ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 31, 2-2023, pp. 77 a 107
Desmontar el abismo entre Sujeto y Naturaleza.
Dismantling the abyss between
Subject and Nature.
On the denaturing misdirection
of subjectivity
Leandro Drivet*
Recepción: 31/08/2023
Evaluación: 31/08/2023
Aceptación final: 04/09/2023
Resumen: En este
trabajo reflexionamos sobre algunos presupuestos subyacentes al concepto de
sujeto que informa el derecho moderno, categoría que, siguiendo a Valeria
Berros, juzgamos en crisis. Una crítica a la interpretación que Philippe
Descola hace del Museo de Ciencias Naturales de La Plata y la noción freudiana
de la herida biológica del narcisismo humano nos conducen a señalar los rasgos antimaterialistas de la metafísica de la subjetividad
moderna, que se prolongan hasta nuestros días. Luego, concentrándonos
en la noción de “dignidad humana”, analizamos la desmentida de la naturaleza
que acarrea la concepción del sujeto en el idealismo alemán.
Por último, proponemos pensar en modos de reconocimiento de los derechos de la
naturaleza más allá de la
categoría de sujeto, aunque sin abandonar su potencial actual ni renunciar al
proyecto de su ampliación, a partir de la idea de respeto y de una ética
comunicativa ampliada.
Palabras clave: Filosofía del derecho, Sujeto, Derecho Ambiental, Ética comunicativa.
Abstract: In this work we reflect on some assumptions
underlying the concept of subject that informs modern law, a category that,
following Valeria Berros, we judge to be in crisis. A
critique of Philippe Descola’s interpretation of the
La Plata Museum of Natural Sciences, and the Freudian notion of the biological
wound of human narcissism, lead us to point out the anti-materialist features
of the metaphysics of modern subjectivity, which continue to this day. Then,
concentrating on the notion of “human dignity”, we analyze the denial of nature
that the conception of the subject entails in German idealism. Finally, we
propose to think about ways of recognizing the rights of nature beyond the
category of subject, although without abandoning its current potential or
renouncing the project of its expansion, based on the idea of respect and an
expanded communicative ethic.
Keywords: Philosophy of law, Subject, Environmental Law, Communicative Ethics.
“«Cera en los oídos», ésta fue aproximadamente la condición para filosofar; un auténtico filósofo dejaba de escuchar a la vida: en la medida en que la vida es música, negaba la música de la vida –es una vieja superstición de los filósofos considerar que toda música es música de sirenas” (Nietzsche, 2001, “§372 Por qué no somos idealistas”, p. 389).
“En este mundo (…) preocuparse por el animal no es ya sólo un sentimentalismo, sino una traición al progreso. (…) Lo que amenaza a la praxis dominante (...) [es] el hecho de que la naturaleza sea recordada” (Adorno y Horkheimer, 1998, pp. 298-299).
El artículo de Valeria Berros que compone este número de Discusiones analiza algunos cambios en el campo del derecho cuyas tendencias centrales pueden describirse como una ampliación de la teoría del sujeto que subyace al progresivo reconocimiento de derechos a entidades hasta entonces privadas de subjetividad jurídica, y, complementariamente, un proceso de redefinición del “otro” al que se dirige el principio de no dañar. La autora señala que se trata de discusiones que conciernen tanto al derecho ambiental como al derecho privado, y que cabría imaginarlas como expresiones del contexto histórico más amplio en el que dichas tendencias se inscriben, caracterizado por la problematización de las fronteras tradicionalmente delineadas entre naturaleza y cultura. Si bien las transformaciones referidas son globales, la autora concentra su mirada especialmente en algunas experiencias latinoamericanas pioneras que plantean desafíos teóricos y prácticos al conferir derechos a algunos animales, a las generaciones futuras y a ciertos ecosistemas, e incluso a la naturaleza en general, ya sea a través de procesos de litigación particulares, por la vía de su incorporación al texto constitucional (como en Ecuador), o mediante reformas legales en las que se reconocen derechos a la naturaleza (como ocurrió en Bolivia).
El registro de las señales múltiples, en el campo judicial y en el parlamentario, que la autora interpreta como evidencias convergentes de la crisis de la noción tradicional de sujeto, conduce en principio a la pregunta: ¿quiénes pueden ser sujetos de derecho? En sentido estricto, esta interrogación es más que una curiosidad sobre el por qué vigente en un sentido aclaratorio: entraña el cuestionamiento de la legitimidad de una definición establecida en el derecho positivo. Poniendo en perspectiva la emergencia de las personas jurídicas, el enfoque de Valeria Berros se dirige a los fundamentos que sostienen la delimitación más o menos arbitraria de un conjunto de sujetos. Considerada en profundidad, la tematización exige explicitar y establecer con claridad los criterios que debe cumplir un ente o conjunto de entes para ser reconocidos como portadores de aquella dignidad. El punto de partida, enunciado en el título, es claro: que algo haya sido tenido por obvio durante mucho tiempo no es razón suficiente para que siga teniéndose por tal. En este sentido, que en la teoría del sujeto que daba forma al derecho occidental sean suspendidos ciertos consensos definidos hasta el presente, no es sólo una constatación relativa a determinados reconocimientos que constituyen una realidad histórica, y que extienden los confines de los sujetos acreditados ante la ley, sino aún más profundamente un problema filosófico abierto que demanda mejores justificaciones. ¿Quién/qué debe ser reconocido como sujeto de derecho? ¿Qué condiciones debe reunir un ente para aspirar al estatuto jurídico de sujeto? ¿A qué/quién le corresponde aquella dignidad?
Éstas son algunos interrogantes que introducen nuestro abordaje.
Dado que mi área de formación y trabajo no es la del Derecho, eludiré el comentario técnico sobre los dos casos en curso ante tribunales argentinos cuyas estructuras argumentativas, reconstruidas en el artículo a partir del cual reflexiono, ilustran con rigor las tendencias a la apertura del Derecho contemporáneo a la cuestión de la justicia ecológica. En cambio, desde una perspectiva crítica, me detendré en el análisis de la teoría del sujeto que la tradición en crisis supone y, complementariamente, aunque de modo sucinto, en la concepción del otro susceptible de daños que se admite, con la que una determinada noción de subjetividad se enlaza. Desde un punto de vista filosófico, éstas me parecen las cuestiones fundamentales que abren el espacio simbólico en el que emergen acciones orientadas a proteger la naturaleza que somos, conformamos y habitamos, aunque es posible que también planteen algunos límites sobre el alcance del derecho, que habremos de mencionar.
El artículo que comentamos se encargó de puntualizar y volver reflexivo lo que deja de ser obvio en el campo jurídico contemporáneo. Complementariamente, lo que me interesa es pensar algunos rasgos de la historia de la obviedad: ¿cómo se construyó lo (que aparece como) autoevidente? Para responder a las preguntas de fondo puede resultar fecundo trazar una historia de la categoría de sujeto, y especialmente de sus escotomas. Sin embargo, y dado que por su extensión y su profundidad tal empresa nos resulta inabarcable, nos centraremos en un aspecto saliente de esta noción, fundamentalmente a partir de la modernidad: la dificultad del sujeto para reconocerse como parte de la totalidad natural. No se trata de una disquisición abstracta dirigida a la burocracia administrativa, sino de un intento de hacernos cargo de la necesidad imperiosa y urgente de repensar las condiciones históricas de posibilidad del colapso ecológico en curso (Dasgupta, 2021a), resultado de la actividad de una forma histórica específica de autocomprensión del humano, a los fines de responder adecuadamente en el ámbito jurídico, parlamentario y de la acción política en general. A continuación retomaremos reflexivamente la escena introductoria del artículo de Valeria Berros, que nos será útil para iluminar qué características de la noción de sujeto es pertinente historiar y volver reflexivas, cuanto más no sea a través de un breve esbozo.
Valeria Berros comienza con una referencia al libro Más allá de la naturaleza y la cultura, de Philippe Descola (2012), y con una cita más puntual de la conferencia del mismo nombre que el antropólogo francés pronunció en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata (Descola, 2010). Este discurso parte de una crítica de la organización del Museo, que Descola describe como confusa y caricaturesca, por ser, a su juicio, la proyección irreflexiva de un esquema dualista que no ha sabido desarticularse. En este apartado, argumentaré que dicha observación es en sí misma sintomática, crítica que nos servirá de ocasión para problematizar tanto el dualismo que el antropólogo aborda, como el antropocentrismo que reproduce.
Para aproximarme al tema que me interesa, quisiera proponer otra forma de interpretar el itinerario del Museo que suscita el descontento de Descola. La idea es muy simple: podríamos pensar que si la visita comienza con una planta baja dedicada enteramente a la naturaleza, carente de humanos, es porque se nos propone una representación espacial de la historia de la naturaleza. Y en efecto, según informa el Museo en su página oficial,
[l]a exhibición permanente está organizada en 20 salas ubicadas en dos plantas, cuya organización representa la evolución de la naturaleza, desde la formación del universo y el planeta Tierra hasta el origen del ser humano y sus culturas, pasando por los sucesos del pasado y sus testimonios fósiles, y la biodiversidad de seres que habitan en los ecosistemas actuales.[1]
Dado este criterio de organización, la institución debe ubicar al humano en un momento posterior más tardío; lo localiza –en aras de una síntesis benevolente con la sensibilidad del narcisismo humano– en la segunda planta.[2] Lo que aquí interesa es que la separación que Descola interpreta como un dualismo culturalista expresado en tres dimensiones es, visto desde esta otra perspectiva, una sucesión histórica. Así mirada, la organización estratificada no apunta a diferenciar naturaleza y cultura en términos tradicionales y antropocéntricos, como dos polos sincrónicos y antagónicos, sino que por el contrario pretende, entiendo que con buenas razones, descentrar diacrónicamente la historia de la naturaleza, que se mide en eones, de la historia mucho más reciente de nuestra especie. Después de todo, lo que Descola analiza es un Museo de Ciencias Naturales, y no un Museo de Antropología. En este sentido, cabría preguntarse si deberíamos aparecer en el piso inmediatamente superior al de la entrada en una historia que sólo en lo que concierne a la Tierra cuenta con 4500 millones de años. Ocurre que la vida humana no representa la totalidad de la vida social, ni la totalidad de las formas de vida cultural (Schaeffer, 2009), y tampoco, como resulta obvio, de la vida a secas. Desde la perspectiva de la historia natural, la vida en sentido lato, que nos parece la condición normal del espacio, es más bien una anomalía en el universo conocido, verdadera excepcionalidad terrestre (hasta hoy no tenemos ninguna evidencia en sentido contrario) que en términos religiosos se definió como un milagro. De modo paradójico, entonces, uno se pregunta si la lectura que Descola hace del Museo no nos muestra el núcleo antropocéntrico que durante tanto tiempo caracterizó a la Antropología. ¿Acaso su negativa a reconocer la prioridad cronológica de los procesos físicos y de las formas de vida previos al humano (no ajenos a él) no vuelve a caer en la cosmología de dos planos por efecto de la cual el mundo se vuelve naturaleza cuando lo percibimos desde la perspectiva de lo universal, mientras que es historia sólo si se trata del humano? Si así fuera, la mirada nos ofrecería “una excelente imagen del mundo tal como lo hemos concebido durante largo tiempo” (Descola, 2010, p. 75).
Aun si consideramos necesario, e incluso urgente, discutir los prejuicios que nos impiden reconocernos como parte de la naturaleza y al mismo tiempo limitan a la cultura a la forma social occidental, vale preguntarse si es posible plantearse, y bajo qué condiciones, una historia natural en el curso de la cual emergimos como especie. A nuestro juicio, esto es relevante para despojarnos de los prejuicios anti-naturalistas que afectan los modos contemporáneos de concebir la subjetividad (que nos ciegan respecto de nuestra pertenencia biológica), al mismo tiempo que el cuestionamiento de la distinción entre naturaleza y cultura resulta ineludible para no negar aptitudes antes consideradas exclusivamente humanas a seres no humanos. En este sentido, de acuerdo con Descola (2020), el desdibujamiento de la separación tajante entre naturaleza y cultura constituye una tendencia de los procesos históricos en marcha, ilustrada por los derechos jurídicos conferidos a seres naturales no-humanos, por la evidencia ofrecida por la psicología experimental de que hay animales que pasan el “test de la mente”, y por las observaciones de la etología que prueban la competencia en el uso de herramientas y la existencia de transmisión cultural de saberes en poblaciones de simios[3] (sin mencionar el hecho de que algunos antropoides no humanos reconocen y recuerdan a sus pares, entienden las necesidades de otro y son capaces de prestar auxilios específicos, duelan, despiden a sus muertos, practican sutiles estrategias de apaciguamiento y reconciliación para resolver conflictos, etc.[4]). Es cierto que sólo muy recientemente se empezó a admitir que la naturaleza no es solamente la repetición de lo mismo, ni la historia el surgimiento incesante de lo nuevo. Sin embargo, nada de esto afecta el hecho de que nuestra especie es de aparición reciente en la escala de la historia de la vida, y tenerlo en cuenta podría inmunizarnos contra nuestro afán protagónico y nuestra inclinación al encaramamiento jerárquico. En conclusión, para justificar su rechazo de la arquitectura del Museo de Ciencias Naturales de La Plata, Descola debería explicar cómo podría trazarse de modo conciso una historia del universo sin recurrir a la secuencia que denuncia como dualista, y sin caer, por otro lado, en una reducción antropocéntrica que colocara al hombre desde el inicio.[5]
El logos del anthropos occidental –y ahora vamos más allá de Descola, quien ha hecho aportes con vistas al colapso ecológico (Descola, 2013)– se resiste a pensar que también la naturaleza tiene una historia, y que, finalmente, la cultura depende (y es parte) de la naturaleza. Estas dificultades son significativas no en la medida en que expresan la convicción de un individuo, sino debido a que hunden sus determinaciones en la gramática moderna, o a que, dicho de otro modo, son emergentes de la metafísica de la subjetividad. Aunque ésta no sea una causa suficiente, las resistencias a integrar reflexivamente la naturaleza y la cultura están estrechamente ligadas a la noción de sujeto que determina nuestra cosmovisión e informa las discusiones del derecho moderno.
La perspectiva sistemática a partir de la cual trazaremos algunos momentos salientes y sintomáticos de la historia de nuestro modo de autocomprendernos como sujetos puede extraerse de una reflexión freudiana. En “Una dificultad del psicoanálisis”, Sigmund Freud (1999) escribió que el amor propio de la humanidad [Eigenliebe der Menschheit] recibió tres graves afrentas [Kränkungen] de la investigación científica. La primera, llamada “cosmológica”, desplazó la autocomplaciente cosmovisión geocéntrica de modo decisivo a partir del siglo XVI (aunque, como menciona Freud, había sido enunciada mucho antes por la escuela pitagórica). La segunda herida del narcisismo universal corresponde a la Biología:
En el curso de su desarrollo cultural, el hombre se erigió en el amo de sus semejantes animales. Mas no conforme con este predominio, empezó a interponer un abismo entre ellos y su propio ser. Los declaró carentes de razón y se atribuyó a sí mismo un alma inmortal, pretendiendo un elevado linaje divino que le permitió desgarrar su lazo de comunidad con el mundo animal. Cosa notable: esa arrogancia es ajena al niño pequeño, así como al primitivo y al hombre primordial. Es el resultado de un desarrollo presuntuoso más tardío. Al primitivo, en el estadio del totemismo, no le escandalizaba hacer remontar su linaje a un ancestro animal. El mito, que contiene el precipitado de aquella antigua mentalidad, atribuye figura animal a los dioses, y el arte de las primeras edades los plasma con cabeza de animal.
El niño no siente diferencia alguna entre su propio ser y el del animal; no le asombra que los animales piensen y hablen en los cuentos; desplaza sobre el perro o el caballo un afecto de angustia que corresponde al padre humano, y ello sin intención de rebajar al padre. Sólo de adulto se enajena del animal hasta el punto de insultar a los seres humanos con el nombre de un animal.
Todos sabemos que fueron los estudios de Charles Darwin, de sus colaboradores y precursores, los que hace poco más de medio siglo pusieron término a esa arrogancia. El hombre no es nada diverso del animal, no es mejor que él; ha surgido del reino animal y es pariente próximo de algunas especies, más lejano de otras. Sus posteriores adquisiciones no lo capacitaron para borrar la semejanza dada tanto en el edificio de su cuerpo como en sus disposiciones anímicas. Pues bien; esta es la segunda afrenta, la biológica, al narcisismo humano (Freud, 1999, pp. 132-133).[6]
Estos párrafos contienen en sí todo un programa de investigación que nos señala un camino, sinuoso y escarpado, cuyo recorrido podría ofrecer claves de la historia de ese abismo interpuesto de modo tardío por el hombre, no sólo entre él y “los animales”, sino entre él y los vivientes no-humanos, y también respecto del animal-interior (en tanto modo de designar la naturaleza que somos). En efecto, Giorgio Agamben (2005) postuló que la división es fundamentalmente interna al hombre, y no externa. En el capítulo 4 de Lo abierto. El hombre y el animal, propuso pensar en la cuestión del humanismo teniendo en cuenta el misterio práctico y político de la separación del alma y el cuerpo, y no tanto en el misterio metafísico de la conjunción de cuerpo y alma. A su juicio,
preguntarse en qué modo —en el hombre— el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano es más urgente que tomar posición acerca de las grandes cuestiones, acerca de los denominados valores y derechos humanos. Y, tal vez, también la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de alguna manera, de aquella —más oscura— que nos separa del animal (Agamben, 2005, versión electrónica).
Debemos interpretar la referencia al “animal” como una metonimia que representa a la totalidad de la naturaleza. Frente al interrogante de la disyunción, la dificultad radica en que las tradiciones filosóficas nos orientan al mismo tiempo que nos extravían. Hoy se hace evidente que muchas de las conquistas políticas y técnicas que la filosofía alumbró bajo el auspicio del sujeto se han logrado a expensas de la biodiversidad y la integridad ambiental. El sujeto moderno que representó desde el periodo de esplendor de la burguesía el control en cierta medida exitoso de la naturaleza, el progreso científico y la paulatina concreción de los ideales morales y políticos de la libertad, la igualdad y la fraternidad, se fundamenta sobre un rechazo de lo físico y lo biológico. Hay sin dudas huellas muy antiguas de este extravío antinaturalista que se vuelve nítido en el periodo moderno. En un breve texto en el que recupera el potencial emancipatorio de la categoría de “sujeto”, Gustavo Lambruschini (1996) precisa que esa palabra deriva del latín subjetum. Ese término traduce a su vez el griego hypokeimenon, que significa lo que subyace manteniéndose invariante: lo que Aristóteles llamó la “sustancia”. La Sustancia es así lo que subsiste, lo que nunca deja de ser, lo que propiamente es,[7] más allá de los accidentes, variables por definición. De allí proviene la idea de que lo que verdaderamente existe es una sustancia que no depende de las contingencias históricas, de las pujas del poder, de la apariencia, la conveniencia o las costumbres. Si no admitiéramos la existencia de una realidad independiente de la experiencia (como los números, o la idea de “igualdad” o de “bien”), ni la matemática ni el razonamiento moral serían posibles. ¿En función de qué parámetros elaboraríamos una crítica a lo dado? Pero al mismo tiempo, y dado que la sustancia es imperecedera e inmune al devenir, la autosuficiencia lógica, gnoseológica y ontológica pudo superponerse con la autosuficiencia física o natural. En el lenguaje filosófico, y luego en el habla coloquial, la “naturaleza” de las cosas se equiparó a su esencia inmodificable. Nuestro lenguaje arrastra hasta hoy este prejuicio equívoco que tenía y tiene sus ventajas inconfesas cuando se traslada de las ciencias formales a las ciencias fácticas. Después de todo, habitar en la perspectiva de lo eterno es tranquilizador, en la medida en que en ella el fin del mundo resulta inimaginable. A contrapelo de este esencialismo, la grandeza de Darwin, a quien Freud rinde un merecido homenaje, consistió en haber abierto la comprensión de la historia de la vida. Su idea de la selección natural nos vuelve sensibles al registro de la temporalidad de largo plazo. Con esta operación inscribió a la vida en una línea histórica que podía arrancarse de un ciclo infinito, y quitó al humano del centro. El origen de las especies (Darwin, 2008) impugnó a la metafísica creacionista porque permitió comprender la trascendencia como un desconocimiento de lo lento.[8]
La presunción de eternidad en la naturaleza surge de la incomprensión de ésta y de su historia, a partir de la cual la filosofía quiso reducir las multiplicidades fluctuantes a la denominada esencia. Es cierto que Sócrates fue el primero que le impuso a la filosofía “olvidar a la naturaleza en su totalidad, [para] ocuparse de cuestiones morales (peri ta ethika)” (Aristóteles, 987b, citado en Coccia, 2017, p. 125, nota n° 19, aclaración propia): con él comienza el periodo antropocéntrico de la filosofía.[9] Pero la limitación antropocéntrica (o más precisamente: egocéntrica) del concepto de sujeto es una operación moderna. Es con la “metafísica de la subjetividad” que nace en el siglo XVII cuando sólo el hombre pasa a merecer el nombre de sujeto. A partir de entonces, todos los otros entes están al servicio del hombre: son para él y en él. El sentido del someter que se destaca hoy en esa transformación teórica sobre el fondo de nuestra angustia ecológica hace difícil justipreciar la conquista que supone, pues se trata ante todo de un rechazo de la servidumbre, por parte de la razón y la consciencia. En este sentido, la noción conserva un inagotable potencial liberador. Sin embargo, y al mismo tiempo, hay un legado ideológico de la misma categoría. En efecto, el sujeto cartesiano es el sujeto de la racionalidad instrumental: del saber orientado a predecir para dominar (Descartes, 1970, Sexta parte), que con su voluntad de dominio hizo posible Auschwitz y el calentamiento global, entre otras calamidades: éste es el epicentro de la impugnación del sujeto moderno. Desde Descartes, la modernidad filosófica en su conjunto se edificó sobre una concepción mecanicista de la naturaleza (incluido el cuerpo humano) a la que concibió como Res extensa, es decir, como sustancia medible, definida por su aspecto cuantitativo. La naturaleza pasó de ser entendida como una madre nutricia o un todo viviente, a considerarse, como la materia en general, un mecanismo inerte de piezas sustituibles. Con esta transformación se perdieron restricciones éticas contra la explotación contenidas en el modelo orgánico vigente hasta el Renacimiento (Merchant, 1996), se legitimó el tratamiento instrumental de la materia, y se instaló una brecha irremontable entre el humano y los otros seres vivos.
En contraposición radical con el dominio de lo medible, el hombre se autocomprendió como un sujeto pensante (Res cogitans), una entidad cuyo principio ontológico es independiente de la materia. Descartes (1970, p. 50. Cursivas mías) define así su hallazgo/invención:
Examiné, pues, atentamente lo que yo era, y viendo que podía fingir que no tenía cuerpo alguno y que no había mundo ni lugar alguno en el que yo me encontrase, pero que no podía fingir con ello que no fuese (…) conocí por ello que yo era una sustancia cuya esencia y naturaleza toda es pensar, y que no necesita, para ser, de lugar alguno, ni depende de cosa material.[10]
Simone de Beauvoir (2009) comprendió que el sujeto moderno fue imaginado a imagen y semejanza de la masculinidad dominante. El origen de la revuelta del sujeto frente a su condición carnal se origina en el horror de saberse engendrado, es decir, mortal. Él “desearía renegar de sus ataduras animales; por el hecho de su nacimiento, la Naturaleza asesina tiene poder sobre él” (De Beauvoir, 2009, p. 146). Esta mancilla del nacimiento usualmente se achaca a la madre, y la cura de esta condición natural de la finitud se busca en el Padre. De aquí que, no obstante algunos antecedentes provenientes de la antigüedad, en este punto Descartes sea deudor del cristianismo. Sloterdijk (2011, p. 137) recuerda que en, Lecciones sobre la historia de la filosofía, Hegel escribió que los griegos interpretaron el mundo como la casa de lo que es, mientras que fue San Pablo quien definió al cuerpo (y por extensión al mundo) como un lugar inhóspito y lúgubre para los hombres, por no decir prescindible, en la Segunda Carta a los Corintios:
Es que sabemos que si nuestro albergue terrestre, esta tienda de campaña, se derrumba, tenemos un edificio que viene de Dios, un albergue eterno en el cielo no construido por hombres; y, de hecho, por eso suspiramos, por el anhelo de vestirnos encima la morada que viene del cielo (Pablo, 2 Corintios, 5, 1-2, citado en Sloterdijk, 2011, pp. 137-138).
La cuestión es que, trasladado a la metafísica de la subjetividad, el mito religioso se propagó como mito de la razón. Así pues, el sujeto moderno se pensó a sí mismo como inmaterial y autosuficiente, capaz de existir sin (co)habitar. Martin Heidegger (1994, pp. 127-142) interpretó el extravío de la metafísica moderna al señalar como un síntoma de nuestra época que en el lenguaje coloquial el habitar dejaba de ser entendido y experimentado como el ser o rasgo fundamental del hombre. En esta tradición, el hombre comenzó a pensarse “como un ser que no habita, que no tiene vivienda, salvo alojamientos volátiles, cambiantes. (…) Esa es la ideología contemporánea fundamental: todos somos vehículos, buscamos un estacionamiento, pero no un país” (Sloterdijk, 2008, p. 92). No resulta azaroso que el sujeto moderno, representante del conocer entendido como ingenum (Descartes, 1996) –es decir, de un saber productivo, no necesariamente ético– tenga más dificultades para cohabitar que para viajar y producir, ni que el producir mismo, que adquiere un carácter compulsivo al apoyarse en la ilusión del crecimiento y progreso infinitos, sea precisamente la causa de la crisis del cohabitar.[11]
Pero incluso Heidegger (1958, pp. 31-33), tal vez el filósofo más importante del siglo XX, concibe al hombre cortado de la animalidad, y no es capaz de pensar ese habitar más allá del humano. Peter Sloterdijk (2011) subraya que en su Carta sobre el humanismo, el pensador existencialista sostiene que el ser viviente (no humano) se encuentra separado por un abismo de nuestra esencia ec-sistente, y que podría parecer que la esencia de lo divino está más cerca de nosotros que aquel: “[v]isto desde esta perspectiva tan especial, el hombre viene determinado como una esencia que ha sido arrancada del sistema de parentesco de la animalidad” (Sloterdijk, 2011, p. 105).[12] En esta concepción que sigue rindiendo tributo a fuentes religiosas y a la metafísica moderna, el animal queda arrojado al destino de un objeto pasivo, mientras que el Dasein, el ser-ahí (encarnado en el humano) ocupa el lugar de un Dios creador de mundo. De aquí que el habitar heideggeriano no pueda comprender al ente en general, y siente condiciones que configuran silenciosamente las interpretaciones restrictivas del derecho hasta nuestros días. En este sentido, Valeria Berros (2023, nota al pie n° 15) apunta una observación de Aníbal Falbo acerca de que jamás se ha pensado que los “habitantes” del suelo argentino, a los que se evoca en el preámbulo de la Carta Magna de la República Argentina, puedan ser otra cosa que humanos. La meditación heideggeriana sentencia, como si se tratara del principio de su método, que “[l]o que dicen propiamente las palabras esenciales del lenguaje cae fácilmente en el olvido a expensas de lo que ellas mientan en primer plano” (Heidegger, 1994, p. 130). De modo que no podrá acusársenos de poner de relieve el sentido menos evidente de las palabras (aun cuando éste fuera manifiesto) si confesamos que, con la mirada puesta en los puntos ciegos de nuestra autocomprensión, no puede resultarnos indiferente que para Heidegger el Dasein surja en ese ámbito que denomina “el claro de bosque”. El pensador de la Selva Negra es contemporáneo, e incluso testigo directo del arrasamiento humano de los bosques primarios templados europeos de los que hoy no queda ni una hectárea.[13] ¿Cómo no escuchar los golpes del hacha en el eco de las palabras de Herder, que Heidegger repite para aludir celebratoriamente al nacimiento del lenguaje?: “«todos nosotros seguiríamos recorriendo los bosques si no nos hubiera envuelto el aliento divino y no flotara en nuestros labios como un sonido mágico»” (Herder, 1887, pp. 140 y ss., citado por Heidegger, 2012, p. 236). Como si fuera el efecto de un odio inconfeso dirigido a la naturaleza en la que el “creador de mundo” no se quisiera afiliado, el claro se expandiría de modo brutal y acelerado, hasta mutar en desierto.
En suma, resulta claro que las consecuencias del giro moderno en lo que concierne al modo en que (no) pensamos la naturaleza son extraordinariamente actuales. Derrida (2008 y 2010)[14] argumenta y demuestra pormenorizadamente que ni Kant en el siglo XVIII, ni Heidegger ni Levinas en el XX, lograron escapar a la concepción cartesiana que desmaterializa al sujeto y convierte en mecanismo a la materia. Ésta supone que fuera del mundo de interacciones humanas no hay respuesta ni comunicación, sino sólo reacción u obediencia ciega a las leyes causales. De esto se derivó sin meditarlo demasiado, como si una cosa se siguiera con lógica impecable de la otra, que no es posible conceder dignidad a nada por fuera de la vida humana, sino sólo medida y precio, y que nada ni nadie es susceptible de ser sujeto de derecho, a excepción del ser humano.
En la herencia moderna, el idealismo contribuyó al autocentramiento del hombre como exclusivo sujeto de derecho. En éste, el efecto del cristianismo y de la filosofía cartesiana se hace sentir en la compulsión a nombrar al animal como figura de contraste, a los fines de garantizar la delimitación tranquilizadora de “lo propio” del hombre. Al inicio de su comentario célebre sobre la dialéctica del Amo y el Esclavo, Alexander Kojève (2006, p. 10) establece: “El hombre es (…) autoconsciente, consciente de su realidad y de su dignidad humana, y en esto difiere fundamentalmente del animal, que no supera el nivel del simple sentimiento de sí”.[15] A diferencia del histórico deseo humano, el deseo del animal estaría imposibilitado de cambiar su naturaleza/esencia.
Sin embargo, antes de proceder al rechazo in toto de esta corriente, es necesario considerar que el idealismo acuñó el concepto de dignidad humana. Lambruschini (1996) observa que desde entonces la dignidad dejó de ser un atributo privilegiado de los dignatarios. A ellos se los consideraba diferentes, no por causas de orden social e históricas, sino “por naturaleza”, es decir (otra vez) esencialmente diferentes. Con la ampliación del alcance de la dignidad nació también la idea hasta el momento inédita de que los hombres tenemos derechos y que debemos exigirlos. Sólo entonces fue posible que nos in-dignáramos, una actitud que no consentiríamos abolir. Por su libertad y su dinamismo, el sujeto del idealismo se opone al objeto, a la cosa (res), a la pasividad y a la servidumbre, y es irreductible a los determinismos (Lambruschini, 1996, p. 3). Así, la palabra adquiere un sentido que es prescriptivo más que descriptivo, con irrenunciables consecuencias liberadoras que sería conveniente revisar críticamente antes que revocar.
Tal como señala Lambruschini (1996, pp. 3 y ss.), en esta herencia controvertida de la metafísica de la subjetividad, la idea de sujeto fue entonces la de un individuo que es capaz de pensar por sí, de hablar por sí, de actuar por sí. Este es, de modo paradigmático, un sujeto de conocimiento, moral y lingüístico: tiene competencia cognitiva, comunicativa e interactiva. Desde nuestra perspectiva, estas exigencias antitiránicas ponen de relieve de inmediato que la categoría que ofrece defensas contra la heteronomía también se sostiene sobre la cosificación instrumental de la naturaleza:
La idea del hombre se expresa en la historia europea en su diferencia respecto al animal. Mediante la irracionalidad del animal se demuestra la dignidad del hombre. Esta antítesis ha sido predicada con tal constancia y unanimidad por todos los antepasados del pensamiento burgués –antiguos judíos, estoicos y padres de la Iglesia–, y luego a través de la Edad Media y la Edad Moderna, que pertenece ya, como pocas otras ideas, al fondo inalienable de la antropología occidental (Adorno y Horkheimer, 1998, p. 291).[16]
Dicho de otro modo: la identidad del sujeto adquiere consistencia en el proceso por el cual la masa humana segrega a las criaturas no humanas. La exclusión de lo propio no reconocido que se proyecta como radicalmente heterogéneo permite solidificar la mismidad autocomplaciente. Para que haya un “nosotros”, el sujeto-humano en este caso, se necesita un “ellos”, lo no-humano, que es de inmediato lo infra-humano. El otro, a menudo el enemigo, solidifica el grupo de pertenencia al convertirse en receptáculo del odio interno proyectado hacia afuera. Adorno y Horkheimer postularon que el nacimiento de la subjetividad, ya no sólo moderna sino occidental, se inaugura con la instrumentalización de lo que es naturaleza en nosotros, y con la transformación de la naturaleza externa en medios para nuestra supervivencia (Adorno y Horkheimer, 1998, pp. 97-128).[17]
Jacques Derrida (2008, p. 121, y 2009, p. 80) recuperó y amplió la crítica adorniana del sujeto idealista en más de un pasaje memorable de sus discursos. El argelino subrayó que en Filosofía de la música, Adorno (2003, p. 78) descifró en las nociones kantianas de autonomía, dignidad (Würde) del hombre, y autodeterminación moral (Selbstbestimmung)
no sólo el proyecto de dominio y soberanía (Herrschaft) sobre la naturaleza sino una verdadera hostilidad, un odio cruel “dirigido contra los animales” (Sie richtet sich gegen die Tiere). El “insulto” (schimpfen) contra los animales (“¡animal!”), o contra el hombre en cuanto animal sería un rasgo distintivo del “idealismo auténtico” (en Derrida y Roudinesco, 2009, p. 80).
Es tentador, y casi inevitable, interpretar esta tesis sobre el idealismo situándola en la herencia de la reflexión freudiana sobre la herida biológica del narcisismo humano, que culminaba utilizando el nombre del animal como insulto. La historia del abismo es la historia en la cual la animalidad que, de acuerdo con Freud (2004), en alguna época primordial había representado a los dioses y antepasados (al tótem), se convirtió en estigma (en tabú). En este punto, la cuestión sigue siendo por qué en la historia de la subjetividad una convicción deja de ser obvia y, complementariamente, otra perspectiva comienza a serlo. Se trata de un mecanismo habitual en la dinámica psicológica e histórica de la identidad que, por un lado (y como en el caso del animal), lleva al viejo ideal del grupo (el tótem) a convertirse en objeto depositario del odio y de los atributos opuestos a los rasgos dadores de orgullo de la sociedad, y por otro, como en el caso de Jesús, puede revalorizar al chivo expiatorio, al segregado por la masa (el tabú), trasladándolo desde el ámbito de lo abyecto a la posición de ideal al que se aspira, de ejemplo a quien se imita (Benvenuto, 2023). Volviendo al primer caso, Freud (2004, p. 115) reconoce como un aporte de Lang el haber señalado los casos nada aislados “en que unos nombres puestos desde afuera, y que en su origen se entendían como burla, fueron aceptados por los así designados, quienes los llevaron por propia voluntad”,[18] y aun con orgullo. Siguiendo esta lógica recurrente que gobierna la psicología de las masas, no sorprende que el animal (como figura que condensa la red de la vida), devaluado por la modernidad y el idealismo se encuentre, como sugiere Valeria Berros, en vías de revalorización, en una época que por razones éticas y ecológicas ha puesto en serias dudas la legitimidad del sacrificio de la tradición naturalista que subyace al derecho occidental.
El hecho de que en el marco de la metafísica moderna ningún ser fuera del humano se conciba como un sujeto pensante dotado de un alma inmortal, confiere en última instancia una ventaja oscura, que había sido reconocida explícitamente por Descartes (1991, p. 366): este esquema “absuelve [a los hombres] de la sospecha de delito cuando comen o matan animales”. En otras palabras: aceptamos más fácilmente el trato que le damos al “resto” de las criaturas si pensamos que ser utilizado, asesinado o comido no puede significar para ellas nada parecido a lo que supondría para nosotros. Es algo que en lo concerniente a ciertos animales, en particular, resulta especialmente inverosímil. De este modo, alejándose del potencial equívoco del antropomorfismo (la atribución infundada o ideológica de rasgos humanos a otras especies), Descartes se desplazó a la convicción opuesta, que Frans De Waal (2006 y 2016) llama “antroponegación”: la negación a priori de rasgos humanos en otros animales, o de rasgos animales en el ser humano. Así Descartes pretendió derogar la gradación entre las diferentes formas de vida, y consolidó el abismo en el hombre y entre él y los otros vivientes.
La carta citada de Descartes ilustra el hecho de que el nacimiento del sujeto coincide con lo que Derrida (2005 y 2009) llamó la puesta en muerte del animal como denegación del asesinato:[19] implícita en la misma institución de este sujeto soberano se deriva la habilitación para matar al animal sin que ello se considere un crimen. Derrida recuerda que el “No matarás” que funda nuestra cultura jamás fue entendido como la prohibición de exponer a la muerte al viviente en general. En la tradición religiosa que se prolonga en la modernidad y en el idealismo “[e]l otro, tal como se deja pensar conforme al imperativo de la trascendencia ética, es ya el otro hombre (…) en un mundo donde el sacrificio es posible y donde no está prohibido atentar contra la vida en general” (Derrida, 2005). El otro que encarna el quinto mandamiento “bajo la forma de una pregunta: ¿Qué te hace pensar que puedes suprimir mi existencia?” (Sloterdijk, en Finkielkraut y Sloterdijk, 2008, p. 39), es un otro que tiene un rostro, es decir, una “formación anatómica que descarta el hocico” (Sloterdijk, 2011, p. 127). Resulta evidente que esa pregunta conmovedora debe extenderse a un “otro” más amplio, no necesariamente cortado al talle del sujeto de la herencia sacrificial moderna.[20] Sólo una ampliación de ese otro podría permitirnos conservar el potencial liberador del imperativo categórico kantiano que conjura formalmente el horror hitleriano (y sienta las bases de los Derechos Humanos). Será preciso tener en cuenta la formulación adorniana que reza “trata de vivir de modo tal que puedas creer que has sido un buen animal [ein gutes Tier gewesen zu sein]” (Mendieta, 2011, p. 154). Pues, pese a todo, la dura crítica a los presupuestos del modo moderno e idealista de concebir al hombre no significa que el sujeto deba ser abolido. Ésta es también la convicción de fondo del trabajo de Valeria Berros con el que dialogamos: la tendencia que la autora identifica en el derecho actual no propende al rechazo, sino que llevaría a la ampliación y transformación de la categoría de sujeto, a través de la revisión de sus postulados.[21]
La restricción antropocéntrica y egocéntrica de la subjetividad se sitúa en los fundamentos del Derecho actual que hoy se sacuden. Hemos visto que con la metafísica moderna se instaló la división de lo que es entre lo subjetivo y lo objetivo, poniendo de un lado lo anímico (el hombre, que tiene un yo), y del otro lo cósico, lo mecánico, lo no humano: “[l]a aplicación práctica de esta distinción –sintetiza Sloterdijk (2011, p. 143)– es el dominio”. En suma, la inexistencia de sujeto en la naturaleza más allá de lo humano no es un punto de partida obvio, sino el resultado arbitrario (y hoy insostenible) de un proceso en el que la energía toda del sujeto se empleó en crear la ausencia de sujeto. En esta herencia, ser sujeto significó poseer agencia y autonomía, capacidad de pensamiento y competencia comunicativa. Durante mucho tiempo se supuso como evidente que todos los humanos, a quienes se confiere dignidad, cumplen estos requisitos excluyentes, y que ningún ser vivo no humano podía satisfacerlos. Y si al menos luego de la Declaración Universal de los Derechos Humanos nadie duda de que un humano incapaz de hablar o de decidir por sí es un sujeto poseedor de dignidad, para los seres vivos no humanos, sin embargo, tampoco constituyó una garantía para acceder a ciertos derechos acreditar alguno de los atributos mencionados. Como recuerda Valeria Berros (2023, p. 5), el reconocimiento de la agencia a ciertos animales en los juicios en los que se los acusaba no implicó que se les reconocieran derechos. En este sentido, la novedad de nuestra época consistiría en que son defendidos, no acusados y, sobre todo, en que pueden (o están en proceso de) constituirse como demandantes de sus derechos.
En cuanto a la autonomía, Derrida (en Derrida y Roudinesco, 2009) reconoce que en la tradición filosófica europea no se concibe un sujeto (finito) de derecho que no sea un sujeto de deber. Por ello, los animales estarían impedidos de participar de un contrato jurídico en el cual tendrían deberes a cambio de derechos reconocidos: “[e]s en el interior de ese espacio filosófico jurídico donde se ejerce la violencia moderna para con los animales, una violencia contemporánea y a la vez indisociable del discurso de los derechos del hombre” (en Derrida y Roudinesco, 2009, p. 85). Por ello, aun en el caso de que los seres vivos, los biomas o el sistema climático no pudieran formar parte del concepto de sujeto, esta condición no debería arrojarlos a la ausencia de derechos. En este sentido, asegura el filósofo argelino, es el mismo concepto de “derecho” el que debe ser re-pensado.[22] Sin abandonar la axiomática general del derecho humano, se trataría de fomentar las relaciones entre los hombres y los animales (y por qué no, entre los hombres y la dimensión natural de la existencia, en sí mismos y en otros) para conseguir algunos progresos en el sentido del respeto máximo. Esta perspectiva prohibiría “entregarse a las peores violencias, es decir, al tratamiento meramente instrumental, industrial, químico genético de los vivientes” (Derrida, 2009, p. 84), y forzaría a ampliar la dicotomía “sujeto u objeto” para admitir un punto de vista “económico”, según el cual la dificultad en la responsabilidad ética es que la respuesta jamás se formula por un sí o por un no, sino por medidas preferibles, dado que siempre hay imperativos contradictorios (Derrida, 2009, p. 87).
Ahora bien, esto conduce a la pregunta de si pueden otorgarse derechos a un ente natural no humano sin necesidad de conferirle el estatuto de sujeto. ¿Serían suficientes dichos derechos para garantizar el respeto y responder adecuadamente al gran desafío del colapso climático y el ecocidio? La cuestión parece ser hoy legislar no sólo sin desconocer que los animales no humanos, el sistema climático o un río, por ejemplo, pueden e incluso deben ser sujetos de derecho, sino, de modo más amplio, sin hacer de cuenta que no pertenecemos a la totalidad natural de la que dependemos como especie. “Uno no se cura de la pertenencia al mundo. Pero, a fuerza de sanación, puede curarse de creer que no pertenece a él”, sintetiza Latour (2017, Primera conferencia). A excepción de las plantas, que han sabido desentrañar el misterio del autotrofismo, para nosotros, presuntuosos animales sapientes, vivir es esencialmente vivir de la vida de otro (Coccia, 2017). Habernos concebido como seres desligados de las relaciones de dependencia con la totalidad natural es acaso el corazón del colapso ecológico del que somos causa eficiente. Sentimos un horror airado al reconocernos dependientes, porque experimentamos la dependencia unilateralmente como mengua de libertad (Mancuso y Viola, 2015). Para educar en el reconocimiento de lo que esa dependencia ofrece, es necesario deconstruir la ilusión tiránica de una libertad sin restricciones, y alimentar la sospecha sobre nuestra inclinación a equiparar la dependencia con el abuso y la humillación. El pasaje de la biofobia del sujeto moderno a una actitud que fomente la biofilia (Wilson, 2021) exige trabajar por una ética de la asociación (Merchant, 1996). Para ello es necesario comprender que la comunidad humana está en una relación dinámica con las comunidades no humanas, una relación en la que cada uno tiene poder sobre el otro, en la que cada uno depende de otros. Esta ética debe ser generada por los humanos, pero se promulga escuchando y respondiendo, afirma Merchant, a la voz (las voces) de la naturaleza. Esto nos conduce al asunto de la competencia comunicativa que se exige a los candidatos a sujetos, aun cuando se ha sostenido con buenos argumentos que no puede negarse la legitimidad procesal a los objetos naturales aduciendo que no hablan (Stone, 2009, p. 162).
Ya hemos visto que el racionalismo y el idealismo convirtieron en realidad histórica el mito bíblico que, como señala Stone (2009, p. 213), convertía al mundo en un diálogo sólo de hombres.[23] Desde entonces, los actuales metafísicos herederos de Descartes, a quienes Descola (2010, p. 77) llama “guardianes de la cultura”, no dudan de que “la naturaleza es sorda y muda, [y que] no se expresa sino a través de portavoces autorizados”. De modo que si bien los sujetos cartesianos ya no esperan la verdad revelada desde arriba (y así se deshacen con valentía del principio de autoridad), el problema es que tampoco la piensan como resultado del diálogo o el encuentro horizontal con el otro sujeto, y mucho menos proveniente de la escucha o de la consideración profunda de quienes (aún) no son sujetos. Zaffaroni (2011) resume que, víctima de la tradición inquisitorial que informa el pensamiento secularizado, el sujeto moderno se vuelve progresivamente incapaz de oír (hören), porque cree que no pertenece (gehören) a la totalidad que le expresa el ente. La partición decimonónica entre Ciencias Morales y Políticas, por un lado, y Ciencias Naturales, por el otro, reproduce el dualismo ontológico, y se apoya en la convicción de que sólo las primeras se ocupan de objetos (de estudio) capaces de responder (Todorov, 1993, pp. 9-22). Sin negar sus aportes, el giro lingüístico y el giro pragmático del siglo XX participan en líneas generales de esta convicción, y confirman la sospecha de que
después del idealismo alemán, todo lo que se denomina ciencias humanas ha implicado un esfuerzo policial, desesperante y desesperado para hacer desaparecer del dominio de lo cognoscible todo lo que concierne a lo natural (…) Mezclándose con falsos presupuestos, veleidades superficiales y un moralismo repugnante, los filósofos se han transformado en adeptos radicales del credo protagórico: ‘El hombre es la medida de todas las cosas’ (Coccia, 2017, p. 30).[24]
Si es necesario abandonar parte del esfuerzo psíquico que hemos invertido en separarnos y distinguirnos del universo, como afirma Stone (2009, p. 218), es porque la filosofía del silenciamiento de lo vivo (De Fontenay, 1999) condujo a un mundo en el que vivir se ha convertido en un combate incesante contra la persecución, el tormento y el aniquilamiento, en una huida de la Tierra. Éste es un resultado antropogénico, no un estado de cosas inmemorial de la vida y de su evolución, en la que la posibilidad de supervivencia se liga a diversas formas de asociación, de ayuda mutua, y de cooperación, como argumenta el clásico libro olvidado de Kropotkin (2021), antes que en el modelo de una competencia despiadada o de una lucha a muerte.
Pero los críticos de los fundamentos milenarios que condenaron a la cosificación y al silencio a los animales, señalaron la paradoja de que en la medida en que el hombre se maquiniza y pasa a ser instrumento de la economía, la vida animal se convierte, por contraste, en el verdadero objeto de la psicología. Sólo esa vida, escriben Adorno y Horkheimer (1998, p. 291), “transcurre guiada por movimientos psíquicos”, sólo ella “es una vida con alma”. De un modo menos provocador, no sólo en el terreno de la etología (De Waal, 2016),[25] sino al interior del campo del derecho, se comenzó a admitir, sin temor al antropomorfismo, que “[l]os objetos naturales pueden comunicarnos sus deseos (necesidades), y además en formas no demasiado ambiguas” (Stone, p. 175).[26] Incluso cuando hemos criado infantes desde la aparición de la especie, sólo recientemente fuimos capaces de reconocer, con las consecuencias que de ello derivan, que no es necesario que una criatura articule verbalmente una demanda respetando sujeto y predicado para asumir que es capaz de comunicarse. Aún cuesta pensar que los “bárbaros” (ahora los no humanos) no están privados de comunicación, sino que posiblemente hablan un lenguaje (o se valen de un código) que no es el nuestro. Al releer la casuística analizada por Valeria Berros uno se pregunta por qué a ningún defensor de quienes explotan comercialmente el bioma marino o los humedales se le ocurrió iniciar una contrademanda cuyo enunciador fuera un animal no humano, exigiendo por ejemplo que se permita a los humanos utilizar el hábitat como recurso, y eventualmente destruirlo. ¿Por qué ningún representante legal del extractivismo planteó que si los animales, las plantas o el río hablaran nuestra lengua, podrían hacerlo defendiendo la voluntad crematística de algunos homínidos, el supuesto “derecho” a convertir en oro la tierra? Si de hecho a la parte interesada económicamente en los “recursos” ni siquiera les resulta imaginable, es porque este caso hipotético no resultaría verosímil. Y esto es porque nos resulta obvio que una demanda de ese estilo llevaría a los seres involucrados a defender sus perjuicios. En otras palabras: implícitamente acordamos acerca de las intenciones comunicativas de los seres vivos no humanos, al menos en un sentido elemental. Este vacío es, por ende, un síntoma que abona el campo argumentativo de los movimientos ecologistas. Constituye además una prueba de que íntimamente sabemos que la competencia comunicativa no coincide con la capacidad de habla, y de que el establecimiento de una relación comunicativa (no meramente instrumental) entre especies es posible: que de hecho existe, y es estratégicamente desmentida.
La emergencia de nuevos sujetos de derecho y la tensión hacia una categoría ecológica del “otro” son indicadores de un proceso que me inclino a pensar como el tránsito de una relación predominante o exclusivamente instrumental, a una relación predominantemente comunicativa con la naturaleza (que somos). Estos términos tienen un sentido tanto descriptivo como normativo. Creo que es un proceso más amplio que aquel circunscripto a la noción de “nuevos sujeto(s)” en la medida en que una relación comunicativa, tal como la concibo, no exige siquiera la existencia de dos “sujetos” en el sentido tradicional de la palabra que hemos descompuesto. Exige en todo caso una disposición a la escucha de actores y procesos de los que dependemos y acerca de los que/quienes se debe admitir que no se limitan a reaccionar de modo idéntico ad eternum, sino que modifican su acción, su comportamiento y su composición, o adaptan y modulan su(s) metabolismo(s), en función de las variaciones del entorno complejo, es decir, de la actividad interrelacionada de otros cohabitantes. Por otro lado, escribo “predominantemente comunicativa” porque la relación instrumental no parece una dimensión que pueda revocarse, lo cual no quita que deba transformarse. Concretamente, puede hacerse en términos del pasaje, propuesto por Sloterdijk (2011), de la alotécnica, propia de la metafísica clásica, a la homeotécnica. La primera se caracteriza por efectuar operaciones violentas y contranaturales sobre los objetos, y le impone a la materia fines extraños a ella. Desde esta perspectiva, el sujeto amo ejerce un poder tiránico sobre la naturaleza, sometida a un estado de “esclavitud ontológica”, según la expresión de Sloterdijk (2011, p. 147). Frente a este modelo, que la modernidad y la coacción del idealismo –como filosofías que formaron sistema con el capitalismo– cristalizaron con resultados estremecedores desde el punto de vista ecológico, se plantea la alternativa de la homeotécnica. La sabiduría del taller artesanal que esta actitud recupera consiste precisamente en no forzar las cosas. El quehacer de este materialismo emancipatorio consiste en orientar y cuidar más que en imponer. Esta forma no tiránica de la operatividad sigue siendo un hacer positivamente, pero nunca enteramente ajeno al sentido del proteger y del poner a buen recaudo. Parece evidente que la homeotécnica recupera actitudes y esquemas valorativos que han sido tradicionalmente femeninos, vinculados al cuidado, a la satisfacción de demandas no verbalizadas, y al ofrecimiento del amor tierno que resulta tan indispensable, especialmente en la crianza y la educación primaria (en la “domesticación”) de seres que (aún o ya) no son sujetos en el sentido de un adulto autónomo. En la medida en que pretende renunciar a la violencia sobre los objetos, esta técnica está edificada sobre la convicción de que es posible volverse receptivo de las intenciones o finalidades intrínsecas a la materia, los sujetos, protosujetos o entes no humanos. Puesto que siempre es posible integrar a la propia acción un criterio reflexivo que nos mantenga dispuestos a y capaces de imaginar qué es lo que resulta preferible desde la perspectiva del otro en determinada circunstancia. De modo que también la homeotécnica supone una perspectiva comunicativa ampliada de la que podría derivarse el respeto de la alteridad. En el marco de una ética comunicativa, los otros ya no permanecerían unilateralmente subordinados al sujeto, sino que establecerían con él una relación comunicativa.
Hasta aquí, hemos presentado algunos criterios generales de comprensión y autocrítica de los conceptos de “sujeto” y de “otro” con que solemos pensarnos, y a partir de los cuales legitimamos nuestro accionar. Esperamos que alberguen la potencialidad de contribuir a una reflexión amplia sobre la justicia ecológica. En este sentido, los lectores de Discusiones son destinatarios particularmente relevantes.
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* Doctor en Ciencias Sociales, Universidad de
Buenos Aires, Argentina. Investigador Adjunto del CONICET, Universidad Nacional
de Entre Ríos, Paraná, Argentina. Profesor titular
ordinario de las cátedras de “Corrientes del
Pensamiento Contemporáneo” y de “Psicoanálisis
y Educación”, en la Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional
de Entre Ríos, Paraná, Argentina. Correo
electrónico: leandro.drivet@uner.edu.ar.
[1] Página web del
Museo de Ciencias Naturales de La Plata Disponible en: https://www.museo.
fcnym.unlp.edu.ar/
[2] Otras cuestiones de la exhibición que Descola
tematiza y que no discutiré son la valoración desigual emplazada en el Museo
entre el inventario cultural de los pueblos andinos (por ejemplo, cerámicas y tejidos) y aquel de los pueblos de la selva
(fibras y piezas de madera), y la eventual localización de formas de vida en el
primer piso que emergieron bajo la transformación humana de la naturaleza.
[3] Sería justo añadir como fuente propiciadora
del cambio de paradigma a la filosofía (cuanto menos la contemporánea).
Al volverse reflexivo sobre la disputa clave en el Derecho sobre la separación
entre humanidad y animalidad, Descola se inscribe en las preocupaciones que
desde el inicio del milenio han signado la enseñanza de Jacques Derrida (2002 y
2010). Ciertas preocupaciones de Giorgio Agamben (2005) y, más
tarde de Eugenio Zaffaroni (2011), pueden leerse sobre dicho antecedente clave.
[4] Véase De Waal
(2019)
[5] Esto no significa que rechacemos su postulado
de la superación naturalista del dualismo “naturaleza-cultura”. Es un tema que
merece consideraciones cuidadosas y detalladas. Bruno Latour (2017) sostiene,
refiriéndose a Descola, que no puede irse “más allá de naturaleza y cultura”, y propone comprender ese
par como dos dimensiones de un mismo concepto.
[6] Controlamos la traducción castellana con el
texto en alemán (Freud, 1966). Hemos trabajado otro
aspecto de esta reflexión freudiana recientemente (Drivet,
2022).
[7] Durante mucho tiempo también se tradujo por
“sustancia” la palabra aristotélica ousía (esencia), porque la palabra essentia para referir a la ousía tardó en
aceptarse. La sustancia en Aristóteles se comprende en razón del significado de
ousía,
porque lo suyo es el subsistir independientemente de cualesquiera
cualificaciones que le competan. Según esta teoría, la identidad de la
sustancia se comprende como una propiedad endógena, puesto que su ser le viene
dado de dentro (Ferrater Mora, 1958, pp. 735-736).
[8] Es Peter Sloterdijk (2015) quien recupera una
tesis de Heiner Mühlmann para definir la
trascendencia de ese modo. Por “lento” entiende un movimiento que dura más de una fase de aprendizaje de una vida individual de
duración media, de lo que deriva la exigencia de cooperación con el saber de
antepasados que uno mismo no llegó a conocer y, prospectivamente, de
cooperación con descendientes que ya no se llegará a conocer.
[9] El comienzo del periodo antropocéntrico puede
leerse anunciado en Edipo Rey, de Sófocles (ver Goux,
1999). Analicé este mito en relación a la justicia ecológica en Drivet (2022a).
[10] Como en la antigüedad, naturaleza y esencia
vuelven a quedar soldadas una a la otra en la sustancia como modos de referir a
aquello que se sustrae del imperio del tiempo, aunque ahora la sustancia se
mudara al ámbito del pensamiento.
[11] Hoy sabemos que el crecimiento económico se
produce en términos globales a expensas de la naturaleza: entre 1992 y 2014, el
capital producido per cápita se
duplicó y el capital humano per cápita
aumentó alrededor del 13% a nivel mundial, mientras que las existencias de
capital natural per cápita
disminuyeron en casi un 40%. Véase Dasgupta (2021b).
[12] Invirtiendo el esquema heideggeriano, la
propuesta de Sloterdijk consiste en repensar el proceso de la hominización (el
advenimiento del hombre al “claro”) desde abajo, es decir, a través de una
historia antropológico-filosófica que él llama onto-antropología. A su juicio,
esta indagación no queda comprendida sólo en la modernidad, sino que debe
remontarse a la emergencia del humano en su relación con el recinto habitado.
[13] Los bosques templados, que hasta el siglo
XVIII ocupaban más de 400 millones de hectáreas, han sido erradicados (Mancuso, 2021, p. 51).
[14] Véase también Zaffaroni (2011).
[15] Judith Butler (2012, p. 113, nota n° 9) argumentó que fue la recepción francesa de Hegel,
realizada por Kojéve, la que le dio rasgos
antropocéntricos al sujeto, y que al mismo tiempo imaginó la existencia natural
como estática, no susceptible de evolución.
[16] Descola (2010, p. 94) se sitúa en la herencia
de esta tradición crítica cuando afirma: “en el lenguaje de la modernidad, la
cultura extrae sus especificaciones de su diferencia con la naturaleza: ella es
todo aquello que la otra no es. En términos antropológicos, llamaremos a esto
antropocentrismo”.
[17] Es curioso que en el excursus titulado “Odiseo, o mito
e Ilustración”, Adorno y Horkheimer no citen el fragmento nietzscheano que
colocamos como epígrafe, del cual muy posiblemente extraen el recurso a la
figura de Odiseo como anticipación de las tendencias pathos-fóbicas del idealismo
y la racionalidad instrumental.
[18] En la Argentina, resultará fácil reconocer esta dinámica
en los apodos de las hinchadas de los clubes de fútbol.
[19] Trabajé sobre algunos aspectos de este tema
en: Drivet, 2020.
[20] Sloterdijk (en Finkielkraut
y Sloterdijk, 2008, p. 39) pregunta: “¿qué es un medio ambiente sino la forma más general de la alteridad?”.
[21] En este sentido, su perspectiva es crítica, y
recupera la tendencia reflexiva inmanente a la modernidad, que se diferencia de
cualquier gesto de rechazo in toto o
de “liquidación” del sujeto (Derrida, 2005).
[22] Es lo que intenta, para escapar de los
límites del contractualismo, el “enfoque de las capacidades”, aunque de un modo
no exento a su vez de contradicciones y aporías. Véase Nussbaum (2004, pp.
298-324).
[23] Aunque este autor desestima el poder
explicativo de las influencias intelectuales para entender el estado actual de
la humanidad. Para fortalecer su puntualización equipara de modo inverosímil la
influencia de la Biblia con la de la obra de Darwin (una milenaria y
estatalmente impuesta, la otra reciente y secular).
[24] El juicio adverso contra el idealismo debería
excluir explícitamente a Schelling, quien en 1809 denunció el olvido de la
naturaleza como la común deficiencia de la filosofía europea (Grant, 2006).
[25] Ver también la reflexión filosófica sobre los
estudios etológicos de Despret (2018).
[26] Stone argumenta que tampoco hablan las
personas jurídicas, los Estados, las herencias, los bebés, los incompetentes,
los municipios o universidades, y todos ellos son “personas jurídicas”.