ISSN 2718- 6474 (en línea) - ISSN 1515-7326 (impresa), n.º 32, 1-2024, pp. 6 a 26

 

Introducción.

Teoría de las normas y derecho penal

Introduction. Norm-Theory and Criminal law

Alejandra Olave Albertini*

Recepción y evaluación de propuesta: 25/07/2022

Aceptación: 23/02/2023

Recepción y aceptación final: 20/05/2024

Resumen: Se introduce la discusión del presente número en torno al trabajo de Juan Pablo Mañalich referido a la ontología de las normas. Tras contextualizar el debate en torno a la naturaleza de las normas y sus dos principales concepciones elaboradas por Alchourrón y Bulygin, se analizan las consecuencias que se siguen de la adopción de una u otra, tanto para el derecho penal como para la concepción de los sistemas jurídicos en general. Luego de ello, se presenta de forma general qué implica la adopción de una teoría artefactualista de las normas. Asimismo, se explican los principales puntos de desacuerdo entre comentaristas y el trabajo de Mañalich en cada uno de los asuntos tratados.

Palabras clave: Ontología de las normas, teoría de las normas, teoría artefactualista de las normas

Abstract: The discussion of the present issue of “Revista Discusiones” is introduced around the work of Juan Pablo Mañalich concerning the ontology of norms. After contextualizing the debate around the nature of norms and their two main conceptions elaborated by Alchourrón and Bulygin, the consequences of adopting one or the other are analyzed, both for criminal law and for the conception of legal systems in general. Subsequently, a general presentation is made of what adopting an artifactual theory of norms implies. Likewise, the main points of disagreement between commentators and Mañalich’s work on each of the issues addressed are explained.

Keywords: Ontology of norms, Norm-Theory, artifactual theory of norms

1. Ontología de las normas y reconstrucción de los sistemas jurídicos

En el número de la revista Discusiones que acá se presenta, el debate gira en torno a la ontología de las normas, específicamente las normas de comportamiento. Se trata de un problema cuyo estudio –principalmente en el ámbito de la teoría del derecho– adquiere especial interés durante la segunda parte del siglo XX, en particular entre quienes en la época habían dedicado sus investigaciones a la incipiente rama de la lógica de las normas (o proposiciones normativas), a partir de estudios de lógica deóntica cuya “patada inicial” suele atribuirse a Georg Henrik von Wright (Navarro y Rodríguez, 2014, p. X).

No llama la atención que en este contexto hayan sido Alchourrón y Bulygin quienes –con el rigor analítico que caracterizó sus obras–, hayan establecido los términos en los que el debate se lleva a cabo hasta hoy, reconociendo dos principales posturas en los trabajos que hasta entonces hubieren tratado, de forma directa o más bien periférica, la naturaleza de las normas (Alchourrón y Bulygin, 1997; Alchourrón y Bulygin, 2021). Tampoco resulta sorprendente que la forma en que ambos autores reconstruyeran el debate refleje las discusiones de filosofía del lenguaje de la primera y segunda mitad del siglo XX, en particular a partir de lo que se conoce como el “desafío pragmático” que se da al estudio de los lenguajes naturales. Este estudio estuvo enfocado, hasta entonces, en lo que Brandom llama el “proyecto clásico del análisis”, a saber, las relaciones semánticas entre vocabularios (Brandom, 2008, pp. 1-2). Así y como se verá, concepciones expresivas de las normas parecieran responder al desafío pragmático, desafío referido a concepciones que se centran en el estudio de relaciones semánticas entre normas, tal y como lo reflejarían –en mayor o menor medida– concepciones hiléticas.

En lo que sigue se contextualizarán los trabajos en los que Alchourrón y Bulygin desarrollan las dos concepciones referidas a la naturaleza de normas, mencionando algunas de las consecuencias que se siguen de la adopción de una u otra concepción. Esto sentará las bases para introducir los principales puntos del debate dado a partir del trabajo de Juan Pablo Mañalich (2024). Esto es importante, toda vez que se trata de un trabajo que no se limita a presentar una alternativa a las concepciones clásicas, sino que tiene el ulterior objetivo de mostrar cómo la concepción artefactualista tendría el mérito de dar cuenta de ciertas características fundamentales de las normas, comprensión que a su vez permite dar luz acerca de la solución a importantes controversias doctrinales hoy vigentes en el estudio de la dogmática penal.

El presente número, por ello, se presenta como una forma de diálogo entre el derecho penal y la teoría del derecho. Esto tiene la virtud no sólo de “aterrizar” conceptos propios de la teoría del derecho a cuestiones específicas de una rama del derecho positivo tal como lo es el derecho penal, sino que también permite mostrar cómo la adopción explícita de un determinado instrumental conceptual proveniente de la teoría del derecho, a saber, la adopción de una particular teoría de las normas, tiene importantes consecuencias para la comprensión de nuestras prácticas punitivas y para dar luz acerca de cuestiones fundamentales de la dogmática penal hasta hoy controvertidas.

2. Entre decir y hacer: la concepción hilética y la concepción expresiva

El estudio de la ontología de las normas gira en torno a la pregunta acerca de qué clase de entidades son las normas, considerando especialmente que en el uso del lenguaje normativo pareciera asumírseles como alguna clase de entidad existente. Predicamos de las normas su pertenencia o no a ciertos sistemas jurídicos, hablamos de métodos de creación de normas en distintos sistemas jurídicos y discutimos acerca de distintas interpretaciones de una o más normas. Ahora bien, de esto no se sigue necesariamente su existencia en tanto entidades, pues siempre es posible afirmar que se trata de un uso metafórico del lenguaje (tal como sucede cuando se utiliza el lenguaje propiamente intencional para hablar de objetos que no poseen intencionalidad, por ejemplo, al predicar “capricho” de una impresora que no funciona).

Quienes afirman esto último tienden a abogar en contra de lo que, consideran, no sería más que un ejercicio de reificación: preguntarse acerca de la ontología de las normas implica postular la existencia de entidades que no significarían aporte alguno para efectos de la teoría del derecho, específicamente en el sentido de que sería posible estudiar las instituciones jurídicas sin recurrir al uso del concepto de “norma” en tanto entidad, violando así el principio de parsimonia.[1]

Tanto las concepciones criticadas por Mañalich como la que presenta como alternativa preferible comienzan desde la vereda contraria, afirmando que tendría sentido considerar a las normas como entidades, pero difiriendo en cuanto a qué clase de entidades serían. Acá es donde la obra de Alchourrón y Bulygin permite hacer las veces de punto de partida, pues uno de sus grandes aportes fue postular la existencia de dos principales concepciones de normas: la concepción hilética y la concepción expresiva.

Comenzando desde la constatación de que las normas pueden ser formuladas lingüísticamente a modo de prescripciones (Bayón, 1991, pp. 249-250 y nota 11), la pregunta por su ontología nace con la finalidad de distinguirlas de otras entidades susceptibles de formulación lingüística (Vilajosana, 2010, p. 36). Para esto, la concepción hilética se centra en el nivel semántico, siendo la norma el contenido de significado de la formulación lingüística. En este sentido, se constata que sería posible que distintas oraciones de carácter descriptivo (oraciones asertivas) tengan el mismo significado, a partir de lo cual sería posible distinguir entre la formulación lingüística propia de la oración y su significado, identificando a este último con el concepto de proposición.[2]

Para la concepción hilética de las normas, la norma sería a su formulación lo que la proposición es a la oración asertiva. A diferencia del caso de las oraciones asertivas, cuyo significado es descriptivo, para la concepción hilética el significado (la norma) de la formulación normativa es uno prescriptivo.

Una de las virtudes de la concepción hilética está en que con ella puede explicarse el hecho de que una misma norma pueda tener distintas formulaciones. Precisamente, discusiones referidas a la interpretación de una o un conjunto de normas suelen girar en torno a qué formulación de una norma es preferible para efectos de la solución de un determinado caso, lo que supondría que es posible distinguir entre una norma y sus formulaciones.[3] Como se mencionó, se trata de una concepción que refleja el enfoque principal de la filosofía del lenguaje durante la primera mitad del siglo XX en que –principalmente acudiendo al recurso de la lógica– se estudiaron los componentes de oraciones, sus estructuras gramaticales y sus relaciones entre ellas. De manera refleja, Alchourrón y Bulygin reconocen que la concepción hilética es reconducible a quienes se hubieron ocupado hasta entonces del estudio de la lógica deóntica y de la lógica de las normas (1997, p. 38).[4]

Una de las principales consecuencias de la adopción de la concepción hilética es que implica un compromiso con la naturaleza de las normas como entidades abstractas e ideales, es decir, entidades que no tendrían existencia espaciotemporal. Esto implica diferentes problemas para quienes la defienden. En lo que acá interesa, su principal desafío se relaciona con dar cuenta acerca de la idea de que las normas constituirían entidades que “tienen historia”, es decir, del hecho de que pareciera tener sentido identificar el “inicio” de la existencia de una norma con un punto en el tiempo, al igual que podría tener sentido la referencia al “fin” de la existencia de una norma –si bien esto último resulta considerablemente más problemático–.[5]

Comenzando desde el mismo punto que la concepción hilética –la constatación de que las normas son entidades susceptibles de ser formuladas en lenguajes naturales–, la concepción expresiva se enfoca en el nivel pragmático, en particular, en la fuerza ilocutiva que las caracteriza. Esta consiste en aquello que se hace al expresar algo, y es dependiente de diversos factores tales como el contexto en el que aquello se expresa (Austin, 1962, pp. 94-107).[6] El enfoque acá ya no se encuentra puesto, como en el caso de la concepción hilética, en el contenido semántico de la formulación normativa, sino en la particular fuerza pragmática que la distingue de otra clase de expresiones formuladas. Las normas se caracterizarían por su fuerza prescriptiva, diferente de oraciones asertivas, por ejemplo, que se caracterizan por su fuerza descriptiva.

En cuanto a la discusión referida a la naturaleza de las normas, piénsese en el caso de la expresión “está prohibido fumar”. Emitida por la pasajera de un tren a otra pasajera que se apresta a prender un cigarrillo, tendrá sólo fuerza descriptiva a nivel del sistema jurídico en cuestión, toda vez que no es la pasajera la que, por la vía de expresar esas palabras, se encuentra instituyendo una norma que ahora rige para quien se aprestaba a fumar (quien deberá, por ello, abstenerse de prender el cigarrillo). La pasajera, así, está informando que existe una norma que pertenece al sistema jurídico según la cual la segunda deberá abstenerse de fumar.

Distinto es el caso en que se dicta una prohibición de fumar en cualquier medio de transporte público. Acá no se estaría describiendo una situación preexistente, sino que se estaría instituyendo una nueva prescripción: “en cualquier medio de transporte público está prohibido fumar”. Lo que caracterizaría a este proceso se relaciona con la fuerza prescriptiva de las normas: para prescribir se requiere tener el estatus de autoridad. Además de esta característica fundamental que deberá detentar quien prescriba, existirían ulteriores condiciones que deben darse para poder reconocer que una determinada expresión tiene la fuerza ilocutiva de una prescripción. Y para determinar en qué consisten estas condiciones, será fundamental para quienes defienden la concepción expresiva enfocarse en la situación comunicacional y contexto que se da entre emisora (y su estatus de autoridad) y receptoras a quienes se les prescriben determinados comportamientos. Por esto, Alchourrón y Bulygin se refieren a esta concepción de norma como “norma-comunicación” (Alchourrón y Bulygin, 1997, p. 16).

La adopción de una concepción expresiva de las normas permite dar cuenta de al menos un aspecto del hecho de que las normas sean entidades con historia: la norma comienza su existencia cuando el acto de habla prescriptivo se haya realizado cumpliendo con las condiciones que los defensores de esta concepción identifiquen como necesarias para su perfeccionamiento. Ahora bien, Alchourrón y Bulygin reconocen que en el derecho rara vez se utiliza normas en el sentido de normas-comunicación, especialmente tratándose de reglas generales, las que “existen con total independencia de su recepción por parte de los sujetos normativos” (Alchourrón y Bulygin, 1997, pp. 22-23).[7] De ahí que bajo la concepción expresiva postulen lo que llaman el “modelo de norma-prescripción”, que identifica a la norma con el acto en que se prescribe: la promulgación en el caso de las normas jurídicas (Alchourrón y Bulygin, 2021, pp. 112-113).

3. ¿Concepciones mutuamente excluyentes? ¿Conjuntamente exhaustivas?

Alchourrón y Bulygin reconocen explícitamente que cada concepción de las normas pone el foco en un distinto nivel de análisis de lo que caracterizaría a las normas en tanto entidades: si aquello que las distingue de otras entidades lingüísticas es su sentido o si aquello que las distingue es su fuerza pragmática. Y, como podrá anticiparse, de esta afirmación es posible plantearse la pregunta acerca de cuál sería la relación en la que se encuentran ambas concepciones. Por una parte, cabe hacerse la pregunta acerca de si ambas concepciones pueden ser verdaderas, en tanto aspectos distintos de las normas, opción que descartaran Alchourrón y Bulygin, afirmando que se trataría de concepciones incompatibles (Alchourrón y Bulygin, 2021, p. 164). Por otro lado, es posible preguntarse si ambas concepciones pueden ser falsas, en el sentido de que sería posible afirmar la existencia de al menos una alternativa a estas concepciones.[8] En cuanto a si son mutuamente excluyentes, Mañalich reconoce que se trata de un asunto discutible, que ha sido debatido con posterioridad a las obras de Alchourrón y Bulygin. Dicho esto, se enfoca en negar su carácter de conjuntamente exhaustivas, planteando como alternativa a ambas una concepción artefactualista.

Este último punto es criticado por Arriagada (2024), quien acusa que, en su trabajo, Mañalich no prestaría suficiente atención al debate acerca de si se trata de concepciones mutuamente excluyentes. A partir de esto y examinando especialmente la propuesta de Guastini, Arriagada afirma que es posible la formulación de una “teoría intermedia” que combine aspectos de cada una de las concepciones de normas originalmente consideradas. En este sentido –y si bien estando de acuerdo en que ambas teorías no serían conjuntamente exhaustivas– denuncia que la concepción artefactualista defendida por Mañalich no sería más que una combinación de elementos de las teorías expresiva e hilética cuya pretendida originalidad, por ello, no sería tal. Propone así mirar con mayor detenimiento propuestas que podrían eventualmente ser entendidas como “intermedias” (mixtas) tales como las que identifica en los trabajos de Celano, Redondo, Kelsen y Ross.

Rodríguez (2024), por su parte, concuerda con Mañalich en que ambas concepciones no son conjuntamente exhaustivas. Así, en su comentario propondrá, a partir de trabajos previos (Ferrer y Rodríguez, 2011; Navarro y Rodríguez, 2022), tres modos de concebir las normas a partir de una comprensión de la semántica que incluye a la pragmática –separándose así de la propuesta de Alchourrón y Bulygin–. Para Rodríguez, la fuerza ilocutiva de una oración forma parte del significado. De las tres alternativas de concepción de normas propuestas, Rodríguez favorecerá una concepción semántico-pragmática o selectiva, caracterizada por tener una dirección de ajuste mundo-lenguaje, en que se selecciona, de entre mundos normativamente posibles, aquellos considerados ideales.

En cuanto al concepto de dirección de ajuste, de acuerdo con como fuera postulado originalmente por Anscombe (1963, pp. 56-57) y en lo que acá interesa,[9] este se relaciona con aquello que hace las veces de criterio de corrección en el caso de un desajuste en diferentes actos de habla: si el mundo o el lenguaje. Piénsese en las diferencias entre un acto de habla asertivo y un acto de habla directivo. En el primer caso, la dirección de ajuste es lenguaje-a-mundo, el lenguaje se ajusta al mundo; cuando hay un desajuste entre el objeto de la aserción (el mundo) y la descripción (el lenguaje), lo que corresponde es modificar la aserción. Así, el lenguaje debe ajustarse al mundo.[10] En el caso de actos de habla directivos, la dirección de ajuste es la de mundo-a-lenguaje; cuando hay un desajuste entre el objeto de la directiva (el mundo) y la directiva (el lenguaje), lo que corresponde es modificar el mundo. Así, el mundo es el que debe ajustarse al lenguaje.[11]

En el caso de la concepción semántico-pragmática o selectiva, lo que se afirma es que la norma consistiría en una selección de mundos normativamente ideales: esos mundos normativamente ideales seleccionados determinan a qué deben ajustarse las prácticas dentro del mundo actual por la vía de ser expresados por las normas (que, en ese sentido, expresan valoraciones: los mundos posibles favorecidos).

 

4. Consecuencias de la adopción de una u otra concepción

En su trabajo, Mañalich introduce dos modelos contrapuestos de comprensión del conjunto de normas que tienen relevancia para el derecho penal: el modelo estándar y el modelo de la sanción. El primero presenta un compromiso con el reconocimiento de dos clases de normas analíticamente diferenciables: normas de comportamiento que requieren o prohíben conductas y normas de sanción que refuerzan lo establecido en las normas de comportamiento por la vía de establecer una sanción como respuesta a su quebrantamiento. El modelo de la sanción, por su parte, niega que sea posible diferenciar entre una y otra clase de normas.

Mientras que al modelo de la sanción le son aplicables una parte de las críticas que hiciera Herbert Lionel Adolphus Hart en El Concepto de Derecho (1994), lo que interesa a Mañalich es explorar una ulterior consecuencia que se seguiría de lo planteado por Hart y que permite poner en duda la comprensión de las reglas de comportamiento como imperativos. En este sentido, su objetivo no consiste en contraponer al modelo de la sanción con el modelo estándar, sino defender una noción del segundo que no se encuentre comprometida con una reconstrucción de las normas como imperativos. En otras palabras, lo que interesa a Mañalich es explorar si el modelo estándar está necesariamente comprometido con una concepción de las normas de comportamiento como imperativos.

4.1. Concepción expresiva: relación entre norma y deber en el derecho penal

En este punto es donde se pone de manifiesto la importancia de la discusión referida a la ontología de las normas de comportamiento en relación con el estudio de categorías propias del derecho penal. Usando como punto de partida a Hart (1994, pp. 38-39), las normas de sanción penal son entendidas como reglas secundarias toda vez que establecen consecuencias identificables como sanciones para determinadas conductas constitutivas de la infracción de un estándar: las normas de comportamiento. El carácter primario de estas últimas se sigue de que su infracción es un presupuesto para la aplicación de la sanción correspondiente.

Acá, Inés Godinho (2024) plantea dudas respecto del alcance de la tesis defendida, en particular, se pregunta acerca de la relación entre las normas de comportamiento y el concepto de disvalor. Se trata de una cuestión de especial relevancia en la tradición penal,[12] en particular porque tiene sentido que sea éste el ámbito en que concierne la cuestión acerca de qué conductas son consideradas disvaliosas. En este sentido, busca aclarar si las normas de comportamiento pertenecen al sistema penal o si aquello que les brinda pertinencia penal es la norma de sanción que, eventualmente, las acompaña.

El que se les otorgue a las normas de comportamiento una función “de valoración” del disvalor de ciertas conductas ha llevado en algunos casos a identificar a las normas de comportamiento con prescripciones. Esto tiene sentido pues la sanción se entiende como una consecuencia de una conducta disvaliosa que se busca excluir por la vía de una prescripción. Y nótese acá que se trata de una concepción de las normas de comportamiento cuyo eventual compromiso con la concepción expresiva de las normas debería volverse patente: se caracteriza a las normas de comportamiento a partir de su fuerza prescriptiva.

Este compromiso, considera Mañalich, resulta problemático pues se trata de una concepción de las normas que tradicionalmente ha sido defendida por distintas versiones de imperativismo cuya nota característica estaría dada por caracterizar a las normas de comportamiento como “imperativos”. Este compromiso contra una comprensión imperativista de las normas es desafiado por Godinho en su comentario, quien, citando a Renzikowski, afirma que en último término la norma de comportamiento se impone y es aquello lo que permitiría distinguir a la norma de una sugerencia.

Para Mañalich, el problema de la caracterización de normas como imperativos y, en particular, de la adopción de un modelo de norma-comunicación enfocado en la relación en la que se encuentran emisora y receptora, lleva a defensores de estos modelos a afirmar que las normas de comportamiento sólo llegan a existir cuando es posible reconocer una relación tal, relación que depende, a su vez, de que la receptora tenga de hecho capacidad de seguimiento de la norma. Esto, a su vez, implicaría una identificación (confusión, para quienes rechacen este modelo) entre las categorías de norma y deber.

En este punto, Godinho (2024) plantea algunas interrogantes en relación con el concepto de capacidad que maneja Mañalich. Si se descarta que la capacidad individual de seguimiento de la norma sea un requisito de la existencia de esta última ¿cuáles serían los requisitos para que una persona pueda ser considerada destinataria de la norma? ¿Existe un mínimo de agencia requerido para poder reconocer a una destinataria de la norma?

Todas estas cuestiones ponen de manifiesto una de las importantes consecuencias que tiene la adopción de una teoría acerca de la naturaleza de las normas para la comprensión del sistema penal. Pues existen fundamentales diferencias entre quienes defienden la necesidad de que las normas de comportamiento incorporen en su contenido las condiciones bajo las cuales una persona se encuentra obligada a ella y quienes distinguen entre el contenido de la norma y las obligaciones que de ella se derivan.

Un segundo punto que se pone en discusión dice relación con una crítica general que se hace a la concepción expresiva: su eventual incapacidad para dar cuenta de que las normas persisten en el tiempo, más allá del acto mismo de prescripción (en este caso la promulgación). Al hacer suya esta crítica, afirma Rodríguez (2024), Mañalich no se detendría lo suficiente en una ambigüedad existente en la obra de Alchourrón y Bulygin que de hecho reconoce, a saber, si se identifica a la norma con el acto de prescripción o con su resultado. Para Rodríguez, si se identifica con su resultado (aunque no se haya aclarado en qué consistiría éste) entonces no habría problema para reconocer a las normas como entidades que persisten en el tiempo.

4.2. Concepción hilética: relación entre normas y hechos sociales en los sistemas jurídicos

Como se mencionó, dado su enfoque en las prescripciones como guías de conducta, la concepción expresiva tiene especial predominancia en el ámbito penal. Distinto es el caso de la concepción hilética, cuya adopción se presenta más bien entre quienes se dedican a la teoría del derecho. En este sentido, las consecuencias de la adopción de una concepción hilética se manifiestan, más que en la comprensión de alguna rama del derecho, en nuestra forma de comprender al sistema jurídico en general y, especialmente, en cuanto a su relación con la existencia de hechos sociales.

Así, en este punto las críticas de Mañalich se relacionan con el que bajo esta concepción las normas serían entidades ideales, lo que tiene como consecuencia que se considere a la promulgación no como el acto que inicia la existencia de una norma sino como un acto de selección de normas que existirían fuera del tiempo y el espacio. Esto, pues las normas serían significados y los significados, en tanto entidades ideales, serían atemporales y aespaciales. La promulgación, así, no se correspondería con el inicio de la existencia de una norma sino con la selección de una norma de existencia ideal. Esto tendría como consecuencia que las normas así concebidas serían independientes de la existencia de hechos sociales.

Específicamente, dos son las consideraciones que lo llevan a rechazar esta concepción. Primero, que la idea de proposiciones sin valor de verdad sería carente de sentido. Por ello dos oraciones cuya fuerza ilocutiva sea diferente (una descripción y una orden) pueden exhibir un mismo contenido proposicional (piénsese en el ejemplo dado más arriba en que “está prohibido fumar” puede tener distinta fuerza ilocutiva). Acá se manifiesta una diferencia entre Mañalich y Rodríguez (2024)[13] pues, mientras el primero afirma que el contenido proposicional de un acto de habla (determinado por su sentido y su referencia) es analíticamente distinguible de su fuerza ilocucionaria, el segundo defiende que los aspectos ilocucionarios formarían parte del significado, pudiendo distinguirse entonces entre significados descriptivos o representativos y significados prescriptivos, por ejemplo.

Segundo, que las normas son entidades que tienen existencia temporal, algo de lo que la concepción hilética –de acuerdo con Mañalich– no puede dar cuenta. Usando el estudio de Max Black (1962), Mañalich reconoce a las normas como entidades que pueden ser enunciadas sin que hayan de ser confundidas (identificadas) con su formulación. De esto depende que sea verdadera la afirmación de que una regla es susceptible de ser formulada de variadas formas (es decir, que puede tener más de una formulación).

En este sentido, Black (1962, pp. 102-103) afirma que la sugerencia de que una norma es un significado que admite diversas formulaciones (distintas combinaciones de palabras, “P”) tendría como consecuencia que “la regla formulada por P” podría ser sustituida por “el significado de P” salva veritate. Mas ello no es posible, toda vez que la expresión “sigo la norma formulada por P” tiene sentido, mientras que “sigo el significado de P” no tiene sentido. El argumento es recogido por Mañalich quien afirma que no tiene sentido decir que alguien quebranta una oración, mas sí decir que alguien quebranta una regla.

Respecto a esta segunda crítica, Rodríguez acusa a Mañalich de utilizar un argumento falaz: asumiría que de ninguna clase de significado se puede predicar que es quebrantado, lo que presupone que no puede haber significados prescriptivos, presuposición que constituye el núcleo de la propuesta de la concepción hilética. Así, y de acuerdo con Rodríguez, Mañalich estaría usando como supuesto aquello que pretende demostrar.

5. Conveniencia pragmática de la postulación de normas como entidades

Frente a las dificultades reconocibles en cada una de las concepciones “clásicas” de la ontología de las normas, cabe preguntarse si no valdrá la pena renunciar a considerar a las normas como entidades. Como se mencionó, esta no es la vía adoptada ni por Mañalich ni por comentaristas en el presente número. Para el primero, es a partir de la obra de la filósofa Amy Thomasson que es posible justificar seguir considerando a las normas como entidades.

Thomasson defiende –a partir de lo que llama “ontología fácil”– la pertinencia de afirmar la existencia de objetos abstractos sin comprometerse con una ontología platonista (que los considera entidades fuera de todo tiempo y espacio). Esto lo hace por la vía de utilizar un concepto formal y no sustantivo de “existencia” cuyo núcleo se encuentra en las condiciones de aplicación de los conceptos cuya existencia se discute. Así aboga por una aproximación a la ontología de las cosas a partir de la propuesta de Carnap, consistente en distinguir entre preguntas existenciales internas y externas (Thomasson, 2015, pp. 29-45).

Para Carnap (1956), las preguntas acerca de la existencia de algún objeto son internas cuando el término utilizado para hacer referencia a dicho objeto fuera usado. El correcto uso de un determinado término dependerá de la categoría que defina el marco lingüístico bajo el cual el término opere. Así, si se está haciendo referencia a una o más normas por la vía de usar el concepto de “norma”, el marco lingüístico que determinará su uso correcto será el propio de las instituciones jurídicas. Si, por otra parte, se está haciendo referencia a un ser vivo para preguntarse si pertenece o no a la clase de los mamíferos, el marco lingüístico que ha de utilizarse será el de la biología. Se trata de preguntas, en consecuencia, cuyo enfoque está en el análisis conceptual (instituciones jurídicas) o empírico (biología) según el marco lingüístico en cuestión y a cuya respuesta se llega justamente a través del estudio conceptual o empírico.

En este sentido, discusiones acerca de qué condiciones deben verificarse para que un comportamiento cuente como contrario a una norma o la relación en que se encuentran una o más normas, entre otros debates, se dan dentro del marco lingüístico de las instituciones jurídicas, en el que el término “norma” es usado asumiendo su existencia.

Las preguntas externas, por otro lado, son aquellas que se refieren a un término sin utilizarlo, mencionándolo. Al tratarse de casos de mención de un término, no se enmarcan en el contexto lingüístico que determinaría el correcto uso del éste, sino que se sitúan fuera de dicho contexto. Para Carnap, se trata de preguntas que sólo tienen sentido si el interés de quienes las plantean está en resolver si resulta conveniente o no adoptar y desarrollar un determinado marco lingüístico (“¿es conveniente que hablemos de ‘normas’ como algo distinto de las prácticas y actitudes de quienes pertenecen a una comunidad?”). En este sentido, se trata de preguntas a cuya respuesta se arriba a través de consideraciones pragmáticas. A partir de esta distinción, entonces, son dos las clases de respuestas a preguntas existenciales que se pueden dar a preguntas internas: conceptuales o empíricas. En el caso de preguntas externas, las respuestas son propiamente pragmáticas. De acuerdo con Mañalich, la pregunta externa referida a la conveniencia de considerar a las normas como entidades debe responderse afirmativamente: el propósito que vuelve conveniente hablar de las normas de comportamiento como entidades es que esto permite reconocer su función en el razonamiento práctico como “razones completas”. En este punto, Rodríguez (2024) objetará que tenga sentido caracterizar a las normas como razones justificativas (que justifican acciones, en contraposición con aquellas que explican acciones), en particular a partir del planteamiento de Raz (1975), quien afirmaría que las razones son hechos.

Afirmar la conveniencia pragmática de que el marco lingüístico propio de las instituciones jurídicas incluya al concepto de “norma” en tanto entidad permite mostrar que existen fundamentos para descartar que la indagación acerca de su naturaleza constituya nada más que una hipóstasis. Mas esto es sólo el punto de partida de la indagación respecto a la ontología de las normas de comportamiento. Así, Arriagada (2024) plantea en su comentario que en el trabajo de Mañalich no quedaría del todo claro si esta indagación ontológica se corresponde con una investigación de índole conceptual, en tanto pregunta interna acerca de las condiciones de aplicación del término “norma”.

Arriagada (2024) distingue entre “‘lo existente’ y los conceptos” planteando que constituirían extremos de un continuo. Para aclarar el desafío que plantea, Arriagada utiliza como ejemplo al personaje de historietas conocido como “Hombre araña”. Hablantes familiarizadas/os con este personaje de ficción y competentes en el uso de “Hombre araña”,[14] afirma Arriagada, pueden usar el concepto, estando sin embargo también dispuestas a afirmar que el Hombre araña no existe. Para Arriagada, el que un concepto sea usado no implica su existencia “en un sentido más exigente”, a saber, en el sentido en que hablantes competentes están dispuestas a afirmar que las arañas existen.

Para Arriagada (2024), la naturaleza de las normas no se corresponde ni con la del personaje de ficción “Hombre araña” ni con la de las arañas.

 

6. Una concepción artefactualista de las normas

Una vez afirmada la conveniencia pragmática de no abandonar el concepto de “norma” como entidad, y habiendo descartado las concepciones hilética y expresiva, Mañalich presentará una concepción alternativa que permita dar cuenta de la naturaleza de las normas: la concepción artefactualista. Lo que caracteriza, a grandes rasgos, a teorías artefactualistas es que su objeto de estudio se corresponde con entidades (artefactos) cuya nota determinante es que han sido creadas para cumplir con alguna función. Se trata de una concepción que ha sido especialmente fértil para dar cuenta de la ontología de “obras del intelecto” tales como lo son los personajes de ficción y las obras literarias, pues no renuncia a que sean concebidas como objetos existentes, mas no utiliza el recurso de la existencia ideal para dar cuenta de esto.

No resulta sorprendente, en este sentido, que la teoría artefactualista haya sido igualmente adoptada por algunos juristas para dar cuenta de las instituciones jurídicas como entidades abstractas, en particular porque es común reconocer al derecho como una clase funcional: una cuya característica principal está dada porque sus componentes se definen a partir de su función.[15] Así, entre finales del siglo XX e inicios del siglo XXI, juristas comenzaron a estudiar el derecho a partir de la idea de que éste constituye un artefacto.[16]

Acá nuevamente el punto de partida de Mañalich será la obra de Thomasson (1999, 2003 y 2015) y su estudio de la naturaleza de personajes de ficción y, en particular, la posible clasificación que se pueda hacer de ellos en tanto entidades. Thomasson se centra en las relaciones de dependencia de estos personajes con otras entidades, analizando cuál es la relación entre un personaje u obra de ficción y las entidades cuya existencia es o fue necesaria para poder predicar existencia de los primeros.

A modo de ejemplo, Alicia (la protagonista de “Alicia en el país de las maravillas”) existe porque alguna vez existió Lewis Carroll, si bien su existencia hoy no depende de que Lewis Carroll siga existiendo (en este caso, de que siga con vida). Así, en un universo distópico como el de Fahrenheit 451 en el que cada ejemplar de Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo y lo que Alicia encontró ahí fueran quemados (y asumiendo que no existen otras representaciones del personaje, como las películas de Tim Burton), que Alicia siga existiendo dependerá de que sea recordada por una o más personas. Ambas obras de ficción de Carroll, por su parte y salvo que hayan sido memorizadas por completo por al menos una persona, habrán dejado de existir en tanto entidades abstractas (piénsese en obras que se perdieron en la destrucción de la biblioteca de Alejandría).

Esta clase de análisis llevará a Thomasson (1999, 2003 y 2015) a proponer criterios de clasificación de entidades abstractas de acuerdo con sus relaciones de dependencia de otras entidades. A partir de este instrumental conceptual, Mañalich analizará a las normas en tanto artefactos abstractos según las relaciones de dependencia que las caracterizarían.

Particularmente importante para el debate es la clase de relación de dependencia en la que –de acuerdo con Mañalich y a partir de la taxonomía de relaciones de dependencia de Thomasson– se encuentran normas de comportamiento con respecto a hechos sociales.

Para Rodríguez, acá la concepción artefactualista de las normas adolece de un importante problema, a saber, la dificultad de predicar de normas que han sido creadas o destruidas. Ahora bien, tras reconocer que dicho problema es uno que se da respecto de entidades concretas (de “existencia empírica”), considera que la categoría de artefactos abstractos se enfrenta a dificultades a la hora de explicar la naturaleza de las normas, particularmente porque en su caracterización más corriente, de acuerdo con Rodríguez, los artefactos abstractos no poseerían ni existencia espaciotemporal ni serían susceptibles de relaciones causales. Esto último determinaría la dificultad para entender cómo una entidad abstracta podría comenzar a existir.

Arriagada, por su parte, considera que la relación entre normas y hechos sociales constituye un dilema al que todo estudio sobre el estatus ontológico de las normas se encuentra enfrentado y que Mañalich pasaría por alto, tergiversando el debate. Este dilema sería acerca de si corresponde tratar a las normas tanto como entidades independientes de “hechos empíricos” (como resultado de éstos) y, a la vez, como esquemas conceptuales a partir de los cuales estos hechos se interpretarían; o si corresponde tratarlas solamente como estos últimos, como “meras perspectivas”.

 

7. Teoría de las normas y derecho penal

Caracterizar a las normas a partir de su función implica importantes desafíos, algunos de los cuales son considerados por Godinho (2024). En particular, el reconocimiento de una determinada función de las normas de comportamiento requerirá también explicitar la relación entre ésta y aquello que hace las veces de fundamento legitimador de la norma. En la tradición penal, ello ha solido plantearse a partir de la idea de la protección de bienes jurídicos. Esto motiva a Godinho a preguntar si corresponde identificar a los bienes jurídicos como aquello que les confiere legitimidad a las normas de comportamiento, como aquello cuya protección se corresponde con su función, o ambas.

Asimismo –y en la misma senda de las preguntas que antes plantea acerca de la rama del derecho a la que pertenecerían las normas de comportamiento–, indica que cabría indagar acerca del específico lugar que corresponde a los bienes jurídicos dentro del derecho. Si su lesión no es algo cuya pertinencia sea exclusivamente penal, esto tendrá consecuencias para la forma de entender el concepto de “injusto” en áreas tales como el derecho civil y el derecho administrativo.

Plantear a las normas como artefactos abstractos y analizar su naturaleza a partir de sus relaciones de dependencia permite, concluye Mañalich, dar cuenta de dos aspectos fundamentales de las normas que las concepciones expresiva e hilética no logran explicar: primero, que las normas de conducta se corresponden con directivas impersonales y, segundo, que su existencia debe ser identificada con la existencia de ciertos hechos sociales.

Así, mientras el primer aspecto está directamente relacionado con consecuencias penales que se pueden seguir de nuestra concepción de las normas de conducta, el segundo se vincula con nuestra comprensión de las instituciones jurídicas fundamentales, como lo son los procesos de creación de normas. Este es un punto que resalta Godinho (2024) al afirmar que la necesidad de normas de comportamiento sólo surge desde comunidades y no individuos. Invita así a pensar en la relación entre las normas de comportamiento y determinados contextos en los que se puede encontrar una comunidad a lo largo del tiempo, contextos que determinarán la clase de normas que estas comunidades adopten, no sólo normas jurídicas sino todas aquellas que hagan posible la coexistencia pacífica dentro de la comunidad. Incluyendo en este grupo a las normas de la moral –adoptando una concepción de moral crítica–, Godinho se pregunta si son aquellas condiciones mínimas para una convivencia pacífica (reflejadas en las normas morales y en la cultura) lo que constituye la dependencia de las normas de comportamiento de los estados intencionales de los individuos, miembros de la comunidad.

El trabajo de Mañalich y los comentarios de Arriagada (2024), Godinho (2024) y Rodríguez (2024) muestran con claridad la importancia del estudio de la teoría de las normas para la comprensión de nuestras prácticas jurídicas, además de poner de manifiesto la íntima relación en la que se encuentran la teoría de las normas y el derecho penal, y las consecuencias que se siguen de la adopción de una determinada concepción sobre las normas. Esperamos que este gran mérito haga las veces de invitación a la lectura y a continuar la discusión referida a un problema de larga data, esta vez a partir de nuevas perspectivas.

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* Máster en Derecho público, Universidad de Chile, becaria doctoral CONICET-UBA, Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio L. Gioja, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: aolavealbertini@derecho.uba.ar.

[1] Al respecto, véase Thomasson (1999, pp. 137-139), acerca de qué ha de entenderse como parsimonia y mostrando formas de “falsa parsimonia” en las que se elimina arbitrariamente a algunas entidades o clases de entidades, pero no a otras que comparten las propiedades que se usan para justificar la eliminación de las primeras. Asimismo, véase Thomasson (2007, pp. 152-153), acerca de la plausibilidad de utilizar el principio de parsimonia, originalmente pensado para explicaciones causales, para preferir entre una u otra teoría filosófica.

[2] Alchourrón y Bulygin hacen acá referencia a Strawson (1950).

[3] Por ejemplo, como lo fue el debate referido al concepto de “aborto” en el Código Penal chileno, en que se discutió si por “aborto” había que entender interrupción del embarazo o producción de la muerte del feto, siendo hoy la segunda alternativa la favorecida por la doctrina.

[4] Acá es importante aclarar que, a pesar de dedicar parte importante de su obra al estudio de la lógica de las normas, Von Wright (1963, 1969) se inclina por una concepción expresiva, como lo reconocen Alchourrón y Bulygin (1997, p. 19-23).

[5] Véase Alchourrón y Bulygin (1997, pp. 31-35, 43-45, 53-55).

[6] Valga la aclaración de que también la intención del hablante es uno de los factores que determina qué fuerza ilocucionaria tendrá su expresión mas no es la única y, por ello, constituye un error identificar a la fuerza ilocucionaria con la intención del hablante.

[7] Si bien reconocen que en la categoría de error de prohibición como eximente (utilizan “excusa”) de responsabilidad en el derecho penal indicaría que las normas penales serían concebidas a veces como normas-comunicación.

[8] No cumpliéndose así con la ley del tercero excluido.

[9] Si bien no es Anscombe sino Searle (1983, pp. 7-9) quien acuña la etiqueta “dirección de ajuste” (direction of fit).

[10] Quien está tomando nota de cada uno de los objetos de una caja, en caso de reparar en que ha listado un objeto que en realidad no está en la caja, deberá eliminar su mención de la lista (ajustar el lenguaje) y no sacar ese objeto de la caja (ajustar el mundo).

[11] Quien está siguiendo instrucciones que le dicen qué objetos deberá incluir dentro de una caja, en caso de notar que ha agregado un objeto a la caja que no se encuentra en la lista, deberá sacar ese objeto de la caja (ajustar el mundo) y no incluirlo en la lista (ajustar el lenguaje).

[12] Sólo a modo de ejemplo, véase Mir (2004).

[13] Rodríguez reconoce que podría tratarse de una diferencia “meramente verbal”.

[14] Una defensa a la posibilidad de que existan nombres sin referencia (como aquellos con los que se identifica a personajes de ficción) a partir de la obra de Kripke se encuentra en Thomasson (1999, pp. 44-49). Valga la aclaración que tal vez en este caso no necesariamente “Hombre araña” pueda ser entendido como un nombre, considerando que distintos personajes de ficción han cumplido el rol de “Hombre araña”.

[15] Para una breve explicación de qué se deberá entender por “clase funcional”, véase Moore (2000, pp. 311-313).

[16] Véase Burazin, Himma y Roversi (2018, pp. vii-xi).