ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 33, 2-2024, pp. 100 a 122
¿Teoría simple o teoría modesta?
An Easy or a
Modest Theory?*
Arnaud Le Pillouer**
Recepción: 03/02/2024
Evaluación: 10/02/2024
Aceptación final: 08/08/2024
Resumen: El texto de Thomas Hochmann presenta una defensa de la “interpretación científica”, en el sentido que Kelsen atribuía a esta expresión: una actividad consistente en determinar el conjunto de significados posibles de las reglas jurídicas. Sin embargo, da una definición de esta actividad que difiere de la de H. Kelsen o R. Guastini, por ejemplo: según él, los únicos significados pertinentes son los que son admisibles en virtud de los usos de la lengua considerada –excluyendo cualquier recurso a normas superiores o a los métodos y doctrinas en uso en la cultura jurídica en cuestión–. Él adopta, de este modo, una concepción muy estrecha de la interpretación jurídica, que no representaría ninguna dificultad particular si ella no estuviera articulada a una definición restrictiva del derecho positivo (al asimilar normas y enunciados jurídicos), y vinculada a su vez con una concepción de la ciencia del derecho discutible (en la medida en que conduce a discriminar entre las “buenas” y las “malas” interpretaciones del derecho).
Palabras claves: interpretación, realismo, ciencia del derecho.
Abstract: Thomas Hochmann’s paper
presents a defense of “scientific interpretation”, in the sense assigned by
Kelsen to the term: the activity of determining all the possible meanings of
legal rules. Nevertheless, he gives to this activity a quite different
definition from the one by H. Kelsen or R. Guastini,
for instance: in his view, the only relevant meanings are those which are
admitted according to the syntactical and semantical rules of the given
language –without any consideration to higher norms or the interpretive methods
and legal doctrines in use in the given legal culture. He thus adopts a very
narrow view of legal interpretation, which would not raise any particular difficulty, if it were not linked to a very
restrictive definition of positive law (by assimilating legal norms and legal
texts), which is itself bound up of a highly debatable conception of legal
science (insofar as it leads to discrimination between “good” and “bad”
interpretations of the law).
Keywords: interpretation, legal science, realism.
En su artículo, Thomas Hochmann (2024) presenta una defensa de la interpretación científica, en el sentido que Hans Kelsen ha dado a esta expresión –es decir, como una actividad que consiste en determinar el “marco de los significados” de los enunciados jurídicos (incluso si da una versión personal, o si difiere en ciertos aspectos de la original)–. Esta defensa parece refutar la idea (que yo mismo he defendido en otro lugar) según la cual identificar este “marco” constituiría una tarea desmesurada y vana para la ciencia del derecho. Hochmann procura, también, mostrar que buscar estos significados aceptables es a la vez posible y útil –incluso necesaria– para dicha ciencia. Su propósito, que se inscribe en una perspectiva normativista, se presenta más ampliamente como una crítica de las teorías realistas –y en particular de la teoría “de Nanterre” (de Michel Troper)– las cuales descuidarían, en su opinión, el análisis sistemático del sentido de los enunciados jurídicos a favor de un estudio del comportamiento de los actores (en particular de los jueces).
Los argumentos de Hochmann pueden parecer a priori persuasivos. Por ejemplo, critica al realismo (en particular al realismo de Nanterre) por utilizar el término interpretación en un sentido demasiado amplio –como si se refiriera a “todo el proceso de concretización del derecho” (sección 2.1)–. En su opinión, sin embargo, el término interpretación debe reservarse a la búsqueda del significado de los enunciados jurídicos. Cuando una autoridad crea una norma de concretización fuera del marco de los significados admisibles del enunciado que pretende aplicar, lleva a cabo una labor creativa, pero, en sentido estricto, no está interpretando: se trata entonces de eso que Riccardo Guastini denomina una “construcción jurídica” (sin que esta cualificación menoscabe de modo alguno la validez de la norma así establecida). Hochmann reprocha también a las teorías realistas el querer ser exclusivas, focalizando su atención sobre los discursos producidos por los jueces y descuidando los enunciados del jurislador,[1] y defiende la idea de que una ciencia del derecho bien concebida se enriquecería considerablemente dedicándose al estudio sistemático de esos enunciados, evidenciando tanto sus potenciales ambigüedades, como, por ejemplo, sus eventuales lagunas.
Los objetivos de la propuesta teórica de Hochmann no son, pues, demasiado ambiciosos: debería conducir a constatar, por una parte, que la interpretación solo juega un rol limitado en la vida del derecho (en particular cuando consideramos los enunciados de mayor jerarquía en el ordenamiento jurídico) y, por otra parte, que, dado que los enunciados jurídicos son a menudo ambiguos o vagos, ellos permiten todo tipo de aplicaciones, a veces involuntarias e incluso a menudo inesperadas.
Si la tesis de Hochmann se limitara a este planteamiento más bien modesto, no se vería en nombre de qué principio metodológico debería ser refutada. La interpretación científica así concebida encajaría sin grandes dificultades tanto con el trabajo dogmático ordinario (de la que constituiría un aspecto importante) como de otros enfoques inspirados en el realismo, atentos, por ejemplo, al comportamiento de los operadores jurídicos. Ninguna teoría realista ha pretendido hasta ahora que sea absolutamente necesario abstenerse de preguntarse qué significan los enunciados jurídicos. Sin embargo, la posición de Hochmann oculta una ambición mucho más fuerte –y es en esta medida (y solo en esta medida) que ella es pasible, según creo, de algunas objeciones serias–. Parece que su objetivo, en efecto, consiste en defender una cierta concepción de la ciencia del derecho basada en una cierta definición de su objeto (el derecho positivo), definición que en sí misma está vinculada con una cierta caracterización de la interpretación jurídica.
Ahora bien, la forma en que se describe la interpretación jurídica es, cuanto menos, sorprendente (2), mientras que la definición de derecho positivo es muy restrictiva (3), por lo que la concepción presentada de la ciencia del derecho sigue siendo muy discutible (4).
Toda tentativa de distinguir entre interpretación y construcción debe enfrentarse a la pregunta por los criterios que permiten aislar estas dos actividades: el elegido por Hochmann le permite calificar su método como “simple”.
El criterio propuesto por Guastini (1990) parece bastante simple a primera vista: hay “interpretación” propiamente dicha cuando la norma creada por la autoridad resulta de la atribución de un significado a un enunciado, mientras que hay “construcción” en todos los otros casos (p. 32). Es fácil comprender cómo esa presentación permite aislar dos actividades intelectuales distintas. Sin embargo, Guastini precisa que en realidad podemos distinguir tres tipos de interpretación. La primera es la que se denomina interpretación cognitiva y consiste en identificar el marco de los significados posibles de un enunciado. Las otras dos (que califica respectivamente decisoria y creativa) consisten en elegir un significado, ya sea dentro de ese marco o fuera de él (Guastini, 1990, p. 60). En este último caso (si el intérprete atribuye al enunciado un significado por fuera del “marco”), se trata de la creación de nuevo derecho. Afinando su primera definición, Guastini afirma que, en sentido estricto, la interpretación puede ser cognitiva (cuando se procura determinar los significados potenciales de un enunciado) o decisoria (cuando se procura elegir uno de ellos). La interpretación creativa puede en realidad entenderse como una construcción jurídica.
La interpretación científica propuesta por Hochmann corresponde evidentemente a la interpretación denominada “cognitiva”. Sin embargo, propone una definición mucho más restrictiva que Guastini. Mientras este último considera que el marco de los significados posibles de un enunciado jurídico puede ser identificado gracias “a las reglas de la lengua, a los métodos de interpretación en uso, a las doctrinas jurídicas, etc.…” (Guastini, 1990, p. 59), Hochmann, en cambio, sostiene que solo es posible hablar de “interpretación” en los casos en que la autoridad asigna un significado a un enunciado limitándose a utilizar las reglas semánticas y sintácticas de la lengua usada por el sistema jurídico en cuestión. Es por eso que afirma que se limita a proponer una teoría “simple” de la interpretación (sección 3.2). Ella es simple, en el sentido de que los criterios para identificar el marco de posibles significados de los enunciados son reducidos al mínimo, de modo que la frontera entre interpretación y creación es más simple de trazar (cf. infra). Una vez más, Hochmann aclara que no se trata en absoluto de un método simple para determinar “la buena” interpretación (considera, con razón, que ello no es tarea de los juristas), sino solamente para identificar el marco de los significados posibles de un enunciado.
2.2. ¿Una teoría “simple” de la interpretación?
En efecto, el razonamiento de Hochmann tiene el mérito de la simplicidad: puesto que el derecho se expresa mediante enunciados lingüísticos, comprender al derecho consiste en comprender estos enunciados, como cualquier otro enunciado de la lengua utilizada. En su opinión, el hecho de que se trate de enunciados jurídicos prácticamente no supone ninguna diferencia. Evidentemente, los textos jurídicos son a veces complejos, y solo pueden entenderse a la luz de su contexto (es decir, de los textos que los rodean o a los que se refiere su “peritexto”) –pero nada distingue esa necesaria contextualización de lo que ocurre en la comunicación ordinaria usando la lengua en cuestión–. En ese marco, el número de los significados posibles de un enunciado jurídico no es infinito –y, en algunos casos, solo es admisible un solo significado en el marco de la lengua utilizada– (Hochmann, 2024, sección 3.5.1).[2]
Esta caracterización de la interpretación jurídica no deja de sorprender. En efecto, Hochmann insiste mucho sobre la idea, perfectamente correcta, según la cual el método de análisis elegido debe adaptarse a su objeto (en este caso al derecho) –lo que, en su opinión, justifica el interés por la interpretación científica: como él mismo lo explica, “Para no perder de vista su objeto, el método de interpretación debe ser determinado por él, adaptarse a él” (sección 3.1)–. Sin embargo, al reducir la interpretación jurídica a una interpretación del lenguaje ordinario, que no tiene en cuenta, por ejemplo, la coordinación con las normas superiores, ¿no es evidente que Hochmann hace perder toda especificidad a la interpretación “jurídica” y, por lo tanto, hace que su teoría de la interpretación sea inadecuada para su objeto? Si, como lo dice él mismo, el derecho es un sistema de normas expresado por enunciados “producidos de acuerdo con las condiciones establecidas por las normas superiores” (sección 3.1), ¿cómo se puede concebir la interpretación de estos enunciados como completamente independiente de las normas superiores? ¿En nombre de qué principio sería necesario eliminar este elemento cuando pretendemos buscar el “conocimiento” de los significados potenciales de los enunciados jurídicos?
Del mismo modo, Hochmann parece pensar que la “interpretación científica” que propugna podría prescindir de las “doctrinas jurídicas” (en el sentido que Guastini da a esta expresión). Sin embargo, es difícil entender cómo se podrían determinar los “posibles significados” de los enunciados jurídicos sin tener en consideración las teorías que dan sentido al vocabulario jurídico –tales como las teorías de la separación de los poderes (con los conceptos de poder legislativo, ejecutivo o judicial), de la soberanía, del Estado de derecho, del contrato (y de la autonomía de voluntad), del servicio público, etc.–. Cada uno de los términos hace referencia a toda una serie de tesis, más o menos coherentes, pero que orientan la interpretación hacia caminos que, de tiempo en tiempo, pueden alejarse de una comprensión “ordinaria”.
Por otra parte, Hochmann rechaza explícitamente cualquier recurso a los llamados “métodos de interpretación”, utilizados en particular por los jueces para “buscar” los posibles significados de los enunciados jurídicos. Considera que estas “técnicas” (la búsqueda de la intención del legislador, los métodos sistemático o teleológico, etc.) no sirven para establecer el significado de los textos, pero sí para justificar la elección entre varios sentidos. Que estas pretendidas “técnicas” sean procedimientos de justificación y no instrumentos a disposición de los jueces no es discutible; pero esto vale también para el método “literal”. Sin embargo, lo que resulta más sorprendente es considerar que estas técnicas no deberían ser tenidas en cuenta para la identificación del “marco de los significados posibles” de un enunciado jurídico. De nuevo, Hochmann sugiere que para identificar este marco alcanzaría el lenguaje ordinario. Entiende que, en tanto el derecho se expresa en enunciados, la tarea de quienes quieren conocer el derecho consiste en comprender esos enunciados. Pero, ¿cómo comprender estos enunciados si ignoramos que son producidos y recibidos por personas que se sirven continuamente de esas famosas “técnicas de interpretación”, que conocen las “doctrinas jurídicas” a las que se refieren los textos? ¿No es esto ir demasiado lejos en la descontextualización de la enunciación y la recepción de los enunciados jurídicos?
No obstante, es simple comprender por qué Hochmann pretende excluir estas “doctrinas jurídicas” y estas “técnicas” (efectivamente utilizadas por los jueces para “interpretar” el derecho) de los elementos pertinentes para identificar el marco de significados posibles de los enunciados jurídicos: cuando las incluimos, ese marco puede resultar muy vago y puede resultar difícil trazar sus contornos “objetivamente”. Por lo tanto, en su opinión, el método gramatical o literal es el único camino a seguir, porque permite que el marco sea más claro, más preciso y por lo tanto más “simple” de identificar.
En realidad, la interpretación más caritativa respecto de la afirmación de Hochmann (según la cual la interpretación científica debe limitarse a la sola identificación de los significados admisibles en virtud de las reglas de la lengua utilizada) consiste en considerarla como una pura estipulación –que, por lo tanto, vale como cualquier otra, a pesar de la cuestión de la utilidad–. Conviene, entonces, examinar las razones de esta elección conceptual. Sin embargo, tras el análisis esta parece estar vinculada a una definición también estipulativa –en un sentido bastante restrictivo– del derecho positivo.
Estoy completamente de acuerdo con Hochmann cuando afirma que la definición del derecho solo puede estipularse, porque el objeto no preexiste a la ciencia. El valor de una definición estipulativa se aprecia en función de su utilidad respecto del proyecto que se desea llevar a cabo –no en función de su adecuación a la realidad (porque precisamente no existe una realidad con la que confrontar la definición). Por lo tanto, es desde esta perspectiva que conviene examinar la definición de derecho positivo sostenida por Hochmann.
En realidad, se trata de una doble reducción: del derecho positivo a los enunciados jurídicos, y de los enunciados jurídicos a los enunciados producidos únicamente por los “jurisladores”. Se examinarán, sucesivamente, estas dos operaciones.
Hochmann parece considerar que el derecho positivo se reduce a los enunciados producidos por las autoridades normativas –y esto es lo que justifica que la interpretación jurídica deba concentrarse sobre estos enunciados–. Él expresa claramente en su texto: el derecho es “un sistema de normas puestas por seres humanos (…) Ahora bien, es esencialmente a través del lenguaje que los seres humanos ponen normas. La interpretación jurídica consiste, por tanto, en buscar el significado de los enunciados jurídicos” (sección 2.1). Esta reducción del derecho a los enunciados que lo expresan es perfectamente admisible en una perspectiva empirista –porque es posible considerar que esos enunciados son las únicas “cosas” que una ciencia del derecho puede observar–. Pero resulta sorprendente desde el punto de vista normativista adoptado explícitamente por Hochmann.
En realidad, esta reducción parece derivarse más de una confusión (¿quizá voluntaria?) entre normas y enunciados. Varios pasajes sugieren, de hecho, que las normas son los enunciados jurídicos, y viceversa. Esta idea es a veces enunciada de modo explícito (aunque quizás la formulación no es la mejor) –por ejemplo, cuando explica, de pasada, que “el derecho se compone de enunciados producidos según un determinado procedimiento” (sección 3.3.)[3]–, pero la mayoría de las veces se encuentra implícita en el razonamiento de Hochmann. Ahora bien, esta reducción no carece de consecuencias para el análisis que propone. Cuando, por ejemplo, se pregunta pregunta por el estatuto de las diferentes normas potenciales expresadas por un mismo enunciado (pero no deducidas por una autoridad de concretización), parte de una definición clásica de las normas como “significados de los enunciados”, pero termina alejándose de ella cuando invoca los trabajos de Hans Klinghoffer. Explica que en efecto “La interpretación científica no establece, como podría pensarse, que una disposición normativa significa la norma N1 o la norma N2, sino que establece, en cambio, que esa disposición expresa una norma que contiene una alternativa: exige la conducta C1 o la conducta C2” (Hochmann, 2024, sección 3.5.2). Se entiende que Hochmann, por un lado, reduce la norma a su enunciado (a todo enunciado corresponde en realidad una norma, y viceversa), y por el otro, no define la norma como un significado del enunciado (porque el hecho de que existan muchos significados posibles no lo conduce a considerar que existen más normas, sino una sola, que autoriza comportamientos diferentes). Estas “normas alternativas” dejan a los destinatarios una libertad de elección en cuanto al comportamiento que desean adoptar. Tal es el razonamiento que le permite afirmar, contra las tesis realistas (tal vez este era el objetivo perseguido), que las “normas” no son creadas por los intérpretes: las autoridades de aplicación del derecho (los jueces en particular) solo crean las normas de aplicación, pero no las normas superiores, porque ellas permanecen invariables. Pero entonces, eso que no cambia, en realidad, son los enunciados; y se vuelve evidente también que Hochmann abandona por el camino la definición kelseniana de las normas como “significados” de actos de voluntad. Por lo que estamos ciertamente legitimados a preguntarle qué definición alternativa propone.
La segunda reducción que hace Hochmann en su definición del derecho positivo concierne a los enunciados que estima dignos de ser calificados de “jurídicos”. No todos gozan, en efecto, de este privilegio: en varias ocasiones sugiere que la jurisprudencia no forma parte del derecho positivo. En particular, Hochmann explica que si bien las decisiones propiamente dichas de los jueces (una condena, una nulidad, una declaración de conformidad –en resumen, eso que en Francia se denomina el “dispositivo” de una decisión judicial– forman parte, según él, del derecho positivo, ocurre todo lo contrario con los “criterios jurisprudenciales” (y, más en general, lo que en Francia llamaríamos los “motivos” de las decisiones), que Hochmann considera como simples “argumentos” que justifican la elección de una solución determinada. Un argumento, desde su punto de vista, no es derecho (aun cuando haya sido expresado bajo la forma de un enunciado producido por una autoridad jurídica). Esta restricción del derecho positivo a los enunciados del jurislador, y únicamente a los “dispositivos” de las decisiones de los jueces (en tanto que sea posible distinguirlas claramente de los “motivos”) es cuestionable al menos por dos razones –muy diferentes entre sí–.
La primera es que los criterios para identificar los “enunciados jurídicos” son discutibles. Es cierto que Hochmann rechaza claramente la idea según la cual son las autoridades de aplicación del derecho las que determinan el estatus (jurídico) de los enunciados al atribuirles el significado de normas (y su lugar en la jerarquía normativa). Señala, por el contrario que son los enunciados jurídicos los que son producidos “según ciertas condiciones establecidas por el derecho” (sección 3.1.) (con lo que quiere decir “por las normas jurídicas superiores”). Pero si se acepta tal criterio es posible preguntarse qué justifica la exclusión de los “motivos” de las decisiones judiciales. Una de dos: o bien esta exclusión resulta, según Hochmann, del hecho de que los jueces están facultados por el derecho positivo a producir únicamente decisiones, pero no criterios jurisprudenciales, pero en ese caso todo ello dependería, por hipótesis, del sistema jurídico en cuestión (es difícil postular que todos los ordenamientos jurídicos contienen una discriminación tal entre el estatus de los dispositivos y el de los motivos);[4] o bien esta exclusión resulta de una elección epistemológica, es decir, de una estipulación de la teoría del derecho con vistas a definir el derecho, pero entonces debería ofrecerse una precisa justificación (ligada a su utilidad), lo que no es el caso. Todo hace pensar que esta restricción es el resultado de una ideología que podría clasificarse de legalista, la cual niega a los jueces el derecho de crear normas. Sin embargo, aunque estemos de acuerdo con esta apreciación desde el punto de vista político, es necesario admitir, esta vez, desde un punto de vista descriptivo, el rol creador de los jueces.
Esto nos remite a la segunda dificultad que plantea esta restricción: al definir al derecho positivo de esta manera, Hochmann renuncia a darse un objeto de estudio que se asemeje a las acepciones más extendidas de la palabra “derecho”. Evidentemente, como se recordó anteriormente, una definición estipulativa del derecho no puede ser juzgada por su relación con la realidad y no es muy grave que se aparte ligeramente de los usos más comunes de la palabra. No obstante, parece problemático excluir los criterios jurisprudenciales del concepto de “derecho positivo”, a menos que se pretenda construir una ciencia del derecho que apenas satisfaga las expectativas de quienes esperan comprender mejor eso que llaman “derecho”. Incluso en los sistemas que privilegian el derecho escrito, es suficiente, en efecto, con abrir cualquier código para darse cuenta que los enunciados legislativos o reglamentarios conforman una parte bastante limitada de ese “derecho positivo”, en el sentido más común del término. El significado de cada artículo es precisado por la jurisprudencia a través de los “motivos” (y no solamente en el “dispositivo”) y ese complemento resulta evidentemente indispensable para identificar el derecho vigente. De nuevo, proponer una definición del derecho tan alejada del uso común no constituye un problema en sí mismo, pero tal alejamiento altera la capacidad de la “ciencia del derecho” así concebida para cumplir sus objetivos.
En definitiva, cabe preguntarse qué pretende describir Hochmann cuando afirma que la ciencia del derecho debe interesarse por los enunciados del derecho positivo. Describir un lenguaje equivale a describir los usos; pero Hochmann no se interesa realmente por los usos de los jurisladores (cuya voluntad, subraya, no debe tenerse en cuenta para determinar el sentido de los enunciados que producen) ni por los usos de los intérpretes (cuya voluntad importa incluso menos, en esta perspectiva). Aparece la idea, repetida en varias ocasiones (incluso si el término no es utilizado), de que le corresponde a la ciencia del derecho determinar el significado objetivo de los enunciados jurídicos. Sin embargo, este carácter “objetivo” no es en absoluto conferido, como en el caso de Kelsen, por el ordenamiento jurídico (ya que quiere desdeñar la cuestión de la conformidad con las normas superiores): se trata, explica Hochmann retomando una fórmula de Posner, de “determinar lo que se dice”, y para ello conviene recurrir “a la interpretación que daría un intérprete normal” (sección 3.2). En otras palabras, Hochmann también ignora el contexto particular de comunicación de los enunciados jurídicos: un autor que sabe que su enunciado va a ser interpretado por los profesionales del derecho (además de sus destinatarios ordinarios, que no siempre son los principales interesados); y destinatarios que saben que el autor del enunciado perseguía determinados objetivos al producirla. La comunicación concreta entre el autor del texto y sus intérpretes no es el objeto del análisis que propone. ¿Qué queda entonces? Enunciados, sin autores ni destinatarios, que Hochmann considera portadores (¿en sí mismos?) de normas. Se trata sin duda del resurgimiento de una concepción hilética radical de las normas jurídicas: radical, porque ellas no son fruto de la voluntad de ningún ser humano vivo, sino que están dotadas de una existencia propia, a partir del momento en son establecidas.
Por último, el hecho de que considere que los enunciados jurídicos deben ser, solamente, entendidos a través de sus significados admisibles en la lengua en la que ellos son expresados, bien podría revelar una cierta concepción del derecho. Se trata de considerar al derecho más como un lenguaje (lo que justifica el empleo del método literal) que como un método de control social (método teleológico), un sistema coherente de reglas (método sistemático) o un conjunto de mandatos emanados de un soberano (búsqueda de la intención del legislador). De todos modos, Hochmann respondería sin duda que esta crítica no es más que un juicio sobre las intenciones: después de todo, una definición del derecho como objeto de investigación debe responder al método que se desee utilizar para dar cuenta de ese objeto.
Si bien nada prohíbe optar por las definiciones estipulativas defendidas por Hochmann (tanto de la interpretación jurídica como del derecho positivo), conviene, para apreciar su fecundidad, asomarse sobre la concepción de la ciencia del derecho que justifica esas elecciones.
Para comprender su posición es necesario recordar su definición de la noción de interpretación jurídica y a lo que la distingue de (eso que Riccardo Guastini denomina) la construcción jurídica. Hochmann no utiliza esta última expresión, pero es claro que también contrapone ambas actividades, ello es claro, como se vio, en la medida en que propone identificar un “marco” de significados admisibles de los enunciados jurídicos. Cuando una autoridad permanece dentro del marco, interpreta y, por lo tanto, aplica las normas; cuando se sale, la autoridad crea las normas que luego aplica (sin que esta creación tenga necesariamente ninguna consecuencia sobre la validez de las normas de concretización producidas en la ocasión, reconoce Hochmann, si el ordenamiento jurídico no permite sancionar estas últimas). La actividad que consiste en determinar este “marco” es precisamente lo que Hochmann denomina interpretación científica –científica porque es una operación puramente descriptiva y no valorativa (como puede serlo, por el contrario, la interpretación auténtica, que consiste en elegir uno de los significados permitidos por la norma superior)–. Resta, entonces, comprender la función que ocupa esta distinción entre interpretación y creación (o construcción) en la teoría del derecho defendida por Hochmann, ya que ello permitirá evaluar su interés. Ahora bien, en su texto, Hochmann parece dudar al respecto entre dos funciones, que no conducen necesariamente a la misma apreciación.
A veces, parece que Hochmann simplemente desea distinguir dos operaciones intelectuales llevadas a cabo por las autoridades normativas, a fin de dar cuenta de un mejor modo de la actividad de estas últimas.[5] En ese caso, la ambición es modesta y apenas plantea dificultades. Pero la mayoría de las veces se observa que Hochmann le asigna una función mucho más importante: la de distinguir los casos en los que dichas autoridades (y en particular los jueces) producen decisiones “conforme” al derecho,[6] de aquellos casos en que producen decisiones jurídicamente “no conformes” (aunque válidas). Ya no se trata simplemente de distinguir dos modalidades específicas de creación del derecho (una basada en enunciados jurídicos, la otra no), sino de pretender que las autoridades han, o no, respetado las normas superiores. En otros términos, la interpretación científica de los enunciados jurídicos es, afirma, “la operación que permite conocer el derecho positivo”. La ambición es, entonces, bien distinta –y plantea muchas dificultades–. La primera es la utilidad una ciencia del derecho de ese tipo.
Hochmann busca mostrar que al menos dos tipos de personajes estarían interesados por una empresa de este tipo: por un lado, “los individuos que desean guiar su comportamiento en función del derecho” y, por otro lado, aquellos que “practicando la ciencia del derecho, tienen como misión describir el derecho positivo” (sección 5).
En lo que concierne a los primeros, yo les aconsejaría (pero esta es una observación trivial, que los realistas americanos han formulado hace ya mucho tiempo) que presten menos atención a los enunciados del jurislador y a sus significados “potenciales” y que se preocupen más por el modo en el que los jueces las aplican: ello los salvará de numerosas decepciones, si en efecto desean “guiar su comportamiento en función del derecho” (sección 5). Hochmann me objetará sin duda que sucede a menudo que un enunciado sea producido por el legislador o la administración y que se deba orientar el comportamiento antes que cualquiera aplicación haya sido llevada a cabo. Pero incluso en este caso, uno se pregunta por qué afirma que se debería ignorar, para intentar anticipar de qué modo podría ser aplicada en el futuro, la contribución de las “técnicas de interpretación”, de las doctrinas jurídicas, o de las normas superiores… Es precisamente lo contrario lo que, en evidencia, debería hacerse.
En cuanto al segundo tipo de personaje, la duda es aún más profunda. ¿De qué manera concibe Hochmann el papel del “científico del derecho” como para afirmar que podría estar interesado por la interpretación científica, en la versión que él propone? A este respecto sólo podemos formular una hipótesis, pero parece que la tarea de este científico bastante inusual es, según él, evaluar en particular si un enunciado jurídica (que Hochmann asimila a una norma) fue efectivamente respetado al momento de su aplicación por una autoridad.[7] En otras palabras, la determinación del marco de los significados posibles del enunciado sirve esencialmente para identificar el “derecho positivo” (es decir, siguiendo su terminología, el conjunto de los enunciados jurídicos constituyen las fuentes del derecho), para poder comparar con este las decisiones de las autoridades de aplicación.
A decir verdad, se trata de una tarea particularmente apreciada por los juristas que practican la dogmática jurídica, puesto que con frecuencia se consideran al mismo nivel que las autoridades de aplicación del derecho, a fin de discutir el modo en que han decidido. Es comprensible que el jurista aprecie particularmente este tipo de posición, ya que esa tarea (independientemente de que se la considere ciencia del derecho o no, aquí ello no es importante) satisface lo que considera ser su función social: iluminar el debate público gracias a sus competencias profesionales, en particular indicando si las autoridades encargadas de aplicarlo han respetado o no el “derecho”. Este es, en efecto, el modo en que concebimos, en general, el rol de los juristas –en el campo académico, político y en los medios de comunicación, por ejemplo–. A riesgo de ser acusado de hacer un juicio sobre las intenciones, me parece que la atracción que esta “misión” ejerce sobre los juristas explica en gran parte las elecciones de Hochmann. Pero esta atracción es comparable a la de la luz sobre los insectos nocturnos: irresistible, sí, pero también, por desgracia, una trampa.
El hecho de que indique que el derecho permite varias soluciones (y no una sola como suelen sostener los juristas dogmáticos) no cambia nada: esta afirmación no constituye jamás una apreciación objetiva.
En este sentido, conviene distinguir esta posición de la defendida por Guastini. En efecto, Guastini parece admitir, en virtud la determinación del marco de significados admisibles de un enunciado, que es posible distinguir objetivamente entre lo que merece el nombre de interpretación y lo que es pura creación del derecho. De todos modos, por un lado, Guastini (1990) insiste sobre el hecho de que no se trata solamente de identificar las interpretaciones “buenas, correctas o admisibles” de las que serían “malas, incorrectas o inadmisibles” (p. 61) –en lo que se aleja claramente de la posición de Hochmann– sino solamente de precisar el lenguaje que se emplea para hablar del derecho: el término interpretación no debería utilizarse con demasiada amplitud. Por otro lado, la definición que Guastini da del “marco” y que permite trazar el límite entre interpretación y construcción es, en su caso, mucho más amplia: mientras que para Hochmann solo las reglas sintácticas y semánticas de la lengua en la cual ha sido expresado el enunciado es expresado servir para delimitarlo, Guastini añade a estos elementos las reglas lógicas, los métodos de interpretación o las “doctrinas jurídicas”. Estos criterios a la vez amplios y numerosos hacen que los límites del “marco” sean variables en el tiempo y relativamente indeterminados: si se quiere considerar todas las opciones, el número de interpretaciones “concebibles” de un mismo enunciado es sin duda muy importante (tanto más cuanto más se asciende en la jerarquía de normas), pero sobre todo resulta muy difícil pretender que podemos fijar “objetivamente” el límite exacto del marco.[8] El problema no es, sin embargo, tan agudo, si nos contentamos con ver en esta distinción un simple problema conceptual. El problema se agudiza si se quiere hacer de ella un criterio para establecer qué es conforme a derecho y qué no.
Esta es, sin duda, la razón por la cual Hochmann eligió restringir estos criterios de identificación a uno solo. Esto le permite, sin duda, a la vez, limitar el número de significados posibles de un mismo enunciado, ya que cada uno se considera de forma aislada (con el “peritexto” como única luz contextual), teniendo en cuenta únicamente los usos lingüísticos de la lengua en cuestión. En este contexto, efectivamente los límites del marco de los significados posibles de un mismo enunciado son sin duda mucho más claros y estrechos. El precio a pagar es, sin embargo, alto, si el objetivo consiste en distinguir objetivamente aquello que es conforme al derecho de aquello que no lo es.
Una postura como esta lo conduce inevitablemente, por una parte, a considerar como “no conformes al derecho” una serie de decisiones, en absoluto desacuerdo con el sentido común de los juristas (en particular cuando una autoridad se aparta del sentido común de las palabras para adecuar la norma a las normas superiores, utilizando un método de interpretación o una doctrina jurídica), y por otra parte, lo conduce a considerar como “conformes al derecho” interpretaciones relativamente absurdas para el sentido común de los juristas –como las que menciona en su texto (cuando indica, por ejemplo, que un cartel de “prohibido perros” a la entrada de un lugar público permite la entrada de cocodrilos [sección 3.3])–.
Una vez más, esta discrepancia no es un problema en sí: es normal e incluso deseable que la ciencia contemple su objeto de estudio de un modo diferente del sentido común. La pregunta que queda por resolver es la utilidad del planteamiento: ¿el sistema conceptual que Hochmann propone para dar cuenta del derecho positivo permite una mejor comprensión del mismo? A este respecto no puede evitarse plantear algunas dudas: ¿qué sentido tienen estas valoraciones sobre la “conformidad al derecho” proferidas por el científico, si están tan alejadas de la comprensión más común de las normas? Para poner un ejemplo proporcionado por el propio Hochmann, ¿es realmente útil señalar que los bares podrían, respetando la regla enunciada en el texto, volver a abrir a las 18:05 horas, después de haber cerrado a las 18 horas, incluso si ningún juez lo consideraría así? Pero hay otros: ¿es realmente necesario observar que el artículo 18 de la Constitución francesa, que establece que cuando el presidente de la República hace leer un mensaje a una cámara parlamentaria, ese mensaje “no da lugar alguno al debate” (sin más precisiones), podría significar que se prohíbe a todos los ciudadanos discutirlo con sus familias o en los cafés? A la inversa, ¿debe considerarse que el artículo 45 de la ley orgánica de 1958 sobre el estatus de los magistrados que prevé, en condiciones muy estrictas, la posibilidad de remover a un magistrado de su cargo es contrario al artículo 64 apartado 4, de la Constitución, que establece que los jueces son “inamovibles”? Hasta aquí los ejemplos, todos tomados de la Constitución francesa. Cualquiera podrá además advertir que hay numerosos ejemplos, de interpretaciones muy comunes del derecho, que el enfoque de Hochmann levaría a considerar como “no conformes al derecho”, o, a la inversa, ejemplos de interpretaciones rebuscadas que Hochmann consideraría perfectamente “conformes” –con el pretexto de que las palabras utilizadas en el texto “admiten” esas lecturas–. La grilla de análisis propuesta por Hochmann es, sin duda, utilizable, pero corre un alto riesgo de resultar inútil para la ciencia del derecho.
En realidad, el hecho de que una norma se derive de una interpretación de un enunciado o resulte de una pura construcción jurídica tiene, en mi opinión, poco que ver con su “conformidad” con las normas superiores. Un ejemplo de ello es el uso que hizo de Gaulle del artículo 11 de la Constitución francesa en 1962 para revisarla e introducir la elección del presidente de la República por sufragio universal directo.
Por una parte se observa aquí que la decisión de recurrir a este artículo revela una interpretación del texto constitucional en el sentido de Guastini (e incluso de Hochmann): en la medida en que el proyecto de revisión concernía a las modalidades de designación del Presidente de la república, se refería claramente, según de Gaulle y sus partidarios, a la “organización de los poderes públicos” (es decir, uno de los ámbitos sobre los cuales puede celebrarse un referéndum en virtud del artículo 11 de la Constitución). Pero esta interpretación está asociada a una construcción jurídica (esta vez en el sentido de Hochmann), en la medida en que trataba de apoyarse en una “doctrina jurídica” –la del pueblo constituyente, capaz de decidir en cualquier momento cambiar la Constitución– para justificar el recurso al artículo 11 (que permite precisamente la expresión directa del pueblo) en lugar del artículo 89. En otras palabras, el hecho de que las autoridades se basaran en una interpretación de una disposición del texto constitucional no impide que también haya habido cierto nivel de construcción. De hecho, según la grilla de lectura de Hochmann es posible preguntarse si la revisión de la Constitución es “conforme” a la Constitución porque ella resulta de una interpretación (en sentido estricto) del artículo 11, o no conforme, poque ella resulta también de una construcción jurídica (es decir de una pura creación). Me parece que las dos posiciones pueden perfectamente ser defendidas, por lo que una conclusión se impone: el hecho de que una decisión resulte de una interpretación (o de una construcción) nada dice sobre su conformidad o no al derecho.
Por otra parte, es posible considerar que en este caso la construcción jurídica sirvió para justificar la elección del artículo 11 como base de la revisión constitucional. Puede entonces preguntarse si, de manera general, la elección de recurrir a tal o cual disposición jurídica, a fin de interpretarla para producir una norma, no resulta siempre de una construcción jurídica –en el sentido de que, en general, la determinación del texto a interpretar (que resulta de la operación de la calificación) no es también ella resultado de una interpretación–. ¿Tiene sentido, entonces, querer determinar la “conformidad” al derecho de las decisiones de las autoridades normativas a través del prisma de la distinción entre interpretación y construcción jurídica, si la decisión de interpretar resulta ella misma una construcción?
En fin, en la medida en que esta pregunta de la “conformidad al derecho” es una pregunta eminentemente controvertida en cada sistema jurídico (en razón de la carga valorativa de la palabra “derecho” o “legal”), cabe preguntarse si es realmente razonable confiar a la ciencia del derecho la tarea de decidir este tipo de cuestiones.
Para evitar caer en esta trampa, hace falta simplemente abstenerse, yo creo, de toda apreciación sobre la conformidad (o no) de las decisiones de las autoridades de aplicación del derecho a las normas superiores que ellos pretenden aplicar.[9] Si se quiere completar la metáfora, es necesario colocar un vidrio entre el insecto que vuela y la luz que lo atrae irresistiblemente y que puede quemarle las alas.
Es por eso que es necesario, a fin de conservar un enfoque útil para la descripción del derecho positivo, invertir el orden de análisis. Es altamente preferible, en efecto, no partir de los “enunciados del derecho positivo” y de significados potenciales para compararlos con las decisiones de las autoridades de aplicación, sino partir de estas decisiones, para describir la manera en la que las autoridades pretenden aplicar el derecho positivo (y en particular –pero no solamente[10]– los enunciados mencionados por Hochmann). De este modo, nos limitamos a describir la práctica (las decisiones, pero también los argumentos) de estas autoridades normativas. Ello nos permite entonces intentar comprender cómo y/o por qué la autoridad se apoyó, para justificar su decisión, sobre un texto del jurislador y no sobre una jurisprudencia o una costumbre, sobre este texto y no otro, sobre el sentido común de las palabras antes que a la intención del legislador, o incluso sobre la teoría de la separación de los poderes o la jerarquía de las normas (y así sucesivamente).
Para refutar este planteo, Hochmann recurre al argumento de que esto llevaría a considerar toda forma de argumento como “del derecho”, incluida la Biblia, si a un juez se le ocurriera utilizarla para resolver un litigio. El ejemplo es excelente, y manifiesta efectivamente una divergencia entre nuestras apreciaciones. Si las autoridades judiciales utilizaran extractos de la Biblia en sus argumentaciones en apoyo de sus decisiones, y si esas decisiones fueran confirmadas (o no estuvieran sujetas a un recurso), uno se pregunta cuál podría ser la actitud de Hochmann frente a ellas. Sin duda señalaría que los jueces utilizaron mal tales argumentos, porque la Biblia no es un texto del derecho positivo (tal como él lo ve). ¿Podría decir más? Probablemente no. Tal vez, incluso, se vería obligado a admitir que, a pesar de una argumentación defectuosa, la decisión adoptada por la autoridad judicial era efectivamente conforme al derecho –si, a pesar de la argumentación religiosa, la autoridad tribuyó al enunciado jurídico un sentido lingüísticamente concebible (la Biblia, por ejemplo, solo le sirvió para elegir entre los significados admisibles)–.
Al contrario, en la perspectiva que estoy intentando defender, el hecho de que los jueces recurrieran a un texto religioso para resolver un litigio resultaría un elemento significativo, digno de reflexión: ¿por qué necesitaron basarse sobre algo distinto que enunciados extraídos de fuentes más clásicamente consideradas como jurídicas? ¿Qué buscaron hacer basándose en la Biblia? ¿Crear una excepción a una regla legislativa? ¿Evitar aplicar una norma internacional? ¿Orientar la interpretación del derecho positivo en general? ¿Cómo articularon las disposiciones del derecho positivo al texto sagrado? ¿El texto sagrado fue presentado como superior a la Constitución o como permitiendo precisar del sentido de los principios generales del derecho? ¿Cómo justificaron, sí lo hicieron, el recurrir a la Biblia? ¿Como un derecho natural, como resultado de una lectura de la Constitución? Etc...
Como es posible observar, las preguntas que surgen son numerosas, y del más alto interés, y las respuestas que pueden darse a las mismas pueden, sin duda, contribuir a mejorar la comprensión del derecho positivo –si se acepta dar a esta expresión un sentido, a la vez, más amplio y cercano a su sentido común–.
Este enfoque no pretende ser el único que merezca la etiqueta de “ciencia del derecho”, y no es en absoluto excluyente de otras perspectivas – por ejemplo, la propuesta por Hochmann, al menos en su versión más modesta–.
No cabe duda de que el análisis de las formas adoptadas por los enunciados jurídicos, sin consideración de la voluntad de sus actores (muy difíciles de identificar, la más de las veces) ni de sus destinatarios (misma observación) puede ser interesante: permitiría revelar ambigüedades inesperadas, silencios involuntarios, sugerencias implícitas (como demuestran ampliamente los numerosos ejemplos). Como tal, este tipo de análisis puede muy bien vincularse a otros enfoques, ya sean prácticos o teóricos. En cambio, difícilmente puede pretender, por sí solo, el calificativo de “ciencia del derecho”: su carácter científico puede ser discutido, pero, sobre todo, solo se ocupa de un aspecto muy limitado del fenómeno jurídico, de suerte que solo pueda considerarse como un complemento útil de otros enfoques. En resumen, la teoría simple de la interpretación no tiene ninguna virtud a menos que se le reserve un lugar muy modesto en una teoría del derecho más amplia que la prevista por Thomas Hochmann.
Guastini,
R. (1990). Dalle fonti alle norme.
Torino: G. Giappichelli.
Hochmann, T. (2024). Algunas
consideraciones teóricas sobre la interpretación científica. Discusiones, 33.
Le
Pillouer, A. (2017). Indétermination du langage et indétermination du droit. Droit & Philosophie, 9(1), 19-43.
Millard, E. (2022). Théorie générale du droit, (2da ed.). París: Dalloz.
* Traducción del francés de Catalina Tassin
Wallace.
** Doctor en derecho público, Université
Paris Nanterre, Francia. Profesor de Derecho Público, Université
Paris Nanterre, Centre de Théorie et Analyse du Droit, Nanterre,
Francia. Correo electrónico: a.lepillo@parisnanterre.fr.
[1] En lo sucesivo utilizaré este término para designar a las
autoridades que producen enunciados jurídicos de carácter general (ya sea que
se trate del legislador, del constitutivo o de la autoridad legisladora).
[2] Si se afirma lo contrario, según la opinión de Hochmann, es porque confundimos la interpretación de un
enunciado y la producción de una norma en aplicación de la norma superior –dos
operaciones que deben ser distinguidas–. Pues si ello es así, debemos convenir
en que solo la segunda tarea nos conduce a considerar la cuestión de la
conformidad con las normas superiores: la interpretación, en cambio, concierne
únicamente a la atribución de un significado al enunciado. También la
interpretación científica por la que aboga (la determinación del marco de los
significados posibles) no consiste, como señala por ejemplo Eric Millard, en
“seleccionar de entre los significados lingüísticamente posibles aquellos que
también son posibles respecto de las normas superiores del mismo sistema”
(Millard, 2022, p. 96 como se citó en Hochmann,
sección 3.2, nota 36), sino en “establecer los diferentes significados
comunicados por los enunciados” (retomando la expresión que Hochmann
usa en su texto [sección 3.2]).
[3] Lo mismo ocurre con la frase final de la
conclusión, en la que Hochmann lamenta que
los realistas “arrastrados
por el impulso, llegan a negar toda posibilidad de describir las normas del
derecho positivo” (sección 5), en
tanto rechazan la utilidad de la “interpretación científica”.
[4] Por otra parte, incluso si todos los
ordenamientos jurídicos incluyeran tal distinción, cabría preguntarse si esta
autorización restrictiva debería expresarse claramente, o puede resultar de una
interpretación posible (entre otras) de los textos pertinentes –lo que
plantearía aún más dificultades–.
[5] De este modo, cuando escribe que “conceptualmente se pueden
distinguir tres tareas diferentes, aun cuando, sin duda, suelen estar mezcladas
en la práctica o, a veces, ausentes de la reflexión real sobre un caso concreto” (sección 2.3) y cuando precisa que solo la
primera (“la búsqueda de diferentes significados de un enunciado”) concierne a
la interpretación científica (sección 4.1). Lo mismo ocurre cuando reconoce, a
propósito de la interpretación científica, que sus resultados son modestos y
que “esta actividad
no abarca, ni mucho menos, toda la práctica jurídica” (sección 4.2.3).
[6] Así, escribe que la
interpretación científica, además de indicar las aplicaciones imprevistas de
una norma dada, puede también permitir establecer “que la decisión de un juez,
por válida que sea, no es conforme a derecho” (sección 4.2.4).
[7] Conviene reiterar que esta apreciación no
tiene consecuencia, para él, sobre la cuestión de la validez de la norma de
aplicación, ya que ella puede perfectamente ser válida sin
ser conforme a la norma aplicada: ella deriva su validez del ordenamiento
jurídico, en particular, cuando este no ha previsto ningún dispositivo que
permita su anulación.
[8] Esto es lo que me llevó a
afirmar que la búsqueda de los significados “posibles” de un enunciado
constituía una tarea a la vez imposible e inútil (Le Pillouer,
2017).
[9] Me parece que, en efecto, a pesar de sus
precauciones, Guastini (1990) no escapa enteramente a
la crítica: porque, aunque quiere simplemente reservar el término de interpretación al caso en el que un
significado “admisible” es atribuido a un texto jurídico, su empresa conduce,
sin embargo, a distinguir entre los casos en los que una autoridad procede a
una “verdadera interpretación” de aquellos en los que crea “normas nuevas” (p.
61). Ahora bien, los desafíos de una distinción de este tipo y las incertezas
que generan los criterios para aplicarla hacen que resulte muy difícil asignar
dicha tarea a una ciencia del derecho estrictamente descriptiva.
[10] La costumbre o los “criterios
jurisprudenciales”, que Hochmann parece querer
excluir, tienen, en efecto, su lugar en el análisis.