ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 32, 1-2024, pp. 27 a 77
Las normas de comportamiento como artefactos deónticos
Conduct Norms
as Deontic Artifacts
Juan Pablo Mañalich
R.*
Recepción: 27/02/2023
Evaluación: 10/04/2023
Aceptación final: 01/06/2023
Resumen: El artículo presenta una conceptualización de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas a partir de una clarificación de su estatus ontológico. Tras dar cuenta de algunas controversias doctrinales que muestran la importancia de esa indagación, ofrezco una caracterización crítica de las dos concepciones en torno de las cuales ha tendido a girar el debate contemporáneo acerca de la ontología de las normas en el campo de la teoría del derecho, conocidas como la concepción “expresiva” y la concepción “hilética”. En oposición a estas, sostengo que una concepción “artefactualista” está en mejores condiciones para servir como punto de partida en la elaboración de una teoría de las normas para los sistemas de derecho penal, purgada de todo resabio imperativista.
Palabras clave: teoría de las normas, derecho penal, ontología de las normas, imperativismo, artefactualismo.
Abstract: The article presents a conceptualization of penally reinforced conduct norms upon a clarification of their ontological status. After giving an account of some doctrinal controversies that show the importance of the inquiry, I offer a critical characterization of the two conceptions around which the contemporary debate on the ontology of norms within legal theory has tended to revolve, which are known as the “expressive” and the “hyletic” conception. In opposition to these, I hold that an “artifactualist” conception is in better conditions to provide the point of departure in the elaboration of a theory of norms for the systems of criminal law, purged of any imperativistic residue.
Keywords: theory of norms, criminal law, ontology of norms, imperativism, artifactualism.
En su introducción a un reciente volumen dedicado a la teoría de las normas como “fundamento de una dogmática jurídico-penal universal”, Renzikowski (2022) ofrece una caracterización sucinta, pero informativa, de las claves que dominan el debate doctrinal contemporáneo en lo que a la teoría de las normas del derecho penal respecta. Nuclearmente, lo que ha sido denominado el “modelo estándar” (Engländer, 2013, p. 194) asume un compromiso “dualista” con la distinción entre normas primarias de comportamiento y normas secundarias de sanción (Renzikowski, 2022, pp. 9-10). Así, por ejemplo, la norma que penaliza el homicidio, por la vía de correlacionar el correspondiente supuesto de hecho con una determinada consecuencia jurídica de naturaleza punitiva, se nos presenta como la norma (secundaria) de sanción que refuerza la prohibición de matar a otro ser humano (nacido), en la que consiste la norma (primaria) de comportamiento cuya contravención es delictiva. La defensa de este modelo, cuya paternidad en el ámbito de discusión germano-parlante es atribuida a Binding (1922),[1] suele ir aparejada de la impugnación de la principal concepción rival que tradicionalmente le ha sido opuesta, consistente en el “modelo de la sanción” (Engländer, 2013, p. 194), según el cual no sería posible diferenciar la pretendida norma de comportamiento de la norma de sanción que la reforzaría punitivamente. La presentación más detallada de semejante enfoque monista, crucialmente inspirado por la temprana crítica que Kelsen (1911, pp. 270-308) dirigiera contra la concepción de Binding, es obra de Hoyer (1996, pp. 40-81), quien ha elaborado un “modelo alético” (en oposición a “deóntico”) de teoría de las normas, el cual renunciaría a todo compromiso con la noción de deber.
Uno de los argumentos más recurrentemente esgrimidos para refutar el modelo de la sanción, que se remonta a Hart (2012, p. 39), apunta a la necesidad –y, por ende, a la falta de superfluidad– de la postulación de normas primarias, capaces de imponer deberes de abstención o de acción, en cuya contravención quedaría fundada la ilicitud de un comportamiento que pueda servir como antecedente de la imposición de una consecuencia jurídica interpretable como una sanción penal. De esto dependería que, verbigracia, una pena de multa pueda ser diferenciada de una tasa o un impuesto (Renzikowski, 2022, p. 12).[2] No deja de ser interesante que, abogando por el modelo estándar, Renzikowski (2017a, pp. 335-339) apele a una caracterización de las normas primarias de comportamiento, à la Raz, como razones (jurídicas) para la acción. Esto último parece difícil de compatibilizar con la categorización de esas mismas normas como “imperativos”, y más precisamente como “órdenes del legislador [dirigidas] a los ciudadanos” (Renzikowski, 2022, p. 16), desde ya si consideramos que Raz (1990, pp. 49-50) explícitamente desestimaba que la palabra “prescripción” (prescription), en cuanto designativa o bien de un “tipo de significado” o bien de un “tipo de acto de habla”, fuera adecuada para aludir a lo que él proponía tematizar como una “norma obligante” (mandatory norm).[3]
Siendo indudable que Binding (1922, pp. 36-45) identificaba toda norma cuya trasgresión imputable pueda ser delictiva con un “imperativo”, la pregunta que me interesa someter a consideración aquí es la de si el modelo estándar de teoría de las normas del derecho penal necesita descansar en tal conceptualización imperativista.[4] Una consideración rigurosa de la caracterización que Hart ofreciera de las “reglas del derecho penal” sugiere que la respuesta tendría que ser negativa (Mañalich, 2012).
En un pasaje de su The Concept of Law que ha tendido a recibir insuficiente atención de parte de quienes teorizan acerca de los sistemas de normas de sanción penal, Hart (2012, p. 97) nos presenta una caracterización de estas como reglas secundarias de adjudicación. En cuanto tales, su particularidad consistiría en que se trata de “reglas que especifican o a lo menos limitan las sanciones” que quedan asociadas a la transgresión de las “reglas de obligación” que aquellas refuerzan. Esto quiere decir, más precisamente, que las normas de sanción institucionalizan el despliegue centralizado de presión a favor de la conformidad de la conducta de los miembros del respectivo grupo social con las respectivas reglas que imponen deberes. Con ello, la aplicabilidad de una norma de sanción penal determina que quien ha realizado (imputablemente) su supuesto de hecho pase a ocupar una cierta posición institucional, consistente en quedar expuesto a la imposición de una sanción penal de cierta índole. En terminología hohfeldiana, esa posición consiste en una sujeción al castigo, cuya posición correlativa tendrá el carácter de un poder punitivo (Mañalich, 2021, pp. 40-48).[5]
Pero no es únicamente respecto de la estructura y la función de las normas de sanción penal que la consideración de los planteamientos de Hart puede llevar a una drástica revisión de algunos lugares comunes asociados al esfuerzo por elaborar una teoría de las normas del derecho penal. La caracterización de las normas de sanción penal como reglas secundarias de adjudicación que refuerzan algún conjunto de normas de comportamiento qua reglas de obligación depende, como Hart lo observara, de que la consecuencia jurídica especificada por semejante regla de adjudicación pueda ser entendida como una sanción, y más precisamente: como una forma de castigo. Así, las normas de sanción son reglas secundarias, porque su función consiste en correlacionar alguna forma y magnitud de castigo con la trasgresión de una o más reglas de obligación, que a su respecto cuentan, en tal medida, como primarias. Precisamente en esto consiste que, en los términos de Raz (1980, pp. 24-25, 150-152), las reglas de una y otra clase se encuentren conectadas entre sí por una correspondiente “relación punitiva”. Y recién a partir de esta premisa se vuelve inteligible la caracterización de la consecuencia jurídica impuesta sobre una persona a la que se imputa un comportamiento de cierta índole como una pena, esto es, como una reacción coercitiva –a lo menos parcialmente– fundada en que el comportamiento que se le imputa representa una desautorización de una norma primaria que sirve como estándar de comportamiento jurídicamente correcto. Puesto que las reglas primarias susceptibles de ser así punitivamente reforzadas cumplen una función directiva, en cuanto califican deónticamente determinadas formas de comportamiento, ellas tienen el carácter de reglas regulativas (Mañalich, 2019, pp. 414-417).[6]
A primera vista, la función así atribuida a las normas cuya trasgresión puede ser delictiva parecería vincular su existencia a un uso prescriptivo del lenguaje, lo cual se ve reflejado en que, a veces, la noción de regla regulativa sea tenida por equivalente a la de prescripción (Von Wright, 1963, pp. 7-8).[7] Esta terminología tiene el inconveniente de sugerir ya una respuesta –a saber: la ofrecida por la llamada “concepción expresiva”– a la pregunta por el estatus ontológico de las reglas regulativas, a saber: la respuesta tradicionalmente favorecida por las diferentes versiones de imperativismo.[8]
Algunas de las dificultades implicadas en la identificación de una norma punitivamente reforzada con un “imperativo” se vuelven fáciles de reconocer si prestamos atención al giro que experimentó el pensamiento de Santiago Mir Puig en lo tocante a la definición del concepto “positivo” de antijuridicidad.[9]
Aunque manteniendo su previo compromiso con la premisa de que una norma “de determinación” –entendida como una norma cuya función sería influir motivacionalmente en el comportamiento de sus destinatarios– no podría prohibir o requerir la producción o el impedimento de un resultado (Mir Puig, 1983, pp. 9-13), Mir Puig llegó a aceptar la proposición de que la antijuridicidad de un comportamiento eventualmente punible podría depender de su contribución al acaecimiento de un resultado. Esto pasaría por rechazar “la identificación de antijuridicidad objetiva y antinormatividad”, que él había abrazado en sus trabajos más tempranos, por tratarse de nociones “radicalmente divergentes” (Mir Puig, 1994, p. 8).
¿Pero qué habría que entender por “antinormatividad”? Mir Puig (1994) nos ofrecía la siguiente definición:
El juicio de antinormatividad no puede recaer directamente sobre lo que el legislador quiere evitar […], sino solamente en aquello sobre lo que la norma puede influir: una conducta objetivo-subjetiva que el sujeto pudo evitar y saber prohibida. Lo antijurídico en el sentido de antinormativo es lo imputable como infracción personal de la norma (p. 8).
Es absolutamente crucial notar que, por esta vía, Mir Puig identificaba la antinormatividad de un comportamiento con una propiedad que este recién exhibiría en cuanto comportamiento imputable a una persona. En estos términos, se trataría de una propiedad cuya ejemplificación por el comportamiento respectivo no sería susceptible de ser constatada sin consideración a las capacidades y actitudes atribuibles a la persona en cuya “cuenta” ese comportamiento pudiera ser registrado. Y el problema es que, si la noción de antinormatividad, así definida, tuviera que ser equiparada a la de antijuridicidad, como Mir Puig lo sostuviera más tempranamente, de ello se seguirían dos consecuencias que posteriormente él tuvo por inaceptables, a saber: (1) que “la efectiva producción del resultado no podría considerarse antijurídica”; y (2) que “la posibilidad de conocimiento de la norma por el sujeto habría de exigirse como condición de la antijuridicidad” (Mir Puig, 2004, p. 13).[10]
Según Mir Puig (2004), una y otra implicación de su definición del concepto de antinormatividad se explicarían por “[…]el modo de operar de una norma imperativa y de sus límites”, en cuanto ella “[s]e emite por un sujeto (en Derecho penal, el legislador) y se dirige a unos destinatarios, para influir en su motivación y, a través de ella, en su conducta” (p. 13). Esto descansaría en que por “norma” habría que entender
un mensaje prescriptivo (que puede llamarse imperativo) que procede de un emisor (legislador) y se dirige a determinados destinatarios (ciudadanos) y cuyo contenido consiste en la prohibición o prescripción de una conducta determinada en determinadas circunstancias (Mir Puig, 2004, pp. 7-8).
Desde el punto de vista de sus consecuencias, el concepto de norma asumido por Mir Puig es uno que, enfatizando la identificación una norma –en cuanto “imperativo”– con un “mensaje”, lleva a que lo que ella regula sea dependiente de las capacidades y actitudes de quien aparece, en cada ocasión, como su destinatario. Así, “[e]ntendida como infracción de la norma, la antijuridicidad requeriría la posibilidad de acceder ella”, de lo cual se seguiría que “[l]a inimputabilidad profunda y el error de prohibición invencible serían causas de exclusión de la antijuridicidad penal” (Mir Puig, 2004, p. 15).
A esto subyace la adopción de lo que más abajo será analizado como el modelo de la “norma-comunicación”, de acuerdo con el cual la existencia de una norma de naturaleza “prescriptiva” tendría que ser entendida como la existencia de una relación (“normativa”) entre un emisor y un receptor, la cual no podría configurarse si el receptor del mensaje carece de la capacidad para ajustar su comportamiento a esta. El problema al que da lugar este modelo comunicacional se conoce como “el problema del destinatario” (Kaufmann, 1954, pp. 121-132): si la aplicabilidad de una norma al comportamiento de un agente depende de que este se encuentre individualmente capacitado para darle seguimiento, entonces de la existencia de esa capacidad en el respectivo agente dependería que su comportamiento pueda ser enjuiciado como ajustado o desajustado a la norma en cuestión. Y esto supone hacer depender la respuesta a la pregunta por la caracterización deóntica del respectivo comportamiento de la satisfacción de una condición adscriptiva, la cual debería interesar, más bien, para determinar la eventual responsabilidad del agente por el comportamiento eventualmente antinormativo.
Esta confusión categorial entre antinormatividad e imputación explica que quienes se inclinan por (intentar) resolver de ese modo el pretendido problema del destinatario entiendan que de ello se seguiría la imposibilidad de diferenciar, siquiera analíticamente, las condiciones de cuya satisfacción depende que un comportamiento sea constitutivo de un “injusto”, por un lado, de las condiciones de cuya satisfacción depende que ese injusto haya de ser caracterizado como “culpable”, por otro.[11]
En cuanto determinado por la identificación de una norma de comportamiento con un “mensaje” transmitido desde su emisor hasta su receptor, el derrotero recién descrito reposa, más basalmente, en la asunción de una concepción imperativista de las normas. Ante esta constatación preliminar, la pregunta pertinente podría ser la siguiente: ¿existe alguna vía teórica para ofrecer una categorización diferente de las normas de comportamiento como reglas regulativas definidas por la función directiva que les es atribuible, pero que no quede comprometida con la identificación imperativista de las normas con órdenes emitidas por un hablante?
Si ponemos la vista en la manera en la que, al menos en el campo de la filosofía jurídica de las últimas décadas, se ha discutido acerca del problema de la ontología de las normas, al parecer tendríamos que concluir que nos encontramos ante una disyuntiva. Pues esta discusión ha tendido a girar, en lo fundamental, en torno al contraste de las dos concepciones de las normas (qua reglas regulativas) que Alchourrón y Bulygin (1997, pp. 37-41; 2021, pp. 161-167) denominaron “concepción expresiva” y “concepción hilética”.[12] Y si advertimos que el imperativismo constituye la versión históricamente paradigmática que ha conocido la concepción expresiva, entonces parecería que la única alternativa disponible para desacoplar la elaboración de una teoría de las normas del derecho penal de su trayectoria imperativista consistiría en abrazar la concepción hilética. Pero esta sería una conclusión precipitada. Si bien es discutible (y discutido) que, como afirmaran Alchourrón y Bulygin (2021, p. 164), las dos concepciones por ellos contrastadas sean mutuamente excluyentes,[13] aquí interesa enfatizar que, contra lo que a veces se sugiere (Caracciolo, 1997, p. 162), ellas no son conjuntamente exhaustivas: tertium datur.[14]
Algunas claves para perfilar una concepción alternativa de las normas de comportamiento, que no quede expuesta a las dificultades que respectivamente enfrentan la concepción expresiva y la concepción hilética, pueden ser extraídas de la descripción que Hart nos ofreciera de la función que cumplirían las reglas de obligación reforzadas por reglas secundarias que fijan sanciones para su trasgresión. Ello se vería reflejado en “la técnica característica del derecho penal” en cuanto herramienta de control social, consistente en “designar, a través de reglas, tipos de comportamiento como estándares que provean una guía, sea para los miembros de la sociedad como un todo, sea para clases especiales [de individuos] dentro de ella” (Hart, 2012, p. 38). Un aspecto crucial de esta técnica radicaría en que de aquellos para quienes estas reglas tendrían que proveer una guía de comportamiento se espera que las entiendan, que se ocupen de reconocer si son aplicables y de ajustar su conducta a ellas, o dicho más sucintamente: que “‘apli[quen]’ las reglas ellos mismos a ellos mismos” (Hart, 2012, p. 39). Esto nos provee de un punto de partida para una reformulación no imperativista del ya referido modelo estándar.
¿Pero en qué ha de consistir una “regla primaria de obligación” para que ella pueda cumplir semejante función en el razonamiento práctico de sus “destinatarios”?[15] La respuesta a esta pregunta es lo que tendría que ser provisto por una adecuada categorización ontológica de las normas de comportamiento en cuanto reglas regulativas. La tesis que aquí se defenderá reza como sigue: una regla (jurídica) regulativa puede ser entendida como una “directiva permanente” (Searle, 2010, p. 97), cuyo estatus ontológico, al igual que el de una regla (jurídica) constitutiva, es el de un artefacto institucional abstracto.[16]
En lo que sigue quisiera hacer explícitas las deficiencias que aquejan, diferenciadamente, a la concepción expresiva y a la hilética para, sobre esa base, dar cuenta de las ventajas comparativas que, frente a cada una de ellas, exhibe la concepción artefactualista. Con esto espero contribuir a la superación del déficit que, según Hilliger (2018, pp. 30-33), afectaría a la “discusión acerca de la perdurabilidad de la teoría de las normas” del derecho penal en una senda como la marcada por Binding, consistente en una falta de elucidación de sus premisas iusfilosóficas. Ello parece ser imprescindible para que, como ha sugerido Renzikowski (2001), la teoría de las normas en efecto pueda funcionar como un “puente entre la dogmática jurídico-penal y la teoría general del derecho” (p. 110).
Dado que, en el desarrollo del argumento, el foco estará puesto en el estatus ontológico de las normas jurídicas, y en particular de aquellas que consisten en reglas regulativas, puede ser oportuno introducir la siguiente prevención. Contra lo sostenido por Narváez (2015, pp. 72-80, 82-86), aquí se asumirá que hablar de las normas jurídicas como entidades discretas (de alguna índole) no entraña confusión filosófica alguna; tampoco si se las concibe, en un sentido que todavía habrá que esclarecer, como entidades intensionales y, por ello, abstractas (infra, 3.3. y 4.2.). Pues la sugerencia de que “aunque tenga sentido decir que existen infinitas normas no lo tiene decir que las normas son entidades” (Narváez, 2015, p. 74) es difícilmente inteligible, dado que decir de algo que es una entidad es, trivialmente, tratarlo como algo existente (Agüero, 2022, pp. 77-79).
Siguiendo la recomendación hecha por Thomasson (2015, pp. 69-80, pp. 83-95) en su defensa de una forma de deflacionismo metaontológico comprometida con un “principio de tolerancia”, la pregunta (“formal”) de si lo designado por un término general –como el término “norma”– existe puede ser reformulada como la pregunta de si se ven satisfechas las condiciones de aplicación efectivamente asociadas con ese término. Con ello, y precisamente porque, en la senda de Carnap, la aceptación o el rechazo del marco lingüístico al interior del cual pueda plantearse la pregunta por la verdad o la falsedad de alguna oración existencial que contenga el término en cuestión debería ser tratada como una cuestión práctica (Narváez, 2015, pp. 79-80), el problema pasa a ser el de si hablar de las normas jurídicas como entidades discretas sirve algún propósito que vuelva conveniente, y así admisible, esa jerga (Thomasson, 2015, pp. 30-45). Y tal como lo sugiriera Raz (1990, pp. 76-80), es justamente para hacer reconocible la función que, en general, las “normas obligantes” pueden desempeñar en nuestro razonamiento práctico, qua “razones completas”, que incurrimos en la correspondiente hipóstasis o “reificación” que, a mi juicio infundadamente, Narváez (2015, pp. 82-83) denuncia.[17]
2.1. ¿Las normas como entidades efímeras?
De acuerdo con Alchourrón y Bulygin (2021, p. 163), la concepción expresiva identificaría la existencia de una norma social o jurídica con el resultado de un uso prescriptivo del lenguaje. Con ello, las normas serían entidades lingüísticas, y más precisamente: el resultado de actos de habla de índole imperativa, lo cual haría posible identificar las normas con “órdenes” o “mandatos” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 164).[18] Según esta caracterización preliminar, la concepción expresiva no sería sino una concepción imperativista de las normas, reinterpretada en la forma de una concepción pragmática (Rodríguez, 2021, p. 63).
La concepción expresiva no logra dar cuenta de que, en general, cuando pensamos en una norma pensamos en una entidad (discreta) cuya existencia perdura en el tiempo.[19] Pues, si una norma es entendida como una orden impartida por un emisor y dirigida a un receptor, correspondiéndose así con lo que Ross (1968, pp. 38-39) llamó una “directiva personal”, entonces su existencia tendría que ser concebida como efímera, en cuanto anclada a la particular situación de habla en la cual la orden en cuestión es emitida.[20] Como lo sostuvieran Alchourrón y Bulygin (2021), “el acto de ordenar puede ser descripto como el acto de promulgar una norma”, el cual “tiene una existencia temporal, aunque instantánea”, pero así también la norma, en cuanto resultado del correspondiente acto imperativo, “tiene una existencia instantánea, de misma manera que el acto de ordenar […]” (pp. 168-169).[21]
Una consecuencia marcadamente contraintuitiva de esto, y que Alchourrón y Bulygin (2021, pp. 168-171) hacían explícita en su presentación de la concepción expresiva sobre el trasfondo de su anterior defensa de la concepción hilética, consiste en que con base en la primera no sería posible conceptualizar los sistemas normativos como sistemas de normas. Si un sistema normativo (qua sistema “estático”) es un conjunto ordenado cuya identidad depende de la identidad de los elementos que lo conforman,[22] entonces estos elementos no pueden consistir en normas, si estas son entendidas como entidades cuya existencia temporal quedaría circunscrita a la concreta situación de habla en la que la respectiva orden es emitida. Antes bien, un sistema normativo, en ese mismo sentido, tendría que entenderse conformado por las proposiciones en las que consistirían los contenidos de las normas en cuestión. Con ello, un sistema normativo tendría que ser identificado con el conjunto de las proposiciones que han sido (explícita o implícitamente) “ordenadas” por la respectiva autoridad normativa,[23] y que además no hayan sido “rechazadas” por esta (Alchourrón y Bulygin, 2021, pp. 169-173).
Pero aun prescindiendo de lo desafortunado que resulta ser el abandono de la representación de los sistemas normativos como conjuntos de normas, y más allá de cuán problemática es la identificación de las nociones de promulgar y ordenar (infra, 2.3. y 2.4.), es importante tomar nota de una dificultad adicional. En efecto, el reconocimiento de que la pertenencia o no-pertenencia de una proposición “ordenada” al respectivo conjunto puede depender de la realización de un acto de “rechazo”, el cual no admitiría ser entendido como una especie de acto imperativo, brindaba a Alchourrón y Bulygin una primera razón para evitar la reducción del “expresivismo” a una teoría imperativa de las normas. Pues, dada la necesidad de aceptar “diversos tipos de actos normativos”, “el expresivismo no tiene porqué ligar su suerte a la del imperativismo” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 173).
El esfuerzo por resistir la pretendida implicación de que la existencia de una norma sería necesariamente efímera quizá logre explicar la opción que algunos partidarios de la conceptualización de las normas como “imperativos” toman a favor de redefinir la existencia de una norma como la existencia de una relación (“normativa”) que necesitaría darse entre un emisor y un receptor en lo concerniente a la captación del “mensaje” que el primero transmitiría al segundo (Von Wright, 1963, pp. 116-118).[24] Esta manera de abordar el problema de la ontología de las normas es particularmente reconocible en la persistencia con la que el ya mencionado “problema del destinatario” sigue generando dificultades a quienes favorecen una concepción imperativista de las normas de comportamiento punitivamente reforzadas, y que por ello se inclinan por identificar la existencia de una norma con la existencia de una relación comunicativa entre un emisor y un destinatario.[25]
Una de las implicaciones de esta manera de pensar acerca del estatus ontológico de las “normas prescriptivas” sería que semejante relación normativa no podría configurarse si el receptor de la prescripción no posee el conjunto de capacidades necesarias para orientar su comportamiento con base en aquella (Molina, 2001, pp. 573-596). Esto, porque “uno no puede tomar una orden de otro, a menos que uno tenga la capacidad de cumplirla” (Von Wright, 1963, p. 115), lo cual mostraría que la existencia misma de una orden quedaría condicionada por el principio según el cual “deber implica poder” (Von Wright, 1963, pp. 109-111).[26]
La dificultad conceptual que afecta a este enfoque se vuelve reconocible en la siguiente descripción, ofrecida por Von Wright (1963), de aquello en lo que consistiría el “lapso vital” de una norma:
The life-span of a
prescription is thus the duration of a relationship between a norm-authority
and one or several norm-subjects. As long as this
relationship lasts, the prescription is said to be in force. The existence of a prescription is not the fact, as such,
that it has been given, but the fact that it is in force (p. 118).
Pero resulta a lo menos curioso afirmar que la existencia de una norma no consistiría en el hecho de haber sido “dada”, sino en el hecho de que se genere y subsista una relación entre quien la ha “dado” y aquel o aquellos a quienes ella ha sido “dada”. ¿Significa esto que la norma que es meramente “dada” es algo que, como tal, todavía no existe? ¿Cómo es posible “dar” algo que no existe? Von Wright mostraba tener consciencia de esta dificultad cuando observaba que no sería correcto identificar la norma prescriptiva, tomada como una orden, con la correspondiente “relación bajo la norma” (Von Wright, 1963, p. 117). Pero inmediatamente a continuación, él agregaba que ello no obstaría a que sea correcto afirmar que, cuando el uso del lenguaje prescriptivo resulte en el establecimiento de tal relación, “entonces la prescripción ha sido dada, el acto normativo exitosamente ejecutado y la norma ha adquirido existencia” (Von Wright, 1963, p. 118). Con esto, es manifiesto que la dificultad conceptual no ha sido disipada, pues en este último pasaje se sigue hablando de la prescripción “dada” como algo distinto de la norma que, eventualmente, adquiere existencia.[27]
El problema que afecta al modelo de la norma-comunicación se hace reconocible en la circularidad involucrada en su propia presentación.[28] Si la “existencia” de una norma en cuanto mensaje prescriptivo dependiera de que quien aparece como su potencial destinatario tenga “acceso” a ella, ¿entonces qué es exactamente aquello a lo cual el destinatario tendría que tener “acceso”? La respuesta difícilmente pueda ser otra que: la norma en cuestión. Pero entonces la norma no puede ser algo cuya existencia esté condicionada por el “acceso” que su destinatario pueda tener a ella (Kindhäuser, 2021, pp. 437-445, 741-746). El punto ha sido advertido, con toda claridad, por Pawlik (2012): “Una norma de comportamiento no puede, ella misma, enunciar las condiciones bajo las cuales alguien resulta obligado por ella; en tal caso, ella tendría que poder hacer referencia a sí misma” (p. 255).[29]
Para advertir por qué, consideremos el siguiente ejemplo de una norma cuya formulación autorreferente llevaría a que la antinormatividad de un comportamiento bajo esa norma quedara excluida si quien incurre en ese comportamiento estuviera afectado por un error de prohibición invencible, y que podríamos enunciar así: “prohibido matar a otro, salvo que se mate a otro bajo un error invencible acerca del alcance de esta misma prohibición”. El problema es este: puesto que la cláusula “bajo un error invencible acerca del alcance de esta misma prohibición” formaría parte de la formulación de la norma así “concretizada” en atención a la situación epistémica de su potencial destinatario, no hay razón alguna para descartar que el alcance de esa misma cláusula pudiera ser, a su vez, objeto de una representación errónea –digamos: de segundo orden– por parte de su potencial destinatario. Y en la medida en que esa representación errónea llegara a tener el carácter de un error invencible, entonces la misma premisa que, supuestamente, volvería necesaria aquella primera concreción de la prohibición tendría que llevar a admitir una segunda operación de concreción, y así sucesivamente ad infinitum.
Esto muestra que la posibilidad misma de que una norma logre obligar a quien aparece como su destinatario depende de que aquello que esa norma prohíbe o requiere sea insensible a –en el sentido de: invariable según– las capacidades y actitudes de aquel. Aquí se encuentra, bajo una de sus lecturas admisibles, el núcleo del célebre argumento de Wittgenstein (1984, §§ 198-202) acerca del problema del “regreso de las reglas”: para que el comportamiento de un agente respecto de quien la regla es aplicable pueda entenderse sometido a esta, es necesario que el alcance de la regla no esté a su disposición.[30]
Es justamente esta dificultad conceptual lo que explica que Alchourrón y Bulygin contrapusieran a semejante modelo de la “norma-comunicación” el modelo de la “norma-prescripción”. Acertadamente, ellos advertían que “el término ‘norma’ rara vez es usado en el sentido de ‘norma-comunicación’”, al menos en la medida en que nuestro universo de discurso esté constituido por normas consistentes en reglas de alcance (más o menos) general en lo tocante a sus destinatarios (Alchourrón y Bulygin, 1997, pp. 21-22). De ahí que para dar cuenta del estatus ontológico de las normas sea preferible adoptar el ya aludido modelo de la norma-prescripción, en conformidad con el cual “todo acto (serio) de promulgar una norma (= todo acto de prescribir) da lugar a la existencia de una norma” (Alchourrón y Bulygin, 1997, p. 28).
No deja de ser interesante notar que, en su intento por defender la plausibilidad del modelo de la norma-comunicación, Molina no pueda más que conceder que, bajo ese modelo, en rigor no cabe hablar de la existencia de alguna “genuina” norma general, en cuanto dirigida a una multiplicidad de destinatarios. Esto, porque hablar de una norma tal no sería más que “una forma de referirse a normas individuales que imponen obligaciones a sujetos determinados” (Molina, 2001, p. 547).[31] El hecho de que, por esta vía, Molina (2001, pp. 553-568) se incline por hacer colapsar la distinción entre una norma en cuanto premisa obligante y las obligaciones que aquella puede situacionalmente fundamentar es indicativo de que su planteamiento descansa en la identificación de las categorías de norma y deber. Esta confusión subyace a la jerga según la cual la “genuina” norma recién “surgiría” cuando se satisfacen las condiciones de existencia de la relación normativa que necesitaría darse entre el emisor y el receptor de la prescripción (Molina, 2001, p. 547), lo cual resuena en la aún más oscura jerga según la cual la norma en cuestión solo estaría “completa” si “se han valorado todos los aspectos del hecho que son relevantes para la responsabilidad” (Robles, 2017, p. 841). Esta manera de hablar vuelve ininteligible la proposición de que, verbigracia, lo que convierte a dos homicidios en instancias de un mismo género delictivo es el hecho de que sus respectivos autores han quebrantado, justamente, una y la misma norma.[32]
Pero constatar la falta de plausibilidad del modelo de la norma-comunicación no equivale a validar el modelo de la norma-prescripción. Pues, si bien este tiene, indudablemente, la ventaja de hacer posible conceptualizar las normas como entidades cuya existencia no es dependiente de las capacidades y las actitudes de quienes pueden fungir como sus destinatarios, el precio que un enfoque prescriptivista, fundado en la concepción expresiva de las normas, tiene que pagar por ello es demasiado alto. Ya se ha mostrado que esta concepción enfrenta dificultades para explicar adecuadamente el hecho de que, qua entidad discreta, una norma usualmente persista más allá de la situación en la cual es emitida la orden en la cual, pretendidamente, consistiría la norma en cuestión. Pero a esto se añade que la identificación de una norma con una orden desconoce más fundamentalmente que, en consideración a nuestras prácticas lingüísticas, el estatus ontológico de una norma consistente en una regla regulativa no puede ser el de un efecto de un acto de habla imperativo.
En un importante trabajo dedicado al “análisis de las reglas”, Black (1962, p. 105) observaba que, mientras que “ordenar” (en el sentido de “mandar”), “prometer” y “preguntar” son verbos que designan géneros de acciones lingüísticas suficientemente fáciles de demarcar, no puede decirse lo mismo del verbo “reglar” (to rule),[33] a lo cual cabría añadir: y tampoco del verbo “regular”.[34] Esta última observación es pertinente, puesto que estamos tomando la expresión “regla” en el sentido de regla regulativa (Black, 1962, pp. 109-110). Esto no quiere decir, desde luego, que no podamos especificar un vasto conjunto de géneros de acciones identificables en términos de lo que alguien puede hacer en relación con una regla así entendida (Black, 1962, pp. 115-123).[35] Pero la versatilidad de usos que exhibe el sustantivo “regla” vuelve ilusorio pretender asociar el verbo “reglar” a un género de acciones que pudiera encontrarse privilegiadamente unido a la existencia de una regla. De ahí que, al comparar los significados de “orden” y “regla”, Black (1962, pp. 105-106) sugiriera que, mientras que la primera palabra funcionaría como una pieza que pertenece a un único juego, como ocurre con un peón en el ajedrez, la segunda tendría, más bien, el carácter de una carta usada en juegos muy diferentes.
Esto último se ve reflejado en que la promulgación de una norma no pueda ser identificada con la impartición de una orden (MacCormick, 1973, pp. 114-116; Hart, 1982, pp. 259-260).[36] En efecto, la caracterización de las normas “prescriptivas” como órdenes emitidas en la forma de actos de habla que exteriorizarían la voluntad de su emisor sustenta una representación simplistamente “voluntarista” de su soporte existencial (Von Wright, 1963, pp. 120-121), que queda expuesta a la objeción que Hart (2012, pp. 20-25, 66-78) dirigiera con la concepción austiniana de las “reglas de obligación”. Las funciones que puede cumplir una regla jurídica de esta clase, entre las cuales destaca la de servir como un modelo de comportamiento vinculante, serían inconcebibles si esa regla no pudiera ser puesta en vigor, que es lo que técnicamente tematizamos como su “promulgación”. Y como observara Black (1962, pp. 118-119), la promulgación de una regla regulativa tiene un aspecto “performativo”, que admite ser reconstruido en términos de que la promulgación de una regla se corresponde con la realización de un acto de habla declarativo.
Más arriba se sostuvo que una norma consistente en una regla regulativa admite ser caracterizada como una directiva permanente. Pero esto plantea la pregunta de si, entonces, la existencia de una norma de esta índole tendría que quedar necesariamente conectada con lo que pudiéramos llamar un “uso directivo del lenguaje”, esto es, con un uso del lenguaje consistente en la emisión de un acto ilocutivo de la clase de los “directivos” (Searle, 1979, pp. 13-14), y entre cuyas especies figuran las órdenes y las instrucciones. En el vocabulario de la teoría de los actos de habla, la promulgación –en el sentido de “puesta en vigor”– de una regla regulativa puede ser entendida como una especie de acto ilocutivo a través del cual un determinado estatus deóntico es impuesto sobre alguna forma de comportamiento. Esto significa que semejante acto de habla pertenecerá al género de los declarativos (Searle, 1979, pp. 16-20). Pero dado que la función del estatus deóntico así impuesto consiste en proveer una razón para que no sea realizada –tratándose de una prohibición– o para que sea realizada –tratándose de un requerimiento[37]– la respectiva forma de comportamiento, la promulgación de esa regla regulativa se corresponderá con un acto de habla declarativo a través del cual será perseguido el propósito distintivamente buscado a través de un uso directivo del lenguaje (Searle, 1979, p. 28).
Según Black (1962, p. 122), el aspecto
performativo de la puesta en vigor de una regla se manifiesta en que, una vez
promulgada, aquella pase a regir como “un incentivo convencional (simbólico)
para la acción”.[38] El
carácter impersonal de tal regla se
hace reconocible en que ella no se encuentre dirigida a una o más personas
individualizadas, sino “a quienquiera a quien ella puede concernir” (Black,
1962, p. 119). No es posible sobredimensionar la importancia de esto último:
Precisely because a regulation is not published in the form of a direct
communication between an authority and his subjects, the regulation formula can
be used by anybody; and when it is
thus cited, it becomes a distinctive kind of motive or incentive for action
(Black, 1962, p. 122).
Justamente en esto consiste el hecho de que, como observara Hart (2012), cuando una regla tal ha sido puesta en vigor, los miembros de la respectiva sociedad sean “dejados a descubrir las reglas y sujetar su comportamiento a ellas”, en términos tales que, “en este sentido, ellos ‘apli[quen]’ por sí mismos las reglas a ellos mismos” (p. 39).
No estaría de más concluir el análisis de la concepción expresiva notando que, con base en la caracterización de la promulgación de una norma (jurídica) de comportamiento como un acto de habla declarativo, desparece la dificultad que aquella enfrenta a la hora de reconstruir la noción de norma permisiva.[39] Pues el acto (institucional) resultante en la permisión de una forma de comportamiento difícilmente podría identificarse con la derogación –entendida como un “acto de rechazo”– de una determinada proposición, que hubiera podido ser “ordenada” a través de la correspondiente prescripción.[40] Antes bien, ese acto institucional puede identificarse con la promulgación de una norma permisiva, sin que esa promulgación pueda confundirse con la ejecución de un acto de habla imperativo (Mañalich, 2014a, pp. 478-484).
Con ello, la particularidad de la promulgación de una norma permisiva se reduce al hecho de que el acto declarativo en cuestión resulta en la puesta en vigor de una norma que correlaciona una forma de comportamiento con el operador deóntico de la permisión. De la inteligibilidad de esto último depende que, a propósito de la caracterización deóntica de una acción como permitida, podamos diferenciar su eventual permisión “en sentido fuerte” (en cuanto fundada en la existencia de una norma permisiva que le sea aplicable), por un lado, frente a su eventual permisión “en sentido débil” (en cuanto fundada en la inexistencia de una norma prohibitiva que le sea aplicable), por otro (Alchourrón y Bulygin, 2021, pp. 252-255).
Pero si hay razones suficientemente poderosas como para que hagamos espacio a la categoría de norma permisiva en nuestra ontología, entonces parece inconveniente en grado sumo sostener que, mientras que la promulgación de una norma “imperativa” consistiría en la ejecución de un acto “de ordenar”, la promulgación de una norma permisiva consistiría en la ejecución de un acto “de permitir”, entendido como “un nuevo tipo de acto normativo” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 186). Pues sostener esto último supone considerar el término “promulgación” como sistemáticamente ambiguo: “promulgar” significaría algo distinto según si lo promulgado es una norma “imperativa” o una norma permisiva.[41] En contraste con esto, una reconstrucción teóricamente adecuada del concepto de promulgación, como uno que especifica la puesta en vigor de una norma, necesita asegurar que el concepto en cuestión sea insensible a la clase de norma de cuya promulgación se trate. La concepción expresiva parece no estar en condiciones de ofrecernos esa reconstrucción.
De acuerdo con Alchourrón y Bulygin (2021, p. 162), bajo la concepción hilética las normas tendrían que ser entendidas como entidades “conceptuales”, consistentes en proposiciones o al menos similares a las proposiciones, y que se corresponderían con “significados” de naturaleza prescriptiva. En tal medida, las normas serían susceptibles de ser formuladas lingüísticamente, pero su existencia “no depende[ría] de expresión lingüística alguna” (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 162). Por tratarse de una categorización de las normas como significados, es común sostener que la concepción hilética podría ser reformulada como una concepción semántica de las normas (Ferrer y Rodríguez, 2011, pp. 35-36).
Según Alchourrón y Bulygin (1997, pp. 16-17, 37-38), la concepción hilética entendería las normas de acuerdo con un modelo divergente de los modelos de la “norma-comunicación” y de la “norma-prescripción”, a saber: el modelo de la “norma-sentido”. Bajo la concepción hilética, una norma se identificaría con una “proposición con sentido normativo” (Alchourrón y Bulygin, 1997, p. 17), lo cual se traduciría en que la existencia de una norma tenga que ser reconocida en el nivel semántico (y no pragmático) de análisis del lenguaje (Alchourrón y Bulygin, 1997, p. 38). Esto, porque una norma no sería sino el significado de una posible oración normativa. Que la oración en cuyo “significado prescriptivo” consistiría la norma en cuestión pueda tener el carácter de una oración meramente posible, determinaría que, según la concepción hilética, las normas sean “independientes del lenguaje”:
Hay normas que no han sido formuladas (aún) en ningún lenguaje y que tal vez no serán formuladas nunca. Una norma es, en esta concepción, una entidad abstracta, puramente conceptual (Alchourrón y Bulygin, 2021, pp. 162-163).
La caracterización que Alchourrón y Bulygin ofrecían, así, de la concepción hilética está lejos de ser compartida por sus partidarios.[42] Especialmente problemática resulta ser la variante de platonismo semántico que ellos asumen cuando observan que “un” significado podría ser concebido como una entidad “independiente del lenguaje”. Esto resulta difícil de reconciliar con la observación, que tendría que ser considerada una perogrullada, de que aquello que Alchourrón y Bulygin llaman el “nivel semántico” se corresponde con un nivel de análisis de nuestras prácticas lingüísticas (Ross, 1968, pp. 3-7).
El paso en falso dado por Alchourrón y Bulygin a este respecto consiste en asumir que, puesto que el significado de una oración podría concebirse como una proposición, y puesto que una proposición puede ser concebida como entidad puramente intensional (y así, como una entidad que no existiría en el espacio ni en el tiempo), cabría postular la existencia de significados de oraciones jamás proferidas.[43] En la terminología sugerida por Brandom (2019, pp. 206-207), Alchourrón y Bulygin parecen confundir la “dependencia-de-sentido” que se da, simétricamente, entre las nociones de proposición y de significado de una oración, que se expresa en que ninguna de estas dos nociones sea inteligible con prescindencia de la otra, con una “dependencia-de-referencia”, que se expresaría en que toda proposición tuviera que corresponderse con algo que podríamos llamar el “significado” de una oración a través de la cual esa proposición pudiera ser expresada.
Y esto, con total independencia de que, eventualmente, semejante oración jamás haya sido proferida por hablante alguno.
Que esto último no se sostiene, puede comprobarse a partir de la consideración de que, consistiendo un hecho en una proposición verdadera, y así en algo que es susceptible de ser enunciado a través de una oración (asertórica) verdadera, de ello no se sigue que no existan hechos que no hayan sido enunciados a través de alguna oración (Patzig, 1996, pp. 27-32, 34-36). De ahí que, para no incurrir en semejante platonismo semántico, en la caracterización de la concepción hilética sea preferible no confundir la afirmación de que una norma sería una proposición con la afirmación de que la existencia de una norma sería equivalente a la existencia de “un” significado.[44]
La identificación del carácter abstracto de una entidad con el hecho de que esta “exista fuera del tiempo y del espacio” es explícitamente validada por Caracciolo (1997, pp. 160-162). Según este, si una norma es entendida como una entidad intensional o abstracta, entonces carecería de sentido siquiera plantear la distinción entre una norma meramente posible y una norma “realmente” existente.[45] Pues, bajo semejante concepción de las normas, estas “sólo pueden existir de un modo ideal”, lo cual equivaldría a “admitir que son entidades que carecen de dimensiones temporales y espaciales: no comienzan a existir ni dejan de existir ni su existencia puede ser afectada por hecho alguno”, de manera tal que “no puede haber normas ‘inexistentes’ si estas son entidades conceptuales” (Caracciolo, 1997, pp. 166-167).[46] Y puesto que “en la ontología de estas entidades no hay distinción que hacer entre normas posibles y normas existentes”, la existencia de una norma (jurídica) sería enteramente independiente de su eventual promulgación (Caracciolo, 1997, p. 167). Antes bien, la promulgación de una norma se correspondería con su mera selección como una norma perteneciente a un sistema de normas que compartan la propiedad de haber sido –en ese mismo sentido– promulgadas por quien detente la autoridad para ello (Caracciolo, 1997, pp. 171-172).
Contra la viabilidad de la concepción hilética hablan, a lo menos, dos consideraciones fundamentales. La primera se refiere a la pretensión de identificar una norma con una proposición cuyo específico carácter “prescriptivo” se vería reflejado en que ella carezca de valor-de-verdad, esto es, en que la proposición en cuestión no sea susceptible de ser verdadera o falsa (Weinberger, 1974b, pp. 3-10).[47] Pero la idea misma de una proposición carente de valor-de-verdad es particularmente oscura, si no incoherente. Pues tanto aquello cuya verdad es afirmada por quien realiza una aserción como aquello cuyo hacerse-verdadero o cuyo no-hacerse-verdadero es exigido por quien imparte una orden tiene el carácter de una proposición (Davidson, 2005, pp. 3-4, 15-16). En esto radica el hecho de que actos de habla definidos por “puntos ilocutivos” enteramente distintos puedan exhibir un mismo contenido proposicional.[48] Que la noción de una proposición carente de valor-de-verdad sea difícilmente inteligible quizá explique que, al abrir su caracterización de la concepción hilética, Alchourrón y Bulygin (2021) optaran por vincular esa concepción con la tesis según la cual las normas serían “entidades parecidas a las proposiciones” (p. 162).
Lo anterior tendría que hacer reconocible la confusión en la que incurre Ross (1968) cuando sostiene que el “contenido de significado” de una oración en cuanto ítem del “habla indicativo”, y consistente en una proposición, sería necesariamente divergente del “contenido de significado” de una oración usada en el “habla directivo”, que por lo mismo no podría ser identificado con una proposición. Así, mientras que una proposición presentaría el “tópico”, especificado por la “frase” sobre la cual se estructuraría la oración en cuestión, como algo “pensado como real”, el contenido de significado de una “directiva” presentaría el “tópico” respectivo como un “patrón de comportamiento” (Ross, 1968, pp. 69-70). Más allá de algunas deficiencias basales que exhibe el aparato teórico de Ross a este respecto,[49] la objeción capital que cabe dirigir contra la postulación de semejante dualidad de “contenidos de significado” consiste en que esta quedaría vinculada con una pretendida diferencia “en las actitudes con las cuales son pensados los tópicos descritos” (Ross, 1968, p. 71).[50] El problema está en que, si se diferencian los niveles semántico y pragmático de análisis del lenguaje, tal diferencia actitudinal solo puede quedar radicada en el último de esos dos niveles. Esto no impide reconocer que esta diferencia pragmática puede verse reflejada gramaticalmente: mientras que una oración precedida de la expresión “es un hecho que” (= “es verdad que”) debe ir construida en el modo indicativo, una oración precedida de la expresión “está prohibido que” debe ir construida en el modo subjuntivo (Opalek, 1986, pp. 46-47). Pero esta diferencia gramatical no compromete la posibilidad de que una y otra oración subordinada expresen una y la misma proposición.[51]
Siendo controvertido si Ross se encuentra más cerca de adoptar la concepción expresiva o, en cambio, la concepción hilética,[52] aquí solo interesa enfatizar que no es exitoso su argumento encaminado a hacer inteligible la noción de una categoría semántica que sería distintivamente “directiva”. Esto sustenta la conclusión provisional de que, aun tomando distancia del ya denunciado platonismo semántico que afecta a la caracterización de la concepción hilética (críticamente) ofrecida por Alchourrón y Bulygin (1997, 2021), la categorización de una norma de comportamiento como una entidad semántica no parece ser filosóficamente plausible.
La segunda consideración que habla decisivamente en contra de la concepción hilética apunta al error implicado en confundir el estatus de las normas qua entidades abstractas con su pretendido estatus como objetos “puramente” intensionales, cuya existencia solo podría ser “ideal”. En la terminología recientemente propuesta por Caballero (2022, pp. 39-41), ello se explica por el hecho de que la concepción hilética identifica las normas jurídicas con entidades “abstractas e independientes”. Esto parece imposible de compatibilizar con la consideración de que en general las normas sociales, y en particular las normas jurídicas, son entidades que “tienen una historia” (Black, 1962, p. 109; Von Wright, 1983, p. 138).[53] El análisis de la noción de regla ofrecido por Black resulta ser especialmente iluminador a este respecto.
La pregunta de si una regla podría ser identificada con “un significado” es explícitamente considerada por Black, sobre la base de su elucidación de la relación que existiría entre una regla y su formulación lingüística. Su punto de partida es la observación de que es constitutivo de lo que entendemos por “regla” que lo que este término designa pueda ser enunciado a través de algún conjunto de palabras o símbolos (Black, 1962, pp. 95-100). Así, tal como quien dice que “Nelson derrotó a los franceses en Trafalgar” no está describiendo un hecho, sino enunciándolo (Strawson, 1992, pp. 112-113), quien profiere la oración “un peón que llega a la octava fila [del tablero de ajedrez] tiene que ser reemplazado por una pieza” no está describiendo una regla, sino enunciándola (Black, 1962, pp. 96, 98-99). Esto último es perfectamente compatible con que, tal como es posible ofrecer la descripción de un hecho,[54] sea posible ofrecer la descripción de una regla, verbigracia: mediante la frase nominal “la regla utilizada como ejemplo en la oración precedente de este mismo texto”. El punto es, más bien, que enunciar una regla es algo categorialmente distinto de hacer referencia a ella, por ejemplo, a través de una descripción definida (Black, 1962, pp. 96-97). En esto radica que una regla admita ser entendida como una entidad intensional y, por ello, abstracta.
Esto es consistente con que, siendo constitutivo de una regla que ella pueda ser enunciada a través de alguna formulación lingüística, la regla no pueda ser confundida con su eventual formulación (Black, 1962, pp. 100102).[55] Pues es asimismo constitutivo de una regla que ella pueda tener múltiples formulaciones diferentes (Black, 1962, p. 101). Precisamente porque el criterio de equivalencia de dos o más expresiones lingüísticas como formulaciones de una y la misma regla no es otro que la identidad de la regla de cuya posible formulación se trata (Black, 1962, p. 102), la regla en cuestión tiene que ser concebida como algo distinto de sus múltiples posibles formulaciones alternativas.[56] Esto se ve reflejado en el hecho lingüístico de que no tenga sentido alguno decir que, al comportarse de determinada manera, alguien sigue o quebranta una oración, o que sigue o quebranta una clase de oraciones equivalentes, a pesar de que tiene perfecto sentido decir que el agente en cuestión sigue o quebranta una regla (Black, 1962, pp. 101-102).
Echando mano a este mismo método de análisis por sustitución, Black (1962, pp. 102-106) sostiene que sería igualmente implausible responder afirmativamente la pregunta, ya planteada, de si una regla puede ser identificada con “un significado”.[57] Pues, mientras que tiene perfecto sentido decir que una cierta regla ha sido quebrantada o seguida, no tendría sentido alguno decir que un significado pudiera ser quebrantado o seguido (Black, 1962, pp. 103-104). Esto sugiere que el hecho de que las palabras “regla” y “significado” designen entidades abstractas no avala en lo absoluto la sugerencia de que una regla podría ser identificada con el significado de una oración que pudiera servir como formulación de esa regla.
Lo anterior arroja que, en la evaluación de la concepción hilética, es importante prestar atención al sentido preciso en el cual una norma admite ser caracterizada como una entidad abstracta. Un yerro conceptual en el que usualmente se incurre en la caracterización de la concepción hilética consiste en asumir que el único sentido en el cual una norma podría tener el estatus ontológico propio de una entidad abstracta es el sentido en el cual una proposición o el significado de una oración son entidades abstractas.[58] Un indicador de que esta última noción de abstracción no es la adecuada para determinar el estatus ontológico de una norma social o jurídica lo provee la consideración, ya esgrimida, de que una regla de esta clase se distingue por “tener una historia”. Y esto es incompatible con suponer que, por tratarse de una entidad abstracta, una norma necesariamente tendría que contar como una entidad atemporal (Caracciolo, 1997, pp. 161, 165166; Boghossian, 2015, pp. 4-5), sin que esto reciba alguna cualificación o matización ulterior.
En tal medida, la concepción hilética queda expuesta al mismo reparo que Thomasson ha dirigido contra algunas concepciones filosóficas que compiten por esclarecer el estatus ontológico de las obras de ficción y de los personajes que las “habitan”, y que niegan que aquellas y estos tengan el carácter de artefactos culturales, a saber: el reparo de estar afectadas por “una resaca de un platonismo que asimila todas las entidades abstractas al ámbito de lo invariable y atemporal” (Thomasson, 1999, p. 9).[59]
Ya fue sugerido, preliminarmente, que una conceptualización de las normas jurídicas de comportamiento como reglas regulativas tendría que llevar a favorecer su categorización como artefactos institucionales abstractos. Para hacer reconocibles las ventajas comparativas que semejante concepción artefactualista pudiera traer aparejadas, cabe ahora ofrecer un sucinto análisis de esa categorización.[60]
Decir que una norma de prohibición o requerimiento tiene el carácter de un artefacto supone asumir, mínimamente, que ella se corresponde con una entidad creada para el desempeño de una función. Esta función consiste en servir como una razón externa para la acción, con independencia de que el agente cuyo comportamiento se vea “desafiado” por la norma en cuestión llegue o no a “internalizarla” como motivo (Von Wright, 1983, pp. 54-55).[61] En la terminología de Brandom (1994, pp. 249-252), semejante norma puede servir como la premisa de una inferencia práctica cuya conclusión lleve aparejada la marca de un “deber-ser institucional” (institutional ought).[62] Que esta sea la función de una regla regulativa de tal índole,[63] queda determinado por el hecho de que, en cuanto artefacto abstracto, ella consista, mínimamente, en la correlación de un operador deóntico y una forma de comportamiento que resulta así prohibida o requerida. Y la imposición del respectivo estatus deóntico sobre la forma de comportamiento en cuestión descansa en que la existencia misma de la norma, en cuanto artefacto institucional, tiene su sustento óntico en un despliegue indirecto de intencionalidad colectiva (Burazin, 2016, pp. 392-397; Ehrenberg, 2016, pp. 32-43).[64] Esto resulta en que la forma de comportamiento así regulada por la norma exhiba el estatus de prohibida o requerida por el hecho de ser (colectivamente) representada como prohibida o requerida.[65]
Tratándose de una norma perteneciente a un sistema de reglas propiamente institucionalizado,[66] el despliegue de intencionalidad colectiva capaz de sustentar su existencia se distingue por ser mediado. Tratándose de buena parte de las normas de comportamiento reforzadas por normas de sanción penal, esa mediación asume dos manifestaciones diferentes. Por un lado, y tal como ya fuera observado, la existencia de la respectiva norma de prohibición o de requerimiento, cuando esta no se encuentra explícitamente formulada, puede ser inferida a partir de la formulación legislativa de la o las normas de sanción que la refuerzan. Por otro lado, las normas de sanción que sirven como criterio de reconocimiento de la existencia del respectivo conjunto de normas de comportamiento no necesitan ser colectivamente aceptadas de manera directa para formar parte del sistema jurídico en cuestión. Para esto último es suficiente, más bien, que ellas satisfagan las condiciones de pertenencia fijadas por reglas (secundarias) cuya validez ha de descansar en alguna regla de reconocimiento última que de hecho sea usada por los funcionarios instituidos como tales por alguna otra regla efectivamente aceptada, aunque no necesariamente “aprobada”, por la mayor parte de quienes quedan, así, sometidos a reglas cuya existencia ellos mismos actitudinalmente sostienen (Woozley, 1967, p. 76; Burazin, 2018, p. 115).
Lo anterior hace posible explicitar una particularidad que distingue a la concepción artefactualista frente a las concepciones expresiva e hilética. Esa particularidad consiste en que, en los términos de la concepción artefactualista, el mismo estatus ontológico atribuible a cada una de las reglas (regulativas y constitutivas) que conforman un sistema jurídico es atribuible a este último en cuanto (macro)artefacto institucional (Burazin, 2018, pp. 112-114, 119-124). De esta manera, la concepción artefactualista logra satisfacer un compromiso teórico elemental del positivismo jurídico, cuyo “principal supuesto” consistiría, según Caracciolo (1997, p. 160), en “la idea de que el derecho es un artefacto, producto de decisiones humanas y de prácticas sociales”.
Tal como ya se ha explicado, el carácter abstracto de toda norma jurídica es específicamente reconocible en el hecho de que sea constitutivo de una norma que ella pueda ser lingüísticamente formulada, sin que ello implique que la norma en cuestión pueda ser confundida con alguna de sus múltiples formulaciones posibles. Precisamente en la propiedad de ser “esencialmente enunciable” radica, al mismo tiempo, su estatus como entidad intensional (supra, 3.2.). Que esto es compatible con que la existencia de una norma jurídica –como en general la existencia de una norma social– exhiba una dimensión temporal, se muestra en que las preguntas acerca de cuándo ha comenzado a existir una norma o cuándo ha dejado de existir sean categorialmente legítimas. Y como ya se sugiriera, en esto consiste que una norma (social o jurídica) sea algo que, entre otras cosas, se distingue por tener una historia. En la terminología introducida por Caballero (2022, pp. 47-50), ello supone que tales normas sean entendidas como entidades “abstractas y dependientes”. Esto último se vuelve más fácil de explicar cuando la caracterización de una norma como una entidad abstracta se ve cualificada en la forma de su caracterización como un artefacto abstracto.
Para perfilar las propiedades más sobresalientes asociadas a esta última categorización, cabe echar mano a la concepción delineada por Thomasson (1999, pp. 24-34, 115-134), quien enfatiza la “dependencia existencial” que los artefactos abstractos exhiben tanto respecto de objetos físicos concretos, por un lado, como respecto de estados intencionales, por otro.[67] Thomasson (1999, pp. 27-28) distingue tres dimensiones en las cuales podría ser especificada una relación de dependencia existencial, a saber: una primera dimensión, concerniente a la categoría ontológica de aquello respecto de lo cual la respectiva entidad existencialmente dependiente depende; una segunda dimensión, concerniente a su temporalidad; y una tercera dimensión, concerniente a la intensidad que puede exhibir la respectiva relación de dependencia.
En la primera dimensión nos encontramos con la distinción entre relaciones de dependencia rígida y relaciones de dependencia genérica, según si, cuando X depende existencialmente de Y, “Y” designa una entidad individual o una clase de entidades, respectivamente.[68] En la segunda dimensión, a su vez, la distinción relevante se da entre relaciones de dependencia temporalmente indiferente,[69] de dependencia constante (tal que la existencia de una entidad dependa de la existencia de alguna otra entidad en cada punto de tiempo en el cual la primera exista), de dependencia intermitente, de dependencia histórica (tal que la existencia de una entidad dependa de la existencia de otra entidad en algún tiempo previo al, o coincidente con el, inicio de la existencia de la primera), y de dependencia futura, entre otras posibilidades (Thomasson, 1999, pp. 29-33). En la tercera dimensión, finalmente, cabría diferenciar relaciones de dependencia formal, en las cuales la dependencia en cuestión descansaría en una relación de necesidad lógica;[70] de dependencia material, en las cuales la dependencia en cuestión estaría anclada a una necesidad “basada en las particularidades de ciertos géneros o tipos materiales”;[71] y de dependencia nomológica, en las cuales la dependencia en cuestión descansaría en una o más “leyes de la naturaleza” (Thomasson, 1999, pp. 27-29).
La específica configuración de la relación de dependencia que, en cada una de estas tres dimensiones, pueda darse entre dos o más entidades variará según la clase de entidad de cuya dependencia existencial se trate. Tratándose de artefactos, estos exhibirían, en general, una dependencia rígida, histórica y material respecto de determinados estados intencionales de su(s) creador(es). Solo así cabría reconocer su estatus como objetos creados a través de la actividad intencionalmente dirigida de uno o más seres inteligentes (Thomasson, 1999, pp. 35-36, 129-130). Esto confiere a los artefactos el estatus de “objetos intencionales”, esto es, de entidades generadas a través de actitudes subjetivas que exhiben “intencionalidad”, a saber: la capacidad para referir a algo cuya existencia pudiera no ser independiente de esas mismas actitudes (Thomasson, 1999, pp. 88-92).
Tratándose de artefactos abstractos, a lo anterior se añadiría una condición de dependencia genérica, constante y asimismo material respecto de concretas entidades espaciotemporalmente existentes que les sirvan de soporte (Thomasson, 1999, pp. 35-42). La marca de su carácter abstracto estaría dada por su falta de localización espaciotemporal, precisamente porque su dependencia constante respecto de entidades concretas, susceptibles de localización espaciotemporal, se distinguiría por ser solo genérica, y no rígida (Thomasson, 1999, pp. 37, 126-127). Pero que se trate de entidades abstractas en el sentido de no ser localizables espaciotemporalmente no implica que, en cuanto artefactos, se trate de entidades “atemporales”. Antes bien, los artefactos abstractos “son creados en un determinado tiempo y en determinadas circunstancias, pueden cambiar, y así también pueden dejar de existir incluso después de que han sido creados” (Thomasson, 1999, p. 38).[72]
Para lo que aquí interesa, es especialmente importante que, en su monografía dedicada a la elucidación de la ontología de los personajes de ficción y de las obras que ellos “habitan”, Thomasson se detenga, en passant, en el estatus ontológico de las “leyes estatales”. Según ella, se trataría de “objetos culturales abstractos” que serían solo “genérica e históricamente dependientes de estados mentales” (Thomasson, 1999, p. 130). Esto quedaría de manifiesto en la posibilidad de que una misma norma pertenezca a dos (o más) sistemas jurídicos diferentes, así como en la posibilidad de que una misma norma se encuentre expresada en una multiplicidad de textos legales diferentes, vigentes en momentos asimismo diferentes.[73] Pues lo uno y lo otro solo es concebible con cargo a la hipótesis de que la existencia de una (misma) norma jurídica puede tener su sustento en actitudes, y así en estados intencionales, de agentes o grupos de agentes diferentes, situados en tiempos o espacios diferentes. A ello se agrega que se trataría de artefactos genérica y constantemente dependientes de “la presencia de una comunidad en la cual ellas sean directamente aceptadas como leyes […] o indirectamente aceptadas como leyes […]” (Thomasson, 1999, p. 130). Esta última diferenciación apunta a la contingencia de que las normas en cuestión sean o bien inmediatamente reconocidas como tales por quienes pueden quedar vinculados por ellas, o bien creadas en conformidad con reglas (constitutivas) que, de manera directa o indirecta, sean reconocidas por aquellos.
Contra lo sugerido por Caracciolo (1997), el hecho de que la existencia de una norma jurídica dependa de que haya tenido lugar un acto de promulgación atribuible a una o más “autoridades normativas”, o bien de que sea “posible identificar entre los miembros de un grupo una práctica de comportamiento, caracterizada de una cierta manera, ya sea como obediencia o como aceptación de normas” (p. 160), no implica que la norma en cuestión pueda ser “localizada” espaciotemporalmente. Pues que una norma jurídica sea constantemente dependiente de determinados estados intencionales atribuibles a individuos que existen en el espacio y el tiempo, no lleva a que tenga sentido pretender localizar la norma, como tal, en el espacio y el tiempo ocupados por individuos cuyos estados intencionales le sirven de soporte. Y esto se explica por el hecho de que, qua artefacto abstracto, una norma exhibe una dependencia solo genérica, y no rígida, respecto de esos estados intencionales.[74]
Además de ofrecernos una especificación plausible del estatus de las normas jurídicas como entidades abstractas, la concepción artefactualista tiene la ventaja de explicar adecuadamente su estatus como entidades intensionales. Tal como ya se observara, esto consiste en el hecho de que, a pesar de que una norma no pueda ser identificada con alguna de sus posibles formulaciones lingüísticas, sea constitutivo de una norma que ella sea susceptible de ser formulada lingüísticamente. Esto es consistente con que, en cuanto artefacto abstracto, una norma social o jurídica tenga que encontrarse acoplada a algún dispositivo que haga reconocible su función característica (Ehrenberg, 2018, pp. 183-184).[75]
Tratándose de una norma formulada, o “explícita”, ese dispositivo consiste en la formulación lingüística que sirve como criterio inmediato para su identificación. Tratándose de una norma no formulada, o “implícita”, en cambio, ese dispositivo podrá consistir o bien en la formulación de otra norma que la haga indirectamente reconocible, o bien –como sería el caso si se tratara de una norma jurídica de comportamiento de índole consuetudinaria– en el patrón de la reacción organizada susceptible de ser gatillada a través de su trasgresión (Ehrenberg, 2016, pp. 122-123).[76] La expectativa comunal puesta en el despliegue de una respuesta suficientemente coordinada u organizada frente a la trasgresión de una norma jurídica consuetudinaria tendría que hacer reconocible, ulteriormente, un despliegue de intencionalidad colectiva que resulta en que la norma en cuestión sea aceptada como perteneciente a un sistema institucionalizado de reglas al que puedan pertenecer, asimismo, normas formuladas y normas identificadas a partir de estas últimas.[77] Y el carácter propiamente artefactual de semejante norma no formulada será dependiente de que un comportamiento susceptible de ser interpretado como conforme o disconforme con aquella admita ser comparado con comportamientos susceptibles de ser juzgados como conformes o disconformes con normas explícitas, o formuladas, pertenecientes al mismo sistema de normas (Black, 1962, pp. 128-131).
La presentación ofrecida de la concepción artefactualista tendría que hacer reconocible que, en contraste con las concepciones expresiva e hilética, aquella logra dar cuenta de los dos aspectos que necesitan quedar comprendidos en una adecuada conceptualización de las normas jurídicas de comportamiento. Estos dos aspectos pueden ser extraídos de la definición general del concepto de norma propuesta por Ross (1968), según quien por “norma” habría que entender “una directiva que corresponde, de una manera particular, a ciertos hechos sociales” (p. 82).
Frente a la concepción hilética, la concepción artefactualista satisface el requerimiento de que la existencia de una norma jurídica tenga que ser identificada con la existencia de determinados hechos sociales. Pues, entendida como un artefacto, una norma jurídica se distingue por ser una entidad creada para el desempeño de una función, y así por tener una historia. A su vez, y frente a la concepción expresiva, la concepción artefactualista satisface el requerimiento de que, en cuanto directiva (“permanente”), una norma pueda ser identificada, más precisamente, con una directiva impersonal (Ross, 1968, p. 82). Ello se ve asegurado por el hecho de que, bajo la concepción artefactualista, una norma jurídica tenga que ser caracterizada como un artefacto a la vez institucional y abstracto, en el sentido ya explicado. Y esto determina que su estructura pueda ser tratada como enteramente insensible a las capacidades agenciales de quien aparezca como su “destinatario” en una situación en la que la norma hubiera de resultar aplicable, siendo esas capacidades las que pueden condicionar, más bien, la respuesta de aquel al desafío simbólico que la norma representa.[78]
De lo anterior se obtiene una consecuencia que tendría que parecer trivial, pero que en consideración a algunas controversias existentes en el discurso doctrinal, reseñadas al comienzo (supra, 1.2.), resulta imprescindible explicitar: la forma de comportamiento que la norma en cuestión convierte en prohibida o requerida tiene que ser tratada como invariable.[79] Con ello, que el comportamiento desplegado por el agente resulte ser antinormativo bajo la respectiva norma de prohibición o de requerimiento, depende de si ese comportamiento satisface o no la descripción que especifica la forma de comportamiento en cuestión. Y contra lo que suele ser asumido por los partidarios del modelo de la norma-comunicación, no hay inconveniente alguno en que esa descripción pueda ser causalmente compleja à la Searle (2010, pp. 36-37).
Así, si asumimos que lo prohibido bajo la prohibición del homicidio es producir la muerte de otro ser humano (nacido), entonces para que una acción particular ejemplifique el género de acciones que esa norma somete a prohibición es necesario que esa acción satisfaga una descripción causalmente compleja. Esto es trivialmente compatible con que, bajo la adopción de un criterio extensionalista para la individuación de acciones, una misma acción particular pueda ejemplificar múltiples tipos de acción (Schleider, 2011, pp. 240-256; Mañalich, 2014b, pp. 67-71). Una misma acción particular podría satisfacer, entre otras, las descripciones “tirar del gatillo de un arma”, “disparar un proyectil balístico” y “matar a otro ser humano”. Y que esas tres sean descripciones verdaderas de lo que alguien hace en una determinada situación, quiere decir que, dependiendo de cuál de esas tres descripciones tomemos como punto partida, podemos redescribir esa acción, sea expansiva o contractivamente, según lo sugiere la metáfora del “efecto acordeón” (Mañalich, 2014b, pp. 69-70).
Pero sería errático pensar en la acción de tirar del gatillo del arma como una acción distintivamente “previa al resultado” (de muerte de la víctima), como si esa acción fuera distinta de la acción consistente en producir su muerte. Tal como lo muestran algunos análisis de lo que se conoce como el problema de determinar the time of a killing (Lombard, 1978), y a menos que admitiéramos la posibilidad de una causación retroactiva, siempre será el caso que una acción letal es ejecutada antes de que acaezca la muerte cuya producción la convierte en una acción letal. Con ello, el momento en que A mata a V será siempre anterior al momento en que V muera a consecuencia de la acción ejecutada por A (Davidson, 2001, pp. 299-301).
El punto es, más bien, que el hecho de que la acción ejecutada por A admita ser descrita como productiva de la muerte de V no es independiente de que V muera a consecuencia de lo hecho por A. Pero entonces, del hecho de que la antinormatividad del comportamiento de A bajo la prohibición del homicidio “recién” vaya a poder ser constatada ex post, una vez que haya acaecido la muerte de V, no se sigue la proposición absurda de que el comportamiento de A sólo sería antinormativo ex post (Robles, 2019, p. 5). Antes bien, y encontrándose en vigor la norma que prohíbe matar a otro ser humano, el comportamiento de A resulta antinormativo simpliciter, en un sentido que es a la vez objetivo y atemporal. Precisamente por esto, A eventualmente podrá llegar a estar en posición, ex ante, de reconocer que, al tirar del gatillo apuntando contra V, él se dispone a hacer algo que, de ser acertada la creencia predictiva de que ello habría de resultar en la muerte de V, será antinormativo bajo la prohibición del homicidio (Kindhäuser, 2021, p. 752).
Lo anterior es obviamente compatible con que el respectivo sistema jurídico sujete la materialización de una reacción punitiva a la exigencia de que la persona expuesta a esa reacción haya sido capaz de evitar y de motivarse a evitar, con base en la norma respectiva, el comportamiento que se le imputa como trasgresión de esa misma norma. Las condiciones para semejante adscripción de responsabilidad por la trasgresión de una norma de comportamiento punitivamente reforzada no son internas a la norma en cuestión, sino que resultan fijadas por un conjunto de reglas de imputación (Mañalich, 2019, pp. 420-422), las cuales, al especificar presupuestos de validez de la imposición de la consecuencia jurídica establecida por la correspondiente norma de sanción, tienen el carácter de reglas constitutivas (Kindhäuser, 2021, pp. 450-452). Así, y contra la tradición imperativista, la adopción de una concepción artefactualista de las normas de comportamiento hace posible ofrecer una especificación de la estructura y el contenido de estas que logra superar la confusión entre su propia función directiva y la función adscriptiva que, en relación con la posible trasgresión de una norma de comportamiento en cuanto regla regulativa, cumplen las correspondientes reglas de imputación.
Esta distinción tiene aparejada la ventaja de producir claridad en la aplicación de los estándares de legitimación a los que se entiende sometida la operación de los sistemas de derecho penal. En los términos de esa distinción, la función directiva atribuible a las normas de comportamiento queda conectada con que, a través del seguimiento de tales normas, puedan ser evitados o impedidos menoscabos para “bienes jurídicos” cuya protección es esgrimida como parámetro de legitimación de esas mismas normas (Kindhäuser, 2021, pp. 113-119, 688-691). Pero es en la fisonomía de las reglas de imputación donde se juega, en cambio, la realización del principio de culpabilidad, el cual impone constreñimientos de cuya satisfacción depende la justicia “atributiva” de una responsabilización por el quebrantamiento de una norma a cuya trasgresión es asignada significación delictiva.
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Woozley, A.D. (1968). Legal Duties, Offences, and Sanctions. Mind, 77(308), 461-479.
Zuleta, H. (2008). Normas y justificación. Madrid, Barcelona y Buenos Aires: Marcial Pons.
* Doctor en derecho, Universidad de Bonn, Alemania.
Profesor titular, Departamento de Ciencias Penales, Universidad de Chile,
Santiago. Correo electrónico: jpmanalich@derecho.uchile.
cl. Agradezco a María Beatriz Arriagada C., Flavia Carbonell B., Gissella López R., así como a dos árbitros anónimos, por
múltiples observaciones y sugerencias a las que espero haber hecho justicia al
preparar la versión definitiva del texto. Salvo indicación en contrario, son
propias las traducciones al español de textos citados por su versión en un
idioma diferente.
[1] Véase Kaufmann (1954, pp. 3-35) y Hilliger (2018, pp. 14-30). Acerca de los paralelismos y las divergencias
reconocibles entre los planteamientos de Bentham y Binding
a este res pecto, véase Renzikowski (2005, pp.
115-124).
[2] Una exposición exhaustiva de las objeciones
susceptibles de ser dirigidas contra el modelo de la sanción se encuentra en Engländer (2013, pp. 198-205). En el plano de la teoría
general del derecho y de la lógica de las normas, véase Woozley
(1968) y Weinberger (1974a).
[3] Para una reconstrucción (parcialmente
crítica) de la caracterización raziana de las normas
jurídicas de comportamiento como razones institucionales para la acción, véase Mañalich (2022a, pp. 407-418; pp. 425-435).
[4] Valga la precisión de que, si bien Binding defendió una concepción imperativista
de aquellas entidades que él mismo llamaba “normas”, él no defendió una
concepción imperativista de todas las entidades susceptibles de ser identificadas –en la
terminología de Atienza y Ruiz Manero (2004)– como “piezas del derecho”; de ahí
que, por ejemplo, Binding (1922, pp. 7-35) negara que
las “leyes penales”, entendidas como reglas secundarias que refuerzan
punitivamente algún conjunto de normas primarias, tengan el carácter de
imperativos, puesto que aquellas no serían, a su vez, “normas”. Para la
distinción entre concepciones imperativistas de las
normas y concepciones imperativistas del derecho,
véase Mañalich (2014a, pp. 481-484).
[5] Acerca de la categorización de la punibilidad
como especie de sujeción correlativa a un poder punitivo, véase Nino (1980, pp.
232-234).
[6] Para una presentación de la distinción entre
reglas regulativas y reglas constitutivas, véase Vilajosana
(2010, pp. 20-24); más recientemente, y con algunos importantes refinamientos, Orunesu y Rodríguez (2022, pp. 189-199).
[7] Véase Rodríguez (2021, pp. 44-49).
[8] Por supuesto, es perfectamente concebible
que, a modo de estipulación, a los términos “prescripción” y “prescribir” sea
atribuido un significado que los disocie de la concepción expresiva de las
normas. El punto es que, bajo uno de sus usos más extendidos, esos términos
funcionan como equivalentes a “orden” y “ordenar”, respectivamente, lo cual
vuelve conveniente prescindir de ellos para lo que aquí interesa.
[9] Para lo que sigue, véase Mañalich
(2022b, pp. 702-705). En el presente contexto, el concepto “positivo” de
antijuridicidad especifica la propiedad de un comportamiento consistente en ser
ilícito bajo el conjunto de normas jurídicas con incidencia en su calificación
deóntica. Esto, en contraste con el concepto “negativo” de antijuridicidad, que
especifica la propiedad de un comportamiento consistente en no estar cubierto
por (al menos) una norma permisiva o liberadora reconocida como una “causa de
justificación”; al respecto, Mañalich (2023, pp.
878-881). Acerca de la distinción entre normas de permisión y de liberación,
véase infra, nota 39.
[10] A la misma doble conclusión llega Renzikowski (2017b, pp. 639-642) a partir de la premisa de
que el “objeto” de una norma de comportamiento sólo podría estar constituido
por “acciones de personas”.
[11] En el debate doctrinal más reciente, véase Rostalski (2018, pp. 105-107). Para una crítica
pormenorizada de este planteamiento, véase Kindhäuser
(2021, pp. 735-758). Para una muy bien documentada revisión histórico-dogmática
del problema en el marco del debate doctrinal alemán e italiano, véase Molina
(2001, pp. 283-365).
[12] Entre las muchas presentaciones y
problematizaciones disponibles de la distinción, véase González Lagier (1995, pp. 344-350); Vilajosana
(2010, pp. 36-43); Calzetta y Sardo (2014, pp.
46-49); Guastini (2018); Agüero (2019, pp. 17-23);
Rodríguez (2021, pp. 62-65, 93-97); y Navarro y Rodríguez (2022, pp. 186-190).
Una exhaustiva reconstrucción de la distinción es ofrecida en Bayón (1991, pp.
248-306). En la literatura jurídico-penal, una recepción de la distinción se
encuentra en Molina (2001, pp. 568-573). Para un llamado de atención acerca de
la (problemática) reducción del debate iusfilosófico
acerca de la ontología de las normas a la controversia acerca del estatus de
las reglas regulativas, véase Arriagada (2022, pp. 390-395).
[13] Para la refutación de ese aserto, véase Bayón (1991,
pp. 254-264, pp. 291-303); desde una perspectiva diferente, Calzetta
y Sardo (2014, pp. 50-51); Guastini (2018, párr.
5-10). Para una reciente defensa de una concepción “semántico-pragmática”,
véase Rodríguez (2021, pp. 94-97) y Navarro y Rodríguez (2022, pp. 198-202),
cuyo argumento descansa en la premisa de que el contenido proposicional y la
fuerza ilocutiva de un acto de habla estarían conectados ya “en el nivel
semántico”.
[14] La tesis de que, frente a lo sugerido en el
texto principal, la distinción entre las concepciones expresiva e hilética sí sería exhaustiva supone que –aun dejando fuera
de consideración la concepción artefactualista aquí
favorecida– ni la llamada “concepción sintáctica”, defendida por Hernández
Marín (2012, pp. 33-47) y según la cual las normas jurídicas habrían de ser
identificadas con textos, ni lo que
pudiera ser denominado una “concepción sintáctico-semántica” constituirían
genuinas alternativas a aquellas; véase Rodríguez (2021, pp. 62-63). Valga la
precisión de que, de acuerdo con el uso (canónico) de la expresión “concepción
sintáctica”, esta no designa una concepción que coincida con aquello que en Mañalich (2014a, pp. 484-489) es etiquetado como una “definición
sintáctica” del concepto de norma, definición que reconstruye la estructura de
una norma a partir de la estructura gramatical de una oración deóntica que pudiera servir como su formulación, más sin identificar la norma con la oración
en cuestión. Para evitar posibles confusiones terminológicas, creo ahora
preferible abandonar esta última denominación.
[15] Para una problematización de la metáfora del
“destinatario” en la tematización del universo de personas en relación con las
cuales la respectiva regla es aplicable, véase Hart (2012, pp. 21-22).
[16] Acerca de las reglas constitutivas como
“declaraciones permanentes”, véase Searle (2010, pp. 12-13, 97). Así, mientras
que las reglas regulativas pueden ser entendidas como artefactos deónticos, las reglas constitutivas
pueden ser entendidas como artefactos poyéticos. El uso del adjetivo “permanente” (standing), por parte de Searle, para
cualificar la caracterización de las reglas de una y otra clase como
“directivas” y como “declaraciones”, respectivamente, tendría que ser tomado
como indicativo de que su estatus ontológico no es el propio de un acto de habla. Esto es tendencialmente
reconocido por Roversi (2010, pp. 236-238), quien a
propósito del “rol pragmático” de las reglas constitutivas sugiere que la
apelación a su “típico punto ilocutivo” descansaría en una extrapolación.
[17] Más pormenorizadamente sobre este problema, Mañalich (2022a, pp. 414-418), en referencia inmediata al
planteamiento de Raz.
[18] Acerca de la ambigüedad “proceso/producto”
incidentalmente reconocible en la caracterización de la concepción expresiva
ofrecida por Alchourrón y Bulygin,
véase Rodríguez (2021, p. 63, nota 74) y Navarro y Rodríguez (2022, pp.
189-190).
[19] Cuando así es usada la expresión “norma” para
designar una regla regulativa, su alcance es el de aquello que Von Wright denominara una “prescripción general con
respecto a la ocasión” (1963, pp. 79-80).
[20] Al respecto, véase la objeción que Bentham
esgrimiera contra la aptitud del término “orden” (order) para designar una norma
jurídica (1970, pp. 10-11).
[21] En contra, véase Kelsen (1960): “La norma
puede valer cuando el acto de voluntad en cuyo sentido ella consiste no existe
más. Y más aún, ella adquiere vigencia cuando el acto de voluntad en el cual
ella consiste ha cesado de existir” (p. 36).
[22] Para la distinción entre las nociones de
sistema jurídico estático y sistema jurídico dinámico, véase Rodríguez (2021,
pp. 325-349).
[23] Acerca de la falta de inteligibilidad de la
jerga según la cual una proposición pudiera ser “ordenada” o “mandada”, véase,
sin embargo, Bayón (1991, p. 262, nota 29).
[24] Tal enfoque es exhaustivamente presentado y
defendido en Molina (2001, pp. 568-601). Para una aproximación enteramente
distinta al problema de la ontología de las normas, véase Von
Wright (1969, pp. 91-96).
[25] Al respecto, y críticamente, véase Alchourrón y Bulygin (1997, pp.
16, 19-23). Fundamental sobre esto, véase Kindhäuser
(2021, pp. 739-746).
[26] Para una propuesta de refutación del
argumento que sustentaría este aserto, véase Mañalich
(2009, pp. 49-54; 2019, pp. 417-419).
[27] Una estrategia filosófica para intentar dar
sustento a la idea de que cabría hacer referencia a una prescripción ya emitida
como una prescripción todavía “no existente” podría consistir en asumir una
–muy problemática– ontología “meinongiana”, que se
distingue por admitir entidades
inexistentes; críticamente al respecto, Thomasson
(1999, pp. 14-17), en referencia inmediata al estatus de los “objetos ficcionales”.
[28] Aquí reproduzco el planteamiento presentado
en Mañalich (2022b, pp. 704-705).
[29] Fundamental al respecto, véase Kindhäuser (2021, pp. 749-751). El punto no es debidamente
advertido por Robles (2019, p. 3), según quien la oración “te ordeno que no
pongas veneno en el café de A” formularía una norma (no viciosamente)
autorreferente. La cláusula “te ordeno” funciona aquí, empero, como un
indicador de la fuerza ilocutiva del acto de habla en cuestión, lo cual lo
convierte en un “performativo explícito” –véase Austin (1975, pp. 67-73)–, mas sin que ello conlleve autorreferencialidad
alguna de la orden así emitida.
[30] Para una reconstrucción pragmatista de este
argumento, que apela a la inexorable dependencia que toda regla explícitamente
formulada tiene respecto de algún conjunto de estándares implícitos en la
práctica de su aplicación, y que en último término determinan la corrección o
incorrección de la aplicación de la regla en cuestión, véase Brandom (1994, pp. 20-23).
[31] Inmediatamente a continuación, Molina ofrece
el mismo análisis de la noción de una norma general en referencia a lo que Von Wright (1963, pp. 79-82) denominara la “ocasión”.
[32] Para esta noción de género delictivo, véase Binding (1922, p. 190), en cuyos términos una multiplicidad
de especies de hecho punible (verbigracia: el homicidio “simple”, el asesinato,
el parricidio, etc.), diferenciadas en el nivel de las respectivas normas de
sanción, tendrá como base un mismo género delictivo en la medida en que todas
ellas se correspondan con la trasgresión de una y la misma norma de
comportamiento (verbigracia: la prohibición de matar a otro ser humano
[nacido]).
[33] Nótese que de las cinco acepciones que el Diccionario
de la RAE ofrece de “reglar”, solo dos de ellas muestran alguna conexión con la
noción de regla –a saber: “[s]ujetar a reglas algo” y
“[m]edir o componer las acciones conforme a regla”–,
sin que bajo alguna de ellas el verbo en cuestión designe un tipo de acto de
habla más o menos distintivo.
[34] De cuyas cinco acepciones informadas en el
Diccionario de la RAE, solo dos conciernen a algo que pueda hacerse en relación
con reglas –a saber: “[a]justar, reglar o poner en orden algo” y “[d]eterminar las reglas o normas a que debe ajustarse alguien o algo”–, ninguna de las cuales, empero, especifica
un tipo de acto habla más o menos distintivo.
[35] Valga la precisión de que, en el lugar
citado, Black hace uso de la expresión “actividades” (activities) para hacer referencia
a lo que, en términos técnicos, no son sino acciones.
Al respecto, véase Von Wright (1963, pp. 41-42).
[36] Para una refutación de la tesis según la cual
el acto de habla institucional generativo de una norma tendría naturaleza
“prescriptiva”, en el sentido de que se correspondería con (la emisión de) una
orden o un mandato, véase Bayón (1991, pp. 264-291), denunciando la insuficiente
atención que semejante teoría prescriptivista presta
a las implicaciones del concepto de autoridad (práctica); al respecto, véase
González Lagier (1995, pp. 354-363).
[37] La noción de “requerimiento”, en reemplazo de
la más tradicional noción de “mandato”, la tomo del análisis de la forma
prototípica que puede exhibir la formulación de una regla, ofrecido por Black
(1962, p. 108).
[38] Véase Von Wright
(1983, p. 54), identificando las reglas o normas (“prescriptivas”) con
“desafíos simbólicos” para la acción.
[39] En la medida en que se adopte un concepto
unilateral, y no bilateral, de permisión, lo que vale para una norma permisiva,
entendida como una regla regulativa que impone el estatus deóntico
contradictoriamente opuesto al de una norma de prohibición sobre aquello que
ella regula, vale también, mutatis
mutandis, para una norma liberadora, entendida como una regla regulativa
que impone el estatus deóntico contradictoriamente opuesto al de una norma de
requerimiento. Al respecto, véase Bentham (1970, pp. 95-96).
[40] Véase, empero, Alchourrón
y Bulygin (2021, pp. 186-188), sugiriendo
tentativamente que la equivalencia sustancial de los dos enfoques arrojaría que
el concepto de norma permisiva “resultaría teóricamente superfluo”. Para una
defensa de la sensatez de la postulación de normas permisivas, sin embargo,
véase Alchourrón y Bulygin
(2021, pp. 249-271).
[41] Un corolario de ello sería que el significado
de “promulgación” también tendría que ser otro, ulteriormente, cuando lo
promulgado es una regla constitutiva.
[42] Alchourrón y Bulygin (2021, p. 166) solo mencionan a Kalinowski
y Weinberger como filósofos del derecho que
adoptarían la concepción hilética, lo cual contrasta
con la copiosa nómina de partidarios de la concepción expresiva. Una defensa
más reciente de una variante de concepción hilética
se encuentra en Bung (2005).
[43] Véase Weinberger
(1998, pp. 413-414), quien, a través de la denuncia de la tergiversación de su
defensa de la categorización de las normas como proposiciones prescriptivas en
la que incurrían Alchourrón y Bulygin,
manifiesta su rechazo del platonismo semántico que estos le atribuyeran. Al
respecto, véase también Bayón (1991, pp. 259-264).
[44] En esta dirección habría que interpretar a Weinberger (1974b) cuando afirma que “[l]a norma es
lingüísticamente expresable”, a pesar de lo cual “bien puede existir un
deber-ser (una norma) que no haya sido explícitamente formulado” (p. 294), cuyo
paradigma lo encontraríamos en una norma consuetudinaria.
[45] De ahí que Caracciolo (1997) observe que
“[l]los candidatos a constituir entidades ideales, abstractas, o intensionales,
e.i., números, propiedades, clases, tipos,
proposiciones, si es que existen, solo existen atemporalmente” (p. 161); al
respecto, véase Agüero (2022, pp. 79-80, 84-87), en referencia inmediata a la
respuesta que Frege diera a la pregunta por el estatus ontológico de los
“pensamientos” y los números. Para una denuncia de esta problemática
implicación de la concepción hilética, véase Bayón (1991,
pp. 294-296), quien apela a la distinción, sugerida por Ross, entre los
conceptos de “directiva” y “norma”.
[46] En términos más generales, véase Boghossian
(2015, pp. 4-5), quien equipara el estatus de las normas qua entidades
abstractas al hecho de que ellas no puedan ser creadas, sino solo seleccionadas
o descubiertas. En contra, véase Weinberger (1974b,
pp. 298-302), quien destaca el sentido en el cual cabe hablar de una norma no
como “pensamiento” (à la Frege), sino como “realidad”. Para un refinado
análisis del problema, aunque conducente a una desestimación de que tenga
sentido entender las normas jurídicas como entidades, véase Narváez (2015, pp.
86-90).
[47] Esta no es, sin embargo, la única versión
posible de una concepción hilética. Al respecto,
véase Alchourrón y Bulygin
(2021, pp. 161-162), quienes mencionan a Kalinowski y
Rödig como defensores de la adscripción de
valor-de-verdad a las normas; defensas más recientes de esta posición se
encuentran en Bung (2005, pp. 42-44) y Zuleta (2008,
pp. 49-73). La razón para no considerar aquí semejante versión de la concepción
hilética estriba en que ella no logra dar cuenta de
la dirección de ajuste “mundo-a-lenguaje” que exhibe la relación existente
entre la formulación de una norma (regulativa) y aquello que esa norma regula;
al respecto, véase Navarro y Rodríguez (2014, pp. 67-68).
[48] Para una defensa de la tesis según la cual “el sentido
y la fuerza se encontrarían conectados en el nivel semántico”, sin embargo,
véase Rodríguez (2021, pp. 95-96), así como Navarro y Rodríguez (2022, pp.
196-202). Pero, como acertadamente sugiriera Bayón (1991, pp. 293-294, con nota
75), más allá de cuál sea el significado que se atribuya a la palabra
“significado” –i.e., como designando o bien únicamente el sentido, o bien tanto
el sentido como la fuerza, del respectivo acto de habla–, lo crucial es evitar
la confusión entre lo que –en una terminología alternativa a la de Bayón–
podemos denominar el “contenido proposicional” de un acto de habla, determinado
por el sentido y la referencia de las palabras usadas en su emisión, y la
fuerza ilocutiva de ese mismo acto de habla; para la correspondiente
categorización de la referencia y la predicación como “actos proposicionales”
cuya realización sería dependiente de la realización de un acto ilocutivo,
véase Searle (1969, pp. 22-33). Y, contra lo sugerido por Navarro y Rodríguez
(2022), la distinción entre el contenido semántico y la fuerza ilocutiva de un
acto de habla no implica asumir “que los aspectos pragmáticos del lenguaje
[serían] enteramente independientes del significado” (p. 201). Por el
contrario, la distinción (fregeana) entre contenido y
fuerza es perfectamente compatible con, porque se encuentra exigida por,
aquello que Brandom (2011, pp. 56-58, 61-63)
caracteriza como un “pragmatismo semántico”, en términos del cual “la semántica
tiene que responder a la pragmática”: la prioridad (explicativa) que la
dimensión del uso tiene sobre la dimensión del significado no obsta a que,
analíticamente, podamos abstraer el contenido semántico de una oración que un
hablante usa en una determinada ocasión como algo diferenciable de la fuerza
ilocutiva con la cual esa oración es usada.
[49] Entre las cuales destaca la tesis según la cual una
“frase” describiría un tópico, así como que la oración respectiva, en cuanto
usada “indicativamente”, describiría un estado de cosas; así Ross (1968, pp.
9-15). Esto desconoce que, así entendidos, un tópico o un estado de cosas son
entidades intensionales –véase Strawson (1985, pp.
69-75)–, lo cual se traduce en que la relación en que ellos se encuentran con
la correspondiente entidad sintáctica –a saber: una frase (nominal) o una
oración, respectivamente– sea interna o “expresiva”. Específicamente acerca de
la relación entre una oración verdadera y el hecho –entendido como un estado de
cosas que es el caso– que esa oración expresa, véase Strawson
(1992, pp. 112-113), quien observaba que lo que hace quien profiere la oración
en cuestión no es describir el hecho en cuestión, sino enunciarlo.
[50] La misma confusión (entre las nociones de
descripción y aserción) aqueja a las objeciones que Kelsen (1979, pp. 155-156,
315) respectivamente dirigiera contra las propuestas de Jørgensen y Hare,
encaminadas a diferenciar lo que contemporáneamente tematizamos como el
contenido proposicional y la fuerza ilocutiva de un acto de habla.
[51] Véase Navarro y Rodríguez (2014, pp. 69-70),
quienes observan que la pretendida diferencia entre oraciones “descriptivas” y
oraciones “prescriptivas” no podría quedar anclada en un criterio sintáctico.
[52] Como exponente de la concepción expresiva lo
mencionan Alchourrón y Bulygin
(2021, p. 165), pero solo aludiendo a On Law
and Justice. Para una interpretación de múltiples
pasajes de Directives and Norms como indicativos de la adopción de la concepción hilética, véase Bayón (1991, pp. 262-263, nota 29). Al
respecto, véase también Molina (2001, pp. 539-540, con nota 67).
[53] Desde perspectivas marcadamente diferentes,
véase también Ross (1968, pp. 78-79, 82-92) y Weinberger
(1998, pp. 422-423). Recientemente sobre el problema, Agüero (2022, pp. 89-90).
[54] De lo cual la frase nominal “el hecho
enunciado en la oración precedente del texto principal” sería un ejemplo. Al
respecto, véase Strawson (1992, p. 112, nota 1).
[55] En términos parcialmente coincidentes, Von Wright (1963, pp. 93-94, 96-98, 102-103; 1983, p. 68).
[56] Como observara Von
Wright (1963, pp. 102-103), ello implica que el concepto de norma tiene
prioridad lógica frente al concepto de formulación de una norma. Al respecto,
véase Narváez (2015, pp. 72-75, 82-86), según quien, para evitar la identificación
de la norma en cuestión con una o más de sus eventuales formulaciones
lingüísticas, sería necesario asumir “que las normas no necesi[tan]
ser formuladas lingüísticamente”, lo cual volvería necesario postular “extraños
métodos de conocimiento” para su respectiva individuación (Narváez, 2015, p.
83). Como se procurará mostrar infra
(4.2.), esta dificultad puede ser superada a través de una reconstrucción artefactualista de la caracterización de una norma social o
jurídica como una entidad abstracta.
[57] Al respecto, véase Ross (1968, pp. 100-101),
quien erróneamente atribuye a Black una respuesta afirmativa a esa pregunta,
pasando por alto que, tras reconocer una cierta plausibilidad preliminar a la
idea de que una regla sería lo que significan sus formulaciones, Black (1962)
no sólo añade que esta sugerencia “no es iluminadora”, sino también que ella
“no funciona si se la interpreta literalmente” (p. 103). Coincidentemente, Von Wright (1963, p. 94; 1983, p. 68).
[58] Para una revisión de las múltiples
perspectivas desde las cuales, en el campo de la metafísica de corte analítico,
se ha buscado identificar el rasgo, o conjunto de rasgos, ontológicamente
diferenciador de los objetos abstractos, véase Falguera,
Martínez-Vidal y Rosen (2022).
[59] En tal medida, la denuncia de una “falsa
parsimonia” que Thomasson (1999, pp. 138-145) dirige
contra quienes niegan que los artefactos y las creaciones culturales puedan ser
tratados como entidades tendría que valer, asimismo, frente al argumento que
Narváez (2015, pp. 85-87) esgrime para poner en cuestión que las normas
jurídicas puedan ser tratadas como entidades, y que descansa en la analogía que
cabría reconocer entre la relación que se da entre una norma y su formulación,
por un lado, y la relación que se da entre un chiste y su formulación, por
otro. Si asumimos que, al igual que una creación literaria, un chiste tiene el
estatus de un artefacto cultural abstracto, entonces la analogía propuesta por
Narváez no tendría por qué sustentar una objeción concluyente a la
categorización de una norma (social o jurídica) como una entidad. Acerca del “problema del platonismo” que afecta al
entendimiento de las entidades abstractas que subyace a la concepción hilética, véase Caballero (2022, pp. 40-41).
[60] Para una reseña de los compromisos centrales
de una teoría artefactualista del derecho, véase Roversi (2019, pp. 43-53).
[61] Acerca de la distinción entre el carácter “normativo”
y el carácter “motivante” de algún conjunto de razones jurídicas y su conexión
con el problema de la autoridad del derecho, desde la perspectiva de una
concepción artefactualista, véase Ehrenberg (2016,
pp. 148-179).
[62] Acera de la consiguiente “artificialidad” de razón
para la acción generada a través de la puesta en vigor de una norma de
comportamiento qua regla regulativa, véase Mañalich
(2022a, pp. 414-418, 432-435).
[63] Ello no es predicable de las reglas
regulativas que se corresponden con normas de permisión o liberación –supra, nota 39–, a las que cabe atribuir
una función puramente “negativa”, consistente en desplazar a una o más normas
de prohibición o de requerimiento, según corresponda, como posibles premisas de
una inferencia práctica. En detalle al respecto, Mañalich
(2014a, pp. 474-481, 489-495).
[64] Para un enfoque próximo, véase Ludwig (2020,
pp. 192-203), aunque asumiendo una caracterización general de las “reglas
jurídicas” como” normas constitutivas de roles”. Para un análisis de la
estructura de las reglas constitutivas, de tipo “existencial”, que especifican
las condiciones de cuya satisfacción depende que una norma en cuanto artefacto
abstracto adquiera existencia, fundamental Thomasson
(2003, pp. 278-283).
[65] Para una descripción de la estructura de
semejante despliegue de intencionalidad colectiva, en la forma de un
reconocimiento en “modo-nosotros”, en referencia a los presupuestos de existencia
de un sistema jurídico, véase Burazin (2018, pp.
114-119).
[66] Esto es, que contiene reglas que especifican
condiciones de cuya satisfacción depende que una regla cualquiera haya de ser
reconocida como perteneciente a ese sistema, reglas que instituyen poderes para
modificar el conjunto de reglas que lo conforman, así como para determinar y
hacer efectivas, concluyentemente, las consecuencias de su eventual
trasgresión. El locus classicus
es Hart (2012, pp. 91-99); al respecto, y desde una perspectiva explícitamente
institucionalista, véase Ludwig (2020, pp. 201-203).
[67] Para una utilización del aparato teórico de Thomasson para el esclarecimiento del estatus ontológico de
las normas jurídicas, véase Vilajosana (2010, pp.
47-54). Para un análisis detallado de la noción de dependencia aquí relevante,
véase Caballero (2022, pp. 51-57), quien se inclina por tomarla como especificando
una relación de “fundamentación” (grounding).
[68] Donde por “entidad individual” cabría
entender un objeto, un tropo, un evento, un proceso o un estado de cosas; véase
Thomasson (1999, p. 27).
[69] Lo cual consistiría en que, para que X
dependa existencialmente de Y, sería suficiente que, si X existe en algún
(punto o lapso de) tiempo, entonces Y exista en algún tiempo, pudiendo este ser
“previo a, coincidente con o aun subsecuente al” tiempo en que existe X; véase Thomasson (1999, p. 29).
[70] Por ejemplo, la necesidad expresada en la
proposición de que “necesariamente, un todo no puede existir sin sus partes” (Thomasson, 1999, p. 27).
[71] Por ejemplo, la necesidad expresada en la
proposición de que “necesariamente, todo lo que tiene color tiene también
extensión” (Thomasson, 1999, p. 27).
[72] En virtud de esta disociación de la
categorización de las normas jurídicas como entidades abstractas de su
pretendida caracterización como entidades “ideales”, y así “atemporales”, cabe
desestimar la estrategia, favorecida por Vilajosana
(2010, pp. 38-39, 45), de concebirlas como “entidades concretas significativas”,
por la vía de identificarlas con “oraciones-caso significativas” (esto es, con
instancias particulares de determinadas oraciones-tipo).
[73] La factibilidad de sostener que una misma
norma pudiera pertenecer a dos o más sistemas jurídicos diferentes depende de
que los criterios de validez temporal y espacial que condicionan su
aplicabilidad –y que muy probablemente serán divergentes bajo los dos o más
sistemas jurídicos de cuya comparación se trate– admitan ser tratados como
externos a la norma en cuestión, esto es, como criterios de aplicabilidad externa. Para la
distinción entre las nociones de aplicabilidad interna y aplicabilidad externa,
véase Navarro y Moreso (1996, pp. 125-128), quienes
la presentan en términos no enteramente coincidentes con el sentido que aquí se
le atribuye. Al respecto, y críticamente, Rodríguez (2021, pp. 355-361).
[74] Nótese, además, que la falta de localización
espaciotemporal de una norma jurídica no se ve alterada por el hecho de que
ella exhiba tal o cual ámbito temporal o espacial de validez. Pues el hecho de
que una norma resulte aplicable o inaplicable a un caso –sea en el sentido de
una aplicabilidad “interna”, sea en el sentido de una aplicabilidad “externa”–
en función de cuándo y dónde queden situadas las circunstancias que configuran
ese caso nada tiene que ver con el problema de si esa norma existe en un determinado
tiempo y en un determinado lugar. Así, los ámbitos de validez temporal y
espacial de una norma de comportamiento qua regla regulativa conciernen a la
localización espaciotemporal de lo que la respectiva norma regula, y no a la
pretendida localización de la norma. La necesidad de esta puntualización parece
no ser advertida por Agüero (2022, p. 89) en su consideración del problema.
[75] Puede ser útil advertir que Ehrenberg adopta
aquí la terminología favorecida por Dipert: mientras
que un “instrumento” sería “cualquier cosa que alguien ha considerado útil como
un medio para un fin y ha sido usada en un intento para alcanzar ese fin”
(2016, pp. 10-11), una “herramienta” sería “un instrumento que ha sido
‘intencionalmente modificado’ en orden o bien a permitir que sirva como un
medio para un fin o bien a mejorar su capacidad para alcanzar ese fin” (2016,
pp. 10-11), en tanto que un “artefacto” sería una “herramienta que también
sirve para comunicar su identidad” (2016, pp. 29-30).
[76] En general acerca de las estrategias artefactualistas para dar cuenta de la existencia de normas
consuetudinarias, véase Roversi (2019, pp. 56-58).
[77] Fundamental al respecto, Woozley
(1967, pp. 69-75), quien identifica la centralización o concentración de la
aceptación de la norma en cuestión –paradigmáticamente: en algún cuadro de
funcionarios judiciales y en quienes se desempeñan en la práctica jurídica–
como marca de su pedigrí qua norma
jurídica consuetudinaria, en contraposición a una mera regla social.
[78] Contra lo sugerido por Ross (1968), esto no
necesita descansar en la identificación de la existencia
“independiente-de-la-reacción-del-destinatario” de la respectiva directiva
impersonal con su efectividad general “entre los miembros de un grupo social”
(pp. 98-99).
[79] Lo que sigue está tomado de Mañalich (2022b, pp. 708-711).