ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 30, 1-2023, pp. 65 a 78
El lado opaco del derecho, tomado en serio. Notas sobre un ensayo de Damiano Canale
The Opaque
Side of the Law Taken Seriously.
Remarks on an
Essay by Damiano Canale
Francesca Poggi*
Recepción: 17/02/2023
Evaluación: 20/02/2023
Aceptación final: 21/03/2023
Resumen: Este trabajo examina críticamente algunas de las tesis
expresadas por Damiano Canale
en el ensayo Cuando los expertos crean
derecho: deferencia, opacidad y legitimidad. En particular, el análisis se
centra en la definición de opacidad de las disposiciones: se argumenta que tal
definición no es clara, plantea problemas epistémicos y parece estar basada en
una visión ingenua de la voluntad del legislador. Por otro lado, si abandonamos
esta visión ingenua, la opacidad de las disposiciones aparece como un fenómeno
ubicuo, que plantea problemas cualitativamente peculiares solo cuando se
convierte en la opacidad de las normas. A continuación, se investigan los
efectos negativos producidos por el uso de términos técnicos en los textos de
las leyes y las soluciones propuestas para evitarlos.
Palabras claves: opacidad, expertos, deferencia semántica, términos técnicos, certeza del derecho
Abstract: This paper critically examines some of the
theses expressed by Damiano Canale
in the essay Cuando los expertos crean derecho:
deferencia, opacidad y legitimidad. In particular, the analysis focuses on the opacity of legal provisions:
it is argued that the definition provided by Canale
is not perspicuous, raises epistemic problems and seems to be based on a naive
view of legislative intention. By contrast, if we dismiss such a naive view,
the opacity of legal provisions appears as a ubiquitous phenomenon that has
peculiar qualitative features only when it turns into the opacity of legal
norms. Then, the paper investigates the problems raised by
the use of technical terms in legal texts and the solutions proposed to
solve them.
Keywords: opacity, experts, semantic deference, technical terms, certainty of law
En su ensayo Damiano Canale examina, desde un infoque innovador, un tema o, mejor dicho, un aspecto de un tema que ha sido bastante investigado en la literatura jurídica: el de la legislación técnica o, más en general, el rol de las personas expertas en la creación y aplicación del derecho. En este marco, Canale identifica un fenómeno particular, que denomina opacidad,[1] y que, en definitiva, se traduce en la creación del derecho por parte de personas expertas ajenas al aparato democrático y jurisdiccional. Más exactamente, Canale distingue entre la opacidad de las disposiciones jurídicas y la opacidad de las normas jurídicas. Una disposición es opaca “cuando los miembros de un órgano de producción normativa no conocen ni poseen la competencia necesaria para comprender el contenido de la disposición que emana del órgano” (sección 2). Una norma es opaca “cuando su contenido es determinado por los expertos en sede probatoria, aunque dicho contenido no es comprendido por el juez que aplica la norma en cuestión” (sección 1).
Ambos tipos de opacidad tienen en común el hecho de que los términos técnicos son tratados, respectivamente, por las legisladoras y las juezas, como nombres propios o designadores rígidos (en el sentido de Kripke), mientras que al contenido inferencial solo lo dominan las expertas, que, por tanto, son los únicos que pueden determinar el sentido de la disposición y así se convierten en los verdaderos creadores del derecho.
Según Canale, la opacidad de las disposiciones y la opacidad de las normas crean problemas parcialmente diferentes. La opacidad de las disposiciones impugna su legitimidad en los sistemas democrático-constitucionales. En cambio, la opacidad de las normas impide a las juezas realizar una serie de elecciones y razonamientos que, entre otras cosas, son indispensables para lograr una adecuada protección de los derechos.
En este trabajo voy a analizar principalmente las tesis de Canale sobre la opacidad de las disposiciones. En efecto, si bien estoy totalmente de acuerdo con sus ideas sobre la opacidad de las normas, tengo muchas dudas sobre la opacidad de las disposiciones. En el siguiente párrafo (§2), argumentaré que la definición de disposición opaca proporcionada por Canale no es clara, plantea problemas epistémicos y parece estar basada en una visión ingenua de la voluntad del legislador, que Canale mismo ciertamente no comparte. Por otro lado, si abandonamos esta visión ingenua, la opacidad de las disposiciones aparece como un fenómeno ubicuo que plantea problemas cualitativamente peculiares (incluidos los problemas de legitimidad) solo cuando se traduce en la opacidad de las normas. Luego, investigaré los problemas que, a mi juicio, plantea el uso de términos técnicos en los textos de las leyes y las soluciones propuestas para solucionarlos (§3).
Prima facie, el fenómeno de la opacidad de las disposiciones jurídicas parece bastante claro: las legisladoras utilizan términos técnicos cuyo significado desconocen y, al hacerlo, delegan en personas expertas ajenos al Parlamento la facultad de fijar el significado de las disposiciones. Es como si la disposición jurídica dijera “X está prohibido y X es lo que dirán esos señores ahí (los expertos)”. Sin embargo, la definición propuesta por Canale no es muy perspicaz, plantea problemas epistémicos evidentes y puede llevar a considerar la opacidad de las disposiciones como un fenómeno ubicuo y, por tanto, poco interesante. Como se ha dicho, según Canale, una disposición es opaca “cuando los miembros de un órgano de producción normativa no conocen ni poseen la competencia necesaria para comprender” (sección 2)” o “no se preocupan de adquirir la competencia necesaria para comprender” (sección 2) el contenido de la disposición que emana del órgano. La pregunta es: ¿cuántos diputados deben no entender el significado de la disposición? ¿Todos? ¿La mayoría? ¿Todos los que votaron a favor? ¿La mayoría de los que votaron a favor? Y, lo que es más importante, ¿cómo lo comprobamos? ¿Cómo podemos saber que los miebros del Parlamento (todos, o algunos, o la mayoría) no conocían el significado del término técnico? ¿Cómo podemos saber que no se preocuparon de conocer ese significado? ¿Y qué nivel de conocimientos se requiere? ¿Basta un conocimiento superficial o es necesario un conocimiento profundo?
Consideremos el ejemplo de los estándares ISO. El Parlamento Europeo está compuesto por 705 eurodiputados, la Comisión por 27 miembros más la Presidente ¿Cuántas de estas personas no debían conocer (¿superficialmente? ¿en detalle?) el contenido de los estandares y cómo podemos averiguarlo? Lo único que nos dice Canale es que, teniendo en cuenta que se trata de estandares muy técnicos y que desde los trabajos preparatorios no se desprende ningún debate sobre los mismos, no “es razonable suponer que los miembros de los órganos de producción normativa conocieran, en cualquier caso, su contenido” (sección 2). Se trata, ciertamente, de una presunción razonable. Sin embargo, el camino de las presunciones razonables está sesgado y puede llevar a considerar la opacidad como un fenómeno omnipresente. De hecho, la mayoría de las legisladoras no tienen formación jurídica y saben poco o nada de derecho: ¿no se puede suponer entonces que, cuando aprueban una ley que contiene términos jurídicos, la mayoría de ellos tratan esos términos como designadores rígidos?[2]
Además, si es verdad que, como observa por ejemplo Greenberg,[3] “la mayoría de los legisladores no leen la mayor parte de las leyes sobre las que votan” (2011, p. 239, traducción mía), entonces, ¿no puede decirse que todos los que votan el texto sin haberlo leído tratan, por así decirlo, todos los términos, todo el texto, como un designador rígido, al menos en el sentido de que delegan la fijación del significado a otras personas?[4]
La diferencia con el ejemplo de los estándares ISO parece ser meramente cuantitativa. En el caso de los estándares ISO, es razonable suponer que la gran mayoría de las legisladoras (pero no todas)[5] no los conocían. En el caso de los términos jurídicos, el número de los que no conocen su significado depende principalmente de la composición real del Parlamento, pero, en muchos casos, puede suponerse que el número de legisladores que no están siquiera superficialmente familiarizados con ellos es menor. Lo mismo ocurre en el caso de las legisladoras que votan a favor de textos que no han leído, aunque esto depende mucho del tipo de texto.[6] Sin embargo, como hemos visto, Canale no especifica los elementos cuantitativos de su definición –no precisa cuántos legisladores deben desconocer el significado de los términos técnicos, ni qué grado de (des)conocimiento se exige– por lo tanto, no podemos saber si y porqué esta diferencia cuantitativa es relevante.
El punto importante que, creo, puede extraerse de las observaciones anteriores es que la noción de opacidad de las disposiciones, así como la define Canale, solo tiene sentido si se adopta una visión ingenua de la voluntad del legislador. Es decir, solo si se piensa que hay, por parte de las legisladoras, una única intención comunicativa dirigida a significados determinados (y no a otros). Esta es ciertamente una visión que Canale no comparte y que ha criticado en muchos trabajos (Canale, 2014; Canale y Tuzet, 2016; Canale y Poggi, 2019). Sin embargo, si se adopta un enfoque realista y se admite que no hay una única intención comunicativa, que las legisladoras o bien no conocen o bien interpretan de manera diferente los textos que aprueban, que, en breve, las legisladoras crean textos y no normas,[7] entonces la opacidad de las disposiciones parece un fenómeno inevitable y no tan peculiar. Si las normas no están fijadas por las legisladoras –porque, entre otras razones, no hay una única voluntad del legislador– entonces el derecho es siempre opaco por las legisladoras.
Frente a esto, Canale podría argumentar que hay una diferencia cualitativa relevante entre el caso de términos técnicos no jurídicos y los demás casos que he mencionado: mientras que, en los demás casos, el sentido de la disposición lo terminan fijando las juezas o las autoridades administrativas legitimadas para hacerlo; en el caso de los términos no jurídicos el significado está fijado por personas expertas que, sin embargo, carecen de legitimidad. No obstante, esta réplica no es convincente.
En primer lugar, cabe subrayar que esta réplica implica que la opacidad de las disposiciones es un fenómeno peculiar solo si da lugar a la opacidad de las normas. Es decir, solo si también las juezas delegan en personas expertas la determinación del significado de las disposiciones, nos encontramos ante una situación cualitativamente diferente. De lo contrario, son siempre las juezas las que determinan el sentido de las disposiciones, y, por lo tanto, no hay diferencia sustantiva entre los diferentes casos de opacidad. Personalmente, creo que esta conclusión es correcta –es decir, que la opacidad de las disposiciones plantea problemas de legitimidad solo cuando se traduce en la opacidad de las normas– pero no creo que Canale pueda estar de acuerdo, pues él parece configurar la opacidad de las disposiciones y la opacidad de las normas como fenómenos y problemas diferentes, aunque conectados.
En segundo lugar, hay que señalar que ni siquiera las juezas o las autoridades administrativas tienen legitimidad para crear derecho. Ni legitimidad formal,[8] ni legitimidad sustancial en sentido estricto,[9] ni más legitimidad sustancial en sentido amplio[10] o más legitimidad procedimental[11] que las expertas.
A este respecto Canale podría objetar que las juezas, a diferencia de las expertas, no crean derecho (actividad para la cual claramente no están legitimadas), sino que lo interpretan y este es exactamente su rol institucional. La fuerza de esta objeción depende de lo que entendemos por “crear derecho” e “interpretar el derecho”.[12] Si por “crear derecho” entendemos crear textos, fuentes del derecho, tampoco las expertas crean derecho. Las expertas, como las juezas, crean derecho en el sentido que atribuyen sentidos a textos jurícos. A este respecto, no creo que pueda sostenerse que, en la mayoría de los ordenamientos jurídicos contemporáneos, las juezas sean los únicos sujetos legalmente habilitados para interpretar la ley: cualquier persona puede interpretar la ley (estudiantes de Derecho, ciudadanos, extranjeros, etc.). Por supuesto, las juezas son los únicos sujetos legitimados para interpretar autoritariamente la ley, es decir, mediante decisiones interpretativas con fuerza de ley para las partes procesales, sus herederos y causahabientes. Entonces, el punto no es si las expertas pueden interpretar las leyes; el punto es que no lo pueden hacer autoritariamente. Pero las expertas, de hecho, interpretan las leyes autoritariamente cuando la opacidad de las disposiciones se traduce en, y se acompaña con, la opacidad de las normas. Es decir, las expertas deciden autoritariamente el significado de los términos técnicos cuando, y solo cuando, las juezas les otorgan esa competencia. De nuevo, la opacidad de las disposiciones plantea problemas de legitimidad solo si genera la opacidad de las normas.
Quiero subrayar que de lo anterior no se sigue que la opacidad de las disposiciones no plantee ningún problema. Creo que la opacidad de las disposiciones, o, mejor dicho –dejando de lado la definición de Canale, que, como he argumentado, es problemática–, la inserción de un término técnico en el texto de una ley puede generar dos tipos de problemas.
En primer lugar, puede dificultar la comprensión del texto por parte de sus destinatarios, y así comprometer la función directiva y la certeza del derecho, entendida como previsibilidad. Este es un problema general, que depende del uso en los textos normativos de cualquier término técnico, incluidos los términos jurídicos.
En segundo lugar, como ya he dicho, la inserción de términos técnicos no jurídicos en el texto de una ley puede generar la opacidad de las normas, es decir, puede llevar a las juezas a delegar en personas expertas la determinación de la norma expresada por el texto.[13] Como bien argumenta Canale, la deferencia semántica hacia las expertas es un problema porque impide a las juezas “cumplir una serie de operaciones intelectuales, de razonamientos y de elecciones prácticas que caracterizan su trabajo en la mayoría de los ordenamientos contemporáneos” (sección 4).[14] En breve, la jueza “pierde el control sobre la relevancia jurídica del hecho” que ha de ser probado (Ubertone, 2022, p. 258, la traducción es mía).
Ahora bien, ¿cómo evitar los dos problemas mencionados sin renunciar al uso de términos técnicos?
Creo que el primer problema podría, si no resolverse, al menos diluirse mediante una redacción jurídica adecuada, mediante el uso de herramientas apropiadas de legal drafting. Los textos de ley que contienen términos técnicos deberían también ofrecer siempre definiciones de esos términos que sean lo más perspicuas posible (y que no sean semánticamente deferentes). Por ejemplo, si una disposición prescribe que las instalaciones eléctricas sin conexión a tierra deben tener una tensión nominal no superior a 1000 V de corriente alterna y 1500 V de corriente continua, la ley debería contener también una definición de los términos claves (“instalaciones eléctricas sin conexión a tierra”, “tensión nominal”, “corriente alterna”, “corriente continua”). Por supuesto, la necesidad de estas aclaraciones varía en función de quiénes sean los destinatarios de la norma. Por ejemplo, si la norma mencionada se dirige a los constructores de instalaciones eléctricas, la necesidad de aclaración puede ser menor. Sin embargo, como también demuestra el caso de los estándares ISO –que en primera instancia se dirigían a las empresas tabaqueras (que ciertamente tenían acceso a dichos estándares), pero también afectaban a la salud de los consumidores– siempre hay que tener en cuenta que los sujetos interesados en conocer el contenido de la disposición pueden no limitarse a sus destinatarios directos.[15]
En cuanto al segundo problema, Canale señala con razón que la opacidad de las normas es “un fenómeno que a veces caracteriza la comunicación lingüística entre los expertos y los jueces” (sección 4) y, para evitarla, sugiere que juezas y peritas intercambien sus competencias lingüísticas y cooperen continuamente en el proceso. En particular, la jueza debe adquirir los conocimientos técnico-científicos suficientes para fijar la norma y evaluar su impacto en el ordenamiento jurídico y en el caso concreto; las expertas deben adquirir los conocimientos jurídicos necesarios para comprender qué información técnico-científica es jurídicamente relevante.[16] Estoy totalmente de acuerdo con Canale, pero, siguiendo en esto a Ubertone, me gustaría observar que la jueza debe, en primer lugar, valorar si el término utilizado en la ley debe entenderse en su significado técnico o, en cambio, en otro significado que ya pueda tener o que parezca razonable atribuirle. Como argumenta Ubertone, las palabras empleadas en el ámbito jurídico gozan de una autonomía semántica potencial que se deriva precisamente de su contexto de uso. Esto no implica que su significado no pueda coincidir con el que tienen en el lenguaje ordinario o en los lenguajes técnicos, sino que “esta coincidencia o dependencia no puede darse por supuesta, sino que debe apreciarse sobre la base de consideraciones jurídicas” (Ubertone, 2022, p. 232, la traducción es mía). Considérese, por ejemplo, el caso de neumoconiosis comentado por Canale.[17] Se trata ciertamente de un caso difícil porque, aunque el juez se hubiera esforzado por adquirir los conocimientos técnico-científicos suficientes para comprender el término “neumoconiosis”, probablemente se habría topado con un muro, ya que la misma comunidad científica estaba dividida. Sin embargo, el juez habría podido preguntarse, en primer lugar, si este término debía tomarse en su acepción médica o si, por el contrario, ciertas razones jurídicas (quizá, relativas al principio de igualdad) concurrían a favor de una acepción distinta, por ejemplo, como un término que indica cualquier enfermedad pulmonar conectada con el trabajo minero.
En conclusión, el ensayo de Canale plantea muchos problemas complejos y hace importantes aportes para resolverlos. El uso de términos técnicos se ha ya generalizado en las sociedades contemporáneas y es probable que lo sea cada vez más en el futuro. Este uso, como hemos visto, produce efectos negativos en términos de derechos individuales: sin embargo, estos efectos pueden mitigarse mediante una formulación adecuada y un compromiso constante por parte de juezas y redactoras de textos jurídicos. Ahora bien, urge desarrollar herramientas concretas para que esta formulación y este compromiso se concreten en la realidad.
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Sentencia n.° 28187 (Corte Suprema di Cassazione, 7 de junio
de 2017).
Stalcup v. Peabody Coal Co., 477 F.3d 482
(United States Court of Appeals for the Seventh Circuit, 15 de febrero de 2007).
* Doctora en Filosofía
analítica y Teoría general
del derecho, Università degli Studi di Milano,
Italia. Catedrática en Filosofía
del Derecho, Dipartimento di Scienze Giuridiche
“Cesare Beccaria”, Università degli Studi di Milano, Italia. Correo electrónico: francesca.poggi@
unimi.it.
[1] Cabe señalar que Canale emplea el término “opacidad” en el sentido más tradicional de la filosofía del lenguaje. A partir de Quine (1953, p. 139 ss.; 1966, p. 177 ss.), dos términos se llaman “referencialmente opacos” si no pueden sustituirse salva veritate (es decir, sin cambiar el valor de verdad de la proposición). En particular, los estados mentales parecen, al menos a veces, referencialmente opacos en el sentido de que una persona puede creer que algo es cierto (ejemplo, “Superman vuela”) y, sin embargo, no tener creencias similares para las creencias correferentes (“Clark Kent vuela”). Por tanto, el problema de la opacidad referencial consiste en explicar por qué la regla lógica de la Identity Elimination (o Ley de Leibniz) produce a veces inferencias que parecen inválidas cuando se aplica a descripciones de estados mentales. De hecho, la literatura discute si el uso por parte de un hablante de términos técnicos, cuyo significado el hablante ignora, produzca o no una opacidad referencial. En sentido contrario cfr. Sperber (1985, p. 50). Según Sperber, si el hablante no conoce el significado de un término, no puede tener ninguna creencia con respecto a las proposiciones en las que aparece y, por tanto, no puede producirse el fenómeno de la opacidad referencial. En otras palabras, no se puede decir que el hablante cree que tiene artritis, pero no cree que tenga una enfermedad inflamatoria porque no sabe lo que significa “artritis”. Si el hablante no sabe lo que es la artritis, entonces, según Sperber, no puede creer que la tenga. Véase, para una discusión de este problema Recanati (1997).
[2] A veces, la hipótesis de la ignorancia del lenguaje técnico-jurídico por parte de las legisladoras es incluso sostenida por la jurisprudencia. Por ejemplo, en la sentencia n.° 28187/2017 la Corte Suprema di Cassazione penal italiana sostiene que, en el artículo 590 apartado 6 del Código Penal italiano, los legisladores utilizaron de manera “infeliz” el término “punibilidad”, que tiene un preciso significado técnico jurídico, para referirse en realidad a la noción jurídica de “responsabilidad”. Es decir, la Corte di Cassazione asume que los legisladores desconocían el significado técnico jurídico de “punibilidad” y utilizaron erróneamente este término como sinónimo de “responsabilidad”. Para un comentario de esta sentencia, véase Poggi (2018, pp. 38 y ss. y la bibliografía allí citada).
[3] Véase también Olivecrona (1971, pp. 92-9); Tarello (1980, p. 367).
[4] Un ejemplo reciente.
El 21 de diciembre los periódicos
italianos difundieron la noticia de que el día anterior la Cámara de Diputados
–una de las dos ramas del Parlamento italiano– había aprobado por error, según
declaraciones de la propia Primera Ministra, la enmienda n.°
146020 (v.
https://www.ansa.it/sito/notizie/politica/2022/12/21/manovra-soppressa-lanorma-sul-pos-prorogato-il-bonus-110_176d8299-0dff-48e8-9d1b1a2f16e9b5aa.html).
[5] No todos, porque, si la referencia a estos estándares se introdujo en la directiva, es razonable suponer que tuvo que haber alguien que estuviera familiarizado con ellos y tuviera al menos un conocimiento superficial de su funcionamiento.
[6]
Por ejemplo, depende de si se trata de una ley que regula una materia de gran
interés para el público o, por el contrario, una materia que solo afecta a
algunos sectores restringidos o una ley de contenido necesario como las que actuan directivas europeas. En Italia, un ejemplo
interesante de texto normativo cuyo contenido es probablemente desconocido por
la mayoría de las legisladoras es la ley que convierte en ley el llamado
“decreto mille proroghe”.
Este último es un acto del Gobierno, que debe ser convertido en ley por el
Parlamento, y que prorroga anualmente una serie de plazos. En 2022, el texto
estaba compuesto por 49 artículos, todos ellos con el siguiente tenor: “En el
artículo 1, apartado 2, del Decreto-ley n.º 216, de 29 de diciembre de 2011, convertido
con enmiendas en la Ley n.º 24, de febrero de 2012, las palabras: ‘31 de
diciembre de 2021’, se sustituyen, en todas sus ocurrencias, por las
siguientes: ‘31 de diciembre de 2022’” (art. 1).
[7] A este respecto, observo marginalmente que, aunque Canale hable de la opacidad de las disposiciones, lo que, según su tesis, es opaco para las legisladoras no son los textos, sino sus significados. Canale asume que las legisladoras conocen las palabras que insertan en el texto, pero ignoran su significado; por lo tanto, aunque conocen la disposición, no conocen la norma que expresa.
[8] Según Canale, “Sobre la base de una concepción formal de legitimidad, un sujeto ejercita legítimamente un poder público en la medida en que está autorizado por una norma que le atribuye dicho poder” (sección 3). Canale argumenta que las expertas no tienen legitimidad formal porque las legisladoras harían una delegación en blanco en su favor y esto es contrario al principio de legalidad –que, sin embargo, observo yo, tiene una validez contingente, en el sentido de que en algunos ordenamientos jurídicos puede no estar previsto–.
[9] Según Canale, “una disposición
es legítima si su contenido
no está en conflicto con el contenido de las disposiciones jerárquicamente supraordenadas (legitimidad sustancial en sentido estricto)” (sección 3). Aparte
de que, contra Canale,
la legitimidad sustancial se predica de normas (significados) y no de
disposiciones (textos), esta es un tipo de legitimidad muy diferente de la
legitimidad formal, porque no se predica de los sujetos (de las autoridades)
sino de los significados (de los productos de actos de autoridad). La tesis que
Canale quiere defender es que las expertas no tienen
legitimidad, pero no tiene sentido decir que no tienen legitimidad sustancial
en sentido estricto. De hecho, Canale básicamente no
lo dice y solo sostiene que la opacidad de las disposiciones impide que los
miembros del Parlamiento puedan determinar la
legitimidad material de las disposiciones. Sin embargo, esto también se aplica
a las juezas: si son las juezas quienes establecen las normas, el Parlamento no
puede determinar su legitimidad sustancial en sentido estricto.
[10] Según Canale “lo que determina la legitimidad [en sentido amplio] de una disposición son las razones de tipo moral, político y social que justifican su contenido” (sección 3). Con respecto a esta forma de legitimidad, se pueden repetir las observaciones hechas (en la nota anterior) sobre la legitimidad sustantiva en sentido estricto: se predica de normas (y no de disposiciones) y no tiene sentido predicarla de las expertas. Esta vez, sin embargo, Canale no sostiene que la opacidad impida evaluar la existencia de esta forma de legitimidad, sino que la existencia de esta forma de legitimidad depende “de la imparcialidad, la exactitud, la fiabilidad de la opinión de los expertos” (sección 3). Las razones de la asimetría entre la evaluación de la legitimidad sustancial en sentido escricto y de la legitimidad sustancial en sentido amplio me parecen incomprensibles. Solo observo que incluso la legitimidad sustancial en sentido estricto depende de las expertas: del significado que den al término técnico. Además, en lo que aquí interesa, incluso respecto de esta forma de legitimidad la situación de juezas y expertas parece idéntica.
[11] Esta es la forma de legitimidad que más me desconcierta. Según Canale, depende de los procedimientos seguidos, “de cómo se crea la disposición, con independencia de cualquier otra consideración” (sección 3), y, sin embargo, incluye “la tutela de los derechos humanos fundamentales” (sección 3), es decir, un criterio de contenido, en absoluto no procedimental, que, por lo menos en los ordenamientos constitucionalizados, hace difícil distinguirla de la legitimidad sustancial en sentido estricto. Sea como fuere, Canale opina que también esta forma de legitimidad, como aquella sustancial en sentido amplio, depende de la interpretación de las expertas –de su imparcialidad e independencia y del valor epistémico de sus conocimientos–. Creo que lo mismo podría repetirse respecto de toda decisión judicial y que esto es bastante trivial: el hecho de que una interpretación respete los derechos humanos, el principio de igual consideración y respecto, etc., depende del producto de la interpretación –¿de qué otra cosa podría depender?–.
[12] Véase sobre esto tema Guastini (2011, pp. 459 y ss.).
[13] Como señalan Ubertone (2022, pp. 277 y ss.) y Canale (2015), esta situación también puede producirse cuando el texto de la ley no contiene términos técnicos, pero la jueza lo interpreta atribuyéndole un contenido que ella misma es incapaz de dominar desde el perfil inferencial. Canale habla en tal caso de opacidad sobrevenida.
[14] Además, Ubertone argumenta que la deferencia semántica de las juezas puede producir verdaderas falacias: la falacia de equivocación y la falacia ad verecundiam. Véase Ubertone (2022, pp. 269 y ss.).
[15] Canale, en cambio, no hace ninguna sugerencia para evitar lo que identifica como la opacidad de las disposiciones. Ciertamente, según su tesis, la única solución es que las legisladoras conozcan el significado de los términos técnicos que utilizan, para evitar que expertas sin legitimidad creen derecho. En mi opinión, no solo es una solución utópica, sino que no resolvería el problema de garantizar que la disposición sea comprendida por sus destinatarios. A este respecto, cabe señalar que la solución que propongo con respecto a este último problema tampoco resuelve el problema identificado por Canale: no garantiza en absoluto que todos (o la mayoría) de las legisladoras comprendan el texto que promulgan, ya que, como se ha dicho repetidamente, no garantiza que lo lean.
[16] Con respecto a este último punto, quizá no sea realmente necesario que las expertas se conviertan en juristas, sino que puede bastar con que la jueza formule sus preguntas centrándose en los elementos jurídicamente relevantes.
[17] Stalcup v. Peabody Coal Co. (2007).