ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 33, 2-2024, pp. 175 a 194
¿Interpretar o dar cuenta de
las interpretaciones de otros? Una réplica
Interpreting
or Accounting for Interpretation by
Others? A reply*
Thomas Hochmann**
Recepción: 03/02/2024
Evaluación: 10/02/2024
Aceptación final: 08/08/2024
Resumen: Esta réplica responde a las observaciones críticas de Véronique Champeil-Desplats, Arnaud Le Pillouer, Éric Millard y Michel Troper sobre el texto “Algunas consideraciones teóricas sobre la interpretación científica”. Aquí ofrezco precisiones sobre el concepto de derecho que asumo y el papel de la jurisprudencia, defiendo el carácter “científico”, es decir neutral y descriptivo, del enfoque interpretativo presentado, y subrayo el interés de los resultados allí obtenidos, a pesar de (o incluso en virtud de) su contradicción con el “sentido común” o con las decisiones de las autoridades jurídicas. En general, parece que sí es posible describir los discursos sobre el derecho, como defienden los realistas, también debe ser posible describir el derecho mismo.
Palabras clave: interpretación, concepto de
derecho, ciencia del derecho.
Abstract: This reply responds to the critical remarks made by Véronique Champeil-Desplats, Arnaud Le Pillouer,
Éric Millard and Michel Troper on the text “Some theoretical remarks on scientific
interpretation.” I specify the concept of law and the role of case law, I
defend the “scientific” character, that is to say neutral
and descriptive, of the interpretive approach presented, and I underline the
interest of the results obtained, in despite (or even because of) their
contradiction with “common sense” or with the decisions of legal authorities. Throughout
the paper, it appears that if one can describe discourses about the law, as
realists defend, one can also describe the law itself.
Keywords: concept of law, interpretation, legal science.
La atenta lectura a la que mis colegas de Nanterre sometieron mi texto me honra enormemente. Les agradezco mucho los numerosos comentarios que me permiten ahora aclarar mi posición, ya sea precisándola o enmendándola (marginalmente). Sus observaciones se refieren al objeto de la interpretación (2), al enfoque asumido para interpretar (3) y a la utilidad de los resultados obtenidos (4).
Definí el derecho como un conjunto de normas expresadas por enunciados producidos de acuerdo con otras normas del sistema considerado como jurídico. Entre mis colegas, la definición de derecho es menos explícita, y por una buena razón: su objetivo difiere profundamente del mío. No pretenden describir el derecho, sino los discursos de un cierto número de actores. Los genoveses, como los colegas de Nanterre, parecen querer incluir en el concepto de derecho todos los argumentos a los que apelan los “juristas”: las “teorías” de la separación de poderes o de la soberanía, los “principios”, las máximas latinas y todo lo que un jurista es capaz de invocar en apoyo de la solución que defiende. Esta diferencia reaparecerá a menudo en nuestros desacuerdos: todo proviene de esta elección primaria.
Como todos reconocen, la definición de derecho es estipulativa. Por tanto, no es verdadera ni falsa, sino más o menos pertinente dependiendo de dos criterios: su cercanía respecto de las concepciones más comunes, por un lado, y aquello que permite conocer, por otro lado. Sobre el primer punto puedo sólo ofrecer vagas impresiones, pero me parece que mi concepto choca mucho menos con el “sentido común” que el que incluye en el derecho todos los argumentos de los juristas. ¿No lo reconoce el mismo Arnaud Le Pillouer (2024) cuando, reacio a hacer de la Biblia, citada por un juez, un componente del derecho positivo, la compara con “fuentes más clásicamente consideradas jurídicas” (sección 4.4)?
El interés heurístico de mi concepto de derecho parece innegable. Permite describir una norma jurídica fuera de su aplicación y comparar las aplicaciones y, más ampliamente, los discursos de los actores con las normas que dicen aplicar. En este sentido, mi propuesta presenta ciertas similitudes con la de los genoveses, aun cuando su descripción del derecho se ve obstaculizada por una concepción demasiado amplia del objeto. Semejante empresa, sin embargo, no es accesible al realista de Nanterre que, como Le Pillouer (2024), pretende abocarse a la “descripción del derecho positivo” (sección 4.4) describiendo el modo en que ciertas autoridades “dicen aplicar el derecho positivo” (sección 4.4), lo que equivale a asimilar el derecho a lo que ciertos actores afirman que es. En mi teoría, la ciencia del derecho realiza interpretaciones y puede comentar las interpretaciones de otros. En las teorías realistas, la misión única (Nanterre) o dominante (Génova) de la ciencia del derecho es, como escribe Éric Millard (2024), “dar cuenta de la interpretación” (sección 4) de los demás.
Volvamos al ejemplo del juez que cita la Biblia. Para responder a las preguntas que pretende abordar (¿creó el juez una excepción a una norma legislativa? ¿Pretendió evitar la aplicación de una norma internacional?), Le Pillouer necesitará identificar la norma legislativa y la norma internacional, que forman parte de mi concepto de derecho. Le Pillouer piensa que yo criticaría al juez por haber utilizado erróneamente el argumento bíblico, pero en ninguna parte he dicho que sea deseable que los jueces citen tal o cual cosa. Sobre todo, mi colega piensa que no podría decir nada sobre esta decisión judicial. Aquí hay un malentendido que es necesario aclarar.
Mi propósito es ofrecer una defensa de la interpretación de los enunciados jurídicos. De ningún modo he afirmado que fuera imperativo limitarnos a eso. Incluso creo haberlo dicho explícitamente: “El papel y el estudio de los argumentos [empleados por las autoridades jurídicas] son de suma importancia al examinar el funcionamiento de un sistema jurídico” (Hochmann, 2024, sección 3.1). Simplemente enfaticé que su estudio no surgirá de la interpretación científica de los enunciados jurídicos. Quizás convenga insistir en estos dos puntos: la naturaleza jurídica o no de los discursos judiciales que acompañan una decisión, y el interés de añadir a la descripción del derecho positivo elementos que no guardan relación con él.
¿Sobre qué se escribe cuando se escribe sobre derecho? ¿Qué se estudia cuando se estudia derecho? No sólo derecho. Buena parte del interés está puesto en el comportamiento de los órganos jurídicos y, en particular, en la motivación de las decisiones judiciales. Estos elementos, repito, son muy importantes para entender cómo funciona un sistema jurídico. Pero no debemos confundir el “derecho” como disciplina con el derecho positivo. Muchos de los fenómenos a los que prestamos atención en el estudio del derecho no pertenecen al derecho positivo, y esta no es razón para ignorarlos. Simplemente, desarrollamos un conocimiento más fino si no los asimilamos, a priori, al derecho positivo.
Sin embargo, observa Le Pillouer, el estatus jurídico o no de las normas abstractas formuladas por los jueces depende del derecho positivo. Tiene razón en este punto. Ciertamente, ningún sistema jurídico que yo conozca faculta a un juez para producir tales normas, ni siquiera el derecho de los Estados Unidos. Michel Troper identifica una norma de ese tipo en la Constitución francesa, pero las disposiciones relativas al Consejo Constitucional sólo le permiten destruir leyes o impedir su entrada en vigor, y no modificar el marco constitucional.[1] Ciertamente, es perfectamente posible que el derecho positivo contenga dicha autorización. Pero esa posibilidad no constituye en modo alguno una amenaza para mi proyecto: estas normas están puestas en textos y yo estoy en condiciones de interpretarlos. Al afirmar que los enunciados normativos del juez no forman parte del derecho positivo, cuestioné su carácter jurídico, pero no la posibilidad de interpretarlos.
El objeto de la interpretación es el enunciado y su resultado es la norma, que es el significado del enunciado. Ciertamente, como señala Éric Millard (2024), hablo frecuentemente de “la interpretación del derecho” (sección 4) cuando, en beneficio de la precisión, sería necesario hablar de la interpretación de enunciados cuyo significado son las normas que forman el derecho. Espero que me perdonen este desliz lingüístico.
Mi propuesta inspirada en Klinghoffer ha suscitado algunas observaciones. En lugar de concebir la pluralidad de significados de un enunciado como una pluralidad de normas potenciales, muestro que el enunciado más bien expresa una única norma que contiene una alternativa cuyas ramas son excluyentes. Por ejemplo, ordena o bien que el comercio cierre a las 6 p.m. y no vuelva a abrir hasta el día siguiente, o bien que el comercio cierre a las 6 p.m. y que vuelva a abrir en cualquier momento. Sobre este punto es posible introducir tres precisiones.
En primer lugar, Le Pillouer se equivoca al considerar que esto es una reducción de la norma a su enunciado. La norma es aquí, en efecto, fruto de la interpretación. Se compone de la variedad de significados, y de la existencia misma de esa pluralidad, que forma parte también del significado del enunciado. Decir que un enunciado tiene varios significados es decir que tiene un significado plural. Por tanto, la norma es ciertamente el significado del enunciado, pero respetando todo el alcance de ese significado. También surge que la norma no puede cambiar si el enunciado no cambia.
En segundo lugar, hay que subrayar que este argumento no equivale a defender la tesis clásica del significado único, que tradicionalmente se opone a la idea de que un enunciado, en su contexto, puede asumir una pluralidad de significados. Al contrario de lo que parece sugerir Véronique Champeil-Desplats, mi posición está conectada con esta segunda tesis. Simplemente, reúno esa pluralidad de significados en un significado con contenido alternativo.
En tercer lugar, esta tesis no corresponde ni a la posición realista ni a la teoría kelseniana de la cláusula alternativa tácita, como sugiere Troper. De hecho, se refiere a la interpretación de enunciados jurídicos y es, por tanto, relativa a los significados. Identifica una alternativa dentro del significado del enunciado. Las teorías mencionadas parecen en cambio mirar por fuera de este significado. El realismo y la teoría kelseniana buscan explicar por qué es posible producir derecho sin respetar las normas jerárquicamente superiores.[2] Este es un problema diferente sobre el que volveré más adelante.
3.1. ¿Un enfoque científico?
Troper tiene razón: no ofrezco una concepción de ciencia. Espero que de mi texto se desprenda que quería referirme con esto a una empresa neutral, objetiva y descriptiva. Lo importante, por tanto, no es la profesión del intérprete, sino la actividad en sí misma: la interpretación es científica en el sentido de que busca describir, conocer los significados expresados por los enunciados. ¿Puede el enfoque que he defendido lograr este objetivo?
Mis colegas me critican antes que nada el no tener un método para ese propósito. ¿Qué diferencia esta interpretación supuestamente científica de la interpretación ordinaria, se pregunta Champeil-Desplats? De hecho, no mucho, excepto, como escribí, el esfuerzo sistemático por buscar varios significados, donde la lectura ordinaria generalmente se contenta con uno solo. La “interpretación para todos”, según la fórmula de mi colega, es efectivamente una forma de designar el método simple de interpretación del derecho. La experiencia del jurista es necesaria para saber dónde buscar, para identificar los enunciados que han sido producidos en conformidad con las normas del ordenamiento jurídico, pero la interpretación propiamente dicha no requiere una habilidad específica.
Escribí que este “método” ni siquiera era uno, en el sentido de que no constituye un conjunto de instrucciones de uso, ni una sucesión de pasos que deben seguirse conscientemente, a la manera de los métodos de lectura propuestos recientemente por el escritor argentino Eduardo Berti (2023): “Empiece a leer un libro. Antes de llegar a la mitad del camino (en la página 130, por ejemplo), piérdalo. Encuentre otro. Imagine que es el mismo libro, pase a la página 130 y lea desde allí hasta el final”, etc. No tengo una receta de este tipo para ofrecer, no creo que sea necesario explicar cómo identificar los significados de un texto: es suficiente leerlo con atención. Mi lector no necesita saber cómo hacer eso, y puede convencerse de ello si observa que, en este mismo momento, está realizando una interpretación. Así como algunos prueban el movimiento al caminar, nosotros podemos demostrar la posibilidad de la interpretación interpretando. Es ciertamente posible intentar comprender qué sucede en el cerebro del intérprete cuando realiza esta actividad. Este es el objeto de investigación de una parte de las ciencias del lenguaje. Se trata de una cuestión muy interesante, pero me resultaría difícil calificar como “método” a un conjunto de fenómenos más o menos inconscientes. La elucidación de estos fascinantes problemas es, en cualquier caso, inútil para la empresa de describir el derecho.
¿Es tal enfoque “científico”? O, dicho de otra manera, ¿permite describir el derecho? Esto será así si tal enfoque permite alcanzar resultados verdaderos. Troper teme que un enfoque tal conduzca en cambio a resultados falsos en los casos en que el legislador utiliza una palabra en un sentido distinto al literal. Pero creo haber especificado en mi texto que el enfoque que defiendo comprende también los significados implícitamente comunicados por el enunciado, dentro de los cuales se encuentran los usos “no literales” del lenguaje. Para poner un ejemplo adicional, ¿la prohibición de “levantar la mano” a un niño, incluye también la prohibición de propinarle patadas?[3] La interpretación común de esta fórmula, así como la interpretación estrictamente literal, será considerada como ajustada al enunciado y, por tanto, no será considerada falsa. Lo mismo sucede cuando se trata de un desliz de pluma: la interpretación razonable del enunciado incluye el significado que se obtiene al corregir el error. Pero, si el error produce un enunciado dotado de sentido, este otro significado también aparecerá entre los resultados. Se puede mencionar aquí la coma desafortunadamente añadida en una ley aduanera, que le costó al gobierno de Estados Unidos un millón de dólares.[4] La discriminación entre la versión literal y la versión razonable es una cuestión de argumentación, y no de interpretación científica, es decir no es una cuestión descriptiva.
Pero parece que a veces mis colegas consideran también que los resultados a los que llego carecen de valor de verdad, no son susceptibles de ser calificados como verdaderos o falsos. Sería en efecto imposible verificarlos, saber si expresan significados admisibles de los enunciados. Esta afirmación es muy problemática. De hecho, sólo puede basarse en la tesis –que he calificado de absurda y que constituye una caricatura del realismo de Nanterre– de la total indeterminación del lenguaje. Ninguna de las empresas alternativas discutidas sería viable si fuera imposible establecer qué significan los enunciados. Los realistas se interesan por los hechos del lenguaje, explica Millard. Yo también. Si sus conclusiones son verificables, las mías también lo son. Volveré más adelante sobre esta ubicuidad del lenguaje en los estudios jurídicos.
Otro obstáculo para obtener resultados verificables provendría de la multiplicidad de métodos de interpretación y de sus criterios altamente subjetivos, como la “función social o política” (Troper, 2024, sección 2.2). Mis colegas demuestran una vez más que introduciendo todos estos métodos no conseguimos ningún resultado. Me parece que esta crítica no me afecta ya que he precisamente descartado todos estos “métodos”.
¿Por qué distinguir entre los diferentes “métodos” tradicionalmente invocados por los juristas para “interpretar el derecho”? ¿En nombre de qué excluir estos instrumentos? Efectivamente, para el programa de investigación de los realistas no está justificado excluirlos, puesto que pretenden analizar los discursos de los juristas. Desde este punto de vista, como explica Champeil-Desplats (2024), existen efectivamente numerosos métodos, ya que “una pluralidad de métodos en competencia […] se manifiestan en el ámbito jurídico” (sección 5), son invocados por los actores. Para quien, en cambio, pretenda describir el derecho positivo, el método elegido depende del objeto. Como expliqué, la decisión de rechazar todos estos llamados métodos de interpretación surge de mi concepción del derecho. Si consideramos que el derecho se compone de las normas expresadas por determinados enunciados, su descripción sólo puede consistir en establecer los significados de dichos enunciados. Por lo tanto, el problema con los “métodos” excluidos no es tanto su carácter “científico” o no, sino su objeto. No están destinados a establecer el significado de enunciados sino otra cosa, por ejemplo, la finalidad del legislador o el interés perseguido por la ley.
Me señalan que la búsqueda de la intención del autor forma parte de la búsqueda del significado del enunciado (Champeil-Desplats), o incluso que el derecho positivo es el que ha sido puesto por la voluntad humana (Troper). Ciertamente, los enunciados que son objeto de mi estudio fueron efectivamente producidos por humanos. En este sentido, son fruto de su voluntad, la creación del derecho no es “independiente de toda voluntad humana” (Troper, 2024, sección 3.2.4). Pero eso no significa que el significado de esos enunciados sea el que tal o cual diputado pretendía atribuirles. El enunciado se distingue de su autor, su significado es distinto de la intención del autor.
Imaginemos una máquina capaz de crear aleatoriamente enunciados normativos gramaticalmente correctos. Podríamos comprenderlos, a pesar de que no existe ninguna “voluntad” previa de algún autor del texto. ¿No entendemos lo que nos dice ChatGPT? Si definimos el derecho como un conjunto de normas expresadas mediante enunciados, no existe pluralidad en cuanto al “método” de interpretación relevante. Lo único que importa es el significado de esos enunciados.
Por supuesto, comprender un texto significa siempre formular una hipótesis sobre una intención. Pero esto no implica en modo alguno referirse a otra cosa que no sea el texto mismo. La intención del autor, el propósito de la ley y otras consideraciones similares son simplemente argumentos a favor de un específico significado, o incluso a favor de una particular solución para el caso concreto. No describen el derecho, puesto que aíslan un único significado (o una única aplicación) que o bien está excluido por el texto o bien constituye sólo una posibilidad entre otras. Averiguar qué dijeron ciertos actores sobre el texto cuando fue creado, o cuál podría ser la finalidad de la medida expresada en el texto, son tareas diferentes a analizar lo que significa el texto.
Las consideraciones de mis colegas sobre mi concepción “hilética radical” (Le Pillouer) y sobre un supuesto cuestionamiento por mi parte de la distinción entre el texto y su significado (Millard) son consecuencia del hecho que se concentran en las prácticas de los operadores jurídicos. Los operadores jurídicos anuncian que van a atribuir un significado a un texto, y el enfoque realista se concentra en esos discursos. Pero esto no impide que los enunciados, en su contexto, adquieran significados, independientemente de lo que determinados personajes digan sobre ellos. Por lo tanto, podemos analizar esos significados, de la misma manera que los realistas examinan enunciados que dicen interpretar otros enunciados.
En numerosas ocasiones los comentarios hacen referencia a las tesis de la escuela de Génova. Millard insiste sobre la interpretación “cognitiva”, que enumera todos los métodos mediante los cuales los juristas dicen interpretar enunciados y luego establece los significados que pueden plausiblemente obtenerse empleándolos. Los resultados así obtenidos, precisa Millard, ofrecen un conocimiento débil, que no tiene valor de verdad. Yo incluso diría, junto con Troper y Le Pillouer, que siguiendo todos estos supuestos “métodos”, referidos tanto al texto como a consideraciones políticas o morales, no obtenemos ningún resultado.
Además, la descripción que se hace de esta “interpretación cognitiva” suscita una duda que formulo con cautela, porque, aunque he leído algunos trabajos teóricos de la escuela de Génova, no he explorado la literatura que ponga en obra sus preceptos metodológicos. Dudo, sin embargo, que sean muchos los autores que desarrollen realmente este programa y que conduzcan una investigación sociológica destinada a identificar los métodos aceptados por una comunidad de juristas, antes de aplicarlos para formular hipótesis sobre los significados que podrían atribuirse a un enunciado. Allí no hay nada muy complicado, afirma Millard. Sin embargo, la tarea parece muy laboriosa y dudo que realmente se lleve a la práctica. El programa de interpretación científica que he defendido, en cambio, es bien simple de llevar a cabo.
Millard muestra claramente por qué los genoveses prestan relativamente poca atención a esa interpretación cognitiva tan difícil de aplicar y con resultados muy limitados. El interés de los realistas (interés exclusivo en Nanterre, dominante en Génova) no recae, pues, en los enunciados jurídicos, sino en los discursos de los juristas. La relación con la interpretación es diferente: mientras yo pretendo interpretar científicamente los enunciados jurídicos, que los realistas desean dar cuenta de la interpretación llevada a cabo por otros. Para mí la interpretación es un método de conocimiento, para ellos es el objeto del conocimiento. Pero para conocer las prácticas interpretativas de los juristas, ¿No deberíamos interpretar lo que dicen? ¿La investigación de los “hechos lingüísticos”, el “análisis crítico del lenguaje” del que habla Éric Millard, no implica comprender el significado de esos discursos? ¿Por qué los resultados que se refieren a esos discursos serían verificables y refutables, pero no los que se refieren a enunciados jurídicos? Me cuesta entender por qué sería posible conocer ciertos significados (los de los discursos de los operadores estudiados) y no otros (los significados de los enunciados a los que se refieren).
A veces tengo la impresión de que, para mis colegas, no podemos saber que el enunciado E1 significa S, sino sólo que alguien dijo que E1 significa S. Sin embargo, para saber eso, debemos saber que el enunciado E2 significa que E1 significa S. Los “hechos de atribución de significado” que evoca Millard (2024, sección 2) no son más que enunciados. Ésta, me parece, es la gran debilidad de las críticas dirigidas a la interpretación científica: si fueran convincentes, no se podría decir nada sobre el derecho (ni sobre cualquier otra cosa). De hecho, estos argumentos se basan en la tesis inexpresable, incluso impensable, de la total indeterminación del lenguaje. Cualquier estudio del discurso de los operadores jurídicos supone, por el contrario, que podemos conocer el significado de los enunciados estudiados y, por tanto, cada uno de los argumentos que mis colegas me oponen también golpearían su posición si fueran convincentes.
Unos cuantos ejemplos son suficientes. La lectura atenta de los enunciados jurídicos, explica Champeil-Desplats (2024), “pasa siempre por los ojos o las gafas de un lector situado socialmente, en el tiempo y en el espacio” (sección 3.1). Pero esto nos concierne a todos, sea cual sea el texto que leamos, ya sea una ley, una sentencia judicial, el discurso de un diputado o incluso un comentario doctrinal. Al reducir el conocimiento del derecho a una lectura atenta de sus enunciados, pasaríamos por alto “la complejidad de los procesos de interpretación y reinterpretación cotidianos de los enunciados jurídicos que componen el derecho positivo” (sección 3.2). Pero, ¿cómo podemos conocer estas reinterpretaciones cotidianas si no es leyendo atentamente su enunciación? Si no es posible conocer el significado de los enunciados jurídicos, como dice Éric Millard, tampoco es posible conocer las decisiones de los juristas, sus pretensiones y sus argumentos, que se expresan a través del lenguaje.
En resumen, si no podemos conocer el sentido de los enunciados, no podemos conocer nada sobre los discursos de los juristas. Pero si podemos conocer el significado de los discursos de los juristas, no hay razón para excluir de la posibilidad de conocimiento una parte de esos discursos: aquellos que para producir derecho positivo se producen de conformidad con normas jerárquicamente superiores.
Troper señala que mis resultados (los de la interpretación científica) serán en ocasiones triviales. La interpretación busca describir el derecho, sin añadirle nada, y esta descripción verdadera resultara a veces trivial. Esta no es una razón para rechazarla. Al patronazgo de Don Quijote agrego de buen grado el de La Palice.[5] Troper (2024), acompañado por Le Pillouer, señala que, en otras ocasiones, mis resultados serán contrarios a la intuición, al “sentido común de los juristas” (sección 4.3). Así, ante una prohibición de circulación de vehículos en un parque, todo el mundo considerará que un cochecito de bebés no se verá afectado porque sólo están incluidos los vehículos contaminantes o peligrosos.
Sin embargo, mi investigación no se refiere a cuál es la decisión más razonable en un caso concreto, sino al significado de los enunciados. La incompatibilidad con lo que piensa la mayoría de los juristas no es en modo alguno un problema, porque la mayoría de los juristas no practica la interpretación científica, sino que, en cambio, se esfuerza por defender una solución a través de diferentes estrategias argumentativas. Por lo tanto, el hecho de que mis conclusiones puedan diferir del “sentido común” no tiene importancia. Si el “sentido común” juega un papel en mi enfoque, es en una etapa “meta” o “precientífica”, para la estipulación de un concepto de derecho y para la elección del sistema normativo que decidiremos considerar como derecho válido. Primero trato de definir el derecho de manera abstracta y de modo que no resulte incompatible con las intuiciones de la sociedad. Luego, según un enfoque estratégico propuesto por el esloveno Leonid Pitamic (1974),[6] no pierdo el tiempo tratando el derecho romano como si fuera el derecho hoy vigente en Francia, sino que me remito al sistema resultante de la Constitución de la Quinta República, porque este parece ser el sistema más o menos eficaz que los individuos consideran “el derecho”.
Pero una vez elegido este objeto, me esfuerzo por describirlo con la mayor precisión posible, esta vez independientemente de las creencias de unos u otros. En este sentido, encontramos el desacuerdo fundamental: mientras que yo pretendo describir un objeto que he concebido como el derecho, los enfoques realistas se concentran en los discursos de los operadores. Según la concepción de Nanterre, parece que deberíamos someternos a estos discursos y hacer propias las afirmaciones comunes de los juristas. Las conclusiones contrarias al “sentido común” serían inútiles para la ciencia del derecho. Pero si con esto nos referimos a la descripción del derecho, y si aceptamos mi concepto de derecho, entonces las ocasionales conclusiones contraintuitivas son una ganancia para el conocimiento, no un problema.
¿De qué sirve un enfoque que examina si las decisiones tomadas por los órganos jurídicos son o no conformes al derecho? Primero, es importante subrayar que éste no es el único resultado de la interpretación científica. Esta interpretación permite también, algo imposible bajo la concepción de Nanterre, describir una norma independientemente de cualquier aplicación, o examinar las modificaciones que la introducción de una nueva disposición produciría en el derecho positivo.
Pero pasemos a la cuestión de la conformidad de las decisiones de los órganos. En efecto, es posible que un órgano jurídico adopte una decisión contraria a las normas que se supone debe aplicar y aun así produzca una norma válida. No tengo ningún problema en admitir eso. En este sentido, no cuestiono la “indeterminación jurídica de los enunciados” (Champeil-Desplats, 2024, sección 1) o la “indeterminación del lenguaje jurídico” (sección 2.2 y sección 4), incluso si considero que estas fórmulas son engañosas, en el sentido de que oscurecen la distinción entre indeterminación del lenguaje e indeterminación del derecho:[7] no son los enunciados los que son indeterminados, sino el derecho en sí mismo, en el sentido de que es perfectamente posible que un órgano produzca una norma en violación de normas superiores.
La validez de la norma no conforme puede explicarse por la intervención de otra norma de derecho positivo, la norma de “tener en cuenta los defectos” (Fehlerkalkül).[8] En principio, para producir una norma válida, se deben respetar todas las condiciones establecidas por las demás normas del sistema. Pero una norma puede prever que sea posible omitir ciertas condiciones: un órgano puede de este modo producir una norma válida, incluso si no respeta todas las condiciones establecidas por el derecho positivo. Así, un texto votado por ambas cámaras del parlamento y promulgado por el jefe de Estado produce una norma válida, incluso si su contenido es contrario a la Constitución, por ejemplo, porque restablece la pena de muerte. Esto es así porque otra norma lo prevé, por ejemplo, excluyendo cualquier control de constitucionalidad de las leyes o, por el contrario, organizando la posibilidad de tal control.
Por lo tanto, mi teoría no impide en modo alguno advertir la contradicción con una norma superior, como señala Troper. Una norma puede ser válida a pesar de su contradicción con la norma superior, y mediante el juego de otra norma. Por tanto, es a través de un examen estricto del derecho positivo que es posible determinar si una norma es válida, es decir, si pertenece al sistema jurídico tal como lo he definido. En algunos casos, se puede llegar a la conclusión de que una supuesta norma jurídica no reúne las condiciones necesarias para pertenecer al sistema. Si resulta que todos los operadores actúan como si, no obstante, fuera válida, podemos vernos obligados a modificar el supuesto de validez inicial, para incluir esas normas en el derecho positivo.
Por ejemplo, una ordenanza del 7 de noviembre de 1958 dispuso que “las decisiones y dictámenes del Consejo Constitucional serán emitidos por al menos siete consejeros, salvo caso de fuerza mayor debidamente consignado en el acta”. La lectura de algunas de estas actas revela que el Consejo Constitucional califica la simple falta de quorum como un caso de fuerza mayor, lo que constituye una interpretación inaceptable del texto. Por lo tanto, este órgano emite ocasionalmente supuestas “decisiones” que no son tales. Sin embargo, todos los operadores del orden jurídico las tratan como decisiones válidas y consideran, por ejemplo, que la ley que el Consejo Constitucional pretendía derogar ha sido efectivamente derogada. Para no alejarse demasiado de las concepciones comunes, el observador puede entonces modificar el supuesto de validez inicial e incluir estas decisiones dentro del derecho positivo. Este cambio en el supuesto de validez del sistema (lo que Kelsen llama la “norma fundamental”) se denomina técnicamente “revolución jurídica”. ¿Deberíamos entonces temer una “revolución permanente”, como dice Troper? No necesariamente, puesto que los enunciados jurídicos tienen a menudo significados plurales y amplios, y puesto que el derecho positivo frecuentemente contiene normas para hacer lugar a esos defectos. Pero la revelación de tales revoluciones, y posiblemente de su frecuencia, es una contribución de la interpretación científica.
Todas estas consideraciones son sin duda más complejas que el simple presupuesto según el cual debemos considerar como derecho todo lo que las autoridades jurídicas consideran como tal (entendiendo, imagino, que debemos considerar como autoridades jurídicas todo lo que la sociedad considera como tal). La teoría cuyos rasgos principales he esbozado me parece más refinada, más instructiva sobre el derecho positivo que el vago presupuesto generalizado propuesto por los realistas. Troper ve una dificultad en el hecho de que esta interpretación permitiría identificar casos de conformidad o de violación de normas superiores, o distinguir una revolución de una normal aplicación del derecho. Como puede verse, en última instancia, ¡lo que se critica a la interpretación científica es en realidad su capacidad de ofrecer conocimientoTh
Para rechazar este nuevo conocimiento, se le atribuye una pretensión de creación. Champeil-Desplats (2024) opone así la verdad jurídica a la verdad científica, el derecho positivo producido por autoridades normativas, al derecho “conocido y producido” (sección 3.2) únicamente por la ciencia del derecho. Troper (2024) deja finalmente caer la palabra: el enfoque que propongo sería iusnaturalista. “Cualquier intento de definir el derecho positivo desde un punto de vista externo al derecho mismo” (sección 3.2.6) cae dentro del derecho natural, asegura. Dado que la definición de derecho sólo puede ser externa al derecho mismo, se trata sin duda de una atribución que recae sobre cualquier intento de describir el contenido del derecho positivo. Una empresa positivista no podría decir sobre el derecho otra cosa que lo que dicen las propias autoridades jurídicas. En el apogeo de la Escuela de Viena, Fritz Sander ya le había dirigido este discurso a Adolf Merkl. En su respuesta, Merkl (1923, p. 282) recordó que el derecho se produce en todos los niveles del sistema. Todos los enunciados normativos del derecho positivo pueden ser comprendidos y descritos, sin que ello implique pretensión alguna de añadirles algo. La ley, por ejemplo, ha sido puesta por una autoridad jurídica, y podemos conocerla independientemente de lo que sobre ella diga un juez. Esto de ninguna manera equivale a pretender “producir” derecho o a basarse en algo que no sea el derecho positivo.
En todo caso, añade Troper, conseguiremos como máximo un conocimiento de la lengua, pero ciertamente no un conocimiento del derecho positivo. Sin embargo, en la concepción del derecho que he adoptado no hay diferencia entre ambos. Conocer el derecho positivo significa conocer el significado de determinados enunciados.
La teoría realista de la interpretación, explica Champeil-Desplats, está marcada por la duda y el pesimismo sobre la verdad del conocimiento y la posibilidad de pronunciarse sobre la exactitud de un enunciado interpretativo. Ahora bien, este pesimismo me parece muy cómodo. Nos ahorramos muchas dificultades cuando afirmamos que no es posible conocer las normas jurídicas y nos contentamos con observar lo que otros dicen sobre ellas. En cambio, resulta mucho más incómoda la posición de que quien busca identificar las normas fijadas por todos los órganos jurídicos e identificar la pluralidad de significados de los enunciados jurídicos. Seguir este enfoque significa reconocer que “las palabras tienen sentido suficiente como para negarnos esta certeza última de que todo es nada” (Camus, 1965, p. 1678).
Cada uno de nosotros trabaja con el lenguaje y, por tanto, acepta que los enunciados contienen significados. Si podemos analizar el discurso de los operadores jurídicos, podemos examinar los enunciados jurídicos. Para decirlo de otra manera: si es posible seguir el programa de investigación realista, también es posible interpretar el derecho. Pero mis colegas parecen sentir temor frente a este acceso directo al conocimiento. Es revelador que, entre el investigador y la luz, que tradicionalmente evoca la verdad, Le Pillouer busque instalar un cristal. Encontramos esta preocupación también en Troper, cuando se alarma en virtud de que la interpretación científica permite obtener conocimiento como, por ejemplo, saber si una norma se ajusta a normas superiores. Troper incluso concluye señalando que la teoría de la interpretación científica de Kelsen no pretendía proporcionar conocimiento del derecho positivo, ¡como si hacerlo fuera un defecto!
Es precisamente este deseo de mantenerse a buena distancia del objeto lo que describí como una “huida hacia lo meta”: en lugar de una descripción del derecho, contentarse con una descripción de los discursos sobre el derecho. Ninguno de los argumentos en apoyo de esta precaución resulta finalmente persuasivo: en todos los casos se trata de enunciados que son accesibles al conocimiento.
5. Conclusión: ¿coexistir?
Observo con alivio en los textos de mis colegas varios llamamientos a la convivencia. Los suscribo sin dudarlo. Mi objetivo no era en modo alguno “denigrar” la teoría realista de la interpretación (Champeil-Desplats), sino simplemente presentar otra posición y defenderla de los ataques que creía posible anticipar. Pero se trata de hecho de un conflicto de vecindad: la teoría de Nanterre no es “el mayor enemigo de las teorías normativistas” (Champeil-Desplate, 2024, sección 1). Si bien las dos posiciones tienen profundas divergencias, también comparten concepciones fundamentales.
Lejos de mí negar cualquier interés por los programas de investigación de los realistas. Lamento haberle dado a Millard (2024) la impresión de un “constante desinterés por la práctica de los juristas” (sección 4). Al contrario, creo imprescindible su estudio. Además, el derecho, tal como yo lo entiendo, no es más que el fruto de la práctica de ciertos órganos que dictan leyes, emiten sentencias, etc. Es además imprescindible incluir más ampliamente en el estudio del derecho los discursos, particularmente jurisprudenciales y doctrinales, que abordan, explotan, critican y trabajan esos enunciados. Suscribo plenamente el programa propuesto por Champeil-Desplats (2024): “investigar […] los significados imaginables de los enunciados jurídicos y […] analizar los discursos interpretativos relacionados con ellos” (sección 4). Simplemente me niego a asimilar el derecho positivo a lo que ciertos operadores dicen sobre él. Por lo tanto, no critico a los realistas de Nanterre por estudiar esos discursos: los critico por restringir indebidamente el círculo de discursos estudiados. Esta ceguera voluntaria tiene sin embargo una ventaja. Al dejar de lado este objeto central (la descripción del derecho positivo), invierten más energía en el estudio de los discursos relacionados con él, produciendo un trabajo muy fino y valioso sobre ese tema. Éste es un beneficio del realismo que quiero resaltar para concluir: aprendo mucho estando en contacto con él.
Berti, E. (2023). Mauvaises méthodes pour bonnes lectures. Petit ouvroir de lectures potentielles. Lille: La Contre Allée.
Camus, A. (1965). Sur une “philosophie de l’expression” de Brice Parain, Textes complémentaires à “L’Homme révolté”. Essais (pp. 1671-1682). París: Gallimard, collection Bibliothèque de la Pléiade.
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* Traducción del francés de Federico José Arena.
** Doctor en derecho, Université
Paris 1 Panthéon Sorbonne,
Francia. Profesor de derecho público, Université
Paris Nanterre, Centre de Théorie et Analyse du Droit; Institut Universitaire de France,
Nanterre, Francia. Correo electrónico: thomas.hochmann@gmail.com.
[1] También me parece erróneo afirmar, como Troper, que Hans Kelsen considera que el juez crea la norma
que aplica, pero este punto es aquí incidental. Véase Hochmann
(2017).
[2] Sobre estas cuestiones, que no pueden ser
aquí abordadas en detalle, véase Hochmann (2019a).
[3] Véase la referencia a Pufendorf
en una decisión reciente de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Torres v. Madrid, 592 US (2021), p. 8:
“Esta objeción recuerda la inútil defensa de la persona que ‘negó
persistentemente haber puesto las manos sobre un sacerdote, porque sólo lo
había aporreado y pateado’. 2 S. Pufendorf, De Jure Naturae et Gentium 795
(C.
Oldfather & W.
Oldfather trad. 1934)”.
[4] Véase Scalia y
Garner (2012, p. 162). En lugar de eximir del impuesto a las “plantas frutales,
tropicales y semitropicales”, el texto se centraba en las “frutas, las plantas
tropicales y semitropicales”. Las autoridades reconocieron que esta redacción
hacía que la exención se aplicara a todas las frutas, y no sólo a las
tropicales.
[5] [N. del T.: Jacques II de Chabannes
de La Palice fue un noble francés al servicio del
ejército de la corona. Falleció durante el asedio de Pavía (1525). Su
obituario, si bien con controversias sobre su redacción verdadera, reza: “El
Señor de La Palice ha muerto; Murió cerca de Pavía;
Si no estuviese ya muerto; Estaría todavía con vida”. De allí que más tarde, en
francés, se haya comenzado a utilizar el término lapalissade para hacer referencia
a una perogrullada].
[6] Este es el enfoque explícitamente asumido en
Kelsen (1920, pp. 96 y siguientes). Sobre esta cuestión, véase Hochmann (2019b).
[7] Véase Le Pillouer
(2017).
[8] Véase, dentro de la obra de Adolf Merkl,
Merkl (1923, p. 295).