ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 30, 1-2023, pp. 131a 150

Tecnocracia lingüística y legitimidad.

Una respuesta

Linguistic Technocracy and Legitimacy. A Reply

Damiano Canale*

Recepción: 25/05/2023

Evaluación: 26/05/2023

Aceptación final: 26/05/2023

Resumen: En este texto respondo a las críticas a mi artículo “Cuando los expertos crean derecho” planteadas por Juan Iosa, Francesca Poggi y Florencia Rimoldi. En particular, intento aclarar si la opacidad de la ley es un problema epistémico o semántico, defiendo la idea de que la opacidad de un texto normativo, como una ley o un reglamento, no puede equipararse con la opacidad de las normas jurídicas, y ofrezco algunas reflexiones sobre la legitimidad de textos normativos opacos en el contexto de ordenamientos legales tecnocráticos.

Palabras clave: opacidad, semántica, pragmática, legislación, legitimidad, tecnocracia.

 

Abstract: This short paper responds to the criticisms of my article “Experts-Made Law” raised by Juan Iosa, Francesca Poggi and Florencia Rimoldi. In particular, the paper examines whether the opacity of law is an epistemic or a semantic problem, defends the idea that the opacity of an authoritative text such a statute or regulation cannot be equated with the opacity of legal norms, and elaborates on the legitimacy of opaque authoritative texts in the context of technocratic legal regimes.

Keywords: opacity, semantics, pragmatics, legislation, legitimacy, technocracy.

 

El impacto que tiene el conocimiento científico y tecnológico en las actividades humanas es motivo de creciente preocupación. Las nuevas aplicaciones de la inteligencia artificial generativa, la ingeniería genética y la medicina reproductiva -por citar algunos ejemplos muy debatidos hoy en día- despiertan una fuerte alarma en la opinión pública, que clama por una regulación legal de estas aplicaciones que garantice la protección de los derechos fundamentales de las personas. Por otra parte, se presta mucha menos atención a la forma en que los conocimientos científicos y tecnológicos se “incorporan” progresivamente al derecho, transformando los procesos de producción normativa, el lenguaje jurídico, la forma de razonar de los juristas. Si por un lado las innovaciones científicas y tecnológicas parecen requerir una regulación jurídica muy especializada, por otro lado, sin embargo, una regulación de este tipo acaba transformando el funcionamiento tradicional del derecho.

Mi investigación sobre la opacidad del derecho pretende contribuir al estudio de este fenómeno, analizando uno de los mecanismos por los cuales el conocimiento experto llega a colonizar tácitamente los procesos de producción de textos normativos y la actividad decisoria de los tribunales. En algunas de mis investigaciones anteriores me he centrado en los aspectos lingüísticos y teórico-jurídicos del fenómeno de la opacidad (Canale 2015; Canale 2021). En el texto amablemente incluido en este número de Discusiones, traté de ampliar mi mirada preguntándome si el papel nomopoyético (creador de normas) atribuido a los expertos es legítimo y, por tanto, susceptible de justificación desde el punto de vista jurídico, político y moral. De hecho, me parece que el tema de la opacidad del derecho, y por tanto de la transferencia de facultades de producción normativa a los cuerpos técnicos parajurídicos, no puede escapar a la prueba del control de legitimidad en el contexto de los sistemas democrático-constitucionales. Además, el análisis de los mecanismos de “opacificación” del derecho puede tal vez brindar una contribución original al debate sobre la transformación de los sistemas políticos contemporáneos en una dirección tecnocrática, como intentaré mostrar a continuación.

Las observaciones críticas de Francesca Poggi, Juan Iosa y Florencia Rimoldi brindan la oportunidad de precisar algunas de las tesis que he formulado en mi artículo, profundizar en su contenido y someterlas a revisión donde resulten poco convincentes. Para responder a las observaciones de mis colegas, a quienes agradezco mucho sus contribuciones, procederé siguiendo un orden temático. Comenzaré por las observaciones de Rimoldi sobre la naturaleza del fenómeno de la opacidad y su correcto encuadre filosófico. Pasaré luego a considerar las perplejidades suscitadas por Poggi en torno a la noción de opacidad de las disposiciones y su autonomía teórica. Por último, me detendré en el problema de la legitimidad de las disposiciones opacas, discutiendo la propuesta realizada por Juan Iosa para resolver el “dilema epistémico” que parecen suscitar las cuestiones tratadas en mi texto.

1.             La opacidad de las normas entre la semántica y la epistemología jurídica

Florencia Rimoldi observa acertadamente cómo la opacidad de las normas es un fenómeno que surge como reflejo de la dependencia informativa de los jueces respecto de los peritos. Esta dependencia, inevitable en la práctica judicial no menos que en la vida cotidiana, se vuelve problemática cuando impide al juez llevar a cabo un conjunto de razonamientos, elecciones y decisiones que le corresponden en virtud de su rol institucional. En estas situaciones el juez decide “a ciegas”, transfiriendo efectivamente la facultad de determinar el contenido de los textos normativos a los peritos, y poniendo en peligro la protección de los derechos e intereses en juego en el caso concreto. Sin embargo, la pregunta que se plantea Rimoldi es la siguiente: cuál es la naturaleza del problema de la opacidad y, por tanto, cuáles son las herramientas teóricas idóneas para ofrecer un enfoque adecuado del mismo. Esta no es una pregunta trivial. Una vez que se ha identificado un problema, la identificación de conceptos y teorías adecuadas para comprender sus características distintivas es un paso fundamental para cualquier investigación teórica. De hecho, una clasificación incorrecta de la naturaleza de un problema lleva al estudioso a alejarse inexorablemente de su solución.

Según Rimoldi, en mi artículo concibo la opacidad de las normas como un problema esencialmente semántico. De hecho, para ilustrar en qué consiste la opacidad de las normas, utilizo términos como “contenido”, “referencia”, “opacidad”, “deferencia semántica”, “designador rígido”, que tradicionalmente pertenecen al vocabulario de la semántica y la filosofía del lenguaje. Los aspectos epistémicos de este fenómeno, en cambio, quedan en un segundo plano, como si no fueran relevantes para su correcta clasificación. Esto lleva a que mi investigación proporcione una representación inadecuada del fenómeno que pretende investigar. Según Rimoldi, la opacidad es en realidad un problema exquisitamente epistémico, así como epistémicas son sus posibles soluciones. Hay muchas pistas que conducen a esta conclusión. En primer lugar, desde un punto de vista filosófico, Rimoldi observa cómo la noción de “opacidad” es tomada del análisis de contextos modales ofrecido por Quine. En la perspectiva de Quine –continúa Rimoldi– la opacidad es una propiedad de los contextos comunicativos y no de los términos o expresiones lingüísticas. El uso que hago en mi artículo del término “opacidad” se refiere más bien a una dimensión cognitiva, y más precisamente a la circunstancia de que el juez desconoce el contenido de los términos que utiliza para decidir el caso. En segundo lugar, si nos fijamos en el caso Stalcup, es fácil ver cómo los problemas que plantea no son de tipo interpretativo: se refieren a la falta de comprensión por parte del juez de las razones que justifican la opinión de los peritos en el ámbito probatorio. Si, mediante un experimento mental, neutralizamos los aspectos semánticos en juego en Stalcup, es evidente cómo las perplejidades que suscita el caso dependen exclusivamente de la dependencia epistémica del juez respecto de los peritos. Este análisis lleva a Rimoldi a argumentar que el fenómeno de la opacidad de las normas puede entenderse, y abordarse adecuadamente, si es enmarcado en el ámbito de la epistemología jurídica, aceptando también la tesis según la cual las exigencias epistémicas en ámbito jurídico son diferentes de las exigencias más generales, hasta el punto de justificar una concepción internista de los estados epistémicos.

Las observaciones de Rimoldi, que solo he resumido brevemente aquí, son muy interesantes y ciertamente proporcionan una contribución útil a mi investigación. Sin embargo, parten de una dicotomía teórica que mi artículo implícitamente cuestiona: la que existe entre problemas semánticos y problemas epistémicos y, de manera más general, entre contenidos lingüísticos y contenidos cognitivos. De hecho, en la década de 1950, Quine describió la opacidad como un problema semántico relacionado con el valor de verdad de las oraciones utilizadas en contextos modales. En estos contextos, a veces, los términos singulares no se usan de manera puramente referencial, es decir, recordando las palabras de Quine, no se refieren a “su objeto” (Quine, 1953, p. 141). Cuando esto ocurre, no se aplica el principio de sustitutividad de los términos correferenciales salva veritatae y se genera ambigüedad. Entre los casos más interesantes analizados por Quine se encuentra el de oraciones que expresan actitudes proposicionales como “creer que...”, “saber que...”. Incluso si el enunciado “María cree que la ciudad de Tegucigalpa está en Nicaragua” fuese verdadero, la verdad de “María cree que la capital de Honduras está en Nicaragua” no se seguiría de ello, a pesar de que los términos “Tegucigalpa” y “capital de Honduras” son correferenciales. De hecho, María puede no saber que Tegucigalpa es la capital de Honduras, sin mencionar que sería extraño creer que la capital de un Estado se encuentra en el territorio de otro Estado, dado lo que sabemos sobre las características de una capital. Son precisamente los enunciados que contienen términos o cláusulas que hacen referencia a creencias o conocimientos no atribuibles al hablante los que generan el problema lingüístico de la opacidad en sus formas más interesantes. Lo mismo se aplica al lenguaje jurídico, donde se emplean términos o expresiones lingüísticas cuyo contenido no es conocido por quienes ejercen la potestad de promulgar disposiciones normativas o aplicar normas. Esto se puede demostrar, como argumenté en mi artículo, usando el operador deferente Rexpertos(y) para analizar el fenómeno de la deferencia semántica. Si bien el uso de este operador parte de supuestos distintos a los que caracterizan las investigaciones de Quine (Villanueva Fernández, 2015), permite mostrar cómo el juez puede utilizar la información que le brindan los peritos en el ámbito probatorio no solo para determinar el valor de verdad de un enunciado fáctico de la forma “X es Y”, sino también para determinar el contenido lingüístico de enunciados normativos de la forma “Si Y, entonces debe ser Z”, aunque ese contenido permanezca inaccesible para el juez. En Stalcup, en efecto, el juez no se preocupa por saber qué significa el término “neumoconiosis”, y, por tanto, tampoco se preocupa por saber cuáles son las condiciones de aplicación de este término. Utiliza la información proporcionada anteriormente por los expertos para fijar la referencia de “neumoconiosis” mediante el enunciado “X es Rexpertos(neumoconiosis)”. Luego esta información es usada para atribuir un contenido a la disposición normativa en la que aparece el término “neumoconiosis”, y de la cual depende la calificación jurídica del hecho. En efecto, la norma general y abstracta usada por el juez en Stalcup tiene la siguiente forma “Si Rexpertos(neumoconiosis), entonces debe ser Z”. Pero si el juez no conoce el contenido de “neumoconiosis”, aun cuando sea capaz de fijar su referencia, aplica una regla cuyo sentido se le escapa y decide el caso “a ciegas”, como correctamente observa Rimoldi.

Esta reconstrucción parte de algunos supuestos básicos que conviene explicitar. Las investigaciones de Quine sobre la opacidad evidencian cómo los problemas semánticos y los problemas epistémicos están estrechamente relacionados entre sí. Para explicar los contenidos lingüísticos y la capacidad referencial de los signos, en muchos casos es necesario considerar los estados epistémicos del hablante y el papel que estos juegan en los procesos de comunicación. Esta tesis es consistente con aquellas posiciones en filosofía del lenguaje, que pueden en distintos sentidos ser asociadas al eslogan “el significado es el uso”, y que conciben el contenido de un enunciado en términos de la competencia lingüística de los hablantes, de lo que un hablante necesita saber para usar con sentido un enunciado.[1] Asimismo, el propio Quine concebía el estudio del conocimiento como estrictamente dependiente del estudio del lenguaje. Para averiguar cómo adquirimos conocimiento, según Quine, es necesario investigar cómo aprendemos a utilizar el lenguaje cognitivo desde la infancia, poniendo a prueba las creencias y teorías que desarrollamos a partir de nuestros estados perceptivos.[2] De ello se sigue que los problemas semánticos no son independientes de los problemas epistémicos, y que los problemas epistémicos pueden aclararse estudiando el funcionamiento del lenguaje. Por supuesto, debe reconocerse que esta es una tesis controvertida en el debate filosófico.[3] Independientemente de ello, uno de los propósitos de mi investigación sobre la opacidad consiste en resaltar cómo la falta de atención a la relación entre los aspectos semánticos y los aspectos epistémico-cognitivos del lenguaje constituye un obstáculo en el estudio del razonamiento jurídico, pues se corre el riesgo de ignorar algunos aspectos relevantes de la práctica jurídica.

Todo esto no equivale a desconocer que la relación entre conocimiento y lenguaje adquiere características específicas en el ámbito jurídico. Para subrayar este punto, es útil recordar otra observación crítica hecha por Rimoldi, dirigida a recordar que la deferencia epistémica y la deferencia semántica son actitudes inevitables para cualquier agente cognitivo. El testimonio experto es, en efecto, un recurso fundamental para ampliar el conocimiento y orientar la acción en innumerables contextos de la vida humana. En mi artículo, en cambio, la deferencia semántica resulta caracterizada de manera negativa, como un problema y no como un recurso. Además, la deferencia semántica parece presentada como si fuera el resultado de una elección voluntaria, y por lo tanto evitable, por parte del juez; una elección que se vuelve problemática cuando la deferencia epistémica va acompañada de una forma de deferencia semántica. Una situación que, según Rimoldi, es más bien secundaria.

Ahora bien, para comprender por qué la opacidad de las normas constituye un problema, conviene recordar que los procesos comunicativos y cognitivos están condicionados, en el campo jurídico, por una variable ausente en otros contextos, a saber, la dimensión institucional del derecho. De hecho, los ordenamientos jurídicos contienen normas que atribuyen poderes ejercidos sobre el lenguaje y mediante el uso del lenguaje.

En virtud de estas normas, por ejemplo, el legislador ejerce el poder de formular enunciados que adquieren el carácter deóntico de fuentes de derecho; enunciados que los funcionarios y los jueces tienen el deber de utilizar, respectivamente, para orientar la acción del gobierno y para resolver controversias. Al mismo tiempo, el juez en el juicio ejerce el poder de establecer cuál es el contenido lingüístico de las disposiciones creadas por el legislador en relación con el caso a decidir, y el poder de determinar si un hecho ha sido probado a los efectos de su calificación jurídica. Las autoridades jurídicas son, por tanto, titulares de facultades semánticas y epistémicas que ejercen mediante el uso del lenguaje. Ante ello, en el caso de opacidad de las normas, la deferencia semántica es un problema porque implica traspasar de un sujeto autorizado, el juez, a un sujeto no autorizado, el perito, el poder de determinar el contenido de las disposiciones jurídicas relevantes para resolver una controversia. No solo eso, a diferencia de lo que argumentó Rimoldi, si la deferencia epistémica del juez no se traduce en una forma de deferencia semántica, las normas no se vuelven opacas. Para darse cuenta de esto, basta considerar los dos experimentos mentales propuestos por Rimoldi. En Stalcup* no existe desacuerdo en la comunidad científica respecto del contenido del término “neumoconiosis”; los expertos llamados a testificar en la corte desacuerdan únicamente respecto de cuestiones de hecho. Según Rimoldi, en Stalcup* el juez interpreta la disposición antes de constatar el hecho, sobre la base del significado que la comunidad médica atribuye al término “neumoconiosis”, y la opacidad surge por razones puramente epistémicas, no por razones semánticas. Si asumimos, en cambio, la perspectiva que defiendo, el desacuerdo dentro de la comunidad de expertos no es relevante para que se presente la opacidad de las normas. Tal desacuerdo es relevante solo con respecto a la gravedad del problema y las estrategias para enfrentarlo.[4] Stalcup* es un caso problemático porque el juez atribuye autoritativamente a una disposición un contenido que no puede comprender, al igual que en Stalcup. Siendo así, no puede decirse propiamente que en Stalcup* el juez interpretó la disposición utilizada para resolver el caso. Precisamente, dado que no comprende el significado del término del que depende la calificación jurídica del hecho, el juez no realiza labor interpretativa alguna y se limita a delegar en los peritos la facultad de establecer el contenido de la norma que rige el caso. En Stalcup**, en cambio, el juez entiende las razones epistémicas pertinentes y aplica la regla de la mayoría para establecer qué dictamen pericial debe aceptarse a efectos de la determinación del hecho. A diferencia de Stalcup*, en Stalcup** la norma aplicada no es opaca, ya que el juez puede comprender el contenido del término “neumoconiosis” sobre la base de la información proporcionada por los expertos y, por lo tanto, aplica una norma que es transparente para él. Esto permite mostrar cómo la opacidad de las normas surge solo si la deferencia epistémica del juez hacia los peritos determina su decisión sobre el contenido de las disposiciones, transformándose en una forma de deferencia semántica. Cuando esto ocurre, los expertos ejercen no solo autoridad epistémica sino también autoridad jurídica, cuya legitimidad es, sin embargo, dudosa. Este es un problema al que ha llegado el momento de dirigir nuestra atención.

2. Opacidad de las disposiciones y opacidad de las normas

Como ya mencioné al principio, mi investigación tiene como objetivo investigar el fenómeno de la opacidad del derecho no solo en el contexto de la actividad judicial sino también tomando en consideración el papel que juegan los expertos en la producción de leyes, reglamentos, directivas, estándares jurídicos, etc. Asumir esta perspectiva más amplia ofrece la oportunidad de discutir otro aspecto del problema de la opacidad: ¿bajo qué condiciones puede considerarse legítima la función nomopoyética desempeñada por los expertos en un sistema jurídico? Dada la forma en que, en el debate filosófico-jurídico contemporáneo, se concibe el problema de la legitimidad, la respuesta a este interrogante requiere desplazar la atención, desde los aspectos semánticos y epistémicos del fenómeno, a sus aspectos teórico-políticos, considerados desde un punto de vista normativo. Para operar esta ampliación de perspectiva, sin poner en peligro la naturaleza orgánica de la investigación, en el artículo propongo distinguir la opacidad de las disposiciones de la opacidad de las normas. La distinción entre disposiciones y normas está en efecto suficientemente consolidada en el debate filosófico-jurídico lo que permite su fácil comprensión; ello también permite centrar la atención en el papel que juegan los expertos en los procesos de redacción de textos legislativos y reglamentarios.

Sin embargo, según Francesca Poggi, la noción de disposición opaca no es clara, plantea claramente problemas epistémicos y conduce presentar la opacidad como un fenómeno poco interesante. En el sentido que propongo, una disposición es de hecho opaca cuando los miembros del órgano que la emitió no pueden comprender su contenido, un contenido que remite a un conocimiento experto en manos de personas no autorizadas. Sin embargo, señala Poggi, no es del todo claro cuándo una disposición se vuelve opaca según esta definición. Para ser considerada opaca, ¿una disposición debe ser incomprensible para todos los miembros del organismo encargado de la producción normativa o solo para una parte de ellos? Además, ¿cuál es el nivel necesario de falta de comprensión de un texto para que se vuelva opaco? La noción de opacidad parece referirse a criterios cuantitativos que la definición que propongo no especifica. De manera más general, la noción de opacidad de las disposiciones presupone una concepción ingenua de la voluntad del legislador. Según Poggi, no es posible adscribir intenciones comunicativas a entidades colectivas como los cuerpos legislativos. Además, si observamos cómo se desarrolla la actividad legislativa en los órganos legislativos contemporáneos, es fácil advertir que en muchos casos los miembros de esos cuerpos legislativos desconocen el contenido de los textos que aprueban. Pero si ello es el caso, entonces la opacidad de las disposiciones es un fenómeno tan omnipresente que carece de todo interés. Según Poggi, la opacidad de las disposiciones, suponiendo que tenga sentido hablar de ella, adquiere relevancia solo cuando se traduce en opacidad de las normas, es decir, del contenido de las disposiciones. Un problema, este último, que puede ser combatido adoptando dos estrategias. En primer lugar, a través de una redacción más precisa de las disposiciones, que permita reducir el uso de términos o expresiones que escapan a la comprensión del juez. En segundo lugar, atribuyendo a términos o expresiones técnicas significados de sentido común, que no excedan la competencia lingüística del juez.

Para responder a estas observaciones críticas, es necesario, en primer lugar, aclarar la función que cumple en mi artículo la noción de disposición opaca. Como se mencionó anteriormente, esta noción constituye una herramienta útil para evaluar si la redacción de disposiciones normativas por parte de órganos de expertos parainstitucionales es legítima, es decir, si esa redacción admite ser justificada desde un punto de vista jurídico, político o moral, dependiendo de la forma en la que se conciba la legitimidad de las disposiciones. En mi artículo, la noción de disposición opaca, por lo tanto, no cumple una función descriptiva; cumple una función crítico-normativa que puede expresarse en términos contrafácticos: si los miembros de un órgano legislativo no comprenden la disposición que sancionan, por estar formulada en un lenguaje técnico que no dominan, ¿esa disposición puede ser considerada legítima? La respuesta a esta pregunta no pretende describir un aspecto de la realidad empírica: simplemente proporciona un criterio para evaluar, desde un punto de vista jurídico y político, la forma en que las disposiciones normativas son elaboradas por sujetos no autorizados formalmente para ello. Desde esta perspectiva, el ejemplo del legislador europeo en el caso del art. 4(1) de la Directiva 2014/40/UE simplemente sirve para mostrar que el mundo posible en el que ningún miembro de un órgano legislativo es capaz de comprender la disposición promulgada no está tan lejos del mundo actual. Y esto hace plausible y significativa la función crítica desempeñada por la noción de disposición opaca con respecto a la evolución de los sistemas jurídicos contemporáneos. En realidad, Poggi podría responder que incluso desde una perspectiva normativa como la propuesta en mi artículo, la noción de disposición opaca presupone una concepción ingenua del legislador. Con respecto a este aspecto, al igual que Poggi, considero que a los cuerpos legislativos, en cuanto entidades colectivas, no se les puede adscribir estados mentales tales como creencias, intenciones, conocimientos, excepto a través de ficciones. Al mismo tiempo, no es razonable sostener que el resultado de la actividad legislativa es totalmente independiente de las creencias, intenciones y conocimientos de quienes participan en el proceso legislativo.[5] He discutido estos temas en otro lugar (Canale, 2021b) y no hay espacio aquí para reanudar la discusión. Baste observar que, en el caso de la opacidad, el conocimiento de que se trata es de tipo lingüístico y consiste en la competencia lingüística de los hablantes, que ciertamente no puede atribuirse a los órganos legislativos. De hecho, en mi artículo utilizo el término “legisladores” para referirme a los miembros de los cuerpos legislativos como agentes cognitivos de carne y hueso. Es el conocimiento que poseen estos individuos lo que determina, contrafácticamente, si una disposición es opaca o no; un juicio de este tipo puede entonces ser útil para evaluar si las disposiciones formuladas por los expertos, y posteriormente emitidas por los órganos legislativos sin que sus miembros comprendan su contenido, pueden considerarse legítimas en el mundo actual.[6]

Las observaciones de Poggi, sin embargo, esconden una crítica más radical a mi argumento: aun cuando las consideraciones hechas hasta aquí pudieran tener cierta plausibilidad, sigue sin tener sentido hablar de opacidad de disposiciones. La opacidad es una propiedad de los contenidos lingüísticos, que depende de la competencia de los hablantes y de la deferencia que muestran hacia los expertos. Por tanto, la opacidad es una característica de las normas, no de las disposiciones: siempre son los jueces quienes determinan el contenido lingüístico de las disposiciones, y es por tanto únicamente en el ámbito judicial donde la opacidad puede manifestarse convirtiéndose en un problema relevante.

Para responder a esta objeción, vale la pena comenzar por recordar cómo la distinción entre disposición y norma, aunque ampliamente utilizada por los teóricos del derecho en el mundo latino, es ambigua. Sin entrar en detalles, según algunos estudiosos el término “norma” denota el contenido (lingüístico) de una disposición; según otros, denota un texto que expresa el contenido de una disposición. Poggi usa el término “norma” en el primer sentido; en mi artículo, sin embargo, el término se usa en el segundo sentido, como se especifica al comienzo del texto (nota 2). Desde la posición que defiendo, los contenidos lingüísticos no deben confundirse con los enunciados utilizados para expresar o “traducir” dichos contenidos. Desde un punto de vista metafísico, los contenidos lingüísticos son entidades abstractas cuyas características suelen ser investigadas por una teoría del significado. El contenido de un enunciado no puede, por tanto, ser identificado con otro enunciado sin generar circularidad o regreso al infinito, hasta el punto de quitar toda utilidad teórica a la noción misma de contenido lingüístico.[7] Esto tiene algunas consecuencias notables. Desde la perspectiva que he adoptado, no es impropio 1) tratar a las normas como entidades distintas de sus contenidos lingüísticos; 2) distinguir el contenido de las disposiciones del contenido de las normas; 3) hacer referencia al contenido de una disposición, incluso si ese contenido no resulta expresado por una norma; 4) admitir situaciones en las que el contenido de una disposición no es idéntico al contenido de la norma respectiva, etc. De esto se sigue que tiene perfecto sentido tratar el tema de la opacidad de las disposiciones como distinto del problema de la opacidad de las normas. En ambos casos, la opacidad es un fenómeno que concierne a los contenidos lingüísticos; las disposiciones y las normas son, sin embargo, tipos de enunciados que cumplen funciones diferentes, aunque interrelacionadas (Canale, 2020). Como reflejo de ello, la opacidad de las disposiciones plantea problemas diferentes a los de la opacidad de las normas, como he intentado ilustrar en el artículo.

Queda todavía por hacer una observación final respecto de las estrategias a adoptar para combatir la opacidad de las normas. La propuesta de Poggi en este sentido es ciertamente pertinente e interesante. Las técnicas de redacción de los textos normativos inciden directamente en el surgimiento de la opacidad, ya que pueden apoyarse o no en el uso de expresiones extraídas de lenguajes técnico-sectoriales. Al mismo tiempo, no debe olvidarse que el juez tiene la última palabra en cuanto al contenido de los textos normativos, en relación con el caso a decidir; por tanto, es el juez quien decide si se atribuye o no un contenido opaco a las disposiciones. Ciertamente estoy de acuerdo con estas observaciones. Sin embargo, cabe señalar que en los ordenamientos jurídicos contemporáneos, la producción de disposiciones, especialmente las de nivel reglamentario, se “terceriza” cada vez más, dejándola en manos de órganos ad hoc con competencia especializada y sectorial. La función comúnmente atribuida a estos órganos ad-hoc, sin embargo, no es hacer comprensibles las disposiciones a todos sus destinatarios sino garantizar su exactitud, exhaustividad, eficacia e inmediata aplicabilidad por parte de los mismos órganos técnicos que colaboraron en su redacción.[8] Por otra parte, en cuanto a la posibilidad, reservada al juez, de atribuir contenidos no opacos a una disposición, aun cuando haya sido formulada por órganos técnicos, cabe señalar que se trata de una solución factible únicamente cuando las expresiones cuyo contenido es opaco pertenezcan también al lenguaje común, y no solo al lenguaje técnico en cuestión. Cuando tales expresiones son exclusivamente de uso técnico, esta posibilidad queda excluida. Tampoco debe olvidarse, de manera más general, que la decisión del legislador y/o del juez de renunciar a la especialización del lenguaje jurídico y de sus contenidos puede poner en peligro la legitimidad sustancial de la legislación y la jurisprudencia, como resalté en mi artículo. Este problema remite a las observaciones de Juan Iosa a quien va dedicada la última parte de mi respuesta.

3. Tecnocracia y legitimidad del derecho

La contribución de Juan Iosa se ocupa de un aspecto central de mi artículo: la relación entre conocimiento experto y legitimidad. Iosa observa que quienes hoy ejercen los poderes públicos no pueden renunciar a la información que brindan los expertos sin pagar altos costos epistémicos, como el de poner en duda la eficiencia, eficacia y “adherencia a la verdad” de sus decisiones. Por otro lado, la función nomopoyética atribuida a los expertos desencadena mecanismos de transferencia de poderes a sujetos u órganos sin legitimidad democrática. ¿Cómo escapar de este dilema, cuyo alcance se extiende mucho más allá del fenómeno de la opacidad? Iosa propone la siguiente solución: aunque la opacidad en principio socava la legitimidad de las disposiciones legales, una disposición opaca puede considerarse legítima si se garantiza la competencia, imparcialidad y fiabilidad de la opinión de los expertos en los que se basa. Y para cumplir con estos requisitos, el conocimiento experto utilizado en la práctica jurídica no debe dejarse en manos de la gestión privada. De hecho, la elaboración de conocimiento especializado no es neutra: siempre está orientada a la realización de intereses que condicionan los resultados. Cuando el conocimiento experto se convierte en imprescindible para el ejercicio de los poderes públicos, se trata pues de distinguir los intereses legítimos que persigue realizar de los intereses que no lo son. Y este tipo de garantía solo puede ser proporcionada por organismos estatales independientes.

Estas consideraciones proyectan el problema de la opacidad del derecho dentro del debate en torno a la evolución en sentido “tecnocrático” de los sistemas políticos y jurídicos contemporáneos. Aunque el término “tecnocracia” suele utilizarse de forma genérica en el discurso público, en las ciencias sociales denota un sistema institucional en el que el ejercicio de los poderes públicos se confía a sujetos o instituciones elegidos en función de sus competencias técnico-especialistas y de forma independiente de los procesos democráticos.[9] La justificación de las tecnocracias contemporáneas encuentra su formulación canónica en Opinión Pública de Walter Lippmann, una obra publicada hace más de un siglo, pero cuya actualidad persiste aún. Según Lippmann, los representantes democráticos se ven limitadas por una estrecha comprensión de la realidad, así como por la defensa de intereses particulares, y esto impide que las decisiones públicas logren satisfacer intereses colectivos. Por esta razón, “el gobierno representativo (…) no puede ser ejercido de manera exitosa, sin importar cómo sean elegidos los representes, a menos que exista un organismo experto e independiente que haga comprensible a quienes tienen que tomar decisiones los hechos imprevisibles. Procuro, por lo tanto, argumentar que aceptar en serio el principio de que la representación persona tiene que ser complementada con la representación de los hechos imprevisible permitiría por sí misma una descentralización satisfactoria, y nos permitiría escapar de la ficción intolerable e impracticable e que cada uno de nosotros debe poseer una opinión competente sobre todos los asuntos públicos” (Lippman, 1922, p. 59). Según Lippmann, por tanto, corresponde a los expertos identificar los objetivos de interés público, así como los medios idóneos para alcanzarlos, dejando a los representantes democráticos únicamente el poder de ratificar estas directivas, cuyo contenido es la mayoría de las veces incomprensible al hombre de la calle. Estas consideraciones de Lippmann recibieron grandes elogios de parte del establishment político estadounidense, sin embargo, suscitaron numerosas críticas. En primer lugar, la “despolitización” de la representación democrática, y la atribución de poderes públicos a órganos dotados de competencias técnicas, no resultan legítimas en los sistemas democrático-constitucionales y alimenta formas de dominación ajenas a los mecanismos de control propios de un Estado de derecho.[10] En segundo lugar, el conocimiento técnico-sectorial por sí solo no es suficiente para tomar decisiones políticas capaces de satisfacer los intereses colectivos, cualquiera que sea el modo en que resulten identificados. Como señaló John Dewey en su recensión de Public Opinion: “Todo gobierno de expertos en el que las masas no tengan la oportunidad de informar a los expertos sobre sus necesidades no es otra cosa más que una oligarquía administrada en beneficio de unos pocos” (Dewey, 1927, p. 225). Recurriendo a una metáfora que luego se volvió famosa, Dewey señaló que “es el hombre que calza el zapato el que mejor sabe si aprieta y dónde aprieta, incluso si es el zapatero experto el que mejor sabe cómo resolver el problema” (Dewey, 1927, pp. 223-24). De ahí la insistencia de Dewey en una adecuada “división del trabajo” entre expertos y órganos democrático-institucionales, a fin de que los primeros no reemplacen a los segundos en el ejercicio de los poderes públicos, y de todos modos brinden la información necesaria para que dichos poderes sean ejercidos de manera competente, informada y eficiente.

El escenario contemporáneo que constituye el trasfondo del problema de la opacidad del derecho es más complejo que el imaginado por Lippmann y Dewey. Actualmente las instituciones expertas moldean las decisiones políticas no los de manera directa, en cuanto titulares de poderes que el legislador les ha delegado, sino también indirectamente, incorporando al lenguaje normativo expresiones técnicas y estándares que escapan a la comprensión de los sujetos institucionales. Al mismo tiempo, precisamente en función del papel político que se les atribuye, los miembros de los órganos técnicos son elegidos cada vez más en función de la connotación política de sus opiniones, especialmente en el seno de las instituciones públicas. De hecho, la tecnificación de las decisiones políticas corresponde a una politización del conocimiento técnico, posibilitada por la naturaleza híbrida de este último. Como ha observado Sheila Jasanoff: “Las preguntas que los políticos contemporáneos hacen a la ciencia rara vez pueden ser respondidas por científicos manteniéndose dentro de los límites de sus disciplinas de origen (…). De manera cada vez mayor, en los procesos de toma de decisiones, los políticos y la sociedad esperan de los expertos la capacidad de evaluar cuerpos de conocimiento heterogéneos y de ofrecer opiniones equilibradas, basadas en realidad en una comprensión imperfecta, sobre temas que no pertenecen a la específica competencia disciplinaria de nadie” (Jasanoff, 2005, p. 211 ). Esto abre la puerta a que la selección de las opiniones de expertos no se realice sobre la base de estándares epistémicos confiables y compartidos, no aplicables en contextos de formulación de políticas públicas, sino sobre la base de los intereses políticos en juego.[11] Este es un problema que también adquiere relevancia en el contexto judicial, y por tanto en relación con el problema de la opacidad de las normas. La estructura adversarial del proceso, estimula a las partes a buscar expertos dispuestos a apoyar la tesis probatoria a su favor, alimentando el surgimiento de desacuerdos no siempre basados en razones epistémicas genuinas. Estas consideraciones me llevan a dudar de que el problema de la opacidad pueda resolverse atribuyendo la gestión del conocimiento experto a organismos públicos independientes. La colonización política de tal conocimiento no se evitaría, sino que se volvería aún más probable, abriendo el camino a una “ciencia estatal” autoritativamente alejada de cualquier forma de control epistémico.

Un nivel similar de complejidad aqueja al problema de la legitimidad del poder nomopoyético atribuido a los expertos. Como observa acertadamente Iosa, en mi artículo no formulo un juicio categórico respecto de la legitimidad de disposiciones y normas opacas. La razón es la siguiente: el problema de la legitimidad se declina de diferentes maneras en el debate jurídico y político contemporáneo, cada una de las cuales nos permite tematizar distintos aspectos de la opacidad. En lugar de tomar una posición categórica sobre el tema, preferí resaltar que, independientemente de la concepción de legitimidad que se adopte, la opacidad sigue siendo un problema que merece nuestra atención. La solución que esbocé al final del artículo retoma en realidad algunas de las intuiciones de John Dewey que he mencionado. El aporte que brinda el conocimiento experto no es algo a lo que hoy pueda renunciar cualquiera que ejerza el poder público. El problema de la opacidad, así como el de la legitimidad del uso de los conocimientos técnicos, puede abordarse adecuadamente garantizando una clara “división del trabajo” entre expertos y legisladores, a fin de evitar que los primeros reemplacen a los segundos en el ejercicio de los poderes públicos. La forma más prometedora de lograr este resultado me parece consiste en garantizar un diálogo entre estas figuras a nivel institucional, tanto en el ámbito judicial como en el legislativo. Se han hecho algunos intentos fructíferos, que menciono en mi artículo, en esta dirección; se trata de imaginar mecanismos más amplios y de mayor alcance, capaces de evitar formas de regulación social poco transparentes para los actores institucionales, así como para los ciudadanos.

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* Doctor en Derecho por la Università di Padova, Italia. Profesor de Filosofía del Derecho, Università Commerciale Luigi Bocconi, Milán, Italia. Correo electrónico: damiano.canale@ unibocconi.it

[1] Para una discusión crítica de las llamadas “concepciones epistémicas del significado”, ver Skorupsky, 2017.

[2] “I am interested in the flow of evidence from the triggering of the senses to the pronouncements of science (…). It is these epistemological concerns, and not my incidental interest in linguistics, that motivate my speculations” (Quine 1990, p. 11).

[3] Entre los protagonistas de este debate basta recordar a Rorty, 1981, cap. 4; Dummett, 1993, cap. 2-6; Williamson, 2002, cap. 11.

[4] Como he argumentado en otro lugar, la opacidad se vuelve aquí radical y no se presta a ser eliminada. Véase Canale, 2021a.

[5] “[T]o assume that the law made by legislation is not the one intended by the legislator, we must assume that he cannot predict what law he is making when the legislature passes any piece of legislation. But if so, why does it matter who the members of the legislature are, whether they are democratically elected or not, whether they represent different regions in the country, or classes in the population, whether they are adults or children, sane or insane? Since the law they will end by making does not represent their intentions, the fact that their intentions are foolish or wise, partial or impartial, self-serving or public spirited, makes no difference.” (Raz, 2009, p. 274).

[6] Respecto de ello, Poggi formula otras dos observaciones críticas: 1) en muchos casos, los miembros de los cuerpos legislativos no leen los textos que aprueban; 2) las disposiciones contienen sistemáticamente términos técnico-judiciales que escapan a la comprensión de los legisladores individuales. Estas dos circunstancias hacen que las disposiciones sean siempre opacas, haciendo que este fenómeno pierda interés. Sin embargo, no me parece que estas críticas den en el blanco. Con respecto al primer aspecto, desde un punto de vista conceptual no es suficiente que los legisladores individuales no conozcan el contenido de una disposición para hacer que esa disposición sea opaca; es importante que este contenido no pueda ser conocido sobre la base de las competencias lingüísticas que los legisladores tienen a su disposición. Si los legisladores individuales tuvieran esas competencias, pero decidieran no leer el texto, las disposiciones no serían opacas para ellos. Con respecto a la segunda objeción, es ciertamente el caso que las disposiciones a menudo contienen términos técnico-jurídicos que escapan a la comprensión de los legisladores individuales. Sin embargo, tales expresiones son incorporadas a las disposiciones por funcionarios pertenecientes al cuerpo legislativo, es decir, por personas expresamente autorizadas; en el caso de las disposiciones opacas, esta actividad la realizan en cambio órganos técnicos que actúan al margen del proceso de producción normativa previsto por la ley, generando los problemas de legitimidad discutidos en mi artículo.

[7] Discutí este tema más a fondo en Canale (2012).

[8] Ilustrativo en este sentido es el denominado “nuevo enfoque” de la regulación introducido en el ordenamiento jurídico de la Unión Europea a partir de la década de los 80 del siglo pasado. Según este modelo, las Directivas europeas sólo se encargan de establecer los requisitos esenciales de la regulación, que se delega en organismos técnicos privados que elaboran normas que posteriormente se incorporan al derecho de la Unión Europea mediante disposiciones de renvío, como en el caso de Directiva 2014/40/EU discutida en mi artículo. Véase la Resolución del Consejo 85/C, del 7 de mayo de 1985, A New Approach to Technical Harmonization and Standards, Anexo II “Guidelines for a New Approach to Technical Harmonization and Standards” [1985] OJ C 136/01.

[9] Véase Radaelli, 1999; Sánchez-Cuenca, 2017; Bickerton & Accetti, 2017.

[10] Sobre la noción de dominación, entendida como el poder de interferir arbitrariamente en las elecciones de otros, véase Petitt 2000, cap. 2. En particular, según Petitt el ejercicio de un poder es arbitrario cuando “[no] está obligado a rastrear lo que los intereses de esos otros exigen según sus propios juicios” (p. 55).

[11] “Incluso la investigación básica financiada con fondos públicos, realizada sin pensar en una ganancia financiera inmediata, debe justificarse con demostraciones plausibles de sus impactos más amplios en la sociedad. Es ampliamente aceptado que la mayor parte de la actividad científica actual se lleva a cabo para apoyar algún tipo de necesidad social. Al mismo tiempo, el crecimiento de la interdisciplinariedad y la dispersión del trabajo científico entre diversos tipos de instituciones no académicas (p. ej., laboratorios nacionales, industrias, spin-offs y nuevas empresas y empresas de consultoría) han erosionado la noción de ‘escepticismo organizado’. Gran parte de la ciencia actual se lleva a cabo sin las comprobaciones cruzadas de los estándares disciplinarios establecidos y la supervisión de comunidades de pares claramente identificables”. (Janassof, 2015, p. 1739).