y la cultura de los destinos que escogía, disfrutando de las cosas que le ofrecía la vida. En general, los viajeros pueden dividirse en dos clases muy diferentes. Por una parte, están quienes ven en las travesías una recompensa incierta, una fatiga segura y peligros probables[6]. En este sentido, viajar es esforzarse y viajero es quien afronta una fatiga o tormento. Por otra parte, están quienes ven en los viajes una oportunidad para encontrar nuevas rutas interiores, que permiten enriquecer las experiencias vitales y madurar como personas. Para este caso podría recordarse que “viajar” proviene del catalán “viatge”, y a su vez, del latín “viaticum” y que en la raíz de todas estas expresiones está contenida la idea de vía, de camino.

Tal vez yo pertenezca a la primera clase de viajeros, pero sin duda, sería más acertado incluir a Eugenio en la segunda clase. Yo le contaba con frecuencia de mis peripecias en el Camino de Santiago, como peregrino hacia Compostela. No le impresionaban en absoluto esas fatigas, el afán de recorrer España a pie, siguiendo la flecha amarilla que impulsa hacia el fin de la tierra, agotando el horizonte día tras día, siguiendo una ruta milenaria de la humanidad. Más bien, lo divertía la idea misma de peregrinar hasta un sepulcro. Sin embargo, una tarde en Santa Catalina, luego de derrotarme al ajedrez, me dijo que él también había recorrido cerca de 200 kilómetros del Camino de Santiago, pero en Francia, siguiendo una remota ruta de iglesias románicas. Ingenuamente le pregunté durante cuánto tiempo había caminado. Se río con malicia y me respondió: “Cerca de veinte minutos, porque hice todo ese Camino en coche”.

Tal vez, con sus viajes, incluso los más lúdicos o las más académicamente dedicados, Eugenio honraba un profundo sentido de lo humano, que se manifiesta en la pasión por conocer, recorrer un camino personal y encontrar un lugar en el mundo. Acaso este sea el sentido más profundo del humanismo: buscar nuestro propio camino, nuestro destino y, en este sentido, promover la libertad del individuo por sobre las inevitables ataduras de la naturaleza y el estrecho cerco de los ritos y costumbres sociales[7]. Desde esta perspectiva, el “Bulygin viajero” era profunda y conmovedoramente humano. Era un individuo que en su niñez había sufrido en carne propia el exilio y las persecuciones, que había sido violentamente desarraigado de su tierra y su lengua materna, que había visto de cerca el desconsuelo que acompaña a la guerra y la pobreza[8]. Tal vez, entonces, para Bulygin los viajes eran, de alguna manera, siempre una forma de regresar, de reconocer y de crecer personalmente.

6.

En marzo de 2017, dictamos conjuntamente durante una semana un curso en la Universidad del Externado en Colombia. Allí, Julia Rodríguez Torres y Gerardo Barbosa Castillo fueron unos anfitriones excepcionales, que lograron que Bulygin se sintiese más como un amigo entrañable que como un reconocido profesor. Por las mañanas, luego de preparar nuestras clases, dábamos un paseo por La Candelaria, caminando lentamente para mitigar los efectos de la altura, que agobiaba el pecho y la garganta. Respetando la fragilidad de sus 85 años, nos refugiábamos de la llovizna usual de Bogotá en algún café, en el Museo Botero, en el Centro Cultural García Márquez, o en el Museo del Oro, fuera de La Candelaria, pero cerca de donde estábamos alojados. Por las noches cenábamos juntos y, en la primera comida, me entregó un billete de 100 dólares para que pagase las bebidas (que no estaban incluidas en el vale de la universidad) y me subrayó que, cuando se acabase esa provisión de fondos, me daría otra dotación adicional y así sucesivamente. Para acallar mis (pocas) protestas y alivianar mi vergüenza, dijo: “No te preocupes. Ya soy viejo y no tengo grandes oportunidades de gastar el dinero. Además, así evitamos perder el tiempo en discutir acerca de quién paga las consumiciones”.

Por supuesto, sería una tontería medir la generosidad de Eugenio por medio de esta anécdota, pero también sería una estupidez omitir el alto grado de desprendimiento personal, lealtad y afecto con que honraba a sus amigos. Una vez, en Génova, en junio del 2000, Bulygin, como presidente de IVR había influido para que me invitasen a un congreso. Cuando comencé a agradecerle su gestión, cortó de raíz mi perorata y, levantando el dedo índice de la mano derecha, de manera solemne proclamó: “¡Nadie jamás podrá acusarme de ser imparcial!”.  

En esa semana en Colombia conversamos mucho sobre análisis filosófico y las transformaciones de la filosofía analítica, de sus lecturas (e.

g., Wittgenstein, Popper) que pocas veces se manifestaron en sus escritos, de las razones para su desapego frente a The Varieties of Goodness de G. H. von Wright (1963), de los jóvenes talentos surgidos de su seminario permanente de teoría del derecho en la UBA, etc. Por supuesto, no eran conversaciones exhaustivas, sino que los temas fluían de manera natural, al hilo de una conversación que iba menguando conforme avanzaba la noche. De estas charlas informales recuerdo que volvía con cierta recurrencia a su reciente polémica con Juan Carlos Bayón y Juan Ruiz Manero, tratando de reformular sus argumentos que él consideraba irrefutables y que, en mi opinión, aun eran (son, tal vez) insuficientes. En cierto modo, Eugenio padecía en esas últimas polémicas, al igual que en sus discusiones con el realismo genovés, no tanto porque careciera de argumentos para defender su posición sino por el temor de no haber comprendido adecuadamente, o haber pasado por alto, algunos detalles de las posiciones de sus amigos y, en esta oportunidad, ocasionales adversarios. Esos padecimientos, en unos pocos casos, se convertían en una leve amargura. Ello ocurría con algunas cuestiones vinculadas a la filosofía moral. En ciertas ocasiones, Eugenio sentía que sus argumentos escépticos, tributarios de su emotivismo en materia moral, eran vistos como una suerte de frivolidad intelectual, algo que sus amigos disculpaban solo como una suerte de ingenua diversión; como algo que, en definitiva, no valía la pena tomar en serio. En su opinión, el emotivismo era una doctrina filosófica importante[9], que valía la pena considerar atentamente y también creía que, en la práctica, nuestras acciones estaban determinadas más por nuestro temperamento o educación que por la adhesión a una teoría moral. En este sentido, sus comentarios, (y, en particular, su posición personal) evocaban a Carnap, quien decía:

Muchos de esos filósofos que sostienen la tesis de una fuente especial para el supuesto conocimiento de los valores absolutos piensan que cualquiera que rechace su fuente en particular no puede tener ningún valor moral en absoluto. Me inclino a pensar de manera bastante general que la aceptación o el rechazo por parte de alguien de cualquier tesis particular relativa a la naturaleza lógica de los enunciados de valor y la clase y fuente de su validez tiene, por lo general, una influencia muy limitada sobre sus decisiones prácticas. El comportamiento en situaciones dadas y la actitud general de las personas está determinada principalmente por su carácter y muy poco, si es que lo está, por las doctrinas teóricas a las que se adhieren (1963, 82).

Pero, de ninguna manera la amargura o la melancolía eran sensaciones en las que Eugenio se quedase instalado mucho tiempo. Era impropio de su naturaleza quejarse o compadecerse, aunque tendía a mostrarse compasivo frente a los infortunios o debilidades humanas. Así, reaccionaba con pena, pero con preocupación y empatía cuando se enteraba de algún conflicto que había separado en la academia o en la vida privada a personas a quienes conocía y profesaba afecto. Veía esos acontecimientos con cierta dosis de fatalismo, como quien lee en esos tropiezos las contingencias que los dioses de las tragedias griegas han tramado para poner a prueba a los mortales.

 

7.

La semana en Bogotá en 2017 fue la última vez que coincidimos en nuestros viajes. En la última noche, cenando en el restaurante del Hotel de la Opera, Eugenio emprendió una larga exposición sobre literatura y autores rusos, dejando en claro su pasión por la poesía y un conocimiento apabullante de los clásicos, que había aprendido al calor de su familia, en su niñez y juventud. En los primeros días del viaje había comprado en la librería del Fondo de Cultura, en el barrio de La Candelaria, el “Curso de literatura rusa” de Nabokov (2009). En verdad, ese libro no le había gustado mucho. El texto está armado a partir de notas, conferencias y apuntes de clases, con un resultado que él juzgaba decepcionante, pero mi desconocimiento de esa literatura le parecía un pecado aún mayor. Le recordé que muchos años atrás, una tarde en Santa Catalina, cuando le dije que me aburría mortalmente La montaña mágica de Thomas Mann (que él, por supuesto, leía en alemán), gritaba a voz en cuello: “Eres un bruto, eres un bruto”. Se rio, entonces, con una carcajada que sobresaltó a los camareros del restaurante del hotel, que discretamente retiraban todo el servicio ya que hacía un buen rato que éramos los últimos comensales.

Al momento de despedirnos, con un abrazo fuerte, me dijo que no tardase en visitarlo en Buenos Aires o en Santa Catalina ya que a su edad cualquier día podía ser el último día. Sus palabras no eran amargas sino más bien ligeras, como quien disfruta, sin prisas y sin pausas, de la última copa de un vino extraordinario. Adiós, entonces, Eugenio. Adiós, Maestro. Buen viaje, buen camino.

Pablo E. Navarro

(Conicet, Argentina)

Girona, marzo de 2022

Referencias bibliográficas

Alchourrón, C. y Bulygin, E (1971). Normative Systems. New York-Viena: Springer.

Bouzat, A. (2021). Eugenio Bulygin, profesor de la Universidad Nacional del Sur, en Discusiones, 26, 9-12.

Bulygin, E. (2015). An (Auto)biographical sketch. En Stanley L. Paulson et al (eds.), Essays in Legal Philosophy (pp. 360-364). Oxford: Oxford University Press.

Bulygin, E. (2017). “Genaro R. Carrió: un jurista excepcional, un juez poco común y un amigo inolvidable”. En Roldán, S. (comp.), Homenaje a Genaro R. Carrió (pp. 23-30). Bogotá: Universidad del Externado.

Caracciolo, R. A. (2021). Unas palabras en recuerdo de Eugenio Bulygin. Discusiones, 27, 9-11.

Carnap, R. (1963). Intellectual Autobiography. En Schilpp, P. (ed.), The Philosophy of Rudolf Carnap (pp. 3-86). Illinois: The Library of Living Philosophers, Open Court.

Garzón Valdés, E. (2021). Appunti sul carattere e la personalità di Eugenio Bulygin. Analisi e Diritto, 2021 (I), 11-17.

Nabokov, V. (2009). Curso de literatura rusa. Barcelona: Ediciones B.

Navarro, P. E. (2007). Eugenio Bulygin y la filosofía del derecho contemporánea. En Moreso, J.J. y Redondo, Cristina (eds.), Un dialogo con la teoría del derecho de Eugenio Bulygin (pp. 15-32). Madrid: Marcial Pons.

Navarro, P. E. (2015). Normative Systems and Legal Positivism. Eugenio Bulygin and the Philosophy of Law. En Stanley L. Paulson et al (eds.), Essays in Legal Philosophy (pp. 1-21). Oxford: Oxford University Press.

Von Wright, G. H. (1963). The Varieties of Goodness. London: Routledge & Kegan, Paul.

Von Wright, G. H. (1993). The Tree of Knowledge and other essays. New

York: E. J. Brill.

Von Wright, G.H. (2000). Valuations - or How to Say the Unsayable. Ratio Juris, 13, 347-357.

Wittgenstein, L. (1969). On Certainty. Oxford: Basil Blackwell.



[1] Por ejemplo, la noticia del fallecimiento de Bulygin ha sido recogida por Ratio Juris, Análisis Filosófico, Doxa, Analisi e Diritto, Isonomía, Revista Latinoamericana de Filosofía, etc. En estas y otras publicaciones, las palabras de despedida han correspondido a José Juan Moreso, Juan Pablo Alonso, Rodolfo Vázquez, Alejandro Calzetta, Julieta Rábanos, Cristina Redondo, etc.

[2] He analizado los aspectos centrales de la obra de Bulygin en diversas publicaciones. Véase, por ejemplo, Navarro, 2004 y Navarro, 2015

[3] Este sueño se materializó a principio de los años 70, con la fundación de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico. En la información sobre la historia de SADAF se puede leer: “Precisamente hacia finales de la década del 60, un grupo de jóvenes y entusiastas filósofos argentinos que cursaban estudios de posgrado en Oxford se sintieron estimulados por la vida académica de aquellos lugares. Después de asistir a algunas reuniones de la Philosophical Society de Oxford algunos de ellos imaginaron la posibilidad de organizar una sociedad de estudios de filosofía a imagen y semejanza de aquella prestigiosa institución. Ese anhelo motorizó inicialmente la fundación de la Sociedad Argentina de Análisis Filosófico hasta adquirir un perfil propio y posiblemente único”. Acerca de la influencia que tuvo en Bulygin, Carrió, Rabossi y Moro Simpson la posibilidad de participar de las reuniones de la Philosophical Society, véase, Bulygin, 2017, p 28.

[4] Alchourrón y Bulygin, 1971.

[5] Pocos meses después, ese manuscrito sería publicado por primera vez, en una edición de von Wright y Anscombe. Véase Wittgenstein, 1969.

[6] Es conocido que el verbo inglés “To travel” remite a la palabra francés que se refiere al esfuerzo, al trabajo (“travail”) y que esta última deriva a su vez de la palabra latina “tripalium”, que era una suerte de instrumento de tortura.

[7] Para un desarrollo de estas ideas acerca del humanismo y las humanidades, véase, von Wright, 1993.

[8] Bulygin deja entrever estas privaciones de su infancia y juventud en Bulygin, 2015.

[9] En particular, en los últimos años, Eugenio rescataba con aprobación al emotivismo de von Wright. Véase, von Wright, 2000.