ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 32, 1-2024, pp. 132 a 162
¿Sueñan las normas con
ovejas eléctricas? Sobre las normas como artefactos
Do Norms Dream of Electric Sheeps? On norms as artifacts
Jorge L. Rodríguez*
Recepción: 28/03/2024
Evaluación: 28/03/2024
Aceptación final: 29/03/2024
Resumen: El objeto de este trabajo es efectuar una evaluación crítica de la tesis central defendida por Juan Pablo Mañalich en “Las normas de comportamiento como artefactos abstractos”. Se examinan, en primer lugar, las críticas que el autor dirige contra las concepciones hilética y expresiva de las normas para mostrar que en verdad existe una dificultad de base con el criterio que preside dicha distinción. En segundo lugar, se considera en particular la caracterización de Mañalich de las normas de comportamiento como artefactos abstractos, señalando las diversas dificultades que ella conlleva. Palabras clave: Normas regulativas, Concepción hilética y expresiva, Artefactos abstractos, Normas y razones
Abstract: The purpose of this work is to conduct a critical
evaluation of the central thesis defended by Juan Pablo Mañalich
in “Conduct Norms as Abstract Artifacts.” Firstly, the author’s criticisms
against the hyletic and expressive conceptions of norms are examined to
demonstrate that there is indeed a fundamental difficulty with the criterion
underlying such a distinction. Secondly, Mañalich’s
characterization of conduct norms as abstract artifacts is
specifically considered, pointing out the various difficulties it entails.
Keywords: Regulative norms, Hyletic and expressive conception,
Abstract artifacts, Norms and reasons
En su artículo “Las normas de comportamiento como artefactos deónticos” (2024) Juan Pablo Mañalich analiza las normas de tipo regulativo que resultan reforzadas por sanciones penales, examina las diferentes caracterizaciones de las normas que se han ofrecido desde la teoría general del derecho, evalúa críticamente tales caracterizaciones, y propone concebir a las normas como artefactos, concepción que a su juicio resultaría la más satisfactoria para desarrollar una teoría de las normas penales.
La empresa que se propone Mañalich me parece de la mayor relevancia. Salvo muy honrosas excepciones, desde la dogmática penal ordinariamente se asumen caracterizaciones muy ingenuas de las normas, y no es usual que los dogmáticos penales se preocupen por bucear en la amplísima bibliografía que se ha ocupado del tema desde la filosofía analítica y la teoría general del derecho. Esto es algo que siempre me ha resultado sorprendente, porque es difícil entender cómo sería posible construir una teoría del delito sin la base de una adecuada caracterización de las normas. Por otra parte, Mañalich tiene una notable competencia teórica y ha estudiado detenidamente esa amplia bibliografía, lo que hace que su aporte resulte de gran interés.
Mañalich comienza por remarcar, acertadamente a mi juicio, la superioridad del modelo dualista o estándar de reconstrucción de las normas penales, que distingue entre normas primarias de comportamiento y normas secundarias de sanción, por sobre el modelo monista o de la sanción, según el cual no sería posible trazar esa distinción. Este último modelo es el defendido paradigmáticamente por Kelsen, para quien una conducta es ilícita en tanto y en cuanto ella constituya el antecedente de una norma que impone el deber de sancionar coactivamente a su autor. En otras palabras, una norma que prohíba, por ejemplo, el homicidio, sería según este punto de vista enteramente superflua dado que esa prohibición sería derivable de la que impone sanción al homicida. Pero, además, solo serían delitos aquellas conductas que satisfagan tal condición, de modo tal que una norma que se limitara a prohibir cierta acción no instituiría un delito si es que no existe la norma que impone sanción a su autor (Kelsen, 1945, p. 71; Kelsen, 1960, pp. 125-126).
La dificultad capital de esta reconstrucción, así como de la pretensión general de Kelsen de definir todos los conceptos jurídicos básicos a partir del concepto de sanción, se pone particularmente de manifiesto cuando se intenta distinguir entre el pago de una multa como sanción penal del pago de una tasa por un servicio. Ambas consisten en la privación de un bien; ambas son exigidas por una autoridad competente y se imponen coactivamente ¿Con qué criterio podría entonces decirse que la multa constituye una sanción y el pago de una tasa no? Tal como lo señalara Hart, el derecho no está compuesto exclusivamente por normas dirigidas a los funcionarios indicándoles que frente a ciertos casos han de aplicar sanciones: el derecho pretende regular las acciones de las personas a través de reglas generales a las cuales deben adecuar su conducta. Solo en caso de que no lo hagan, esto es, en las situaciones patológicas de incumplimiento de las reglas generales, intervienen los funcionarios para aplicar sanciones. La diferencia entre una multa y el pago de una tasa, aunque ambas supondrían un funcionario, un mal y una coacción, consistiría en que en el primer caso se ha incumplido un deber y en el segundo no (Hart, 1961, pp. 49-50). Esto, desde luego, obligaría a aceptar que la noción de sanción debe definirse a partir del concepto de deber jurídico y no a la inversa, tal como pretendía Kelsen.
Para Mañalich, las normas primarias de comportamiento, que establecen deberes y prohibiciones, serían reglas regulativas de conformidad con la distinción de Searle (1969, pp. 33 y ss.). En cambio, las normas secundarias que establecen sanciones serían reglas constitutivas que asignan competencia a ciertos órganos para sancionar y, consiguientemente, determinarían para el autor del delito una sujeción a ser castigado. No estoy de acuerdo con esto último, pero no voy a discutirlo aquí porque Mañalich solo lo comenta en este trabajo al pasar, dado que su interés se centra en intentar esclarecer la naturaleza de las normas primarias que imponen derechos y obligaciones. Al respecto, Mañalich pasa revista a la tradicional distinción postulada por Alchourrón y Bulygin entre una concepción expresiva y una concepción hilética de las normas (Alchourrón y Bulygin, 1981) (regulativas), dirigiendo contra cada una de ellas diferentes apreciaciones críticas. Comparto buena parte de esas críticas, y también estoy de acuerdo con la idea general que, entiendo, preside la caracterización de las normas jurídicas como artefactos, que es en definitiva aquella que Mañalich defiende, esto es, que el derecho es “puesto en el mundo” por el hombre. Mis diferencias con Mañalich consisten, por una parte, en las razones por las que me parecen inadecuadas tanto la concepción hilética como la concepción expresiva de las normas y, por la otra, en que resulte esclarecedor en algún sentido sostener que las normas son artefactos.
La pregunta central que plantea Mañalich en su trabajo es si las normas primarias de tipo regulativo cuya transgresión constituiría un delito deben necesariamente caracterizarse desde una concepción imperativista, como casos de uso prescriptivo del lenguaje, lo cual a su juicio implicaría comprometerse con una cierta posición acerca del estatus ontológico de las normas: lo que Alchourrón y Bulygin calificaran como la concepción expresiva de las normas.
Para la concepción expresiva las normas serían entidades lingüísticas que constituirían el resultado del uso prescriptivo del lenguaje, lo que para Mañalich equivaldría a actos de índole imperativa, y esto supondría al menos dos problemas. En primer lugar, dicha concepción no podría dar cuenta de que las normas son entidades cuya existencia perdura en el tiempo, algo que no podría explicarse satisfactoriamente si se las concibe como actos imperativos, que se agotan con su emisión. Frente a esto hay quienes habrían planteado la alternativa de redefinir a las normas como relaciones que se establecerían entre un emisor y un receptor al captar el segundo el mensaje del primero[1] (normas-comunicación), pero esto conduciría a otra dificultad: que dicha relación no podría configurarse si el receptor no tiene las capacidades necesarias para orientar su conducta sobre la base del mensaje prescriptivo. Contrariamente, Mañalich entiende que la capacidad de una norma para obligar dependería de su insensibilidad respecto de las actitudes de sus destinatarios, pues si su alcance estuviera a disposición del destinatario no podría sostenerse que este está sometido a la norma.
Pero si en lugar de esta intelección se interpreta que todo acto de promulgar da lugar a la existencia de una norma (norma-prescripción) (Alchourrón y Bulygin, 1979, pp. 21-22), no solo se tendría la apuntada dificultad para explicar la persistencia de las normas en el tiempo, sino que, además, de acuerdo con Mañalich, esta perspectiva no permitiría explicar la naturaleza de las reglas regulativas por otra razón. La promulgación de una regla de este tipo no podría identificarse con la impartición de una orden puesto que su función (servir como un modelo de comportamiento), no podría concebirse si no pudiera ser promulgada, es decir, puesta en vigor, lo que requeriría de un acto de habla performativo, no imperativo. Y si desde la concepción expresiva se rechaza una postura puramente imperativista de las normas y se admite la posibilidad de dictar normas permisivas, debería entonces aceptarse no solo actos de ordenar sino también actos de permitir, pero en tal caso el término “promulgación” significaría algo distinto si lo promulgado es una norma imperativa o una permisiva, cuando una reconstrucción adecuada del concepto de promulgación requeriría que este no varíe según cuál sea la clase de norma que se promulgue.
Si se acepta la presentación del problema que efectúan Alchourrón y Bulygin respecto de las concepciones de las normas, y estas razones se estiman suficientes para descalificar la concepción expresiva, parecería que como alternativa debería optarse por la concepción hilética de las normas. Pero para Mañalich también la concepción hilética resultaría inadecuada para dar cuenta de las reglas regulativas. De acuerdo con ella las normas serían significados prescriptivos, una caracterización platonista que volvería a las normas entidades independientes del lenguaje. También aquí señala Mañalich dos dificultades centrales. En primer lugar, identificar a las normas con “proposiciones prescriptivas” que carecerían de valores de verdad supondría una caracterización muy oscura si no incoherente, pues las proposiciones suelen definirse precisamente por ser entidades de las que puede predicarse verdad o falsedad. En segundo lugar, se incurriría en el error de confundir el estatus de las normas como entidades abstractas con objetos puramente intensionales, cuya existencia solo podría ser ideal, lo que no podría compatibilizarse con la consideración de que en general las normas sociales, y en particular las normas jurídicas, son entidades que “tienen una historia”, esto es, una existencia temporal. A ello agrega, citando a Black (1962, pp. 103-104), que las normas no podrían identificarse con significados, porque mientras tiene perfecto sentido decir que una norma ha sido seguida o quebrantada, no tendría sentido decir que un significado pueda ser seguido o quebrantado.
Con argumentos como estos, que aquí he presentado muy sintéticamente, Mañalich descarta tanto la concepción expresiva como la concepción hilética. Pero dado que estima que esas dos caracterizaciones no son, tal como lo presentan Alchourrón y Bulygin, conjuntamente exhaustivas, se inclina por una caracterización diferente de las reglas regulativas, concibiéndolas como artefactos abstractos, algo que más adelante examinaré.
Más allá de que no comparto el criterio que preside la distinción entre las concepciones hilética y expresiva tal como la formulan Alchourrón y Bulygin, sobre lo que me extenderé en el punto siguiente, concuerdo con varias de estas apreciaciones críticas. Pero no con todas. Con relación a la concepción expresiva, en primer lugar, por momentos Mañalich parece identificarla con su versión imperativista, esto es, aquella que solo admite actos de ordenar o prohibir, pese a que Alchourrón y Bulygin aclaran que esa es solo una de las variantes que asumiría la concepción expresiva, dado que nada impide desde esa perspectiva aceptar también actos de permitir, lo que Mañalich reconoce. En segundo lugar, la imposibilidad de dar cuenta desde la concepción expresiva de que las normas persisten en el tiempo solo sería tal si se considera que desde este punto de vista las normas se identifican con actos de prescribir. Mañalich advierte que hay cierta ambigüedad aquí en Alchourrón y Bulygin, quienes a veces parecen sostener eso (cuando afirman que desde la concepción expresiva no puede admitirse la posibilidad de relaciones lógicas entre las normas, porque no hay relaciones lógicas entre hechos), pero otras veces afirman que desde este punto de vista las normas serían el resultado del uso prescriptivo del lenguaje. Y si bien no aclaran en qué consistiría el resultado del uso prescriptivo del lenguaje (quizás podría ser que una cierta proposición pase a ser ordenada o permitida, quizás como lo interpreta Guastini podría ser un significado (Guastini, 2018), no parece que haya nada que impida congeniar esta última caracterización con una explicación adecuada de la idea de que las normas persisten en el tiempo. En tercer lugar, aunque la promulgación de una norma, al igual que su derogación, sean actos de habla performativos (“Promúlgase la norma “Prohibido hacer x””, “Derógase la norma “Prohibido hacer x””), ello no dice absolutamente nada sobre si la norma promulgada o derogada (“Prohibido hacer x”) es o no un acto de habla prescriptivo o su resultado, porque las normas no pueden identificarse con su promulgación. De hecho, los actos de promulgación y derogación se refieren de manera directa a ciertas formulaciones de normas, y solo indirectamente a las normas expresadas por esas formulaciones. Por eso mismo es incorrecto sostener que si se aceptan no solo actos de ordenar sino también la posibilidad de actos de permitir, esto no permitiría ofrecer un concepto adecuado de promulgación, que no varíe según cual sea la clase de norma que se promulga.
En cuanto a la concepción hilética, no me resultan en absoluto convincentes los argumentos que presenta Mañalich para rechazar la idea de concebir a las normas como significados y, por consiguiente, como entidades de existencia abstracta. Mañalich cita a Black (1962, pp. 100-102), quien afirma que es constitutivo de lo que entendemos por “regla” que lo que esa expresión designa admita diferentes formulaciones. Naturalmente uno diría que lo que esas posibles formulaciones lingüísticas distintas de una misma regla poseen en común es, precisamente, su significado. No obstante, Black —al igual que Mañalich— rechaza que las reglas puedan identificarse con significados sosteniendo que no tiene sentido predicar de un significado que pueda ser seguido o quebrantado. Pero esto es claramente una falacia: no todo lo que puede predicarse de una especie tiene sentido predicado de un género al que la especie pertenece. El argumento de Black es tan convincente como sostener que las vacas no son seres vivos, pues mientras tiene sentido decir que las vacas mugen no tiene sentido decir que los seres vivos mugen. Si las normas se interpretan como significados, se trataría de significados de los que tiene sentido predicar que pueden ser quebrantados o seguidos. Considerar que de ningún significado tiene sentido predicar que pueda ser quebrantado o seguido es presuponer que no puede haber significados prescriptivos, esto es, equivale simplemente presuponer que las normas no son significados,[2] no es un argumento que pueda emplearse para justificarlo.
Por otra parte, concebir a las normas como entidades de existencia abstracta es perfectamente compatible con sostener que las normas —al menos algunas de ellas, las jurídicas en particular— “tengan una historia”. Como bien lo advierte Mañalich citando a Caracciolo (1997, pp. 171-172), es posible considerar que cuando se alude a la existencia temporal de las normas en realidad se está haciendo referencia a la selección (“mera selección” dice Mañalich) de una norma como perteneciente a un cierto sistema: el sistema de las normas promulgadas por la autoridad x, el sistema de las normas aceptadas en la comunidad x, el sistema de las normas aplicadas o aplicables por los funcionarios de la comunidad x, etcétera. Considérese la primera palabra de este artículo: “sueñan”. Podría haber escrito mi trabajo en otro idioma y, en tal caso, hubiera utilizado otra palabra, pero para transmitir el mismo mensaje, esto es, el significado de dicha palabra. Desde luego, yo no inventé la palabra “sueñan” ni tampoco su significado. Pero tiene sentido decir que he escogido ese significado en diciembre de 2023 para comenzar mi artículo, pese a que la existencia de los significados es abstracta y atemporal. Del mismo modo, si las normas se conciben como significados, tiene perfecto sentido decir que cierta norma fue promulgada por una autoridad un cierto día (y que desde entonces pertenece al conjunto de las normas promulgadas por dicha autoridad), que desde entonces está en vigor (pertenece al conjunto de las normas en vigor), que a partir de cierto momento fue aceptada por una comunidad (pertenece al conjunto de las normas aceptadas por tal comunidad), o que a partir de cierto momento es aplicable por los funcionarios de una comunidad (pertenece al conjunto de las normas aplicables), etc., aunque ninguno de esos hechos, que sí se localizan temporoespacialmente, tengan aptitud alguna para dar comienzo a la existencia de una entidad abstracta.
En distintos trabajos, algunos de mi exclusiva autoría y otros junto con Jordi Ferrer Beltrán y Pablo Navarro (Ferrer y Rodríguez, 2011; Navarro y Rodríguez, 2022), he tratado de argumentar que la distinción de Alchourrón y Bulygin entre la concepción expresiva y la concepción hilética de las normas presenta varios puntos oscuros. No voy a reiterar aquí en detalle esos argumentos. Baste decir que en la explicación de la concepción expresiva se incurre en la comentada ambigüedad entre concebir a las normas como actos de prescribir o como sus resultados, sin aclarar qué naturaleza tendrían estos últimos, y que desde la concepción hilética según Alchourrón y Bulygin habría quienes aceptan que las normas son entidades semejantes a las proposiciones tanto en el sentido de que constituirían significados como en el sentido de que serían susceptibles de verdad o falsedad, mientras que otros estimarían que las normas son significados que carecen de valores de verdad.
Esto último requiere de alguna consideración adicional: la primera de esas dos alternativas es perfectamente clara: la diferencia entre las normas así entendidas y el significado de los enunciados descriptivos sería simplemente una diferencia en aquello que determina su valor de verdad. Mientras en el caso de los enunciados descriptivos, sus significados serían susceptibles de verdad o falsedad en función de si ellos describen adecuadamente lo que acontece en el mundo real, los significados de los enunciados prescriptivos serían verdaderos o falsos en función de si ellos describen adecuadamente ciertos hechos normativos, o lo que acontece en ciertos mundos normativamente ideales. Este modo de concebir a las normas parece así asumir presupuestos ontológicos fuertes, con los que desde luego se puede concordar o discrepar, pero es correcto, tal como sostienen Alchourrón y Bulygin, que hay muchos autores que han defendido esta concepción de las normas.
La segunda alternativa dentro de la concepción hilética, por contraste, resulta un tanto misteriosa. Según ella, las normas serían significados no susceptibles de verdad o falsedad. La pregunta que surgiría entonces es ¿cómo diferenciar a esos significados normativos de las proposiciones? La respuesta no se podría ofrecer en el plano puramente sintáctico, es decir, afirmando que las proposiciones son el significado de los enunciados descriptivos y las normas el significado de los enunciados prescriptivos, porque en tal caso deberíamos contar con algún criterio independiente para distinguir unos y otros enunciados. Sin embargo, tal cosa no es posible debido a que expresiones lingüísticas como “Está prohibido estacionar en este lugar” no solo pueden ser utilizadas por alguien revestido de autoridad para expresar una norma, sino que las mismas palabras pueden ser empleadas por alguien que no es una autoridad para informar sobre la existencia de una norma dictada por otro. De manera que una misma oración en la que aparecen expresiones característicamente normativas puede ambiguamente constituir la expresión de una norma o la formulación de una proposición normativa, esto es, el significado de un enunciado descriptivo relativo a una norma o conjunto de normas (Von Wright, 1963, pp. 109, 119-120). Como alternativa se podría considerar que la diferencia entre proposiciones y normas radicaría en el plano semántico en que, mientras las proposiciones son susceptibles de verdad o falsedad, las normas son entidades abstractas (cuasiproposiciones) que se caracterizarían justamente por no ser susceptibles de verdad o falsedad. Pero si lo único que dice para diferenciar a las normas de las proposiciones es esto, no se dispondría de criterio alguno para diferenciar a las normas de otros significados que tampoco son susceptibles de verdad o falsedad, como sería el caso de las preguntas. La opción más razonable parecería ser sostener que las normas poseen una “dirección de ajuste” inversa a la de las proposiciones (Anscombe, 1957, p. 56): mientras en el caso de las proposiciones, frente a un desajuste entre lo que acontece y lo que se dice, el problema radica en el lenguaje, no en el mundo, en el caso de las normas, en caso de un desajuste entre lo que acontece y lo que se dice, el problema radica en el mundo, no en el lenguaje. Sin embargo, esta explicación supondría situarse en el plano pragmático, lo que para Alchourrón y Bulygin implicaría pasar a la concepción expresiva de las normas.
Las dificultades apuntadas respecto de la distinción se desvanecen si se abandona un presupuesto que asumen explícitamente Alchourrón y Bulygin al trazarla: que, si las normas son entendidas como expresiones en un cierto modo pragmático, no son significados, y que si son significados son independientes de cualquier uso lingüístico o modo pragmático. En otras palabras, que el significado y la fuerza de una expresión son entidades enteramente independientes. Como lo ha sostenido Alessio Sardo, la caracterización de las normas en el nivel pragmático obliga a examinar con mayor detalle las relaciones entre los actos locucionarios e ilocucionarios, esto es, entre semántica y pragmática (Sardo, 2015). Aquí se advierten dos alternativas entre los filósofos del lenguaje. De acuerdo con la primera, el sentido o contenido semántico y la fuerza se conciben como entidades separadas. La fuerza ilocucionaria no es considerada parte del contenido semántico, el cual puede ser comprendido sin tomar en cuenta la fuerza de la expresión lingüística. Cada acto de habla tendría un único tipo invariable de contenido semántico, presentado como una proposición y definido en términos de condiciones de verdad, con independencia de cuál sea su fuerza. De acuerdo con la segunda, en cambio, el sentido y la fuerza se encontrarían conectados en el nivel semántico, al punto de que no sería posible comprender cabalmente el contenido semántico de una expresión lingüística sin tomar en cuenta su fuerza.[3]
Con relación a esta segunda alternativa es preciso formular una aclaración. Refiriéndose a la distinción entre sentido y fuerza, Hart ha resaltado que una expresión como “Hay un toro detrás de usted” tiene el mismo significado o contenido ya sea que se la haya formulado como respuesta a un pedido de información o para advertir sobre un posible peligro (Hart, 1983, pp. 5-6). Podría decirse entonces que dicha expresión se puede “usar” para hacer cosas diversas, pese a que su significado es el mismo. Pero, como bien lo advierte Hart en el mismo párrafo, la expresión “uso” tiene muchos sentidos. En la primera alternativa considerada, la expresión “Hay un toro detrás de usted” se “usa1” solo para informar, sin intenciones ulteriores, mientras que en la segunda alternativa la expresión se “usa1” con la intención de influir sobre la conducta del destinatario para que haga algo al advertir el peligro que esa información revela, aludiendo aquí con “uso1” al aspecto perlocucionario del lenguaje, al efecto que con la expresión se provoca en el receptor. No obstante, en los dos casos la expresión en cuestión se “usa2” en sentido descriptivo/representativo para transmitir información, más allá de otras posibles intenciones ulteriores, y es susceptible de verdad o falsedad,[4] aludiendo aquí con “uso2” al tipo de acto lingüístico, a la clase de uso del lenguaje, es decir, al aspecto ilocucionario del lenguaje, Una oración como “Está prohibido estacionar aquí” también se puede “usar” para hacer cosas diversas. Se la puede usar a) para prescribir, si es que quien la formula tiene autoridad para ello; se la puede usar b) para informarle a alguien de la existencia de una prohibición dictada por otro, pero solo por el valor de esa información (supongamos que un investigador está haciendo un relevamiento sobre en qué lugares se puede estacionar y alguien le dice “Está prohibido estacionar aquí”), o se la puede usar c) para advertirle a alguien que se expone a una sanción si estaciona en ese lugar, o para sugerirle que se busque otro lugar, esto es, para influir sobre su conducta sobre la base de esa información. El ejemplo de la oración “Hay un toro detrás de usted” lo único que indica es una diferencia como la que media entre b) y c): en esos dos casos, la expresión “Está prohibido estacionar aquí” es “usada1” para hacer cosas distintas: solo para informar en el caso b), para influir sobre la conducta en el caso c). En otras palabras, la diferencia que revela es una diferencia en el aspecto perlocucionario del lenguaje, lo cual no incide en el significado. Pero en ambos casos el “uso2” del lenguaje es el mismo: descriptivo/representativo. En cambio, en el caso a), la oración “Está prohibido estacionar aquí” es “usada2” en sentido prescriptivo. A diferencia de la oración “Hay un toro detrás de usted”, “Está prohibido estacionar aquí”, si bien tiene el mismo significado en los casos b) y c), no tiene el mismo significado en el caso a), pues si bien los aspectos perlocucionarios del lenguaje no hacen al significado, los aspectos ilocucionarios sí son parte del significado. En otras palabras, el significado de la expresión en los casos b) y c) es descriptivo/representativo, mientras que en el caso a) es prescriptivo. En tanto en los casos b) y c) la oración expresa una proposición normativa, en el caso a) expresa una norma, y normas y proposiciones normativas no tienen el mismo significado. Cuando se sostiene que los aspectos pragmáticos son parte del significado, eso debe entenderse en el sentido de que el tipo de acto de habla cumplido por el hablante (el aspecto ilocucionario del lenguaje) es parte del significado, no así sus intenciones ulteriores (el aspecto perlocucionario).
Si se acepta que la fuerza de una expresión lingüística, con las precisiones antes indicadas, es parte del significado, la diferencia entre lo que Alchourrón y Bulygin califican como concepción hilética y expresiva de las normas no consistiría en que de acuerdo con la primera las normas son significados y de acuerdo con la segunda no, sino en que de acuerdo con la primera las normas podrían ser caracterizadas de modo satisfactorio sin considerar factores pragmáticos, mientras que de acuerdo con la segunda solo la diferente actitud pragmática del hablante, concebida como parte del significado, permitiría diferenciar a las normas de otras entidades lingüísticas. Abandonando el presupuesto de que los aspectos pragmáticos del lenguaje son enteramente independientes del significado es posible superar los puntos oscuros que ofrece la distinción de Alchourrón y Bulygin, y deberían diferenciarse no dos sino al menos tres modos posibles de concebir a las normas que, si bien resultarían mutuamente excluyentes entre sí, no necesariamente serían conjuntamente exhaustivos.
En primer lugar, podría interpretarse que la dirección de ajuste con la que se formula un enunciado del tipo “Es obligatorio p” es del lenguaje al mundo, en cuyo caso con él se pretenderá describir ciertos hechos normativos que se asume existentes, o registrar lo que acontezca en ciertos mundos normativamente ideales respecto del mundo real, y será verdadero o falso de acuerdo con que lo haga o no de manera fidedigna. Bajo esta interpretación las normas serían susceptibles de verdad o falsedad. En lugar de denominarla concepción hilética o semántica podría calificarse a esta concepción como cognoscitiva o representativa de las normas. De acuerdo con ella, las normas serían significados de ciertas formulaciones lingüísticas o de ciertas prácticas sociales que describen o representan lo que se debe, no se debe o puede hacer, que expresan nuestras creencias sobre correlaciones existentes entre el mundo real y ciertos mundos normativamente ideales a su respecto. Desde este punto de vista, podría decirse que las normas nos informan sobre puentes existentes entre el mundo real y los mundos normativamente ideales.
En segundo lugar, si se rechaza el cognoscitivismo normativo, la dirección de ajuste con la que se formula un enunciado del tipo “Es obligatorio p” sería del mundo al lenguaje, en cuyo caso el propio enunciado prescribiría lo que se debe, no se debe o puede hacer, determinaría qué mundos estima el hablante como normativamente ideales respecto del mundo real. Desde este punto de vista, al que podría calificarse como concepción no cognoscitiva o adscriptiva, la diferencia entre las normas y las proposiciones se registraría en el plano pragmático. Pero aquí todavía existe espacio para dos alternativas. Por una parte, desde lo que podría calificarse como concepción prescriptivista, las normas se identificarían con actos de prescribir, en cuyo caso ellas no serían verdaderas ni falsas y su existencia sería empírica, lo cual ofrece la dificultad indicada por Mañalich para dar cuenta de la intuición de que las normas persisten en el tiempo.
Como alternativa, si se admite que los aspectos pragmáticos del lenguaje son también parte del significado, puede concebirse a las normas como significados de (posibles) formulaciones lingüísticas o de prácticas sociales a través de las cuales se intenta influir sobre la conducta de otros para que hagan o dejen de hacer ciertas cosas, esto es, con una dirección de ajuste que va del mundo al lenguaje. Desde este punto de vista, al que podría calificarse como concepción semántico-pragmática o selectiva, las normas serían entidades abstractas al igual que para la concepción cognoscitiva, pero a diferencia de ella las normas no describirían sino que seleccionarían lo que se debe, no se debe o puede hacer, expresarían nuestras valoraciones o preferencias de ciertos mundos como normativamente ideales respecto del mundo real. Bajo esta interpretación, las normas mismas tenderían puentes entre el mundo real y los mundos normativamente ideales y, por ello, no serían susceptibles de verdad o falsedad.
Podría decirse que esta última alternativa constituye una tercera concepción de las normas, que en el análisis de Alchourrón y Bulygin permanece encubierta tras la distinción entre las concepciones hilética y expresiva. Ocurre que, si se toma como criterio para diferenciar lo que Alchourrón y Bulygin denominan concepción hilética y expresiva de las normas la cuestión de si el componente no descriptivo de las normas es o no parte de su significado, esta alternativa sería una variante de la concepción hilética. Si en cambio se toma como criterio de distinción la circunstancia de si para caracterizar a las normas se requiere o no tomar en consideración los aspectos pragmáticos del lenguaje, esta sería una variante de la concepción expresiva. La razón por la cual esta forma de concebir a las normas, según la cual ellas son significados prescriptivos con una dirección de ajuste del mundo al lenguaje, parece en parte corresponderse con la postura de quienes para Alchourrón y Bulygin adscribirían a la concepción hilética pero rechazando que las normas sean susceptibles de verdad o falsedad, y en parte corresponderse con la postura de quienes adscribirían a la concepción expresiva pero rechazando la identificación entre normas y actos de prescribir, se debe a que los profesores argentinos identifican los dos criterios antes indicados para delinear su distinción bajo el presupuesto de que los aspectos pragmáticos del lenguaje no pueden ser parte del significado.
Ahora bien, si las normas se conciben como entidades abstractas, significados, ¿cómo se conciliaría esto con la defensa de una concepción positivista del derecho, de conformidad con la cual la existencia y contenido del derecho depende de ciertos hechos sociales? Una posible respuesta fue intentada por Hart con su concepción práctica de las reglas (Hart, 1994, p. 254). De acuerdo con ella, la existencia de las reglas jurídicas dependería de una forma de práctica social que comprende tanto pautas de conducta regularmente seguidas por la mayoría de los miembros del grupo, como una actitud normativa distintiva hacia tales pautas de conducta (“aceptación”), que consistiría en una disposición de los miembros del grupo para tomar tales pautas de conducta como guías para su conducta futura y como estándares de crítica de la conducta de otros que pueden legitimar reclamos y diversas formas de presión para la conformidad.
El problema es que la concepción práctica de las reglas ha sido merecedora de justificadas objeciones, entre otros por Raz y Dworkin (Raz, 1975, pp. 53-58; Dworkin, 1986, pp. 135-137). De hecho, el propio Hart ha reconocido su inadecuación al aceptar que dicha concepción desconoce la diferencia que media entre consensos por convención, en los que el hecho de que todos acepten una regla es lo que constituye la razón para hacer lo que ella dispone, y consensos por convicción, esto es, la existencia de prácticas sociales concurrentes pero en las que cada individuo adhiere a la regla por sus convicciones personales. Al aceptar esta objeción Hart sostuvo que la concepción práctica solo resultaría aplicable a aquellas reglas que constituyen prácticas convencionales, en el sentido de que la conformidad general hacia ellas por un grupo social es parte de la razón por la cual sus miembros la aceptan (Hart, 1994, pp. 255-256). Como observa acertadamente Raz, una regla no necesita ser de hecho seguida para ser una regla. Podría considerarse que una regla no es una regla social a menos que de hecho sea regularmente seguida dentro de un cierto grupo social, pero ese requisito es solamente necesario para que sea una regla social, no para ser una regla (Raz, 1975, pp. 53-54). Hart tiene razón al señalar que la noción de obligación o deber está incuestionablemente ligada a la existencia de reglas o normas y no puede explicarse simplemente apelando a regularidades de conducta o hábitos sociales. Del mismo modo, la noción de obligación o deber jurídico está ligada a la existencia de reglas o normas jurídicas. Pero que las reglas en general, o las reglas jurídicas en particular, sean de hecho seguidas, que haya quienes las acepten y las utilicen para justificar sus acciones y criticar a quienes no las siguen, esto es, que asuman el punto de vista interno frente a ellas, aunque pueden ser requisitos necesarios para poder hablar de reglas seguidas dentro de una cierta comunidad, o de reglas que integran un sistema jurídico vigente en un grupo social, no son necesarios para dar cuenta de la noción de obligación en general, ni tampoco de la noción de obligación jurídica. La existencia de un deber jurídico depende básicamente de la pertenencia de una norma de obligación a un sistema jurídico, y serán en todo caso los criterios para determinar cuándo una norma pertenece a un sistema jurídico los que permitirán determinar cómo diferenciar entre el derecho y otros sistemas normativos.
¿Y cuáles serían esos criterios desde una visión positivista del derecho? Podría decirse que para el positivismo jurídico se requiere de ciertos hechos sociales más o menos complejos para poder determinar, a la luz de ciertas reglas conceptuales que configuran los criterios de identificación de un sistema jurídico, que esos hechos cuentan como relevantes para determinar el contenido de un cierto sistema jurídico. Redondo ha resaltado correctamente que, si se concibe a las normas como significados, su existencia es abstracta, de modo que una proposición acerca de la existencia de una norma sería una proposición abstracta (Redondo, 2018, pp. 22 y 38-49). Por supuesto, los conjuntos de normas también son entidades abstractas, de modo que predicar la pertenencia de una norma a tales conjuntos será igualmente una proposición abstracta. No obstante, formular proposiciones acerca, por ejemplo, de lo que exige el derecho argentino, no simplemente de lo que se debe hacer simpliciter, obliga a acotar esos conjuntos de normas mediante ciertos criterios que remiten a ciertos hechos sociales (criterios empíricos de pertenencia, tal como lo presenta Caracciolo (1997, pp. 171-172), porque es en virtud de ellos que podemos decir que ciertas normas valen en Argentina y no, por ejemplo, en Uruguay. Por otra parte, del mismo modo puede darse cuenta de la aparente dimensión temporal de las normas jurídicas, a través de la asociación de diferentes conjuntos que conforman una secuencia única a cada acto de producción normativa. Por ello, concebir a los sistemas jurídicos como conjuntos de entidades abstractas no impide dar cuenta de la validez temporal de las normas.
Como se adelantó, luego de descartar tanto la concepción hilética como la concepción expresiva de las normas, Mañalich caracteriza a las normas jurídicas regulativas como artefactos institucionales, lo cual supondría por lo menos asumir que ellas se corresponden con entidades creadas para cumplir con cierta función.[5]
Dije al comienzo que comparto la idea de que el derecho es una creación social, lo que no significa mucho más que rechazar una concepción iusnaturalista ingenua del derecho. En tal sentido, diversos autores han resaltado que el derecho puede ser concebido como un artefacto social o institucional,[6] lo cual, aunque se pueda tener apreciaciones diversas sobre su potencial explicativo, no me parece controvertible. El punto es si esa idea puede aportar algo a la discusión sobre las concepciones de las normas jurídicas (regulativas o constitutivas, no creo que en eso haya diferencia alguna).
De acuerdo con el planteamiento del problema sobre cómo concebir a las normas presentado por Alchourrón y Bulygin, estimar que ellas son entidades creadas es algo claramente incompatible con asumir la concepción hilética de las normas y considerar que las normas son susceptibles de verdad o falsedad. De acuerdo con el planteamiento alternativo del problema que he sugerido, sería igualmente incompatible con asumir lo que he denominado una concepción cognoscitiva de las normas. Por otra parte, sostener que las normas son entidades creadas sería perfectamente consistente con caracterizar a las normas como actos de prescribir, una variante de la concepción expresiva de Alchourrón y Bulygin y de la concepción no cognoscitiva en mi propuesta. Pero Mañalich ha ofrecido argumentos para rechazar ese punto de vista. Siendo ello así, esto es, si se descarta tal alternativa, una primera dificultad de la propuesta de Mañalich es que parece cuanto menos controvertible sostener que las normas sean una clase de artefactos. No me refiero simplemente al hecho de que no todo aquello que se puede calificar como “norma” sea algo de lo que tenga sentido decir que es producto de una creación humana, como aquellas normas que aceptamos exclusivamente por su valor moral. Tampoco a que “existan” normas, incluso normas jurídicas, que son producto de una práctica social espontánea y, en tal sentido, no son el resultado de una creación deliberada para cumplir cierta función. El problema es más profundo, y se vincula con lo expuesto en el punto precedente sobre la relación entre ciertos hechos sociales y la “existencia” de las normas: ¿en qué sentido las normas podrían ser entidades creadas?
Hablamos de formular normas, promulgar normas, seguir normas, aplicar normas, pero ¿crear normas? Hagamos aquí un ejercicio de imaginación. Supongamos que, frente a los graves problemas por los que atraviesa Argentina, algunos ciudadanos de la ciudad de Bahía Blanca lideran un proceso para separar su suerte de los oscuros destinos del resto del país, que conduce a la independización de Bahía Blanca como ciudad Estado soberana. Los líderes del movimiento encomiendan a dos reputados juristas bahienses (Luis y Andrés, por poner dos nombres al azar) el diseño de un proyecto de Constitución para el nuevo Estado, que es votado por una asamblea constituyente y se convierte en la primera Constitución histórica de la ciudad Estado de Bahía Blanca. En ella se incorpora un artículo que reza “Está prohibida la pena de muerte” ¿Puede decirse que esa norma ha sido “creada” por la convención constituyente de Bahía Blanca? ¿No se trata de la misma norma que ya había sido previamente promulgada en muchas otras naciones, que se encuentra consagrada en diversas convenciones internacionales, y que incluso forma parte de muchos sistemas morales? Si se trata de la misma norma, entonces obviamente ella no fue creada por los constituyentes de la ciudad Estado de Bahía Blanca. Pero si no se trata de la misma norma, ¿a qué estaríamos denominando “norma”? ¿Al acto de prescribir cumplido por el primer constituyente bahiense? ¿A una formulación-caso consagrada en el ejemplar original de la constitución de Bahía Blanca, si es que existe algo como un “ejemplar original” de ella? Porque si la referencia fuera a la formulación tipo de la que esa formulación caso originaria es un ejemplar,[7] o si fuera al significado de esa formulación tipo, esas ya serían nociones abstractas indiferenciables de las formulaciones tipo o significados consagrados en otras constituciones, convenciones internacionales o sistemas morales.
Por otra parte, si las normas son artefactos y, como tales, entidades de las que tiene sentido decir que son creadas, esto es, que se puede dar comienzo a su existencia a través de una acción, también debería tener sentido decir que pueden ser destruidas, es decir, que a través de una acción se puede terminar con su existencia. ¿En qué consistiría “destruir” una norma? ¿Al derogar una norma se la destruye? En tal caso, ¿cómo se explicaría que la misma norma podría ser nuevamente promulgada luego de haber sido derogada?
Un ejemplo no imaginario. Con el restablecimiento de la democracia en 1983 en Argentina se dictó la ley 23.049, que dispuso el procesamiento de los integrantes de las juntas militares por los delitos perpetrados por el terrorismo del Estado en el período 1976-1983 y, como consecuencia de ello, en 1985 se dictaron condenas contra varios de sus integrantes, iniciándose múltiples causas penales contra muchos otros miembros de las fuerzas armadas. No obstante, en 1986 el Congreso aprobó la ley 23.492, conocida como ley de punto final, y en 1987 la ley 23.521, conocida como ley de obediencia debida, las cuales establecieron severas restricciones para la prosecución de tales causas, tanto respecto de las personas como respecto del tiempo de inicio de los procesos. Desde su promulgación, la validez de estas leyes fue controvertida, impugnándose su constitucionalidad ante diferentes tribunales federales del país, algunos de los cuales hicieron lugar a tales reclamos. No obstante, la cuestión llegó finalmente a la consideración de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en 1987, la cual en la causa “Camps”,[8] y luego en posteriores casos, se pronunció por mayoría por su constitucionalidad.
En 1998 el Congreso Nacional derogó ambas leyes mediante la ley 24.952. La intención del Congreso a través de este acto estuvo claramente dirigida a suprimir la posibilidad de que sus disposiciones pudieran en lo futuro ser invocadas. Pero ocurre que ellas regulaban hechos ya acontecidos, específicamente con anterioridad al 10 de diciembre de 1983, de modo que, por aplicación del principio de la ley penal más benigna, la derogación por el Congreso no impidió que quienes habían resultado beneficiados por estas normas siguieran apelando a ellas en su defensa. Por ello, en 2003 el Congreso dictó una nueva ley, la número 25.779, que declaró “insanablemente nulas” a las leyes 23.492 y 23.521. La sanción de esta ley generó nuevas polémicas, en primer lugar, con relación al alcance que debía asignarse a una declaración de nulidad de normas que ya habían sido derogadas y, en segundo lugar, con respecto a la competencia del Congreso para dictar una norma de tales características, y no impidió que las defensas de los imputados siguieran invocando las leyes de punto final y obediencia debida.
Como puede apreciarse, ninguno de estos dos actos legislativos logró “destruir” estas dos leyes, en el sentido de evitar la persistencia de sus efectos. Fue recién cuando la Corte Suprema Argentina, con una nueva integración, volvió a tomar conocimiento de la cuestión en el año 2005 en la causa “Simón”,[9] que la discusión quedó saldada pues en dicho fallo se revocó el precedente del caso “Camps” y se declaró la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida. Ahora bien, declarar la inconstitucionalidad de una norma no equivale a “destruirla” sino, en todo caso, a declarar que nunca fue creada válidamente.
En síntesis, solo si se concibe a las normas como entidades de existencia empírica, algo bastante implausible, por cierto, podría sin dificultad sostenerse que ellas pueden ser creadas o destruidas. Si se las entiende como formulaciones-caso, como objetos empíricos, podrían tanto ser creadas como destruidas; si se las concibe como actos de prescribir, serían creaciones instantáneas que se agotarían con su emisión. Pero la caracterización de las normas como artefactos que defiende Mañalich no implica comprometerse con la idea de que ellas son entidades de existencia empírica: por el contrario, las normas serían artefactos abstractos.
Se ha recurrido a la categoría de los artefactos abstractos, entre otras cosas, para explicar la naturaleza de las obras de arte o las creaciones intelectuales.[10] No me refiero a obras de arte como el Guernica de Picasso o el David de Miguel Ángel, pues en casos semejantes la noción de obra artística se identifica con un objeto que posee existencia empírica: el Guernica fue pintado en 1937 y se encuentra hoy en Madrid, y el David fue esculpido a comienzos del siglo XVI y se encuentra en Florencia. Desde luego, hay muchas reproducciones de ambas obras, pero ellas son meras copias del original: nadie diría que una reproducción del Guernica es también el Guernica. Me refiero a obras como la ópera Tannhäuser de Wagner, la novela 1Q84 de Murakami, o incluso sin tratarse de una obra de arte y salvando las incalculables distancias en cuanto a su valor, este mismo artículo que estoy escribiendo. Frente a estos casos no identificamos la obra con una entidad que posea existencia empírica: Wagner desde luego escribió un conjunto concreto de símbolos musicales en pentagramas para producir Tannhäuser; existe, o existió alguna vez, un manuscrito original escrito en japonés por Murakami de 1Q84, y yo en este momento estoy tecleando mi computadora y están apareciendo en la pantalla letras. Pero no diríamos que Tannhäuser se identifica con esa partitura original, ni 1Q84 con el manuscrito de Murakami, ni este trabajo con las imágenes concretas de letras que estoy viendo en mi pantalla. En casos semejantes la obra parece identificarse con algo abstracto: existen muchísimas partituras de la ópera Tannhäuser, innumerables ejecuciones musicales de la ópera, millones de ejemplares en diferentes idiomas de 1Q84, y si logro terminarlo, quizás haya varias versiones digitales e impresas de este artículo. Pese a ello, parecería plausible sostener en estos casos que esas obras fueron creadas por alguien con cierto propósito o conjunto de propósitos y que su existencia comenzó a partir de ese acto de creación. De ahí el sentido que tendría afirmar que se trataría de artefactos, pero abstractos.
Mañalich explica, siguiendo a Thomasson, que los artefactos abstractos no tendrían una localización espaciotemporal. Sin embargo, no serían atemporales: “…son creados en un determinado tiempo y en determinadas circunstancias, pueden cambiar, y así también pueden dejar de existir incluso después de que han sido creados” (Thomasson, 1999, p. 38). Y ello porque tendrían una “dependencia existencial” respecto de concretas entidades espaciotemporalmente existentes que les servirían de soporte, una relación que sería de tipo genérico (dependiente de una clase de entidades), constante (dependiente en cada punto de tiempo en el cual la primera existe) y material (anclada a una necesidad “basada en las particularidades de ciertos géneros o tipos materiales”).[11]
Todo esto plantea una dificultad aún más compleja que la anterior, pues la categoría de los artefactos abstractos parece más bien el nombre de un problema, no una explicación de un fenómeno. Y ello porque, de acuerdo con la caracterización más corriente, que suele calificarse como negativa,[12] las entidades abstractas se distinguen por no poseer existencia espaciotemporal ni ser susceptibles de relaciones causales. En tal caso, es difícil entender cómo podría una entidad abstracta comenzar a existir en cierto momento a partir de la creación de alguien y, eventualmente, dejar de existir en otro momento, o depender existencialmente de ciertos acontecimientos empíricos.
El problema podría presentarse del siguiente modo: tomemos como ejemplo la novela 1Q84. Murakami concibió una historia maravillosa y la relató magistralmente escogiendo oraciones en japonés, comenzó a escribir un primer manuscrito en cierto momento y lo completó tiempo después. Luego le presentó ese manuscrito o una copia de él a su editor, quien le dio el visto bueno, se publicó una primera edición en japonés de cierto número de ejemplares entre 2009 y 2010, y luego traducciones en muchos otros idiomas. Mucha gente la leyó, la disfrutó, la comentó, se escribieron reseñas críticas, quizás algún día alguien conciba la idea de hacer una versión cinematográfica de ella, yo le regalé una copia a mi esposa y un frondoso conjunto de etcéteras. Quizás también un día vivamos en un Estado mundial dictatorial que decida, como en Farhenheit 451, quemar todos los ejemplares de la novela, y no obstante alguien se tome el trabajo de memorizar 1Q84 y de ese modo evite que desaparezca. Quizás también un día esa persona muera sin reproducir la obra y solo quede de ella el recuerdo de algunas personas, que también quizás un día desaparezca.
Todo eso conforma un conjunto de hechos y objetos empíricos, un complejo proceso que tiene un desarrollo histórico con un comienzo y, probablemente, un final. Como proceso histórico puede decirse que tuvo su origen en un conjunto de actos de Murakami y, en tal sentido, que Murakami fue su creador. Podríamos utilizar el nombre 1Q84 para referirnos a ese complejo conjunto de fenómenos empíricos. Pero, como dije, ordinariamente utilizamos la expresión, no para hacer referencia a ninguna de las acciones cumplidas por Murakami en su proceso de escritura, ni a las concretas palabras de un manuscrito concreto, ni a sus copias y traducciones, ni a hechos y fenómenos empíricos subsiguientes y vinculados a aquellos, sino a una abstracción consistente en aquello que tienen en común el primer manuscrito de Murakami y todas sus copias y traducciones. Yo no dudaría en decir que ese algo en común que comparten es un conjunto complejo de significados. Como complejo conjunto de significados concebible, la novela, si es que tiene sentido decir que “existe”, existe abstracta y atemporalmente, en un universo parecido a la metáfora que idea Borges en La biblioteca de Babel:
la Biblioteca es total y (…) sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero
(…) la relación verídica de tu muerte. (Borges, 2017, p.82)[13]
Un objeto o tipo abstracto no tiene una localización temporoespacial y su “existencia” es independiente de la de sus instancias concretas. De manera tal que, o bien concebimos a una novela como 1Q84 como una entidad abstracta, en cuyo caso su “creación” en cierto momento por parte de Murakami no sería más que un modo figurado de hacer referencia a contar con un criterio empírico de integración de un cierto conjunto de significados, de manera similar a la que Caracciolo utiliza para explicar la existencia temporal de las normas, o bien aceptamos que al decir que Murakami es el autor de 1Q84 esto debe entenderse en sentido literal, pero en tal caso hay que abandonar la idea de que se trata de una entidad abstracta.
Caracterizar a las obras artísticas o intelectuales aludidas como artefactos abstractos no tiene aptitud alguna para escapar de este dilema, puesto que los artefactos abstractos, más allá de que se diga que tienen una dependencia existencial respecto de entidades empíricas, no tendrían una localización en tiempo y espacio y no admitirían relaciones causales, razón por la cual el simple recurso a la expresión “artefacto” no constituiría explicación alguna de cómo sería posible que entidades abstractas puedan ser creadas o destruidas (Preston, 2022).
En lo que atañe en particular a las normas jurídicas, o bien al caracterizarlas como artefactos abstractos se las interpreta simplemente como un conjunto complejo de fenómenos empíricos, en cuyo caso el calificativo de “abstracto” parece tan inadecuado como decir que aquello a lo que nos referimos con la expresión “la Segunda Guerra Mundial” es un objeto abstracto, o bien se las entiende genuinamente como objetos abstractos, pero entonces la expresión “artefacto” utilizada a su respecto no puede tratarse más que de una manera figurada de hablar. En síntesis, recurrir a la categoría de los artefactos abstractos para caracterizar a las normas no cumple ningún rol explicativo, dado que la propia categoría de artefacto abstracto es tal que requiere de una explicación.
Una tercera y última dificultad se vincula con el modo de distinguir a las normas del resto de los artefactos, si se acepta que lo son. Como se dijo, caracterizar a las normas como artefactos supone interpretar que se trata de entidades creadas para cumplir con una función o propósito. Pero si nos limitáramos a decir esto la caracterización sería notoriamente incompleta: tanto una cámara fotográfica como una aspiradora son artefactos, pero ellos cumplen funciones muy diversas. Las cámaras fotográficas tienen por función tomar imágenes, ofrecernos representaciones de la realidad (algo así como una dirección de ajuste del lenguaje al mundo); las aspiradoras en cambio tienen por función, no ofrecernos representaciones de la realidad, sino modificarla eliminando el polvo del piso (algo así como una dirección de ajuste del mundo a lenguaje). ¿Deberíamos en este sentido asimilar las normas a las cámaras fotográficas o más bien a las aspiradoras?
El punto es determinar cuál sería el propósito o función de las normas. En tal sentido, Mañalich sostiene que la función de las normas es servir como razones externas para la acción, con independencia de que los agentes lleguen a internalizarlas como motivos para actuar. Con ello, la caracterización de las normas como artefactos se torna conceptualmente dependiente de la noción de razón para la acción.
Esto nos enfrente a una nueva dificultad. Joseph Raz señala que las razones son hechos y que ellas se emplean tanto para explicar como para justificar acciones (Raz, 1975, pp. 15-17). Según este enfoque, las razones -todas las razones- tendrían a la vez una dimensión explicativa y una justificatoria. Sin embargo, considérese un enunciado como el siguiente: “La razón por la que le presté mi ejemplar de 1Q84 a María Beatriz es que se lo había prometido”. Un enunciado como este resulta bastante corriente, y a partir de él podría sostenerse que la razón por la cual le presté el libro a María Beatriz es el hecho de que le hice una promesa al respecto, y que ese hecho sirve a la vez para explicar el motivo por el cual le presté el libro y, además, para justificar mi acción. Pero esas apariencias se desvanecen cuando se advierte que en realidad este enunciado es ambiguo y, según cuáles sean sus presupuestos implícitos, operará como la expresión de parte de una razón explicativa o de una razón justificatoria. Así, si los presupuestos implícitos de mi afirmación son que deseaba causarle una buena impresión a María Beatriz, que pensé que si le prestaba el libro iba a causarle una buena impresión, que por eso le dije que le iba a prestar ese libro, y que luego no quise incumplir la promesa por miedo a que se disgustara, el enunciado contaría como una explicación de los motivos que me llevaron a actuar como lo hice, de modo que expresaría parcialmente una razón explicativa. Si en cambio el presupuesto implícito asociado al enunciado fuera que se deben cumplir las promesas, el enunciado contaría como una justificación de mi acción y expresaría parcialmente una razón justificatoria (Redondo, 1996, pp. 94-95).
El rasgo distintivo de las razones explicativas o motivadoras consistiría en que al tener una razón semejante para realizar cierta acción p, el agente se encuentra en un estado que permite explicar su acción. Por consiguiente, es natural suponer que una razón motivadora es un estado psicológico (en la concepción humeana, una combinación de deseos y creencias, donde los primeros operan como motor de la acción). Y ello porque parecería ser parte de lo que significa el que una razón tenga la aptitud de explicar el comportamiento de un agente que el tener esa razón es un hecho acerca del agente (Smith, 1994, p. 96). En cambio, decir que alguien tiene una razón justificatoria para hacer p equivale a decir que existe una exigencia en virtud de la cual el sujeto debe hacer p. Para Smith, interpretados de este modo, los enunciados que se refieren a razones justificatorias serían susceptibles de verdad o falsedad, resultando esa verdad o falsedad relativa a un cierto sistema normativo que se toma como punto de referencia. Así, podrían existir razones justificatorias racionales, prudenciales, morales, etcétera, (Smith, 1994, pp. 95-96). En otras palabras, desde esta perspectiva los enunciados de razones justificatorias expresarían proposiciones normativas.
Este es sin duda un modo posible de entender los enunciados que expresan razones para la acción. No obstante, no es el único: si al construir un razonamiento práctico lo que se pretende es justificar una cierta conclusión normativa respecto de una acción, no basta con constatar que hay razones que así lo exigen. La premisa mayor no puede limitarse a mencionar una norma, esto es, a expresar una proposición normativa relativa a un cierto sistema normativo. Debería expresar una norma, es decir, usarla para fundar una conclusión sobre lo que se debe hacer. Si se acepta el argumento de Hume de que una conclusión normativa no puede derivarse de un conjunto de premisas entre las que no hay al menos una norma (Hume, 1739, pp. 469-470), entonces un hecho no puede constituir por sí solo una razón para la acción. Como lo expresa Finnis, el hecho de que esté lloviendo no es en sí mismo ninguna razón para llevar paraguas, incluso en conjunción con el hecho de que sin paraguas me voy a mojar. Pero hechos semejantes pueden tener relevancia para concluir que sería mejor que llevara paraguas si se los conjuga con un elemento normativo: una premisa evaluativa o normativa como lo sería que mojarse es malo para la salud (Finnis, 2008, p. 19). Así, un hecho puede contribuir a justificar una conclusión genuinamente normativa, puede funcionar como una premisa auxiliar, pero siempre en conjunción con una o más normas. Toda razón justificatoria completa debe contener como componente operativo una norma que determine la calificación normativa o el valor que posee la acción para la cual constituye una razón (Gardner y Macklem, 2002, p. 450).
Por consiguiente, contrariamente a lo que sostuviera Raz (1975), los hechos solo pueden cobrar relevancia en la justificación práctica si constituyen la condición de aplicación de una norma que configura la razón operativa para derivar una conclusión normativa respecto de cierta acción. Un enunciado de la forma “La razón por la que le presté mi ejemplar de
1Q84 a María Beatriz es que se lo había prometido”, entendido como la expresión abreviada de una razón justificatoria, significaría algo parecido a “El hecho de que le prometiera a María Beatriz que le iba a prestar mi ejemplar de 1Q84 es una razón por la que debía prestarle el libro”, lo que no parece diferir más que superficialmente de una norma condicional: “Si le prometí a María Beatriz que le iba a prestar mi ejemplar de 1Q84, entonces debo prestárselo”.[14] Y si todo esto es correcto, contrariamente a lo que pretende Mañalich, la noción de norma no puede caracterizarse a partir de la noción de razón justificatoria para la acción, sino que las cosas son precisamente a la inversa. En la medida en que Mañalich descarta concebir a las normas como artefactos cuya función consiste en ofrecer razones explicativas y recurre a la noción de razón justificatoria, y en tanto una razón justificatoria completa tiene que contener una norma como razón operativa, la caracterización se vuelve circular.
El recorrido argumentativo que desarrolla Mañalich en su trabajo ofrece aspectos muy interesantes y también muy complejos. He tratado de resaltar en qué puntos de ese recorrido estoy de acuerdo con Mañalich y en cuáles no. En particular, por las razones que he esbozado, creo que en lo que atañe a las concepciones de las normas deberíamos discutir más bien en términos de si se asume una concepción cognoscitiva o no cognoscitiva de las normas, más que si se acepta una concepción puramente semántica o pragmática, dado que esto último implica presuponer que semántica y pragmática operan como compartimientos estancos. De plantearse la discusión en los términos que he propuesto, estimo que Mañalich probablemente concordaría conmigo en una visión no cognoscitiva de las normas, aunque no estoy seguro al respecto. Por otra parte, y más allá de cuestiones de detalle, un punto en el que evidentemente discrepamos es en interpretar a las normas como significados, así como en la posibilidad y forma de dar cuenta de la existencia temporal de las normas y de la vinculación entre ciertas normas (en particular las jurídicas) y ciertos hechos sociales desde ese punto de vista.
En cuanto a la caracterización de Mañalich de las normas regulativas como artefactos abstractos cuya función consistiría en ofrecer razones justificatorias para la acción, he puntualizado al menos tres grupos de problemas por los que me parece una idea muy poco esclarecedora. De todos modos, quiero insistir en el valor del emprendimiento que acomete Mañalich en su artículo, cuya lectura me ha obligado a repensar muchas cuestiones de fundamental importancia para la teoría general del derecho y también, obviamente, para la teoría del delito.
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* Doctor en Derecho, Universidad de Buenos Aires,
Argentina. Profesor Titular de Teoría General del Derecho, Universidad Nacional
de Mar del Plata, Argentina. Correo electrónico: jorgerodriguez64@yahoo.com
[1] Véase Von Wright
(1963, pp. 116-118).
[2] Al pasar, ¿de los artefactos sí tendría
sentido decir que pueden ser seguidos o quebrantados?
[3] Comentando esta idea Mañalich
(2024) señala que la distinción entre el contenido semántico y la fuerza
ilocutiva de un acto de habla no implica asumir “que los aspectos pragmáticos
del lenguaje [serían] enteramente independientes del significado”, tal como
señalamos con Navarro, sino que sería compatible con un “pragmatismo
semántico”, pues la prioridad explicativa que la dimensión del uso tendría
sobre la dimensión del significado no obstaría a que, analíticamente, se pueda
abstraer el contenido semántico de una oración que un hablante usa en una
determinada ocasión como algo diferenciable de la fuerza ilocutiva con la cual
esa oración es usada. Quizás en este punto mi diferencia con Mañalich sea meramente verbal, pero tengo la impresión de
que limitarse a señalar una posible prioridad explicativa de la pragmática
sobre la semántica no es suficiente para dar cuenta de la multiplicidad de
posturas teóricas recientes respecto del modo de concebir las relaciones entre
fuerza y significado.
Véase Bronzo (2021); Hanks
(2015, 2019); Schmitz (2018); Schmitz y Mras (2022).
[4] Sobre la distinción entre los aspectos
ilocucionarios y perlocucionarios del lenguaje, véase Austin (1962, pp. 98 y
ss.) y Searle (1969, pp. 25 y ss.).
[5] La propia noción de artefacto ha sido materia
de controversia teórica respecto del modo más adecuado para caracterizarla,
algo que no controvertiré aquí. Véase Roversi (2018)
y Preston (2022).
[6] Véase Burazin, Himma y Roversi (2018).
[7] Sobre la distinción caso (token) tipo (type), véase Peirce (1931-58, seg. 4.537).
[8] Corte Suprema de Justicia de la Nación, fallo
número 310:1162, del 22 de junio de 1987. La inconstitucionalidad de la ley
23.492 había sido planteada unos meses antes en autos de la Corte Suprema de
Justicia de la Nación, fallo número 310: 789, del 09 de abril de 1987, pero en
ese caso la Corte no entró a tratar el fondo de la cuestión por no haberse
cumplido con los requisitos procesales pertinentes.
[9] Corte Suprema de Justicia de la Nación, fallo
número 328:2056, del 14 de junio de 2005.
[10] Véase Thomasson
(1999).
[11] Para un refinado análisis de diferentes
sentidos de dependencia existencial respecto tanto de entidades reales como de
estados intencionales aplicado a las normas jurídicas, véase Vilajosana (2010, pp. 47-54).
[12] Sobre los criterios para delimitar las
categorías abstracto-concreto, véase Lewis (1986, pp. 81-86); para una
proyección de esos diferentes criterios a fin de evaluar las concepciones de
las normas, véase Agüero-San Juan (2022).
[13] Y de este artículo podría decirse lo mismo
que dice el presunto autor del relato de Borges del suyo: “Esta epístola inútil
y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de
uno de los incontables hexágonos, y también su refutación” (Borges, 2017,
p.86).
[14] De hecho, Raz acepta que un enunciado de la
forma “hay una razón para que x haga p” es lógicamente equivalente a uno que
expresa “x debe hacer p” (Raz, 1975, p. 29).