ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 33, 2-2024, pp. 6 a 34

 

Un recorrido por la controversia sobre la teoría realista de la interpretación

Retracing the Controversy Over the Realist

Theory of Interpretation*

Thomas Acar**

Recepción y evaluación de propuesta: 07/10/2022

Aceptación: 07/10/2022

Recepción y aceptación final: 31/05/2023

Resumen: En este artículo introductorio se volverá sobre la polémica en torno a la teoría realista de la interpretación de Michel Troper. Esta teoría, como lo demuestra el debate contenido en esta revista, ha sido, y sigue siendo, objeto de fuertes críticas. Se procura aquí presentar la teoría y las diferentes tesis que la componen, para luego introducir algunas de las críticas que ha recibido y, finalmente, evaluar la respuesta que Michel Troper ha ofrecido frente a ellas.

Palabras clave: controversia, interpretación, realismo.

Abstract: !is introductory paper traces back the controversy about the Realist !eory of Interpretation set out by Michel Troper. As shown by the papers collected here, this theory has been, and still is, the subject of fierce criticism. We are to present the theory itself through the various theses that make it up, before considering some of the criticisms it has been subjected to, and finally assessing Michel Troper’s response to them.

Keywords: controversy, interpretation, realism.

1. Introducción

El presente número de la revista Discusiones nos brinda la oportunidad de (re)sumergirnos en la teoría realista de la interpretación iniciada por Michel Troper y en las controversias que ha suscitado, y que aún suscita, como lo demuestran las contribuciones aquí recogidas. Sobre la base de renovadas críticas, !omas Hochmann busca ofrecer una refutación de la teoría troperiana, proponiendo una concepción alternativa de la interpretación científica. Esto da derecho y lugar a una serie de respuestas desarrolladas por simpatizantes de la teoría realista de la interpretación: Véronique Champeil-Desplats, Eric Millard, Arnaud Le Pillouer y el propio Michel Troper.

Corresponde aquí presentar esos trabajos. Para ello, y para que quien lee pueda aprovechar plenamente las contribuciones que siguen, resulta útil retroceder en el tiempo para contextualizar la controversia francesa: recuperar su origen, su hilo conductor y su evolución, identificar los argumentos que la animan y apreciar así el escenario que constituye el intercambio que se encuentra a continuación.

Debido a su extensión temporal y escrita, a la diversidad de los protagonistas y de las tesis expuestas, el contenido de la controversia puede a veces parecer inextricable o confuso. Su forma, sin embargo, sigue siendo relativamente legible. Su fuente se encuentra en la formulación, por parte de Michel Troper, de una teoría de la interpretación considerada realista, y se materializa a través de un conjunto de réplicas y contrarréplicas que alimentan la misma cuestión: la del valor epistemológico y heurístico de dicha teoría.

Se procederá aquí en tres etapas, comenzando por presentar el casus belli, es decir, la teoría realista de la interpretación (en adelante TRI) de Troper (2). Luego se introducirá la crítica a esta teoría, a través de los argumentos expuestos por uno de estos principales opositores, Otto Pfersmann (3). Finalmente se abordará la respuesta de Troper a estos argumentos (4).

 

2. La teoría realista de la interpretación de Michel Troper

La formulación canónica de la teoría no ha cambiado respecto de sus tesis esenciales. Desde sus orígenes,[1] ciertamente, Troper ha continuado desarrollando su teoría, completándola o especificando algunos de sus aspectos, en particular con miras a responder a las críticas de las que fue objeto. Sin embargo, estos desarrollos no alteran el núcleo duro de la teoría que será presentada distinguiendo las tesis metodológicas (2.1), epistemológicas (2.2) y ontológicas (2.3), tomando prestado de Riccardo Guastini (2013) su marco analítico del realismo jurídico.

2.1. Tesis metodológicas

La TRI de Troper hace foco en la interpretación, lo que no debería sorprender. Resulta posible distinguir dos tesis esenciales que constituyen el punto de anclaje de toda la teoría.[2] Su conjunción constituye la tesis metodológica de la teoría de Troper.[3]

La tesis de la indeterminación normativa de los actos jurídicos: ningún acto jurídico (ni siquiera enunciados jurídicos) expresa directamente normas; no hay ningún significado que descubrir en los textos(Troper, 2001, p. 72); el único significado es el que surge de la interpretación(Troper, 2001, p. 74). Para identificar la(s) norma(s), es necesario determinar el significado de uno o más actos jurídicos: esta operación de determinación del significado y, por lo tanto, de la norma, es la interpretación (Troper, 1994b, pp. 332-333). Según la fórmula kelseniana, el significado objetivo de esta operación interpretativa es la norma.

La tesis de la interpretación voluntad: la interpretación es un acto de voluntad y no un acto de conocimiento; “[…] la interpretación es una operación de la voluntad y […] recae tanto sobre hechos como sobre enunciados, debe ser entendida como el ejercicio de un poder considerable” (Troper, 1994b, p. 79). El acto mediante el cual un intérprete determina el significado normativo de un acto preexistente no es el resultado de un proceso cognitivo unívoco basado en un protocolo de verificación objetivo, que permita afirmar la verdad o falsedad del acto interpretativo. El intérprete elige la norma y, cuando corresponda, la justificación (incluidos los posibles “métodos de interpretación”) en los que se basa esa elección.

Aunque con frecuencia se presenta como iconoclasta, la tesis metodológica troperiana se basa en una vieja observación[4] según la cual la fuerza obligatoria de los textos jurídicos sólo se concreta verdaderamente por el intérprete autorizado, que finalmente se apodera de ella y determina así la norma. Aunque en Francia esta tesis sería catalogada de radical, no se diferencia mucho de una tesis metodológica clásica de los positivistas realistas.[5]

Esta tesis metodológica, central en la teoría troperiana, se inscribe en un marco ontológico y epistemológico también realista, aunque adquiere en Troper un significado específico en virtud de la singularidad de la tesis metodológica defendida.

Las tesis ontológicas y epistemológicas son en gran medida interdependientes y, hasta cierto punto, están entrelazadas. Si la primera considera que el derecho es una actividad compuesta en parte de prescripciones y juicios de valor, la segunda exige diseñar una ciencia cuyas proposiciones sean verificables, es decir, capaces de ser verdaderas o falsas. Sabemos, sin embargo, que si sumamos a estas tesis la clave de lectura metaética positivista, que es el no cognitivismo ético,[6] se genera una dificultad: ¿cómo describir mediante proposiciones verificables (las proposiciones de la ciencia del derecho) un fenómeno formado por proposiciones no verificables (las normas jurídicas),[7] salvaguardando en la descripción la especificidad del fenómeno jurídico?

Precisamente con vistas a disipar esta aparente paradoja, el autor de la TRI desarrolla una ontología y una epistemología para una ciencia del derecho. Se abordarán en primer lugar las tesis epistemológicas realistas.

2.2. Tesis epistemológicas

De acuerdo con la máxima realista, la vocación de la ciencia del derecho es la descripción de hechos, es por tanto una ciencia empírica. Para el realista francés, esta tesis supone una conjunción de tres definiciones estipulativas. La ciencia construye su objeto (2.2.1), es descriptiva (2.2.2) y empírica (2.2.3).

2.2.1. La ciencia construye su objeto

En primer lugar, la idea, bastante clásica desde Kant,[8] de que una ciencia construye su objeto y es exterior a él. Este principio, que se aplicaría a cualquier ciencia, parece tanto más necesario cuando se trata del estudio de un fenómeno como el derecho, que por definición está imbuido de valores. El principio de la dualidad de la ciencia y su objeto es, por tanto, una condición esencial para la posibilidad de los demás criterios epistemológicos de la teoría troperiana. Por tanto, sostiene que una ciencia del derecho es “necesariamente […] externa al derecho mismo” (Troper, 1994b, p. 31), y que, “si la ciencia del derecho se entiende como un metalenguaje descriptivo, el lenguaje objeto prescriptivo es el derecho mismo. La ciencia es distinta del derecho y externa a él” (Troper, 1994b, p. 32).

2.2.2. La ciencia es descriptiva

Luego, la vocación descriptiva de la ciencia, que se une al imperativo kelseniano de pureza, y, más en general, al principio de neutralidad axiológica en las ciencias sociales y al no cognitivismo ético.[9] Esta ambición descriptiva de la ciencia es compartida por todos los positivismos jurídicos, más allá de las controversias que suscita, y va, en cualquier caso, más allá del análisis del objeto jurídico: una ciencia describe su objeto si se abstiene de hacer juicios de valor sobre los cuales no se puede obtener conocimiento.[10]

2.2.3. La ciencia es empírica

Finalmente, la forma empírica de la ciencia del derecho se adquiere rápidamente como condición para la verificabilidad de las proposiciones que formula[11] y como consecuencia necesaria de las dos primeras tesis. Dado que la ciencia sólo puede conocer hechos, y no valores, debe construir un objeto capaz de ser descrito mediante proposiciones capaces de ser verificadas objetivamente:[12] es la construcción del derecho positivo como objeto lo que hace de la ciencia del derecho una ciencia empírica.[13]

Estos criterios no sorprenden. Proveniente de una corriente que se dice positivista,[14] es lógico que el realismo refrende sus postulados epistemológicos. De estas tres tesis, sólo la última permite distinguir al realismo de otras formas de positivismo. De hecho, es la determinación de una ciencia empírica del derecho la que, combinada con tesis ontológicas, dará lugar a una crítica radical de la posición positivista alternativa: el normativismo.

2.3. Tesis ontológicas

La tesis ontológica implica que el derecho debe ser entendido científicamente como un conjunto de hechos. Esto es lo que significa la noción de derecho positivo. Al mismo tiempo que intenta resolverlo, esta última tesis completa el abordaje del espinoso problema de una ciencia de los fenómenos normativos.

Intuitivamente, pero también más a menudo estipulativamente, incluso convencionalmente, definimos el derecho como un conjunto de prescripciones, como un conjunto de normas que pertenecen a un sistema particular, el sistema jurídico. En virtud de la ley de Hume, a la que se adhieren la mayoría de las teorías del derecho,[15] pero, notoriamente, el positivismo jurídico[16] y, por tanto, a fortiori, el realismo jurídico, estas prescripciones no pueden inferirse lógicamente de una descripción: a partir de un conjunto de premisas descriptivas no es posible inferir una conclusión prescriptiva, que necesariamente supone, para salvaguardar la corrección lógica del razonamiento, que se postule al menos una premisa prescriptiva.[17]

Muy bien. Pero entonces, ¿cómo es posible diseñar una ciencia empírica capaz de identificar y describir un conjunto de entidades que tienen la calidad de normas y, por tanto, de deber ser? Aquí nos encontramos frente a un trilema que anima una controversia dentro del marco positivista al tiempo que amenaza con cruel consistencia la validez misma de su existencia.

O el positivista describe hechos y puede deducir normas de ellos. Pero entonces no queda más que enviar la ley de Hume ad patres. O el positivista describe hechos, pero les agrega a fin de construir sus proposiciones, explícitamente o no, una premisa normativa con miras a identificar normas jurídicas. Y es entonces la ambición científica del positivismo la que se ve afectada: el positivismo ya no es una verdadera ciencia empírica sino una pseudociencia que se basa en parte en presuposiciones normativas no verificables.[18] O el positivista describe hechos, pero sólo infiere hechos que, por jurídicos que sean, pierden el significado prescriptivo que se les atribuye intuitivamente. En ese caso, el derecho descrito por el positivismo no es normativo, o su normatividad escapa a la aprehensión científica, y es sólo una colección de hechos e inferencias causales, tendiendo, por lo tanto, en el mejor de los casos, a confundirse con la sociología del derecho o, en el peor, a reproducir pura y simplemente la factualidad jurídica.

Troper (2001) es muy consciente de este inconveniente cuando reconoce que “parecería que sólo podemos evitar la Caribdis de una ciencia del derecho como ciencia del deber ser cayendo en la Escila de una ciencia empírica desprovista de toda especificidad e inseparable de la sociología” (p. 34).

Los intentos de los positivistas por escapar de este callejón sin salida son, en su opinión, un fracaso. Ni Kelsen ni Ross ofrecen una respuesta satisfactoria.

El primero recurre a “la fórmula ‘Sollen descriptivo’” que “es manifiestamente inadecuada” y su “explicación no es en realidad una y se asemeja a la virtud dormitiva del opio: el enunciado [la proposición de la ciencia del derecho que describe la norma] contiene efectivamente un Sollen, pero es un Sollen descriptivo” (Troper, 2001, p. 25). Este sintagma aparentemente paradójico busca captar la idea de que la proposición de la ciencia del derecho describe efectivamente una norma, es decir, un comportamiento que debe tener lugar, pero la dimensión prescriptiva de esta norma pertenece únicamente al lenguaje-objeto, y no es susceptible de verdad o falsedad, la proposición de la ciencia del derecho sólo describe su existencia (es decir, el hecho de que efectivamente está consagrada en un sistema jurídico determinado), que es empíricamente verificable y, por tanto, verdadera o falsa. La ciencia jurídica kelseniana indica que existe una norma sin prescribir su cumplimiento (Troper, 2001, p. 26): “se limita a la descripción de normas que son el significado de actos empíricos, realizados en el espacio y el tiempo” (Kelsen, 2000, p. 19, como se citó en Troper, 2001, p. 30).

Pero el argumento es frágil, si “las normas no son hechos”, entonces “no basta con que sea empírico el acto cuyo significado es la norma, si ese significado en sí mismo no es empírico. Si ello bastara, entonces se debería también calificar como ‘empírica’ a la ciencia de la adivinación, que afirma descubrir el significado de ciertos hechos perfectamente empíricos, como el vuelo de los pájaros o la disposición de una baraja de cartas” (Troper, 2001, p. 30).

La comparación es dolorosa porque el golpe da en el blanco. ¿Cómo puede la ciencia del derecho pretender identificar entidades ideales que no tienen una relación causal con los hechos (sino una simple relación de imputación) a partir de lo empírico? ¿Cómo establecer y verificar la existencia de esta relación misteriosa si no recurriendo a presupuestos que en parte no serán susceptibles de objetividad? “Incluso si admitimos que las normas no son para Kelsen moral o absolutamente, sino simplemente relativamente obligatorias, este carácter relativamente obligatorio no puede ser la propiedad empírica de un hecho empírico, sino sólo la propiedad de una entidad ideal” (Troper, 2001, p. 30), y esto no puede ser capturado científicamente.[19]

Ross intenta precisamente disolver esta aporía concibiendo la existencia de normas según una estricta factualidad y descartando una concepción de la ciencia del derecho que se autorizaría a capturar propiedades extraempíricas de la normatividad: como la validez o la obligatoriedad. Bajo la ontología de Ross, estas últimas propiedades resultan o bien excluidas de un análisis empírico (como la obligatoriedad),[20] o bien convertidas en propiedades empíricas, como la validez, que debe entenderse como un conjunto de propiedades empíricas y observables del fenómeno jurídico.[21] Aunque, en realidad, Kelsen dice precisamente eso cuando afirma que “la validez es el modo de existencia específico de las normas” (Troper, 2001, p. 31).[22] Por lo que sostener a continuación que “la validez se reduce pura y simplemente a la existencia o incluso al hecho de encontrarse vigente” (Troper, 2001, p. 31) no resuelve el problema. Ello en cuanto, si la vigencia de las normas depende de que “se consideran obligatorias”, es todavía necesario precisar cómo entender científicamente la propiedad de “ser consideradas obligatorias” que, de todos modos, no parece descansar sobre una base empírica muy sólida y sigue chocando de frente con la ley de Hume.[23]

Troper (2001) lo advierte y concluye que “debemos elegir una ontología que permita un tipo de verificación científica” (p. 70). En otras palabras, el objeto construido por la ciencia del derecho debe ser susceptible de proposiciones empíricamente verificables. Por tanto, sólo puede estar formado por hechos. Para eludir esa aporía, la TRI “[concibe] las normas como comportamientos humanos o expresiones lingüísticas” (Troper, 2001, p. 70).

La idea principal de Troper es cortar por lo sano una regresión al infinito de las interpretaciones y evitar, circunscribiendo la ontología jurídica, que la ciencia del derecho naufrague en el océano normativo en el que pretende navegar. Para ello, debemos acabar con la idea de que sería científicamente posible describir cualidades o propiedades más allá de su empiricidad. Lo que implica o bien abandonar el concepto de normas, o bien comprenderlo a través de sus manifestaciones empíricas. Es esta segunda solución la que elige el filósofo de Nanterre:

Lo que llamamos normas no son entidades abstractas. El jurista académico es como el químico. Todo depende de la ontología de las normas que adoptemos. Si pensamos que las normas son entidades ideales y abstractas, entonces, naturalmente, no se trata de construir una ciencia empírica sobre ellas o incluso, como creía erróneamente Kelsen, de construir una ciencia a partir del modelo de las ciencias empíricas. Sin embargo, existe un objeto completamente empírico: se trata de actos lingüísticos. Existen fenómenos de enunciación. Por ejemplo, sé que el 3 de junio de 1982 el Tribunal de Casación decidió que la ley X tiene el significado N. Y puedo describir este hecho empírico. (Troper, 2014, pp. 863 y ss.).

La ontología realista propuesta se limita, por tanto, a la factualidad. El derecho positivo se entiende en este sentido como un conjunto de textos, comportamientos y significados. La indeterminación semántica de los textos jurídicos implica que la interpretación es el acto volitivo de atribuir significado a un complejo de hechos y enunciados a los que se asocian consecuencias normativas. Así, la volición se manifiesta en primer lugar en la determinación por parte del intérprete de los hechos relevantes y en la selección de los enunciados adecuados, se produce aquí una primera decisión discrecional. A ello se suma, en segundo lugar, la atribución de significados a los enunciados seleccionados, la valoración de su correspondencia con los hechos determinados y la conclusión normativa que se les asigna. Hay, por tanto, por así decirlo, cinco actos de voluntad en la actividad de interpretación:[24] la determinación de los hechos,[25] la determinación de los enunciados,[26] la determinación de su significado,27 la determinación de su relación[27] y, finalmente, la determinación de la solución.[28]

Una vez definido el acto de interpretación, corresponde a la teoría realista de la interpretación demostrar la especificidad de este acto en el ámbito jurídico. De hecho, una gran cantidad de cosas pueden ser interpretadas sin tener ningún impacto sobre el derecho. Además, se admite con frecuencia que, entre las diferentes interpretaciones del derecho, no todas tienen el mismo impacto normativo. Si formulo aquí una interpretación de un artículo de la Constitución, probablemente ello no tendrá las mismas consecuencias que si se tratara de una autoridad institucional como el Presidente de la República o el Consejo Constitucional. Troper analiza esta cuestión a la luz de la TRI y ofrece un abordaje renovado de la cuestión de la normatividad.

La norma es, en efecto, producto de la interpretación; más precisamente y en línea con Kelsen, es el significado objetivo de este ese acto de voluntad.[29] Sin embargo, la norma no resulta de cualquier interpretación. ¿Mi interpretación de la Constitución produce una norma? Ciertamente no. La norma se produce cuando la interpretación emana de una autoridad competente. ¿Cómo se reconoce una autoridad competente? A los hechos, siempre a los hechos: “porque, cualquiera que sea su contenido, el ordenamiento jurídico asigna efectos” a sus interpretaciones (Troper, 2001, pp. 79-80). En otras palabras, tanto la normatividad como la juridicidad de una interpretación se determinan en términos de los efectos que producen en el mundo, y más específicamente en una parte del mundo que se considera como jurídica.[30]

Como puede apreciarse, la epistemología adoptada deriva de la ontología que ha sido asumida, o viceversa, sin que sea posible establecer una cronología o una jerarquía entre estas primeras proposiciones de la teoría, que parecen dar fundamento o apoyo a la tesis metodológica principal.

A pesar de las numerosas similitudes, inevitables cuando se trata de teorías pertenecientes a la misma corriente, sería un error asimilar todos los realismos negando la originalidad de la teoría troperiana. En efecto, la teoría troperiana adopta formulaciones singulares de las tesis metodológica, ontológica y epistemológica, al tiempo que descansa sobre una base realista unívoca. Lo que nos permite decir muy simplemente que se trata de una variante particular del realismo jurídico. Su originalidad reside efectivamente en cierta radicalidad, o escepticismo en relación con el significado de los textos jurídicos, lo que implica, en particular, no hacer una distinción conceptual entre interpretación y construcción jurídica.[31]

Esta posición subraya una reivindicación: hacer de la ciencia del derecho una ciencia empírica y comprender su objeto, el derecho positivo, como un conjunto de hechos. El enfoque general no parece excluir una apertura interdisciplinar.[32] Si bien para la teoría realista la comprensión de los determinantes del fenómeno jurídico pasa por un metadiscurso descriptivo que toma prestado y a la vez explica el aparato conceptual propio de los discursos jurídicos y metajurídicos, ello no es incompatible, sino más bien complementario, con una exploración de factores extrajurídicos realizada desde otras perspectivas disciplinares.

Son estas implicaciones de la teoría realista de la interpretación las que, tomadas en conjunto o aisladamente, estimulan la controversia alrededor de ella.

3. Crítica a la teoría realista de la interpretación

Evaluar el éxito o el fracaso doctrinal de una teoría no es una tarea sencilla.

Así, se ha podido decir del realismo americano que murió víctima de su éxito, pues la adhesión general a sus principios habría llevado a la extinción de su vocación crítica; o considerar, por el contrario, que nadie había adoptado realmente esta postura (Brunet, en prensa). Este debate no parece ser el que se desarrolla en Francia, donde la controversia se centra más bien en la validez de las tesis defendidas por Troper. Aquí se expondrán solo algunas de las objeciones se le han dirigido, aquellas que anticipan el debate que tiene lugar en esta revista, y de las que se puede encontrar aquí su eco, cercano o lejano.[33]

Para ello, se mantendrá la delimitación analítica anterior[34] distinguiendo las críticas que se dirigen respectivamente a la metodología y a la epistemología, por un lado (3.1), y a la ontología, por otro (3.2), de la TRI.

3.1. Confusión epistemológica y metodológica: una concepción contradictoria de interpretación

Uno de los primeros argumentos esgrimidos contra la TRI señala la imprecisión de su tesis metodológica. Más precisamente, de la tesis de la indeterminación textual que supone que “todo texto es indeterminado, es decir, que no posee, como tal, significado alguno” (Pfersmann, 2002a, p. 801). Esta tesis sirve de base a la tesis de la indeterminación normativa de los actos jurídicos, de la que surge la tesis de la interpretación como voluntad (véase más arriba 2.1.Tesis metodológicas).

Otto Pfersmann (2002a) considera que la operación de atribución (o determinación) del significado de un acto jurídico no es clara y que, en verdad, “la TRI utiliza el término ‘interpretación’ para operaciones fundamentalmente diferentes” (p. 825). Así, Pfersmann (2002a) sostiene que debemos distinguir conceptualmente entre “determinación textual” y “determinación creativa”. La primera, “supone que un objeto que no tiene límites precisos [es] modificado de tal manera que sus límites son de ahora en más precisos” (p. 825). La segunda, “[produce] un objeto sin relación semántica con un objeto ya dado” y si bien puede referirse a un texto (interpretación creativa referencial), es de manera “parasitaria”, siendo la referencia al texto “independiente de la validez normativa” de la interpretación (p. 825).

De esta indeterminación de la determinación (del significado por parte del intérprete), que es también la indeterminación de la indeterminación (textual), Pfersmann extrae varias consecuencias.

La tesis de la interpretación auténtica formulada por el TRI identifica una interpretación en el sentido de interpretación creativa porque si “ciertamente no se excluye una relación entre el conjunto de significados posibles y el significado seleccionado, […] ella no conlleva ninguna consecuencia con respecto a la producción de significado, que no está condicionado por ella y no la tiene en cuenta” (Pfersmann, 2002a, p. 826). Esto parece coherente, ya que, como hemos visto, la determinación normativa por parte del intérprete auténtico resulta de consideraciones formales y no del contenido de la justificación que propone. Sin embargo, esto parece incompatible con otra tesis de la TRI, tal como es reconstruida por Pfersmann, la tesis de la interpretación eficiente. Esta tesis traduce la idea de Troper según la cual la interpretación auténtica, al atribuir significado a un conjunto de hechos y textos, genera una norma que produce efectos en el orden jurídico. Tal eficiencia, nos dice Pfersmann (2002a, p. 826), refleja una operación de determinación textual, en el sentido de una precisification del contenido.[35] Si se desea establecer objetivamente la relación entre la atribución de un significado y un conjunto de efectos, se debe presuponer un empirismo semántico, es decir, la idea de que “existen significados expresados por enunciados que son datos lingüísticos observables” (Pfersmann, 2002a, p. 798). La tesis de la interpretación eficiente presupone así una determinación textual que la tesis de la interpretación creativa parece rechazar. El problema se presenta también de otra manera: ¿cómo explicar que la interpretación de un complejo empírico-textual implique operaciones intelectuales diferentes según estemos aguas arriba o aguas abajo de la interpretación auténtica?

Esta incompatibilidad no está resuelta por la TRI, lo que la precipitaría, en el mejor de los casos, hacia la vaguedad o la petición de principio, y en el peor, hacia el error o la contradicción.

Una consecuencia incidental es, según Pfersmann, que la interpretación científica (o analítica en el léxico de Pfersmann) no queda descartada. Contrariamente a lo que afirma la TRI, partidaria del escepticismo doctrinal, “una interpretación doctrinal puede muy bien ser decisiva sin tener valor normativo” (Pfersmann, 2002a, p. 827). Contra la idea de que cualquier operación de interpretación es un acto de voluntad, se salvaría así la distinción kelseniana entre interpretación científica, como acto de conocimiento, e interpretación auténtica, como acto de voluntad.[36]

El problema surge de la conjunción entre la aspiración científica de la TRI y el escepticismo doctrinal que mantiene.

Si se admite que las normas constituyen el significado de un acto de voluntad, que no son actos de conocimiento y que resultan de interpretaciones creativas, esto no excluye en modo alguno la posibilidad de que se pueda tener conocimiento del significado de los actos de voluntad, así como de los enunciados que expresan este conocimiento, es decir que puede haber una interpretación analítica de las normas (Pfersmann, 2002a, pp. 827-828).

Si bien en esta cita hay una confusión conceptual respecto de las categorías troperianas, particularmente entre enunciados y normas, es posible entender el sentido de la objeción. Si el acto de voluntad que atribuye significado es cognoscible, si es posible comprender y discutir este conocimiento en términos de una discusión científica y doctrinal, es por lo tanto porque es posible ofrecer una interpretación analítica de las normas/enunciados.[37]

Lo que importa aquí es la naturaleza de la operación intelectual que tiene como objeto el fenómeno jurídico, las interpretaciones auténticas, pero también sus relaciones con los enunciados y los hechos de los que se ocupan. Más precisamente, Pfersmann considera que es posible estudiar y conocer el significado de los enunciados jurídicos independientemente de cualquier acto de voluntad. Esta interpretación analítica sería un acto de conocimiento, neutral, “ya que no opera selección alguna” entre “significados ya determinados o aún indeterminados” por la interpretación auténtica (Pfersmann, 2002a, p. 828).

¡La mejor prueba de la validez de este argumento, para Pfersmann, es que condiciona la validez misma de la TRI! Ésta no puede aspirar a conocer el carácter auténtico de una interpretación sin presuponer algo así como una interpretación analítica: es decir, el hecho de que sea posible describir de manera objetiva los actos de atribución de significado que tendrían la propiedad de ser determinantes (las interpretaciones auténticas que establecen normas), y distinguirlos de los actos de atribución de significado que no tendrían esta propiedad (interpretaciones no auténticas, incluidas las interpretaciones doctrinales).

En el nivel del discurso de la ciencia del derecho de Troper (metadiscurso), interpretar interpretaciones (auténticas o no) es de hecho un acto de conocimiento. Para Pfersmann (2002a), el veredicto cae por sí mismo: “Es por tanto una teoría autocontradictoria que afirma en términos de interpretación analítica que no puede haber interpretación analítica” (p. 828).

Para el normativista,[38] eludir la contradicción exige elegir entre dos alternativas: o bien abandonar el empirismo semántico, pero entonces será imposible identificar fácticamente el significado objetivo de un acto de voluntad, o bien renunciar al escepticismo doctrinal, aceptando que la interpretación analítica de actos jurídicos por parte de la doctrina, entendida como acto de conocimiento, es posible.

3.2. Insuficiencia ontológica: una teoría sin objeto

En el nivel ontológico, Pfersmann critica principalmente la TRI por su concepción de la normatividad. La TRI sostiene que las interpretaciones auténticas son normas que generan efectos en el ordenamiento jurídico, pero no especifica “¿qué significa entonces ‘producir efectos’?”. De hecho, “podría tratarse tanto de efectos normativos como de efectos fácticos”. Sin embargo, “ni una ni la otra variante proporcionan una solución satisfactoria” (Pfersmann, 2002a, p. 832).

Concebir esos efectos como normativos parece inconsistente con la propia TRI, que rechaza la idea de una relación entre normas.[39] Estaríamos entonces ante una creación pletórica y esporádica de normas que no tendrían vínculos entre sí y no serían comprensibles más que puntualmente, en el momento mismo de su enunciación por un organismo determinado. Como este sentido de normatividad parece en gran medida contrario a la intuición, debemos recurrir a una concepción fáctica de los efectos de la interpretación auténtica.

El problema con una concepción fáctica, y volvemos a la crítica principal que irradia toda la posición de Pfersmann (2002a), es que proviene de un “reduccionismo radical” que “hace depender directamente el carácter normativo de un enunciado de su realización, es decir, que deriva una estricta normatividad de una estricta factualidad, lo cual es lógicamente imposible” (p. 833). La TRI viola la ley de Hume que afirma respaldar.

Una solución posible para esta crítica podría ser debilitar la teoría, considerando simplemente que la producción de efectos en el orden jurídico, la realización, sería un criterio necesario pero no suficiente de la juridicidad de las normas.[40] Sin embargo, la TRI no podría evitar el importante costo epistemológico que implicaría esa respuesta: “tendríamos que poder decir exactamente en qué consiste la norma y tendríamos que poder medir exactamente, para cada una de ellas, si hay una estricta adecuación entre lo que se requiere (o permite) y lo que se hace” (Pfersmann, 2002a, p. 834).

Además, una concepción tan estrictamente empírica debería deshacerse de las trampas normativistas, abandonando las nociones de orden o sistemas jurídicos que no tienen ninguna función heurística si se niega la existencia de relaciones entre normas. La ciencia troperiana del derecho sería entonces una “sociología de las relaciones de poder”, que se situaría en un plano distinto del normativismo y de ninguna manera implicaría “que sea imposible concebir sistemas de normas en los que haya relaciones entre normas y donde las normas existan sin referencia” (Pfersmann, 2002a, p. 834).

La última crítica, que aparece una y otra vez, apunta a la concepción de la indeterminación textual adoptada por la TRI, que tendría como consecuencia volverse contra sí misma y, por tanto, auto refutarse. Si la TRI sostiene, por un lado, que los textos no tienen significado normativo y, por el otro, que la norma es el significado objetivo de un acto de voluntad, parece, al final de un breve silogismo, precipitar en una posición inextricable. De hecho, el significado objetivo de la interpretación auténtica identificada por el científico está bien expresado en un objeto tangible, sin el cual la ciencia no sería empírica, y este objeto, debe concederse, es en la gran mayoría de los casos, al menos en parte, textual.[41] Si las normas son enunciados (o más generalmente actos jurídicos), parecen susceptibles de interpretación debido a la indeterminación fundamental que se les atribuye (Tesis de la indeterminación normativa de los actos jurídicos). Pero entonces aprehender el significado de tales actos no puede ser un acto de conocimiento digno de un discurso científico, sino un acto de voluntad (Tesis de la interpretación voluntad). Las normas no existen independientemente de un acto de voluntad que las determine: “si la TRI es verdadera, es falsa, porque no tiene objeto” (Pfersmann, 2002a, p. 835).

En razón de sus propios puntos de partida, la TRI no puede concebir a las interpretaciones auténticas como normas, porque tal calificación violaría la ley de Hume y, por lo tanto, sería fundamentalmente ajena a cualquier cientificidad. Tampoco puede valorar el contenido de las interpretaciones considerando que tal o cual significado ha sido atribuido por tal o cual órgano, porque dichas interpretaciones se expresan en actos jurídicos que, por definición, son semánticamente indeterminados. Las fauces de la indeterminación semántica engullen la serpiente de la normatividad hasta que la TRI pierde su propósito. A partir de entonces, en una versión epistémica del suplicio de Tantalus, se ve condenada a percibir un objeto que no puede ser captado porque “si el TRI pudiera ser verdadera, sería muda” (Pfersmann, 2002a, p. 836).

4. Respuesta a las críticas

Troper ha respondido en gran medida a estas críticas;[42] aquí presentaremos solo algunos elementos.

En primer lugar, el realista de Nanterre insiste en la necesidad de distinguir entre los niveles del discurso, es decir, entre el lenguaje objeto y el metalenguaje, que es una condición de posibilidad de la ciencia del derecho, es decir, de la aprehensión descriptiva de un fenómeno que no lo es.

Muchas de las críticas se basan en la transgresión de este presupuesto, sin que éste sea verdaderamente discutido.[43]

Luego desestima la crítica según la cual la TRI disimularía una concepción normativa de la interpretación auténtica, en cuanto se basaría en una misteriosa competencia a priori de los órganos, que sólo podría depender de normas de competencia determinadas por intérpretes auténticos, provocando una regresión infinita.

Esta crítica se basa enteramente en la idea de que, según la TRI, es el carácter del órgano el que determina el carácter de la interpretación. Sin embargo, […] la TRI sostiene la tesis contraria: la interpretación auténtica es la que se impone jurídicamente, aquella a la que el ordenamiento jurídico hace producir efectos, por ejemplo, porque una interpretación diferente será privada de validez o porque la norma que, de hecho, obtiene conformidad es la que ha sido producida por esa interpretación (Troper, 2002, p. 342).

Independientemente de cualquier contradicción interna, la normatividad de la interpretación es asimilable a los efectos que produce:[44] “no es el carácter del órgano lo que hace a la interpretación auténtica, es la interpretación auténtica la que hace al órgano” (Troper, 2002. p. 348).

En cuanto a la posibilidad de interpretaciones doctrinales y analíticas, Troper simplemente recuerda que el TRI no las excluye, sino que simplemente no tienen relación con su objeto, que es estudiar la interpretación en el derecho. Sin embargo, nos dice:

Incluso si se aceptara que la interpretación doctrinal es analítica, esto no tendría ningún impacto en la teoría del derecho, porque incluso si hubiera un significado verdadero, el significado de los enunciados en el derecho se mantendrá siempre independiente de ese significado verdadero, al igual que la validez de las calificaciones jurídicas es rigurosamente independiente de las calificaciones dadas por la ciencia (Troper, 2002, p. 345).

La posibilidad, o incluso la eventual existencia, de una interpretación analítica no impactaría en la TRI, en el sentido de que sería inerte en relación con interpretaciones jurídicas, que no están o no estarían vinculadas por ella.

Se refuta también la idea de que la TRI presupone la existencia de una interpretación analítica, como condición para comprender la normatividad de las interpretaciones auténticas. Para Pfersmann, de hecho, asimilar interpretaciones auténticas a normas es hacer un trabajo interpretativo; por tanto, en virtud de las definiciones de la propia TRI, es llevar a cabo un acto de voluntad, incompatible con la vocación científica invocada. Tal crítica surge del hecho de que Pfersmann “usa la palabra ‘interpretación’ en un sentido mucho más amplio y significativamente diferente al que le da la TRI” (Troper, 2002, p. 345). La identificación de la norma a través de una proposición de derecho puede ser verdadera o falsa: la interpretación descrita por la proposición se impone o no en el ordenamiento jurídico produciendo efectos, ella es auténtica o no lo es. Esta es la principal diferencia que la distingue de la interpretación textual encaminada a determinar la norma a partir del texto jurídico, que es prescriptiva y no es susceptible de verdad o falsedad, sino que simplemente produce efectos normativos o no los produce. Si se desea aplicar el término interpretación a estas dos operaciones intelectuales, debe atribuírsele un significado distinto.[45]

La TRI tampoco infringe la ley de Hume porque no pretende “describir un ‘dominio específicamente normativo’”, “si por [eso] entendemos un deber ser” (Troper, 2002, p. 346). La TRI entiende la normatividad a través de sus propiedades empíricas y no a través de un concepto cualquiera de obligación. Troper aprovecha para recordar la diferencia que mantiene con la concepción kelseniana a nivel semántico: “lo que es objeto de conocimiento nunca es el significado mismo, sino sólo la atribución del significado. El significado y la atribución de significado sólo podrían confundirse si se admitiera que existe un significado objetivo, así como existe un deber ser objetivo” (Troper, 2002, p. 346). Ahora bien, es precisamente para sortear la aporía a la que conduce el Sollen descriptivo (y la idea de un significado objetivo de un acto de voluntad) que la TRI “admite que no hay significado, sino sólo actos mediante los cuales se asigna significado”, que son objeto de conocimiento científico (Troper, 2002, p. 347).

Estas atribuciones producen ciertos efectos y es ello lo que permite hablar de normas.[46] Esto obviamente no excluye que las normas así creadas produzcan a su vez efectos susceptibles de observación científica, aunque ese no sea el objeto de la TRI.[47]

Este modo de entender la norma no conduce en modo alguno a la doble regresión señalada por Pfersmann: por un lado, una regresión al infinito de las normas, en la que cada nueva interpretación de la norma suplanta a la anterior; y, por otra parte, una regresión al infinito de su contenido, la aprehensión del contenido de la norma presupone una interpretación que se materializa mediante un enunciado susceptible a su vez de interpretación. La TRI es

una ciencia cuyo objeto es efectivamente la norma, pero la norma concebida no como un deber ser, sino como un hecho, un enunciado. Este hecho sigue siendo un hecho específico: la ciencia del derecho describe enunciados cuyo objetivo es determinar el significado normativo de otros enunciados. (Troper, 2002, p. 353)

Ahora bien, estos hechos son finitos[48] y también lo son las proposiciones que los describen.[49]

5. Conclusión

La controversia se ha extendido en el tiempo y continúa todavía hoy. Demuestra que, al menos objetivamente, ninguna de las posiciones, la TRI y sus críticos, ha triunfado sobre la otra. ¿La controversia es de algún interés?

Thomas Samuel Kuhn (2008) pudo decir que:

En la medida en que dos escuelas científicas no estén de acuerdo sobre cuál es el problema y cuál es la solución, inevitablemente entablarán un diálogo de sordos al discutir los méritos relativos de sus respectivos paradigmas. En la discusión, cercana a un círculo vicioso, que regularmente resulta, parece que cada paradigma satisface más o menos los criterios que él mismo ha dictado y sigue siendo incapaz de satisfacer los criterios dictados por su competidor […]. Como en el caso de la competencia entre dos normas, esta cuestión de los valores sólo puede responderse introduciendo criterios totalmente externos a la ciencia normal y es este recurso a criterios externos lo que les da un carácter obviamente más revolucionario a los debates entre paradigmas (p. 156).

Sugiriendo que el debate es estéril en sí mismo y que su resultado depende de argumentos axiológicos ajenos a la propia ciencia. Esta observación pesimista, sin embargo, tiene un matiz, y Kuhn (2008) añade, de manera bastante misteriosa: “Sin embargo, también está en juego algo más fundamental que las normas y los valores”, porque si “los paradigmas son los elementos constitutivos de la ciencia”, “también son los elementos constitutivos de la naturaleza” (p. 156).

Vale la pena creer en esta dualidad, puesto que implica que, en la controversia científica, además de cuestiones de valor, también están en juego cuestiones relativas al “crecimiento indefinido de la lista de problemas resueltos por la ciencia y también a la precisión de las soluciones” (Kuhn, 2008, p. 232). Independientemente de lo que piense quien lee, seguramente encontrará material para reflexionar en las ricas contribuciones que siguen.

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* Traducción del francés de Federico Arena

** Doctor en derecho público, Université Paris Nanterre, Francia. Maître de conférences en Droit public et Science politique en la Université de Bordeaux, Francia y miembro del CERCCLE (Centre d’Études et de Recherches Comparatives sur les Constitutions, les Libertés et l’État), Francia. Correo electrónico: acartom@hotmail.com.

[1] Troper señala como origen de su teoría su artículo publicado en el libro homenaje a Eisenmann (Troper, 1974). Véase Troper (1994b, p. 332, nota 3).

[2] Las dos tesis se basan en una serie de ejemplos empíricos tomados por Troper (en particular, la famosa sentencia Conseil d’Etat, 17 de febrero de 1950, Ministre de l’agriculture c/Dame Lamotte) y parecen, a nivel proposicional, estrictamente complementarias, por lo que ninguna tiene prioridad sobre la otra.

[3] Como adelanté, se emplea aquí la tipología guastiniana. Sin embargo, se trata más bien de una combinación de consideraciones epistemológicas y ontológicas aplicadas al fenómeno de la interpretación. La calificación de esta tesis como metodológica es más bien en el sentido de un método meta-interpretativo, ya que ofrece criterios para interpretar las interpretaciones.

[4] Troper lo recuerda también citando a Kelsen, quien a su vez cita al obispo Hoadly, obispo inglés de los siglos diecisiete y dieciocho: “Quien tiene autoridad absoluta para interpretar cualquier ley escrita o hablada, es el verdadero legislador para todos los fines y propósitos, y no la persona que primero las escribió o pronunció; a fortiori, quien tiene autoridad absoluta no sólo para interpretar el derecho, sino para decir qué es derecho, es verdaderamente el legislador” (Troper, 1994b, p. 334). Podríamos agregar a Jean Bodin: “[…] el Magistrado es el funcionario que tiene el mando público, […] que tiene poder público para obligar a quienes no quieren obedecer lo que él ordena, o que contravienen sus prohibiciones, y que puede levantar las prohibiciones que él mismo ha impuesto; porque la ley que dice que la fuerza de las leyes consiste en mandar, defender, permitir y castigar, se ajusta mejor a los magistrados que a la ley que en sí misma es muda. Y el magistrado es la ley viva que hace todo esto, dado que la ley sólo conlleva mandatos o prohibiciones, [cosas] que serían ilusorias si la sentencia y el magistrado no estuvieran al pie de la ley” (Bodin, 1993, pp. 293-294).

[5] Guastini (2013) considera así que “[l]os textos normativos […] adolecen de múltiples formas de indeterminación” y por tanto que “parece obvio que los enunciados interpretativos – en abstracto (“El enunciado normativo E expresa la norma N”) y en concreto (“El caso x cae dentro del alcance de la norma N”) – son el resultado de elecciones y decisiones, y no del conocimiento. Lo que significa que estos enunciados interpretativos no tienen un carácter descriptivo, ni cognitivo, sino adscriptivo –que no difiere del carácter que poseen las estipulaciones y las redefiniciones, a las que son en todos los sentidos análogos– y, como tales, carecen de valor de verdad” (pp. 115-116). Esta observación da cabida a la idea de una distinción conceptual entre interpretación y construcción jurídica, existiendo entre ambas sólo una diferencia de grado: “Si la interpretación en sentido estricto no es una actividad cognitiva, sino decisoria, la construcción jurídica es a mayor razón una actividad decisoria” (Guastini, 2013, p. 118).

[6] Como suele ocurrir con Troper, el linaje es explícitamente kelseniano a este respecto: “Los positivistas consideran inaceptable tal concepción [la que concibe la actividad de los juristas dogmáticos como una ciencia], sobre todo en virtud de una metaética anticognitivista: la justicia y, en general, los valores no pueden ser objeto de conocimiento, menos aún de conocimiento ‘científico’, cualquiera que sea el significado que le demos a esta palabra. Los juicios de valor son en realidad sólo la expresión de nuestras emociones o nuestra voluntad, y no describen ninguna realidad empírica” (Troper, 1994b, p. 31). Troper cita a Kelsen (1973) en apoyo de esta afirmación.

[7] Troper señala muy expresamente esta dificultad cuando analiza la controversia entre Alf Ross y Hans Kelsen sobre la validez de las normas: “Kelsen pretende construir una ciencia del derecho sobre el modelo de las ciencias empíricas asumiendo al mismo tiempo que debe describir un objeto que es no es empírico en sí mismo. Vemos que la dificultad es considerable y que las teorías, que tienen la ambición común de fundar una ciencia jurídica sobre el modelo de las ciencias empíricas -y que por tanto pueden llamarse positivistas- deben o bien describir una realidad empírica, que carece de toda especificidad, o bien describir un objeto específico, que no se puede decir que sea empírico” (Troper, 1994b, pp. 43-44). O también: “Parece, pues, que nos enfrentamos a un dilema: o bien nos limitamos a la dogmática y renunciamos a la idea de una ciencia pura, libre de toda evaluación; o bien respetamos la exigencia inicial a riesgo de producir una ciencia carente de interés” (Troper, 2001, p. 14). Bajo la primera hipótesis, la ciencia no es neutral y reproduce los juicios de valor contenidos en las normas jurídicas; bajo la segunda, propone a modo de descripción decir que la autoridad α ha expresado el mandato C, y por tanto se limita a reiterar la prescripción desde un punto de vista descriptivo.

[8] “Para todo concepto se requiere, en primer lugar, la forma lógica de un concepto (del pensamiento) en general, y luego también, en segundo lugar, la posibilidad de darle un objeto con el que se refiera. […] Ahora bien, el objeto no puede darse a un concepto de otro modo que en la intuición” (Kant, 2021, p. 253). O también: “Las proposiciones sintéticas relativas a las cosas en general, cuya intuición no puede darse de ningún modo a priori, son trascendentales. En consecuencia, las proposiciones trascendentales nunca pueden ser proporcionadas a priori por la construcción de conceptos, sino sólo según conceptos. Simplemente contienen la regla según la cual una cierta unidad sintética de lo que no puede representarse intuitivamente a priori […] (de las percepciones) debe buscarse empíricamente. Por otra parte, no pueden presentar a priori, en ningún caso, uno solo de sus conceptos, sino que sólo pueden hacerlo a posteriori, a través de la experiencia, que sólo es posible según estos principios sintéticos” (Kant, 2021, p. 510).

[9] “El argumento anticognitivista es que sólo podemos conocer lo que existe y que los valores no son propiedades naturales, sino la expresión de emociones, así como las prescripciones son la expresión de voluntades” (Troper, 1994b, p. 37).

[10] “El único rasgo común a todos los positivistas es que la ciencia del derecho debe limitarse a describir el derecho positivo tal como es, es decir, debe abstenerse de cualquier juicio ético. Pero, en términos generales, la exigencia de pureza concierne a toda ideología. Sin embargo, así como esta tesis no conduce a la afirmación de que no existe relación entre el derecho y la moralidad, no significa que debamos negar que el derecho mismo esté imbuido de ideología. Por el contrario, si la ciencia del derecho quiere describir su objeto, debe afirmar que el derecho refleja, expresa y transmite ideologías. De lo que se abstiene es de evaluar el contenido del derecho o su forma a la luz de una ideología. El requisito se relaciona con el metalenguaje del derecho y no con el lenguaje-objeto” (Troper, 1994b, p. 36).

[11] “Debemos construir una verdadera ciencia del derecho sobre el modelo de las ciencias empíricas” y “la ciencia del derecho pertenece al grupo de las ciencias empíricas. Su función es describir su objeto mediante proposiciones verdaderas” (Troper, 1994b, respectivamente pp. 34 y 40).

[12] Tal verificabilidad no está asegurada “ya que el objeto descrito no puede observarse y las proposiciones de la ciencia no pueden ser verdaderas según el principio de verdad-correspondencia” (Troper, 2001, p. 31).

[13] “Si la ciencia del derecho debe describir un objeto que le es externo y que tiene una existencia empírica, este objeto es el derecho positivo y sólo puede ser el derecho positivo” (Troper, 1994b, p. 38).

[14] Troper (2022) sostiene constantemente que el realismo es una forma de positivismo y, además, caracteriza a este último sólo un poco más generalmente como: “El enfoque […] caracterizado por la convicción de que es deseable y posible construir una verdadera ciencia del derecho, sobre el modelo de las ciencias naturales, lo que involucra varias ideas. Primero, debe distinguirse la ciencia de su objeto, es decir, la ciencia del derecho y el derecho mismo. La ciencia se entiende como el conocimiento de un objeto externo. Entonces debe limitarse a describir este objeto, sin hacer juicios de valor sobre él (postulado de Wertfreiheit o neutralidad axiológica)”. Siendo el realismo sólo uno de los posibles significados del positivismo: “es posible distinguir dos variantes del positivismo: normativismo y realismo” (pp. 19-20).

[15] “La mayoría de los teóricos del derecho hoy admiten la necesidad de distinguir lo más claramente posible entre derecho y hecho. Esta distinción se justifica de varias maneras, en particular como reflejo de una oposición ontológica entre ser y deber ser o como la aplicación de un principio lógico, según el cual no se puede inferir una conclusión ética a partir de premisas no éticas. En cualquier caso, comúnmente se sostiene esta tesis: el derecho no puede surgir de los hechos. En otras palabras, sólo porque algo sea no significa que esa cosa u otra deba ser” (Troper, 1994b, p. 127).

[16] Troper (1994b) recuerda así, pareciendo adherirse a él, uno de los principios de la metateoría kelseniana: “Para ser una verdadera ciencia, debe limitarse a describir el derecho tal como es y no como debería ser; debe ser ‘pura’ de toda ideología. Esta exigencia de pureza deriva de la separación entre el ser y el deber ser: del conocimiento de lo que es, no se puede inferir una proposición relativa a lo que debe ser y, a la inversa, de una proposición relativa a lo que debe ser, no podemos inferir una proposición relativa a lo que es” (p. 46).

[17] “Con respecto a la justificación por referencia a una proposición indicativa, […] según la ley de Hume, no podemos inferir prescripción alguna y debe enfatizarse que en realidad siempre se presupone una segunda premisa, que es una prescripción” (Troper, 2001, pp. 115-116).

[18] Lo cual, en ausencia de un protocolo objetivo de verificación, conducirá en la práctica a desacuerdos irreconciliables sobre lo que son las normas jurídicas y, por tanto, el derecho positivo. La objetividad de la descripción propuesta por una “ciencia” tal quedaría comprometida.

[19] La ciencia del derecho no es una ciencia si “el objeto descrito no puede ser observado y las proposiciones de la ciencia no pueden ser verdaderas según el principio de verdad-correspondencia” (Troper, 2001, p. 31).

[20] La validez entendida como obligatorialidad “no tiene lugar ni función en la doctrina jurídica” (Ross, 1961, como se citó en Troper, 2001, p. 31).

[21] Este pasaje lo explica bien: “Una ‘validez’ específica no tiene lugar, la validez no puede entenderse ni como una idea sustantiva, a priori, de justicia, ni como una categoría formal [a la manera de Kelsen]. […] la ciencia jurídica, como todas las demás ciencias sociales, debe ser un estudio de los fenómenos sociales, un estudio de la sociedad humana; y es deber de la filosofía del derecho comprender la ‘validez científica’ del derecho en términos de efectividad social, es decir una cierta correspondencia entre el contenido de las ideas normativas y los fenómenos sociales” (Ross, 2019, p. 81).

[22] La interpretación que Troper hace de Kelsen hace pensar a este pasaje: “las normas que son el significado de ciertos actos puestos en el mundo real y el orden jurídico compuesto por normas jurídicas sólo es válido si es en gran medida y en general aplicado y respetado, es decir, si es eficaz. Sin embargo, la eficacia no coincide con la validez. Asimismo, el ser natural no se identifica con el deber ser jurídico. La relación característica entre el ser natural del acto que pone una norma y que corresponde a una norma, por un lado, y el deber ser de las normas puesta, por otro, constituye la realidad específica del derecho o, lo que es lo mismo, la positividad del derecho” (Kelsen, 1992, pp. 554-555).

[23] O bien la obligatoriedad es un simple hecho psicológico y por lo tanto carece de carácter normativo, o bien tiene carácter de deber ser, pero entonces surge la cuestión de su identificación basándose únicamente en elementos empíricos. Véase, en particular, Troper (2001, p. 33).

[24] Se habla aquí de actividad de interpretación y no de interpretación simpliciter para evitar tomar partido en el debate que sigue en este número.

[25] Por definición, el contexto empírico del acto de interpretación va más allá de la determinación de los hechos por parte del propio intérprete. Aun cuando la doctrina a veces lo reduzca a eso, considerando únicamente los “hechos” explícitamente formulados en la motivación interpretativa (de una decisión judicial, por ejemplo), estos últimos no son en realidad más que la punta del iceberg contextual, son el resultado de una operación inicial de selección y calificación que no tiene nada de inevitable. Tomando el ejemplo de la sentencia Gomel (Conseil d’État, 4 de abril de 1914), Troper (2001) explica que el hecho de subsumir un hecho o un conjunto de hechos en una clase jurídica “no puede resultar de la sola observación” y “constituye una definición” en ausencia de “criterios de pertenencia a la clase” (p. 78). Las categorías jurídicas no son –en la gran mayoría de los casos– clases naturales y no responden a una extensión determinada por criterios objetivos que puedan ser objeto de una clasificación científicamente comprobable, el intérprete determina, seleccionando los hechos y calificándolos, “la extensión del concepto. Esta definición sólo puede ser voluntaria […].” (Troper, 2001, p. 79).

[26] Tampoco en este caso ese complejo está determinado antes de la interpretación. El intérprete puede seleccionar los enunciados a partir de los cuales formulará su interpretación, ya sea que otros intérpretes auténticos los describan generalmente como “jurídicos” o no. “El poder de los jueces [y de los intérpretes en general] también puede resultar de la capacidad de elegir el texto de referencia” (Troper, 2001, p. 84). Este es el caso, por ejemplo, cuando “el Consejo Constitucional decide que el preámbulo es parte de la Constitución” [Troper se refiere aquí a la decisión sobre libertad sindical, Decisión No. 71-44 DC del 16 de julio de 1971] (Troper, 2001, p.76).

[27] Huelga decir que esta relación está en gran medida sobredeterminada por la determinación previa de los hechos, los textos y su respectivo significado. Sin embargo, es posible que tenga lugar aquí una constatación específica, considerando que la subsunción de hechos bajo la regla es gradual o derrotable (Carpentier, 2014).

[28] Que puede basarse en un enunciado que prevé explícitamente un abanico de soluciones alternativas, como suele ocurrir en materia penal, o ser creada ex nihilo por el intérprete, como lo demuestra la modulación en el tiempo de las decisiones del QPC (Questions prioritaires de constitutionnalité) del Conseil constitutionnel. Véase, en particular, Dominique Rousseau (2017).

[29] Esta, por tanto, no es a su vez objeto de interpretación, ya que es producto de la interpretación, es un significado, y “sería absurdo tratar de determinar el significado de un significado” (Troper, 2001, p. 74).

[30] Es claro que existe una dificultad en la teoría de Troper ya que esta última evoca también la idea de una “competencia jurídica del intérprete” (en particular, Troper, 2001, pp. 79-80). Ahora bien, tal competencia puede entenderse empíricamente como una potencia, ya sea el hecho de generar efectos concretos en un sistema dado, ya sea, de manera abstracta, como un poder, como la capacidad de generar potencialmente tales efectos. En el segundo caso, la teoría correría el riesgo de verse privada de una base empírica para comprender la “competencia” de los operadores. Se plantea también la cuestión del modo específico de identificación de la juridicidad, puesto que ya no surge de un sistema caracterizado a partir de relaciones de conformidad basadas en una norma fundamental. Estas preguntas serán retomadas a continuación.

[31] “Podríamos agregar que, si aceptamos una teoría realista de la interpretación en una versión más radical que la de Guastini –es decir, según su terminología, en una versión “escéptica”–, la falta de especificidad se debe al hecho de que, allí como en otros lugares, el intérprete es legalmente libre de dar cualquier significado a cualquier enunciado –o incluso a cualquier hecho–, cualquiera que sea su forma lingüística o su aparente grado de precisión” (Troper, 2011a, pp. 156-157). El intérprete también produce, si existe, el marco.

[32] “Es, por tanto, erróneo oponer la sociología del Estado a la teoría jurídica del Estado y afirmar que esta última describe al Estado tal como debe ser, mientras que la primera analizaría al Estado únicamente tal como es realmente. La sociología presupone necesariamente un concepto jurídico del Estado y la teoría jurídica describe una realidad, que es una determinada organización y un determinado tipo de legitimación del poder político” (Troper, 2011a, p. 74).

[33] Consideraremos principalmente la crítica formulada por Pfersmann (2002a; 2002b; 2015), que avanza argumentos cercanos a los ofrecidos por Hochmann en este número.

[34] Si bien no se superpone estrictamente con la clasificación de las críticas hechas por sus autores, lo consideramos en aras de la claridad de la exposición.

[35] La precisification de un enunciado es la operación mediante la cual redefinimos un predicado vago para determinar su extensión, es decir los valores de verdad de enunciados existenciales (aserciones) que lo instancian (Sorensen, 1988). La vaguedad y la indeterminación no se superponen estrictamente, pero esto no tiene ningún impacto aquí sobre el punto que interesa. La determinación textual y la precisification comparten una ambición: determinar la extensión del predicado y atribuir valores de verdad a los enunciados de los que ese predicado forma parte (Van Inwagen, 2009).

[36] “La interpretación científica o doctrinal es efectivamente un acto de conocimiento, la interpretación ‘auténtica’ es un acto de voluntad basado en los resultados obtenidos por el camino del conocimiento” (Pfersmann, 2002a, p. 808).

[37] Es bastante claro que lo que para Pfersmann es una norma es para Troper el significado posible de un complejo empírico-textual y que es difícil resolver esta cuestión lexical sin tomar partido en la controversia. La formulación norma/enunciado refleja aquí un esfuerzo de neutralidad.

[38] Así se denomina generalmente la corriente de pensamiento defendida por Pfersmann. Etiqueta que él mismo acepta especificando que su crítica a la TRI “no es una crítica desde un punto de vista normativista” sino que pretende “saber si la TRI es una teoría aceptable a partir de sus propias premisas” (Pfersmann, 2002b, p.763). Por tanto, lo que se pone a prueba es la validez general de la teoría.

[39] “En ausencia de relaciones entre normas, se produciría, por tanto, una hiperinflación atomizante, en la que cada órgano y cada norma constituirían un universo en sí mismo y cerrado sobre sí mismo” (Pfersmann, 2002a, p. 833).

[40] “Se podría, sin embargo, debilitar esta construcción a fin de conservarla y hacer de la factualidad estricta un criterio simple para seleccionar el dominio de lo jurídico a partir de una normatividad más amplia: entre todas las normas sólo se consideran jurídicas aquellas que se cumplen con exactitud” (Pfersmann, 2002a, p. 834)

[41] Por supuesto, es posible imaginar casos en los que la interpretación auténtica se expresa simplemente de forma oral, pero entonces sería siempre sintáctica, o incluso mediante simples gestos como el pollice verso de los emperadores romanos. Sin embargo, en todos los casos estos hechos son “actos jurídicos” asimilables a la clase que la TRI originalmente presupone como indeterminada (Tesis de la indeterminación normativa de los actos jurídicos).

[42] Más allá de la respuesta a Pfersmann aquí estudiada, véase la controversia con Denys de Béchillon (Troper, 1994a) y su discusión durante la Conferencia en la Universidad Panthéon-Assas de París sobre las contraintes (Troper, 2011b). Véase también Troper (2011a) que contiene numerosos argumentos que tienden a clarificar la TRI o refutar sus críticas.

[43] “La reconstrucción de [Pfersmann] enmascara una de las ambiciones de la TRI: establecer una distinción entre dogmática y ciencia del derecho. Si, de hecho, la jerarquía normativa es interna al razonamiento de los jueces, entonces la dogmática jurídica reproduce este razonamiento, mientras que la ciencia del derecho se limita a enunciar proposiciones indicativas relativas a la existencia de normas, es decir, a la producción de enunciados cuyo propósito es interpretar otros enunciados y luego tratar de revelar las contraintes que llevaron a los enunciados del primer tipo” (Troper, 2002, p. 340).

[44] “La calidad de la interpretación es, además, una cuestión de puro hecho” (Troper, 2002, p. 342).

[45] “Podemos ciertamente llamarla ‘interpretación’, pero es entonces una interpretación latissimo sensu, similar a la que llevamos a cabo cuando afirmamos que una piedra no es un simple fragmento de roca, sino una herramienta prehistórica” (Troper, 2002, p.346).

[46] “Podemos decir que la interpretación auténtica produce efectos normativos, porque los sujetos están obligados a aplicar un enunciado dándole el significado que le da el intérprete, de modo que ese enunciado no tenga otro significado que ese”. “[…] Es a través de estos efectos que reconocemos la interpretación auténtica y es también en razón de estos efectos que la interpretación auténtica crea normas” (Troper, 2002, p. 350).

[47] “Sin duda, estas normas tienen a su vez efectos, en el sentido de OP, ya que prescriben una conducta, pero de ninguna manera se confunden con los efectos de la interpretación misma, como tampoco la conducta prescrita por la ley es idéntica a los efectos del acto legislativo” (Troper, 2002, p. 350).

[48] Las atribuciones de significados que se producen en el seno de un sistema jurídico determinado pueden individualizarse.

[49] Se puede decir que son verdaderas o falsas siguiendo un protocolo de verificación empírica.