ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 29, 2-2022, pp. 273 a 298
Sobre los fundamentos analíticos de la teoría del derecho. Recensión de “Teoría analítica del derecho” de Jorge Luis Rodríguez
On the Analytic Foundations of Legal Theory.Review
to “Teoría analítica del
derecho” by Jorge Luis Rodríguez
Giovanni Battista Ratti*
Recepción: 12/06/2022
Evaluación: 16/06/2022
Aceptación final: 19/06/2022
Resumen: El presente artículo pasa en reseña el libro “Teoría analítica del derecho” de Jorge Rodríguez. La primera parte está dedicada a ilustrar los contenidos del volumen, mientras que la segunda parte contiene algunas observaciones críticas en tema de aplicación de la lógica a las normas, relaciones entre positivismo y no-cognoscitivismo ético, jerarquías normativas, dinámica del derecho, interpretación jurídica y verdad de las premisas fácticas de la sentencia judicial. En las conclusiones se enumeran las principales virtudes del volumen comentado.
Palabras clave: Jorge Rodríguez, teoría general del derecho, filosofía analítica, sistemas jurídicos, interpretación del derecho.
Abstract: The present paper reviews the book “Teoría analítica del derecho” by
Jorge Rodríguez. The first part provides a brief overview of the contents of
the volume, whereas the second part puts forwards some critical remarks about
the application of logic to norms, the relation between legal positivism and
skepticism in ethics, hierarchies among norms, legal dynamics, legal
interpretation, and the truth of the factual premises of judicial decisions.
The final section underlies the main virtues of the reviewed book.
Keywords: Jorge Rodríguez, General Legal Theory, Analytic
Philosophy, Legal Systems, Legal Interpretation.
Teoría analítica del derecho de Jorge Rodríguez (2021) es una obra grandiosa que contiene virtualmente todo lo que se ha dicho y hecho hasta el momento en la teoría general del derecho.[1] El extremo cuidado usado por el autor, su profunda minuciosidad, su enorme erudición, y la completísima bibliografía que acompaña el trabajo, hacen presagiar que este volumen colosal será una referencia ineludible para quien quiera realizar nuevos estudios en nuestra disciplina.
El volumen puede leerse al menos de dos maneras distintas, como el propio autor nos señala. Una primera manera –dirigida en particular a los investigadores– consiste simplemente en seguir su pulcra estructura, casi perfectamente simétrica,[2] y hacerse guiar por la meridiana explicación propuesta en cada uno de los siete capítulos que lo componen, cada uno de ellos organizado en cinco subapartados, a su vez divididos en cuatro subapartados. Una segunda manera –basada en consideraciones de eminente utilidad didáctica que el propio autor se encarga de hacer manifiestas (Rodríguez, 2021, p. 18)– consiste en leer los primeros tres apartados de cada capítulo como una explicación de los aspectos de fondo de los principales asuntos de la teoría del derecho para luego dedicarse a una profundización de los temas tratados, leyendo los dos apartados finales de cada capítulo. Para finalidades didácticas, esto resulta particularmente eficiente porque el volumen –así sistematizado– se puede usar a la vez como base para dos cursos distintos de teoría de derecho: uno de nivel básico y el otro de nivel avanzado.
El capítulo 1, que lleva el título “Normas, lenguaje y lógica” (una especie de ideal intersección, por así decir, salva veritate entre “Language, Truth, and Logic” de Ayer y “Norms, Truth, and Logic” de von Wright) trata las principales nociones básicas de la teoría del derecho desde un punto de vista lingüístico y, en consecuencia, lógico. Dicho capítulo parte del análisis de distintos tipos de lenguaje, para centrarse más tarde en el examen del lenguaje normativo y de los diferentes tipos de normas que se encuentran en él. Luego se dedica al estudio de las diferentes entidades lingüísticas relevantes para los lenguajes normativos (en el doble y alternativo sentido de que o bien expresan normas o bien expresan proposiciones sobre normas) y de las varias concepciones de las normas que se encuentran en la discusión teórica. Sucesivamente, el autor analiza el posible papel de la lógica deductiva en relación con los discursos normativos y examina una serie de problemas cruciales que surgen de una aproximación lógica al mundo de las normas y de los conjuntos de normas.
El capítulo 2 se titula “El concepto de derecho”, haciéndose eco del clásico hartiano de 1961 y aclarando desde el comienzo la inclinación de nuestro autor para las soluciones propuestas por el teórico oxoniense, en especial en contra de las opuestas soluciones iusrealistas (como tendremos ocasión de ver a continuación, en la parte de esta reseña dedicada al análisis crítico). Este capítulo aborda el problema de la definición de “derecho” proporcionada por las principales concepciones existentes en la literatura especializada, en particular la concepción iusnaturalista y la concepción iuspositivista. Las dos tesis sobre las cuales el autor organiza eficazmente su discusión de las concepciones del derecho son las tesis del carácter social del derecho, según la cual “la existencia del derecho depende al menos en parte de ciertos hechos humanos y que su finalidad es regular la conducta de un grupo social”, y la tesis del carácter normativo del derecho, esto es, la tesis según la cual “las normas jurídicas nos ofrecen razones para actuar (desde luego, no necesariamente concluyentes)” (Rodríguez, 2021, p. 20).
La lectura que el autor da de la relación entre las varias concepciones del derecho depende del énfasis que pongan sobre la primera tesis –un énfasis típico de las concepciones iuspositivistas– o sobre la segunda, y aquí el énfasis sería típico de las concepciones iusnaturalistas, aunque recientemente varias concepciones que se autodefinen como “positivistas” subrayan esta tesis más intensamente que la del carácter social.[3]
La principal virtud del capítulo 3 –“Normas jurídicas y conceptos jurídicos fundamentales”– reside, como sugiere el título, en el hecho de que el autor pone en estrecha relación explicativa la reconstrucción racional de los varios tipos de normas que ocupan el espacio jurídico con las posiciones jurídicas atribuidas a quienes están sometidos a dichas normas. A través de una sabia obra de simplificación casi axiomática, Rodríguez asume como concepto básico el de obligación, entendida en este contexto como referente a dos sujetos –el obligado y el sujeto hacia el cual se tiene la obligación– y construye a partir de dicha noción todas las demás nociones (libertad, pretensión y acción procesal) y sus subcategorías que son imprescindibles para entender de qué manera el derecho califica las posiciones jurídicas de los destinatarios de sus normas. Mediante una nueva propuesta de sistematización de las situaciones jurídicas (Rodríguez, 2021, p. 298), nuestro autor llega a conclusiones sumamente interesantes e innovadoras, como la siguiente: “el concepto de acto ilícito se define a partir del concepto de deber jurídico y como opuesto a este último. La sanción es una consecuencia típica pero no necesaria de la comisión de un acto ilícito y debe definírsela a partir de esta última noción y no al revés, como postulaba Kelsen” (Rodríguez, 2021, p. 299). En plena concordancia con el análisis kelseniano, en cambio, las nociones de capacidad e imputabilidad se reconducen a la de competencia, y la noción de responsabilidad se caracteriza como la aptitud para ser sancionado (Rodríguez, 2021, p. 299).
El capítulo central del volumen –el cuarto, titulado “El derecho como sistema”– es una pequeña obra maestra in its own right. Se dedica en primer lugar a la reconstrucción de la noción de sistema en la obra kelseniana, denunciado la conocida ambigüedad con la cual Kelsen emplea el término “validez”, que constituye una noción central para entender en qué sentido el derecho puede considerarse sistemático. Siempre en perspectiva kelseniana, introduce y examina la distinción entre sistemas estáticos y dinámicos, y los varios modelos de pertenencia de una norma a un conjunto que se desprenden de las posibles combinaciones del criterio estático de deducibilidad y el criterio dinámico de legalidad, siendo cuatro las posibles situaciones (de un modelo estático puro a un modelo dinámico puro, pasando por dos modelos mixtos, uno caracterizado por la conjunción de ambos criterios y el otro basado en la disyunción de dichos criterios). Luego, Rodríguez examina, desde una perspectiva estática, la noción de “microsistema”, que se usa para reconstruir racionalmente los conjuntos de normas elaborados por los juristas a los efectos de solucionar un cierto problema normativo. La noción de microsistema también permite explicar las correlacionadas nociones de completitud y consistencia, que son aclaradas, en las huellas de la obra de Alchourrón y Bulygin, como propiedades relativas a un determinado conjunto de normas (y a las clases de las propiedades, de los casos y de las soluciones que se desprenden de dichas normas). El capítulo también contiene una clasificación de las lagunas y de las antinomias, y un análisis pormenorizado de la posición del juez frente a ellas, y se concluye con un análisis demoledor del modelo alexyano de ponderación que culmina en la conclusión de que “como las operaciones aritméticas carecen de sentido entre números que no poseen significado matemático, la operación de ponderación equivale a ubicar un cierto supuesto concreto en una de las categorías generales de la ordenación para luego derivar la solución correlacionada con esa categoría de casos respecto de la preferencia entre los principios involucrados. En otras palabras, un caso particular se ubica en una clase genérica a la que una regla atribuye una solución, y eso permite derivar para ese caso particular la solución prevista en la regla: eso es precisamente en lo que consiste la subsunción, de modo que la ponderación no es más que un caso particular de esta última” (Rodríguez, 2021, p. 420).[4]
La segunda parte del volumen arranca, en su capítulo 5, con una rica y matizada discusión de la dinámica jurídica (y “Dinámica jurídica” es justamente el titulo asignado a estas páginas). Aquí también nos encontramos frente a un capítulo que constituye, sin duda alguna, uno de los highlights del entero volumen. La discusión de la faz dinámica del derecho comienza con el análisis de la conocida y controvertida reconstrucción kelseniana de la inconstitucionalidad de las normas legisladas y la debatida tesis de la cláusula alternativa tácita, cuyas dificultades son consideradas, por el autor, síntomas de problemas generalizables respecto de cómo congeniar los aspectos estáticos y dinámicos de los sistemas jurídicos. Luego el capítulo pasa a discutir dos posibles modelos de reconstrucción de la faz dinámica del derecho, el de la inclusión y el de la pertenencia, inclinándose por razones conceptuales a favor del segundo, ya que el primero constituiría un modelo en realidad estático y por ende incapaz de explicar el cambio del derecho y la circunstancia de que el derecho regula su propia producción. Sucesivamente, el autor discute la relación entre jerarquías normativas y dinámica jurídica y el problema de la caracterización del derecho mediante varios instrumentos teóricos de identificación del derecho (a partir de la regla de reconocimiento de Hart y de los criterios identificativos propuestos por Alchourrón y Bulygin). En los últimos dos apartados, se discuten respectivamente la evolución de la teoría de los sistemas dinámicos (aquí el modelo de la pertenencia es defendido en contra de algunas críticas que se le han dirigido recientemente) y la reconstrucción de la dinámica jurídica en el ámbito del modelo de estado constitucional de derecho (además de otros problemas más sustantivos, como la noción de garantía o la objeción contramayoritaria en contra del control judicial de la legislación).
El capítulo 6 lleva el título “Interpretación, indeterminación y conocimiento del derecho”. La exposición de las principales concepciones de la interpretación jurídica que se encuentran en la literatura ocupa el primer apartado, mientras que las fuentes de indeterminación del derecho se afrontan en el segundo apartado. A continuación, el autor examina la relación entre interpretación y argumentación y reconstruye los principales productos interpretativos (en el sentido de tipos de significados que se encuentran en la labor de los juristas) y los argumentos que los juristas formulan para alcanzarlos. El apartado cuarto versa sobre las relaciones entre interpretación y desacuerdos mientras que el capítulo se cierra – en la sección 5– con la discusión del estatus conceptual y científico de la dogmática jurídica y la posibilidad de una genuina ciencia del derecho. Se trata de un capítulo fuertemente influenciado por la llamada teoría intermedia o ecléctica de la interpretación, ideada por Herbert Hart y luego seguida por destacados teóricos argentinos como Genaro Carrió y Eugenio Bulygin, la cual sostiene que en la mayoría de los casos el significado de las fuentes jurídicas es unívoco y por ende la interpretación se limita a una suerte de comprensión del significado claramente expresado por un texto, mientras que solo en el caso en que un texto resulte equívoco se necesita una actividad discrecional, de carácter débilmente creativo. En las palabras de Rodríguez (2021, p. 27): “existirían casos fáciles frente a los cuales la interpretación sería una operación puramente cognoscitiva y los órganos jurisdiccionales dispondrían de una respuesta correcta, y casos problemáticos frente a los cuales la interpretación sería una operación adscriptiva o decisoria y los órganos jurisdiccionales tendrían frente a ellos discrecionalidad”. Esto también implica que, por lo que concierne a la ciencia jurídica, “en tanto se rechace una visión radicalmente escéptica de la interpretación, debe reconocerse que es posible formular, al menos frente a casos claros, proposiciones normativas verdaderas acerca de lo que el derecho exige” (Rodríguez, 2021, p. 28).
Finalmente, el séptimo capítulo (titulado “El razonamiento jurídico y la justificación de las decisiones judiciales”) empieza examinando con gran sutileza la reconstrucción teórica del razonamiento práctico que se encuentra en la literatura. Rodríguez ilustra y critica con argumentos impecables la teoría del razonamiento práctico de Raz, y en particular su idea de concebir las normas como razones excluyentes. Sucesivamente, reconsidera la famosa distinción entre justificación interna y justificación externa mediante la dicotomía entre razonamiento válido, es decir un razonamiento en el cual la conclusión se sigue de las premisas, y razonamiento sólido, es decir un razonamiento válido con premisas verdaderas o correctas. Esta dicotomía le permite a Rodríguez observar agudamente que
si se califica como “casos fáciles” a aquellos en los cuales es posible alcanzar una decisión unívoca a partir de una norma clara que integra el sistema jurídico de referencia y, por oposición, como “difíciles” a los que no posean tales características, teniendo en mente el sentido débil de “justificación”, la circunstancia contingente de que a veces los jueces brinden razones en apoyo de las premisas que utilizan para derivar su conclusión resultará irrelevante por cuanto incluso en un caso difícil la decisión estará justificada si su contenido se deriva de las premisas elegidas por el juez. Si, en cambio, se tiene en mente un sentido más fuerte de “justificación”, que incorpore la exigencia de que las premisas sean “verdaderas” o “correctas”, resultará irrelevante que pueda encontrarse una norma clara en el sistema que permita derivar una solución unívoca para el caso, por cuanto incluso en un caso fácil será necesario justificar la “verdad” o “corrección” de las premisas (Rodríguez, 2021, p. 713).
Luego, nuestro autor examina el debate Hart-Dworkin sobre la distinción entre reglas y principios, poniendo énfasis en los argumentos inconscientemente autorefutatorios de Hart que, sin darse cuenta, acabaría admitiendo que no hay reglas, sino solo principios, esencialmente derrotables, dando así razón a las críticas de Dworkin. Rodríguez muy sabiamente reformula esta antigua disputa en términos más modernos, usando la noción de derrotabilidad (por cierto, introducida por Hart para otras finalidades) y defendiendo la tesis de que no hay razón para pensar que todas las normas jurídicamente sean sustancialmente derrotables, en el sentido de que no hay manera de identificar las excepciones a ellas antes de su aplicación. En particular, Rodríguez aclara de manera magistral que o bien las excepciones están previstas por otras normas jurídicas, y entonces no se puede decir que no resulten enumerables, o bien no dependen de normas jurídicas y entonces ellas solo podrían cobrar relevancia en el plano de la aplicación de las normas a casos particulares (Rodríguez, 2021, p. 750), pero ya no se podría decir que implican una dificultad insuperable acerca de la identificación del derecho, siendo explicable de varias maneras la circunstancia de que, al resolver un caso individual, los jueces a veces introducen excepciones implícitas en las normas identificables por su origen social sobre la base de otras normas que no poseen tal origen (Rodríguez, 2021, p. 30). El capítulo también contiene importantes y agudas observaciones sobre el razonamiento fáctico en el ámbito jurídico (sobre una de estas volveremos más abajo) y las relaciones entre justificación moral y justificación jurídica de una decisión.
Hasta aquí, representado en unas pocas pinceladas no particularmente finas, el contenido del volumen objeto de la presente reseña. Ahora pasamos a la parte crítica. El hecho de que el volumen aquí reseñado sea una de las obras más importantes en la literatura teórico-jurídica de los últimos años no quita que contenga algunas tesis que, a mi parecer, resultan discutibles y deberían ser acotadas o hasta sustancialmente modificadas. Aquí me limitaré a formular algunas breves observaciones relativas a algunos puntos que me parecen particularmente relevantes, siguiendo grosso modo la estructura del libro. Estas observaciones tienen que leerse como primeros y tentativos argumentos de una discusión acerca de este maravilloso libro, una discusión –estoy seguro– que florecerá en la literatura del sector teórico-jurídico y no solo en él.[5]
Mi primera observación, que versa sobre temas tratados en el primer capítulo, tiene que ver con la función que puede asignarse a la lógica en el ámbito del análisis del lenguaje normativo. Me parece que se puede decir que, mientras el autor es muy optimista sobre el papel que la lógica –en particular la lógica deóntica– puede realizar en dicho ámbito, yo no comparto (más) dicho optimismo. O, mejor dicho, no me parece que los sistemas de lógica propuestos hasta el día de hoy, y examinados en el volumen, permitan reconstruir de manera satisfactoria gran parte de nuestras intuiciones y, de manera más relevantes, de nuestras prácticas en el ámbito normativo. En particular, me parece que la lógica de las normas tiene serios problemas respecto de la negación de las normas y, sobre todo, de las normas condicionales.[6] En efecto, por un lado, no está del todo claro qué quiere decir negar una norma (emanar su contraria, su contradictoria, derogarla, etc.), y en particular negar una norma condicional. En analogía con la lógica, deberíamos considerar que la negación de una norma condicional es constituida por la conjunción del antecedente y la negación del consecuente. Sin embargo, nadie interpreta así la negación en el ámbito normativo, y muchos tienen la tendencia a considerar que una norma condicional se niega uniendo al mismo antecedente la negación del consecuente original. Por otro lado, la misma noción de condicional normativo es debatida y está lejos de ser aclarada definitivamente.[7] Los problemas de los condicionales normativos son tan relevantes que, en algunas reconstrucciones, se pierde completamente el presunto carácter condicional de la norma (esto ocurre paradigmáticamente con la llamada concepción insular de las normas) y, en otras reconstrucciones, se da lugar a “híbridos formales”, cuyo manejo lógico e inferencial resulta arduo sino hasta imposible. Creo que estos problemas podrían ser resueltos quizá recuperando la lógica de conjuntos que fundamenta la propuesta de Sistemas normativos de Alchourrón y Bulygin (2012). Las normas –me parece que esta es la idea central de ese libro al respecto– correlacionan un conjunto (de casos) A con otro conjunto (de soluciones) B. Si A resulta vacío conceptualmente, ninguna solución es posible (es decir que también B resultará vacío por razones conceptuales en relación con A). Pero si A no es vacío conceptualmente, B podrá ser tanto vacío como no serlo. La negación de un conjunto resulta totalmente determinada, dando lugar a su conjunto complementario, y la negación de una relación entre conjuntos también resulta determinada (en oposición a la de un condicional normativo) dando lugar, muy simplemente, a la falta de subsistencia de esa relación. Por esta razón, a mi parecer, el modelo de Sistemas normativos resulta superior a los modelos sucesivos que se encuentran en literatura, que han reemplazado la perspectiva de teoría de conjuntos con la aplicación por analogía de las reglas de inferencia de la lógica proposicional (en particular respecto de los condicionales) al ámbito de las normas.
Respecto de los temas que ocupan el segundo capítulo, mi mayor discrepancia con el autor versa sobre las relaciones que cabe instituir entre positivismo y metaética no-cognoscitivista.
Afirma Rodríguez (2021, p. 158) al respecto:
Si bien un escéptico en metaética no puede, por razones conceptuales, aceptar la caracterización iusnaturalista del derecho, se pueden aceptar los presupuestos metaéticos del iusnaturalismo y, no obstante, rechazar igualmente el concepto de derecho que el iusnaturalismo propone. Resulta perfectamente plausible considerar que existen de manera objetiva normas morales válidas en todo tiempo y lugar, cognoscibles por los seres humanos y, no obstante, rechazar el concepto de derecho del iusnaturalismo clásico, esto es, la existencia de una conexión conceptual entre derecho y moral. Aunque ciertos autores han negado esta posibilidad, nada obsta a que incluso un realista moral considere que una norma positiva injusta puede ser derecho. Lo que en todo caso se seguiría de su postura metaética es que, si esa norma es reputada injusta, ella no impone una obligación moral y, por consiguiente, no debe en última instancia ser cumplida por los ciudadanos ni aplicada por los jueces.
Aunque este argumento resulte aparentemente plausible, creo que es discutible, al menos por dos razones.[8]
En primer lugar, es una tesis central del positivismo jurídico, así como del no-cognoscitivismo ético, que las normas no son ni verdaderas ni falsas. Siendo esto así, ambos resultan constituir la negación de la tesis, típica del objetivismo moral, de que existen normas verdaderas. Y en este sentido, coinciden totalmente. La impresión, equivocada, de que se trate de dos tesis distintas es que normalmente el positivismo jurídico tiene como objeto las normas jurídicas, mientras que el subjetivismo moral tiene como objeto las normas morales. También podría decirse que ambos son especificaciones de la misma tesis (las normas no tienen valores de verdad) respecto de ámbitos (parcialmente) distintos.
En segundo lugar, para poder distinguir entre el derecho que es y el derecho que debe ser (entre descripción y valoración del derecho), hay que dotarse de la distinción entre proposiciones (descriptivas de la realidad) y normas (cuyo cometido es afectar a la realidad). Es esta la lectura epistémica de la tesis de la separación. Si se cree en el realismo moral, difícilmente se podrá evitar creer en la verdad o falsedad de las normas, verdad y falsedad que dependerán de la correspondencia de las normas con algún hecho moral objetivo. Si esto es así, no se ve cómo se puede impedir el colapso entre descripción y valoración, un colapso que produciría que la lectura epistémica de la separación entre derecho y moral acabaría por ser completamente obliterada. Sorprendentemente, sobre el punto estoy de acuerdo con Ronald Dworkin (2002, p. 1656), el cual, acerca del positivismo incluyente y, más en general, de todo positivismo objetivista en ética que atribuya alguna relevancia directa a la moral respecto del derecho, afirmó una vez que entre su visión del derecho (que puede ser reconducida a alguna versión de iusnaturalismo) y dicha forma de positivismo es muy difícil ver algún tipo de diferencia genuina.
Sobre el tercer capítulo, no tengo particulares observaciones críticas, ya que comparto la gran mayoría de las tesis que allí se sostienen, aunque no comparta quizá la más relevante, es decir la tesis hartiana –defendida también por nuestro autor– de que la nulidad no constituye una sanción. Yo creo en cambio que lo es y que esto podría ser claramente entendido si se distinguiera, con mayor profundización, entre varios tipos de invalidez (nulidad, anulabilidad, inexistencia, etc.) y por ende se reparara en el hecho de que el orden jurídico, mediante dichas consecuencias de diferente graduación, castiga al sujeto que, mediante un determinado acto normativo, hubiera querido obtener determinados efectos que no puede realizar o puede realizar solo en parte o solo bajo determinadas circunstancias
(dependiendo justamente del tipo de sanción).[9]
Sin embargo, hay una tesis puntual de este capítulo que Rodríguez formula acerca de la clasificación de las jerarquías propuesta por Riccardo Guastini que merece un examen un poco más detenido. Al respecto, nuestro autor afirma (Rodríguez, 2021, p. 448) que
Guastini distingue cuatro diferentes sentidos en los que suele hablarse de jerarquías normativas: jerarquía estructural o formal, que consistiría en la relación que se verifica entre las normas sobre la producción jurídica y aquellas cuya producción es regulada por las primeras; jerarquía material o sustancial, que consistiría en la relación que se verifica entre dos normas cuando una tercera establece que una de las dos anteriores es inválida si es incompatible con la otra; jerarquía lógica o lingüística, que sería aquella relación que se verifica entre dos normas cuando una se refiere a la otra, y jerarquía axiológica, que sería aquella relación que se verifica entre dos normas cuando el intérprete atribuye a una un valor superior al de la otra. No obstante, si se examinan con más detalle estos cuatro sentidos, es posible apreciar que la jerarquía estructural o formal no constituiría más que un caso específico de jerarquía lógica, puesto que siempre que una norma regule la producción de otra norma necesariamente ha de referirse a esta última. Por cierto, hay casos de jerarquía lógica que no son supuestos de jerarquía estructural o formal, como en el caso de las definiciones de términos contenidos en otras normas, de modo que esta última categoría es más amplia que la primera. Por otra parte, la jerarquía axiológica implica el reconocimiento de una jerarquía material entre las normas en juego, que hace prevalecer a la que se considera axiológicamente superior en casos de conflicto. De lo contrario no se comprendería lo que significa decir en este caso que se reconoce un valor superior a una frente a la otra. Si se acepta lo expuesto, entonces en realidad no habría más que dos grandes sentidos en los que podría hablarse de la ordenación jerárquica de un conjunto de normas: el sentido lógico y el sentido material.
Creo que esta crítica yerra el blanco y encierra una serie de errores conceptuales.
El primer error consiste en que la jerarquía lógica subsiste entre dos normas, cuando una versa metalingüísticamente sobre la otra. En teoría de conjuntos se diría que es una relación entre dos individuos, no entre dos clases ni entre un individuo y una clase. En forma lógica, una jerarquía de este tipo se podría reconstruir como “Existe una norma a y existe una norma b, tal que a versa lingüísticamente sobre b”. Una jerarquía formal o estructural, en cambio, subsiste entre una norma y una clase de normas (que esta clase pueda resultar en algún momento una clase unitaria, es decir formada por uno solo elemento, no quita que siga siendo una clase, naturalmente). La forma lógica de este segundo tipo de jerarquía sería algo del tipo “Existe una norma a tal que la clase C es compuesta por normas creadas conforme a los procedimientos dispuestos por la norma a”. Como resulta manifiesto de ambas formas lógicas, no se puede sostener que la clase de las jerarquías estructurales esté incluida en la de las jerarquías lógicas.
El segundo error radica en una petición de principio, ya que asume lo que debería demostrar, es decir que no hay diferencia conceptual entre jerarquías axiológicas y jerarquías materiales. En realidad, la diferencia existe. Es posible argüir que las formas lógicas son muy similares, ya que ambas relaciones se basan en la idea de que hay un criterio externo a dos normas que introduce una primacía de una de ellas sobre la otra. Sin embargo, hay dos diferencias esenciales (sobre todo para un defensor de una teoría formalista de la interpretación como -según veremos –es nuestro autor). En primer lugar, en la jerarquía material el criterio es establecido por alguna autoridad normativa, mientras que en la jerarquía axiológica esto no ocurre (el criterio no se presenta como derivado de las fuentes jurídicas). En segundo lugar, la consecuencia de la aplicación de la relación jerárquica es distinta: en un caso se produce típicamente la invalidez de la norma inferior, en el otro se produce normalmente la inaplicación (pero no necesariamente la invalidez) de la norma inferior. Quizá se podría decir que dichas situaciones son dos subclases de una clase más amplia, que es justamente la de toda jerarquía entre dos normas que esté basada en un criterio sustantivo externo a ambas normas y que conlleve alguna consecuencia en términos de reducción o eliminación de alguna propiedad sistémica de las normas. Pero no creo que sea correcto afirmar que una clase está, por razones conceptuales, incluida en la otra, difuminando así la distinción, que en cambio me parece importante conservar.
El capítulo cuatro –como dije– es particularmente brillante y me encuentra concorde prácticamente en todas sus tesis. Sin embargo, hay un punto donde discrepo en alguna medida (en realidad, solo en un pequeño detalle) de lo que sostiene Rodríguez.
Nuestro autor identifica el ámbito de lo no regulado por el derecho con dos clases: la clase de las lagunas normativas (entendidas à la Alchourrón y Bulygin, como falta de solución para casos compuestos a partir de propiedades relevantes) y la clase de los casos sin regular (que el derecho no regula ni “pretende regular”).
En la segunda clase, nos dice Rodríguez (2021, p. 394)
quedan comprendidos tanto casos en los que nadie “seriamente” diría que existe una laguna, porque se trata de acciones que ningún sistema jurídico se tomaría el trabajo de regular, como situaciones más oscuras que pueden generar conflictos que lleguen a los tribunales y exijan de ellos alguna solución. En realidad, nada obsta a que casos de conductas que el derecho no regula ni parece que resulte sensato que se encargue de regular también deban ser resueltos por los jueces. Mucha gente plantea ante los tribunales cuestiones por completo ridículas o extravagantes, y los jueces disponen de un nutrido arsenal de recursos procesales para eludir la emisión de un pronunciamiento. En otras palabras, muchas veces los reclamos formulados sobre tales bases […] son rechazados sobre la base exclusiva de un juicio de admisibilidad. La línea de demarcación entre situaciones como estas que se reputen poco serias y las que se reputen mínimamente serias es, evidentemente, imprecisa. Sin embargo, ello no genera problema alguno para distinguir con claridad entre las lagunas normativas y los casos de situaciones “poco serias” que el derecho no solo no regula sino que “no pretende regular”, y mucho menos dificulta el criterio de demarcación entre lagunas normativas y lagunas axiológicas. Esos casos “poco serios”, junto con otros un poco más serios de características no obstante muy semejantes y con las lagunas normativas, conforman el conjunto de las situaciones no reguladas por el derecho.
Creo –como tuve modo de escribir varios años atrás (Ratti, 2018)– que se puede explicar algo más acerca de la posibilidad que tiene un juez frente a estos casos sin regular (que en su tiempo llamé “lagunas absolutas”, en oposición a las lagunas à la Alchourrón y Bulygin, que llamé “lagunas combinatorias”). Las tesis de relevancia de un sistema jurídico –con las cuales se identifican las propiedades relevantes para la solución de un problema normativo– se encuentran al menos en dos niveles distintos: un nivel primario, que depende del lenguaje de las fuentes (oportunamente interpretadas), y uno secundario, que depende de consideraciones judiciales (que conceptualmente se sitúan en una fase post interpretationem). En el primer nivel, la tesis de relevancia depende, como es fácil entender, de la interpretación de las fuentes del derecho. La tesis de irrelevancia (en sentido débil) depende de la determinación de la clase complementaria de todas las propiedades que no son relevantes (ni han sido declaradas abiertamente irrelevantes por la autoridad normativa). En el ámbito de la clase de las propiedades irrelevantes en sentido débil, encontramos aquellas que son consideradas relevantes por los jueces (a pesar de ser irrelevantes para el legislador) y las que, hasta el momento, no son consideradas relevantes por los jueces. Es posible, aunque no sea particularmente frecuente, que, en este segundo nivel, los jueces califiquen de irrelevante (en sentido fuerte, es decir calificándola expresamente como tal) alguna propiedad no considerada por el legislador (y que es, entonces, irrelevante en sentido débil en el primer nivel de relevancia). Con este agregado creo que la clasificación de los casos no regulados por el derecho lograría abarcar situaciones que se dan frecuentemente en la práctica jurídica (especialmente, en la judicial) y que, en el planteamiento de Rodríguez, me parece que resultan explicadas solo de manera parcial (a pesar de que el volumen tenga páginas muy agudas sobre los conceptos de relevancia y de irrelevancia[10]).
El capítulo cinco es una muestra de virtuosismo analítico que tiene pocos iguales en la literatura teórico-jurídica actual. Una de las ideas más brillantes allí defendida es que el derecho se puede ver, en perspectiva dinámica, como una sucesión de conjuntos de normas (aquí podemos abstraer de la cuestión de si estos conjuntos contienen o no sus consecuencias lógicas, cuestión discutida en la última parte del capítulo, a la cual Rodríguez da, convincentemente, una respuesta negativa). El criterio de legalidad sería entonces un criterio para determinar no ya la pertenencia de normas a un conjunto (el orden jurídico) sino la pertenencia de un conjunto de normas a una secuencia de conjuntos. Más exactamente, según el modelo de la pertenencia propuesto por el autor,
el sistema dinámico sería una secuencia de sistemas estáticos, de manera que un sistema estático pertenecería al sistema dinámico si poseyera cierta propiedad P, definitoria de la relación de pertenencia (p. ej., legalidad del cambio de normas). La unidad de tal secuencia, y con ello la identidad del sistema dinámico, estaría dada por la identidad de los criterios usados para la identificación de los conjuntos normativos pertenecientes a la secuencia. La aplicación de los mismos criterios de identificación en tiempos diferentes podría llevar a resultados diversos, razón por la cual el contenido del sistema dinámico podría variar. El sistema dinámico conservaría su identidad en tanto no se produzca una quiebra en la regularidad de los cambios, como ocurriría, por ejemplo, en el caso de una revolución (Rodríguez, 2021, p. 434).
Esta noción de secuencia, que es típica de las matemáticas, consiste en identificar los criterios recursivos que dan lugar a una cierta sucesión de elementos. Por ejemplo, la sucesión de Fibonacci consiste en sumar, después de las primeras dos cifras (que se asume que son 1), los últimos dos números que aparecen en la secuencia, de forma que obtenemos:
1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89,144, 233, 377, 610, 987, …
Si nos fijamos en el hecho de que los números son clases, i.e. conjuntos, una sucesión como la de Fibonacci es una secuencia de conjuntos, justo como ocurre con el derecho, según el modelo de la pertenencia. Subsiste, no obstante, una diferencia muy relevante. En las secuencias matemáticas, una vez asumido un cierto criterio identificativo y asumidos ciertos significados atribuidos a los números, las operaciones sucesivas son meramente deductivas. En las secuencias compuestas por conjuntos de normas, en cambio, siempre media un elemento empírico ineludible, que consiste en la promulgación de nuevas normas, o en la derogación de normas preexistentes, por parte de las autoridades competentes.
Sin embargo, a pesar de las diferencias, la analogía con las matemáticas pone de relieve un hecho fundamental: como los criterios de identificación de los conjuntos que componen la sucesión de Fibonacci son independientes del criterio que permite identificar la secuencia, de la misma manera los criterios que permiten identificar los varios conjuntos de normas que forman la secuencia son diferentes del criterio que nos permite identificar la secuencia. Cada conjunto está formado por las normas que, de hecho, han sido promulgadas y no han sido (hasta ahora) derogadas en un determinado momento temporal por alguna autoridad normativa. Sin embargo, cada conjunto pertenece a la secuencia en base a otro criterio, que depende de la determinación de las características que un conjunto debe tener para pertenecer a la secuencia. Quizá se pueda afirmar que el primer conjunto pertenece a la secuencia por razones de hecho, mientras que los demás conjuntos deben su pertenencia a la secuencia al uso de una norma sobre la producción jurídica presente en el primer conjunto o, si es de otro conjunto sucesivo, de una norma que ha sido creada a partir de una norma de competencia del primer conjunto.
Esto tiene una consecuencia muy relevante para la teoría del derecho, una consecuencia de la cual Rodríguez no parece totalmente percatarse (a pesar de haber forjado los instrumentos que nos permiten darnos cuenta precisamente de esto) ya que, luego de haber introducido las nociones que estamos analizando, vuelve a hablar de la regla de reconocimiento en sentido tradicional como una herramienta para explicar la faz dinámica del derecho. Dicha consecuencia es la siguiente: todas las normas últimas de un orden jurídico que se han propuesto –norma fundante básica, regla de reconocimiento, etc.– en realidad reconstruyen de manera equivocada la noción de orden jurídico, ya que confunden dos criterios distintos y, aunque pueda trazarse alguna relación entre estos dos criterios (igual que puede trazarse alguna relación entre ser un número y ser un miembro de la sucesión de Fibonacci), una clara noción de norma última, que se basara en la distinción entre estos dos criterios, nunca podría ser considerada una definición de “norma jurídicamente válida” o algo por el estilo, justamente porque no identifica normas sino conjuntos que pertenecen a la secuencia. Creo que este es un punto crucial de la teoría del derecho, que ha pasado sustancialmente desapercibido, y que necesita un suplemento de investigación.
Las mayores divergencias que tengo con el análisis propuesto en el libro tienen que ver con el tema de la interpretación jurídica, tratado en el sexto capítulo, sobre el cual tengo una visión bastante distinta de la defendida por nuestro autor.
Me resulta sorprendente que un teórico del derecho tan exigente, que es a la vez un juez, sostenga una concepción de la interpretación jurídica tan alejada de la realidad. Creo que esto se debe al hecho de que la visión de la interpretación jurídica propugnada en el libro se basa en fundamentos (más o menos cubiertamente) ideológicos, dirigidos a la salvaguardia del estado de derecho, más que estrictamente teóricos.
Creo que el libro, en este punto, contiene una suerte de falacia determinista, muy típica por cierto entre los penalistas: el derecho es cierto porque debe serlo. Lo llamativo de la posición del autor, sin embargo, no es tanto el conjunto de tesis que sostiene sobre la interpretación, sino también la manera en que lo hace. Es decir que, llegando a la interpretación, parece hacer caso omiso de algunas de las fundamentales distinciones teóricas que en las otras páginas del libro nos explica tan claramente. En particular, la crítica que el autor (Rodríguez, 2021, pp. 588-9) formula a una de las tesis centrales del realismo jurídico –la tesis según la cual las disposiciones normativas admiten siempre una pluralidad de significados, de forma que no hay correspondencia biunívoca entre disposiciones y normas– me parece engañosa según las propias nociones –en particular de teoría de conjuntos– que Rodríguez maneja tan brillantemente en otras partes del libro.
La clave de bóveda de la argumentación es que “no existe ningún argumento conceptual que excluya la posibilidad de que frente a cierto texto todos [los] diferentes criterios interpretativos confluyan en una sola [interpretación]” (Rodríguez, 2021, p. 588). Y esto se vincula a la circunstancia de que “el hecho de que diferentes métodos de interpretación produzcan resultados distintos tampoco implica que no pueda haber casos que reciban exactamente la misma solución en todas las interpretaciones admisibles” (Rodríguez, 2021, p. 589). Normalmente, cuando se esgrime este tipo de argumento se hace referencia a la interpretación de formulaciones normativas que contienen entidades numéricas, que se consideran (erróneamente) no afectadas por ambigüedades. Nuestro autor no es una excepción al respecto. Efectivamente, afirma que (Rodríguez, 2021, p. 588):
Cuando la constitución española establece, por ejemplo, que la mayoría de edad se adquiere a los dieciocho años, los juristas convergen en una interpretación que podría llamarse literal, descartando otras posibles (p. ej., aquella que computara los años desde el momento de la concepción y no del nacimiento, o aquella que considerara que lo relevante es la madurez propia de los dieciocho años, etc.). Por supuesto, esa convergencia puede ser desafiada e incluso puede ocurrir que el desafío tenga éxito y se logre cambiar la interpretación. Pero que una convención pueda cambiar no autoriza a negar la existencia de convención.
Hay dos argumentos –me parece– que se pueden esgrimir en contra de este tipo de consideraciones.[11] Primero, las entidades numéricas –como todas entidades lingüísticas– son ambiguas. Es este el famoso argumento usado por Russell para mostrar que la axiomatización de la aritmética elaborada por Peano resulta parcialmente indeterminada, aunque matemáticamente adecuada bajo cualquiera de las (infinitas) interpretaciones de las cuales es susceptible.[12] Segundo, aunque haya convenciones asentadas sobre lo que significan determinados términos (como puede ser el término “18” en relación con la mayor edad), nada asegura que, de hecho, no se aplique otra convención, que puede ser formalmente reconstruida como el producto de la introducción de una disyunción en la convención inicial (en este sentido, aquí reaparece el argumento de Kripkenstein, que Rodríguez creía haber solventado en otra parte del libro[13]). Son tristemente conocidos los casos de derecho de la inmigración,[14] donde la determinación de la noción de mayoría de edad no pasa solo por establecer el significado de “18” sino por agregar también un criterio adicional, como el del tamaño
de la muñeca de una persona, de forma que “ser mayor de edad” para la policía migratoria significa “tener 18 años o tener una muñeca de un cierto tamaño óseo”. Esto prueba, de manera me temo irrefutable, que incluso el más (aparentemente) preciso de los criterios numéricos se puede tornar indeterminado o bien porque es susceptible de varias interpretaciones o bien porque, aunque exista una convención interpretativa establecida, nada asegura que otros criterios, considerados de por si suficientes, se añadan a la convención inicial en cualquier momento.
La conclusión (como se dijo, ideológica y determinista) de nuestro autor es que, si no hay pauta de corrección en la interpretación, nuestras prácticas jurídicas serían una mera ficción.[15] Y como no pueden ser una mera ficción, se sigue por modus tollens que sí hay pauta de corrección. Lo que es como decir que, si Dios no existe, el hombre está solo y perdido en el universo, y como no puede ser que el hombre esté solo y perdido en el universo, entonces es falso que Dios no existe. Se’l finsero e se’l credettero, diría Vico: lo han fingido y se lo han creído. Todo el argumento del autor parece remitir a la exigencia de que, si aceptáramos alguna forma de escepticismo, no quedaría otra alternativa que aceptar que nuestras prácticas son ficciones. Pero este no es un argumento racional. Lamentablemente, no se puede derivar certeza alguna simplemente del horror vacui. Un teórico del derecho solo debería tomar nota, de forma valorativamente neutral, de los factores empíricos y metodológicos (muy bien explicados, por cierto, por Rodríguez) que hacen que las fuentes del derecho sean ineludiblemente equivocas, polisémicas y por ende sustancialmente indeterminadas.
Una última observación quiero dirigirla a uno de los temas tratados en el último capítulo, dedicado en buena parte –como vimos– a la justificación de las decisiones judiciales. Rodríguez (2021, p. 755) critica la conocida tesis de Kelsen según la cual las sentencias son constitutivas de los hechos del proceso, arguyendo que
si tomamos en serio la idea kelseniana del carácter constitutivo de la sentencia judicial respecto de los hechos, que los únicos «hechos» relevantes para el derecho son los resultantes del proceso probatorio, entonces deberíamos aceptar que la verdad de la premisa fáctica no tiene incidencia alguna en la evaluación de la justificación de las decisiones judiciales. Esta conclusión es inaceptable, y de hecho no se sigue de las premisas que Kelsen emplea para intentar justificarla: de la circunstancia de que el juez, por así decirlo, solo pueda acceder a los hechos por intermedio de la prueba, de la circunstancia de que las reglas probatorias limiten el tiempo y los medios para la investigación de la verdad, no se sigue en absoluto que no sea posible criticar una decisión judicial por apartarse de la verdad.
Creo que este argumento es bastante discutible. Una sentencia que aplica impecablemente las reglas sobre la prueba y llega a una conclusión probatoria basada en el uso de dichas reglas, no puede ser racionalmente criticada por haberse apartado de la verdad. Sería como criticar a un piloto que conduce impecablemente un coche que alcanza una velocidad máxima de solo 180 km por hora por haber llegado último en un gran premio de Fórmula 1. ¿Qué otra cosa habría podido suceder? Lo mismo pasa en un proceso: si las reglas en materia de las prácticas probatorias están construidas de manera tal que no hay garantías firmes de que se llegue con una alta probabilidad a demostrar la “verdad material” de las premisas fácticas, no tiene mucho sentido criticar una sentencia por haber alcanzado resultados subóptimos en términos de correspondencia con la verdad de los enunciados probatorios, a pesar de haber aplicado impecablemente las reglas sobre la prueba. Se podrán más razonablemente criticar estas reglas, y proponer, de lege ferenda, otras en su lugar. Pero el argumento de Kelsen queda perfectamente en pie y, lejos de ser inaceptable, parece más fundado que el argumento que se le opone.
Las precedentes observaciones críticas no deben ser vistas como algo que apunte a debilidades del libro. Simplemente, es una muestra más de lo interesante que resultan las argumentaciones esgrimidas por nuestro autor en el volumen que se está reseñando aquí y que merecen ser discutidas con el mismo rigor que él emplea y exige del lector. No hay homenaje mejor a cualquier obra, entiendo, que el de discutir seriamente, y sin inútiles animosidades (tan en boga en tiempos recientes), las tesis que el autor de la obra propone.
Quisiera concluir esta breve recensión haciendo hincapié en las principales virtudes de esta obra cumbre de la teoría jurídica que hemos estado analizando en estas páginas.
En primer lugar, el libro está escrito en un estilo elegante y accesible, con una claridad envidiable y una profundidad que no va a detrimento de su fluidez. El lector no tiene que hacerse intimidar del tamaño del libro: su lectura se hace ágil y entretenida, los ejemplos y sus discusiones despiertan repetidamente la atención del lector y el rigor adamantino de sus demostraciones conceptuales causa una gran satisfacción intelectual.
La segunda virtud que quisiera subrayar es la fenomenal exhaustividad de este volumen. Como ha sido escrito eficazmente en otra reciente reseña, “se trata de una suma del saber iusfilosófico de los últimos tres siglos, que concita admirablemente profundidad y síntesis” (Fernández Núñez, 2021, p. 469).
Finalmente, el libro, además de tener las virtudes que he ido identificando ahora (y muchas más que el lector tendrá el placer de descubrir por sí mismo), tiene otra que puede considerarse fundamental. En los últimos años, ha habido muchos proyectos, más o menos exitosos, cuya finalidad principal ha consistido en construir ocasiones de discusión entre la teoría del derecho de habla inglesa y la teoría del derecho de tradición romano-germánica. Diferentemente de la filosofía analítica de los orígenes, que se realizaba entre autores que hablaban y escribían en diferentes idiomas y, a pesar de esto, estaban gustosos de intercambiar ideas,[16] la dificultad principal de estos intentos contemporáneos ha sido el hacer comunicar las diferentes redes conceptuales utilizadas por los autores, los cuales no siempre se han mostrado inclines (especialmente en el ámbito anglosajón) a leer caritativamente, o hasta solo con un mínimo de interés, las tesis de la otra tradición teórico-jurídica. El hecho de que nuestro autor haya exitosamente realizado la ingrata tarea de hacer hablar estas teorías entre ellas, comparando continuamente las varias propuestas teóricas procedentes de ambos mundos, constituye toda una hazaña. Por esto, el libro sin duda merecería una versión inglesa, que espero pueda ser realizada en un futuro no muy distante.
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* Doctor en Filosofia
del derecho, Università degli
Studi di Milano, Milán, Italia. Catedrático de
Filosofía del derecho, Instituto Tarello para la
Filosofía del Derecho, Università degli Studi di Genova, Génova, Italia. Correo electrónico:
gbratti@unige.it
[1] Como bien afirma Guastini (2022, p. 109): “La Teoría analítica del derecho de Jorge Rodríguez es un libro extraordinario. No sólo por su contenido (excelente) sino también por una razón, para decirlo de algún modo, ‘formal’: es la primera teoría general del derecho de corte analítico, y es la primera teoría general (‘completa’) después de la Teoría pura”.
[2] El único aspecto asimétrico en la estructura del libro consiste en que la primera parte consta de cuatro capítulos, mientras que la segunda tiene tres.
[3] Para una crítica de estas posturas solo aparentemente positivistas, véase Ratti (2021b).
[4] Para un resultado similar, derivado de argumentos distintos, véase Ratti (2023).
[5] Hasta el momento en el que escribo, se realizó una discusión del entero volumen en una conferencia que tuvo lugar en Génova, bajo los auspicios del Master of Global Rule of Law and Constitucional Democracy de las Universidades de Génova y de Girona, en los días 27 y 28 de enero, cuyas actas han sido publicadas en “Analisi e diritto”, 2022. Otra discusión se ha realizado en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile los días 19 y 20 de agosto de 2022.
[6] He articulado con mayor detenimiento estos puntos en Ratti (2022). La respuesta del autor se encuentra en Rodríguez (2022).
[7] Observa correctamente un evaluador anónimo que la negación y los condicionales son también problemáticos para la lógica proposicional y que entonces el problema indicado en el texto no sería específico de la lógica de normas. Naturalmente, el evaluador tiene toda la razón, pero esto no hace que aumentar el escepticismo frente a la posibilidad de construir una genuina lógica de normas. Si ni siquiera hay certeza acerca del alcance y de la interpretación de las conectivas en el discurso apofántico, ¿Cómo puede haberla en los discursos normativos, que no son veritativo-funcionales y respecto de los cuales no es fácil determinar cuál puede ser la forma lógica de los enunciados que los componen? Para unas primeras referencias acerca del comportamiento lógico de la negación y del condicional en el discurso apofántico, véanse los clásicos Frege (1918) y Quine (1982, p. 21).
[8] Un evaluador anónimo de la revista afirma: “Al parecer el autor de la reseña piensa que todas las clases de objetivismo ético presuponen el realismo moral, que las normas son verdaderas o falsas y esa es la tesis que piensa que es incompatible con el positivismo jurídico. Creo que convendría aclarar que las cosas no son necesariamente así, que hay modos de defender el objetivismo moral, y rechazar el escepticismo en ética, que no se comprometen con la tesis de que las normas tienen valores de verdad”. Al afirmar esto, remite a un conocido trabajo de Hare sobre prescripciones objetivas (Hare, 1993). Creo que el evaluador tiene razón, es decir yo creo que toda forma de objetivismo moral se resuelve, más o menos abiertamente, en algún tipo de realismo moral. Al respecto, me limitaré aquí a hacer dos observaciones: 1) en el texto discuto la compatibilidad entre positivismo jurídico y realismo moral porque de esto trataba el autor del libro reseñado; 2) soy consciente, naturalmente, de que existen varios intentos de sostener el objetivismo ético sin abrazar el realismo moral, aunque considero que son intentos que han tenido muy poco éxito. El caso de Hare me parece paradigmático: después de haber argüido en varias páginas que para sostener que los juicios éticos son objetivos se necesita no ser realistas morales, termina sosteniendo que “It is mistaken, therefore, to think that for a moral statement to be true is simply for it to satisfy the truth conditions. We have also to be able rationally to endorse it, and it must also satisfy the Tarskian formal requirements” (p. 31) y haciendo alusión a la controvertida noción de florecimiento humano. Esto es una muestra más de que muy a menudo el objetivismo moral termina deslizándose hacia alguna forma, más o menos descubierta, de realismo moral. Sobre las relaciones entre el subjetivismo ético y la racionalidad de los juicios morales, se me permita remitir a Ratti (2021a).
[9] Para una articulación más detenida del argumento, remito a Ratti (2017).
[10] Véase Rodríguez (2021, pp. 380 ss. y 743 ss).
[11] Estos argumentos conceptuales permiten rebatir a la acusación de que la tesis de la no correspondencia biunívoca entre disposiciones y normas “es en realidad el resultado de una falacia de generalización inadecuada. En muchos casos las formulaciones normativas admiten más de una interpretación, pero esto no vale irrestrictamente para cualquier formulación normativa: podría haber algunas que se correspondan con una única norma. La existencia de diferentes criterios o métodos de interpretación en el derecho hace que muchas veces una misma formulación normativa pueda recibir más de una alternativa de interpretación, pero no existe ningún argumento conceptual que excluya la posibilidad de que frente a cierto texto todos esos diferentes criterios interpretativos confluyan en una sola” (Rodríguez, 2021, p. 588). Entre otras cosas, la acusación de falacia de generalización impropia se basa en no distinguir entre una cuestión metodológica (hay razones para sostener que no hay nunca correspondencia biunívoca entre disposiciones y normas) y una cuestión empírica (a veces, la comunidad jurídica elige un solo significado y lo presenta como el único posible, a pesar de que hay varias posibilidades ulteriores).
[12] Russell (1919, p. 17): “Peano’s three primitive ideas —namely, “0”, “number”, and “successor”— are capable of an infinite number of different interpretations, all of which will satisfy the five primitive propositions”. Véase también Geymonat (1955, p. 52).
[13] Rodríguez, 2021, pp. 583 ss.
[14] Un ejemplo es el siguiente: “el adolescente A.L. fue arrestado por la policía española cuando intentaba acceder a la costa de Almería ilegalmente a bordo de una patera en abril de 2017. Aunque carecía de documentos y no estaba acompañado, informó a la policía que tenía 17 años. Se le trasladó al hospital donde se la practicó una radiografía de la mano izquierda para determinar su edad. Los resultados del examen determinaron que la edad ósea de A.L. era de más de 19 años. Con base a ese resultado, la Fiscalía emitió un decreto determinando que A.L. era adulto y se le trasladó a un centro de internamiento de extranjeros para adultos, en el que fue golpeado con palos por guardas del centro”. Consultable en la página web: https://www.ohchr.org/es/2020/10/spains-age-assessment-procedures-violate-migrant-childrens-rights-un-committee-finds
[15] “Lo relevante es si las normas jurídicas brindan pautas para evaluar la corrección o incorrección de las decisiones judiciales. Si la respuesta a esa pregunta es que no hay ninguna pauta de corrección semejante, lo cual equivaldría a sostener que no existen normas antes de las decisiones de los intérpretes, el escepticismo radical tendría razón y el grueso de nuestras prácticas jurídicas sería una mera ficción” (Rodríguez, 2021, p. 589).
[16] Véase, de manera paradigmática, Peano (1897 y 1958).