Tras una definición de las áreas protegidas. Apuntes sobre la conservación de la naturaleza en Argentina

Brián G. Ferrero*

Resumen

El 14,7 % de las tierras del planeta y el 10 % de sus aguas territoriales se encuentran bajo categorías de conservación en 2016. La República Argentina cuenta con 437 áreas protegidas que cubren el 11,9 % de la superficie terrestre y el 4,9 % de la superficie marina. Las áreas protegidas no solo conservan ambientes y especies, sino que también tienen impacto sobre los territorios y las poblaciones humanas que viven dentro y en torno a estos espacios. En el modelo “clásico” de conservación, las poblaciones locales han sido consideradas como externalidades a las áreas protegidas, si bien el vínculo con estas poblaciones ha sido frecuente fuente de conflictos y negociaciones. Esta forma de relación entre áreas protegidas y poblaciones continúa vigente, lo cual genera múltiples tensiones. En este artículo buscamos participar de una definición de las áreas protegidas y la conservación que incorpore el vínculo con las poblaciones locales. Para esto desarrollamos el concepto de arena política, en tanto espacio social que emerge de las interacciones interpersonales. Para esto realizamos un recorrido conceptual que incluye diversos abordajes de las ciencias sociales sobre políticas de conservación, y hacemos referencias ilustrativas al caso del Parque Nacional Iguazú (Argentina).

Palabras clave: Conservación, Estado, Poblaciones locales, Arena política.

Defining Protected Areas.

Notes on the conservation of nature in Argentina

Abstract

Since 2016, 14.7 % of the planet’s lands and 10 % of its territorial waters have been under conservation categories. The Argentine Republic has 437 protected areas that cover 11.9 % of the Earth’s surface and 4.9 % of the marine surface. Protected areas not only conserve environments and species, but also have an impact on the territories and human populations that live within and around them. In the “classical” model of conservation, local populations have been considered as externalities to protected areas, although the link with these populations has been a frequent source of conflicts and negotiations. This kind of relationship between PAs and populations still prevails creating certain tension. In this article, we seek to find a protected areas and conservation definition which includes the link with local populations. Therefore, we develop the concept of the political arena as a social space that unfolds from interpersonal interactions. We carried out some research including various approaches of social sciences on conservation policies, and offer illustrative references to the Iguazú National Parks’ case (Argentina).

Key words: Conservation, State, Local population, Political arena.

Introducción

El 14,7 % de las tierras del planeta y el 10 % de sus aguas territoriales se encuentran bajo categorías de conservación en 20161. Por su parte, la República Argentina cuenta con 437 áreas protegidas que cubren el 11,9 % de la superficie terrestre y el 4,9 % de la superficie marina2. Además de las consecuencias positivas para la conservación del ambiente, las áreas protegidas tienen un significativo impacto territorial, compitiendo con los espacios productivos en tanto constituyen barreras a la expansión de la producción intensiva y agronegocios. Las áreas protegidas también presentan impactos sociales en las formas de vida de las poblaciones que habitan dentro y en torno a estos espacios, impulsando modificaciones en los usos locales del ambiente, así como en muchos casos han llevado a expulsar poblaciones hacia fuera de las áreas protegidas. En este artículo proponemos discutir la categoría de área protegida a partir de reconstruir sus bases conceptuales en función del vínculo que las áreas protegidas establecen con las poblaciones humanas que habitan dentro y en torno a estos espacios.

La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y los Recursos Naturales (UICN) ha sistematizado la categoría de áreas protegidas como “una superficie de tierra y/o mar especialmente consagrada a la protección y al mantenimiento de la diversidad biológica, así como de los recursos naturales y los recursos culturales asociados, y manejada a través de medios jurídicos u otros medios eficaces”3. En línea con esto, la conservación es definida por la UICN/WWF/UNEP World Conservation Strategy4 como el “mantenimiento de los procesos ecológicos esenciales y los sistemas de soporte de la vida, la preservación de la diversidad genética, y el uso sustentable de especies y ecosistemas” (MacDonald, 2003, p. 3). En estas definiciones se acentúan las prácticas relevantes para alcanzar el objetivo principal, esto es, mantener y preservar determinados fenómenos que puedan ser alterados por factores antrópicos, y solo permitir usos sustentables de los recursos. Tales definiciones también tiene el mérito de participar de las discusiones dadas a nivel global sobre la participación de las poblaciones locales en la gestión de las áreas protegidas. Así, establece una ruptura con el modelo de conservación “clásico” que dio lugar a la creación de los primeros Parques Nacionales desde fines del siglo XIX, basado en visiones dicotómicas de la relación entre naturaleza y sociedad, y que llevó a separar a las poblaciones humanas de las áreas protegidas. En el origen de las áreas protegidas, el objetivo general fue establecer espacios considerados de “naturaleza intocada” (Diegues, 1996), de los que se expulsó y excluyó a las poblaciones locales. Una de las principales funciones de las áreas protegidas, y en particular de los parques nacionales, fue proteger esos ambientes “prístinos” frente a las comunidades humanas, que fueron consideradas como amenazas a la naturaleza.

Aquí proponemos delinear una definición de la conservación que la considere como un proceso continuo que tiene lugar en contextos políticos y culturales determinados (Saberwal, 2000). De esta manera, nos alejamos de aquellas definiciones de la conservación y las áreas protegidas que las consideran un fin en sí mismo, y que se basan sobre todo en miradas tecnocientíficas. En la definición a la que buscamos contribuir, se enfatizan los procesos en lugar de las prácticas, apelando a reconocer los conflictos que involucran a las áreas protegidas, en lugar de considerarlos externalidades (Alcorn, 1995). Así, la conservación se presenta como un proceso político y social por el cual se manejan los recursos naturales para mantener procesos ecológicos. Por lo tanto, consideramos que el vínculo con las poblaciones locales se define en las interacciones y arenas políticas locales. Con el término “arena” (Swartz, Turner y Tuden, 1966) referimos al espacio social en que tienen lugar conflictos y acuerdos, convenios y relaciones que emergen en interacciones institucionales e interpersonales.

En este artículo proponemos una definición de las áreas protegidas y la conservación que involucre los procesos sociales que tienen lugar hacia fuera de las fronteras. En tal definición los problemas sociales no se presentan como externalidades. La conservación no se reduce a los límites de las áreas protegidas, sino que involucra procesos políticos, sociales y económicos de amplios territorios. Así, las políticas de conservación se constituyen en arenas políticas, en tanto son instrumentos del aparato estatal para organizar y gestionar territorios y poblaciones.

Este artículo se organiza a partir de establecer dos grandes modelos de conservación que han tenido lugar durante el siglo XX y lo que va del siglo XXI. En términos generales, y en particular a partir del caso argentino, proponemos que hacia las últimas décadas del siglo pasado asistimos al pasaje desde un modelo de conservación “clásico” hacia otro modelo que llamamos “participativo” (Phillips, 2003). En el primer apartado se presenta el modelo de conservación “clásico” centrado en la presencia estatal y que se basa en el control territorial; a modo ilustrativo, tomamos el caso de la creación del Parque Nacional Iguazú. En el segundo apartado se presenta el modelo “participativo”, donde se proponen distintas formas de integrar poblaciones locales con la gestión de las áreas protegidas. En el apartado final, presentamos la propuesta de que las áreas protegidas constituyen arenas políticas, donde intervienen agentes de conservación y poblaciones locales.

El presente trabajo es básicamente conceptual y parte de determinadas problematizaciones realizadas desde el campo de las ciencias sociales sobre las políticas de conservación y el vínculo entre las áreas protegidas y las poblaciones locales. Asimismo, la pregunta sobre la definición del concepto de áreas protegidas se origina en nuestro trabajo considerando las áreas protegidas del litoral argentino, en particular, aquí haremos referencia al caso del Parque Nacional Iguazú.

La conservación como control y gestión territorial

Las áreas protegidas constituyen formas particulares de presencia del Estado, definiendo, delimitando y visualizando determinados territorios donde se ponen de relieve ciertas formas de conceptualizar y gestionar los recursos naturales, los paisajes y las poblaciones humanas (Vaccaro y Beltran, 2010). Las áreas protegidas emergen de las formas en que los Estados construyen sus territorios, por tanto no solo son formas de gubernamentalizar los territorios, sino también de darle impronta física al espacio de gobierno.

Desde la perspectiva de Scott (1998), los Estados modernos basan su accionar en hacer legibles y objetivos los territorios y las poblaciones. El dominio espacial del Estado es acompañado por el mapeo de los espacios naturales, las comunidades locales y sus prácticas económicas, con lo cual se pretende ordenarlos para ponerlos al servicio de los objetivos de la razón estatal. Bajo la pretensión de organizar el territorio, las áreas protegidas han sido tratadas ―e incluso hoy son tratadas― como espacios donde se pretende mantener el curso evolutivo de la naturaleza independientemente de la acción humana. Si bien es ampliamente aceptado por los agentes de conservación que las áreas protegidas constituyen una forma de intervención sobre el ambiente y las especies, la lógica de las prácticas conservacionistas se ampara en el estatus de la ciencia positiva, donde la naturaleza estaría más allá de las determinaciones históricas humanas (Barreto Filho, 2001, p. 39).

El modelo “clásico” de conservación surge de la corriente preservacionista de fines del siglo XIX en Estados Unidos, que consideraba a los Parques Nacionales como la principal alternativa para salvar porciones de naturaleza de los efectos destructivos del desarrollo urbano e industrial (Diegues, 1996). Esta corriente surgió como reacción a la expansión del capitalismo en tanto fuerza que transformaba los territorios naturales en campos para cultivos y ganadería, y desarrollaba velozmente las ciudades e industrias, con la consecuente contaminación de cursos de agua, suelos y aire. Entonces se comenzó a considerar que la mejor forma de conservar la naturaleza aún virgen era separándola de la intervención humana. En cierta forma, este modelo implicaba una actitud de derrota en la concepción de que la naturaleza estaba destinada a perderse debido a la acción humana y solo podían salvarse pequeñas porciones. Desde tal perspectiva, cualquier intervención humana en la naturaleza se consideraba intrínsecamente negativa respecto de la conservación, y se presentaba como un principio universal que el mundo salvaje solo podía ser protegido al apartarse de la convivencia humana (Brockington, 2008).

El modelo conservacionista norteamericano se expandió rápidamente a nivel global reproduciendo la dicotomía entre “sociedad” y “parques”. En los países del tercer mundo, esta ideología tuvo efectos devastadores sobre las “poblaciones tradicionales” de extractivistas, pescadores, aborígenes, cuya relación con la naturaleza era diferente a la de los primeros ideólogos de los parques norteamericanos (Diegues, 1996, p. 37). La noción de parques nacionales se originó bajo el objetivo de conservar áreas “naturales” frente al avance de la sociedad urbano-industrial, con una actitud salvacionista que consideraba que los espacios naturales debían ser protegidos antes de ser transformados por las actividades agrícolas e industriales. En este modelo, las reservas naturales estrictas constituyen la forma privilegiada de preservar porciones de la naturaleza que deben protegerse, ya sea por su belleza, biodiversidad o servicios ambientales, de los efectos de la actividad industrial, minera, agrícola, etc., desarrollada por los humanos.

Para el caso Argentino, la política de creación de parques nacionales5 (Iguazú y Nahuel Huapi) formó parte de las prácticas de territorialidad como Estado moderno, tanto para el control físico del espacio como para su ocupación y poblamiento, así como también para el desarrollo de actividades económicas ligadas al desarrollo del capitalismo en áreas periféricas. En este proceso, la apropiación simbólica del espacio y la naturaleza ocupó un lugar destacado, ya que el modelo de parques nacionales que se promovió en las primeras décadas del siglo XX pretendió generar y poner en valor paisajes representativos de la identidad del país ―la identidad nacional― que resguardaran lo que se pretendía auténtico, no contaminado, de la nación, por lo que se buscaron espacios distantes de los centros urbanos y áreas centrales por ejemplo, las pampas.

La creación del Parque Nacional Iguazú estuvo vinculada a la definición de la frontera entre Brasil y Argentina, sobre el río Iguazú (o Iguaçu). Los parques nacionales argentino y brasilero se crean en espejo, respondiendo a la necesidad de que ambos Estados se hagan presentes en una frontera caliente. En tal sentido, los primeros parques nacionales no contaron con una perspectiva de integración, sino de oposición, de establecer y cerrar fronteras. Pasaría casi un siglo hasta el surgimiento de discursos, proyectos y reuniones que buscasen la integración en las políticas de conservación en la región6.

El Parque Nacional Iguazú fue creado formalmente en 1934 por Ley Nacional 12103, cuando el turismo en el área ya era permanente y el pueblo de Puerto Iguazú estaba en veloz crecimiento. La ley establecía que se podrían proponer como parques nacionales “aquellas porciones del territorio nacional que por su extraordinaria belleza o en razones de algún interés científico determinado, sean consideradas dignas de ser conservadas para uso y goce de la población de la República Argentina”. Además, instaba a la implementación de los medios necesarios para “la conservación de los parques y su embellecimiento, el estímulo de las investigaciones científicas e históricas, la organización y fomento del turismo, la exploración y explotación minera”. Por otra parte, también planteaba la necesidad de reglamentar y fiscalizar las explotaciones forestales, industriales, construcciones, regímenes de las aguas, y de las propiedades privadas situadas en los parques nacionales.

En esta ley se hacía explícito que los parques nacionales debían promover el desarrollo a partir de obras de infraestructura que incentiven la inversión turística privada. El artículo 16 establecía como uno de los deberes de la Dirección de Parques Nacionales, “el promover el progreso y desarrollo de los parques mediante la construcción de caminos, puentes, escuelas, líneas telegráficas y telefónicas, muelles, puertos, obras sanitarias, etc.”, como así también otorgar las concesiones de hoteles y otras instalaciones. Además, se consideraba parte de sus atribuciones la ejecución de censos de población, movimiento y riquezas en las áreas bajo su jurisdicción, como también el desalojo de los intrusos en tierras del dominio público.

El primer director de Parques Nacionales, Ezequiel Bustillo (en el cargo entre 1934 y 1944), abonó la idea de que los parques nacionales debían consolidar la soberanía, y el dominio y poblamiento del territorio nacional, sobre todo en sus áreas fronterizas. En la Memoria de la Dirección de Parques Nacionales de 1940 se expone, por ejemplo, que

la labor de la repartición ha continuado con el mismo entusiasmo patriótico de un principio, ejerciendo con su influencia una acción orientadora de nacionalismo en las comarcas sujetas a su régimen, todas limítrofes y que hasta hace poco ofrecían el serio problema de una población desvinculada de todo sentimiento de argentinidad (Citado por Fortunato, 2010, p. 178).

La política argentina de parques nacionales en la primera mitad del siglo XX consiguió canonizar paisajes sublimes ―montañas, lagos, bosques, cataratas, ríos caudalosos― como imágenes icónicas de lo nacional. La Ley Nacional 12103 puso el acento en la protección de paisajes de “extraordinaria belleza”, concepto ligado a la idea romántica de naturaleza virgen y salvaje. De esta manera, durante los primeros años de la Dirección de Parques Nacionales, se sumaron a los parques preexistentes (Iguazú y Nahuel Huapi) solo áreas andino-patagónicas que contaban con escenarios imponentes (Lanín, Los Alerces, Perito Moreno y Los Glaciares), ubicadas sobre la conflictiva frontera con Chile. Cabe destacar que varias de estas tierras contaban con comunidades indígenas que fueron expulsadas o invisibilizadas, lo cual constituyó una forma de naturalizarlas y quitarles el estatuto de comunidades sociales como la nacional, y dándoles el estatuto de naturales (Carpinetti, 2006).

El paisaje se presentó como expresión de la identidad. Si la sociedad nacional posee un territorio con una naturaleza determinada, esta naturaleza tenía la función pedagógica de regenerar constantemente la virilidad y grandeza de la nación, y los parques debían de salvaguardar tal naturaleza. Tales principios coincidían con los del modelo de parques nacionales norteamericano, del que se deriva que la naturaleza, para ser conservada, debe estar separada de las sociedades humanas. De aquí la noción de wilderness (vida natural o salvaje), que establece que la naturaleza es salvaje, es decir, que se ha desarrollado sin la intervención humana. La idea de wilderness, tal como surgió a fines del siglo XIX en Estados Unidos, sirvió para describir grandes áreas que habían quedado deshabitadas a causa del exterminio de las sociedades indígenas y donde aún no había llegado la expansión de la frontera hacia el Oeste. Por entonces ya se había consolidado el capitalismo norteamericano, y la urbanización era acelerada, por lo que se proponía que se reservasen grandes áreas naturales, sustrayéndolas a la expansión agrícola, para colocarlas a disposición de las poblaciones urbanas con fines de recreación (Diegues, 1996, p. 11).

La noción de “vida salvaje” trajo una representación simbólica del mundo en el cual existirían áreas naturales no perturbadas por el hombre, es decir, en un estado “puro”. Por consiguiente, este modelo pensaba la naturaleza por fuera de la historia humana, buscando distinguir en cada ambiente qué elementos eran exóticos, introducidos por el hombre, y cuáles eran propios del devenir de la historia natural. Esta idea implicaba pensar que en la construcción de la nación existía una tensión entre la naturaleza (o la vida salvaje) y la civilización. La centralidad de la noción de wilderness en los primeros parques nacionales estaba dada en que este concepto permitía definir lo que no era civilizado, y por lo tanto aquello que la nación debía controlar, delimitar y conservar. Además permitía determinar qué era lo no contaminado por la historia humana, lo natural, lo imperecedero, lo primordial de la patria (Radcliffe y Westwood, 1996; Scarzanella, 2002).

El modelo participativo de áreas protegidas

Hacia las últimas décadas del siglo XX, en el ámbito de las instituciones conservacionistas se planteó de forma sistemática la necesidad de trabajar más allá de las áreas protegidas, dejar de manejarlas como islas amenazadas por los fenómenos que tienen lugar en su entorno. Esta tendencia impulsó el trabajo a nivel ecosistémico y de ecorregiones, conectando ambientes, creando corredores biológicos. A nivel social, se impulsó el trabajo con las poblaciones humanas que viven en torno a las áreas protegidas o que hacen uso de recursos que allí se encuentran. Se enfatizó la necesidad de integrar las actividades productivas en la conservación, y de encontrar formas de participación comunitaria en la gestión de las áreas protegidas.

En un primer momento, la relación con las poblaciones locales estuvo dominada por la aplicación de proyectos de desarrollo, considerando que el impacto negativo de las poblaciones locales sobre las áreas protegidas se debía a la pobreza, a prácticas tradicionales y factores culturales y a la falta de conocimiento sobre los beneficios de las áreas naturales. Esto también derivó en un boom de programas de educación ambiental. Pero el optimismo de las agencias de desarrollo no gubernamentales y estatales fue aminorando a medida que los resultados de las intervenciones desde arriba (o top-down) y las inversiones de capital no generaban los resultados esperados. La preocupación sobre el éxito y la eficacia de los programas de conservación impulsó la incorporación de la crítica ecológica al paradigma del desarrollo. Tales discusiones tuvieron un fuerte impulso por parte de organismos internacionales y multilaterales que tenían en la promoción del desarrollo su razón de ser (Barretto Fihlo, 2001, p. 147).

El manejo comunitario de los recursos se convirtió en un enfoque influyente en la conservación y gestión de los recursos en decenas de países (Brosius et al., 2005). Sus premisas básicas son que las comunidades no son simples receptoras de programas de conservación y desarrollo, sino que tienen algo que decir sobre la gestión de los recursos y los entornos naturales próximos, incluso pueden llegar a beneficiarse si participan de la gestión de las áreas protegidas. Con esto, el manejo de los recursos y las áreas protegidas se tornaría más democrático y sostenible que la gestión hecha por las burocracias estatales centralizadas, por agencias no gubernamentales o internacionales, o por corporaciones. Según Brosius et al. (2005, p. 1), quien fuera uno de los impulsores de este modelo, “no parece que las comunidades puedan hacer un trabajo peor que las empresas, los Estados, los organismos multilaterales y expertos en desarrollo, ya que después de todo, estos han causado un extraordinaria cantidad de daño humano y ambiental”.

El interés en incorporar a las poblaciones locales deriva de diversas fuentes. Una es la movilización de las comunidades, que muestran que ignorar o contradecir los intereses locales puede constituir las bases de una creciente resistencia a los proyectos de conservación (MacDonald, 2003). Otra es la presión de agentes con poder político y científico, en particular instituciones internacionales, que demandan la participación local o alguna forma de co-manejo como condición para el financiamiento. Finalmente, otra fuente de presión son los sectores técnicos y académicos que ponen en discusión determinadas categorías que la conservación “clásica” ha naturalizado, como por ejemplo las de “comunidades locales”, “indigenismo”, “tradición”, “relación sociedad-naturaleza”, todo lo cual contribuye a poner en crisis las bases epistemológicas del conservacionismo.

La conservación neoliberal con participación

Para algunos autores (Brockington, 2004; Brosius, 2006; Igoe et al., 2007), el giro hacia estos modelos de participación y el manejo comunitario de recursos naturales es complementario al auge del neoliberalismo a nivel global a partir de fines de la década de 1980. Desde tales perspectivas, delegar el manejo del ambiente a las comunidades facilita el ajuste estructural, en la medida en que proyecta la reducción de los gastos del Estado en conservación, a su vez que llevaría a un debilitamiento de las normas ambientales y una mayor libertad para las empresas interesadas en zonas determinadas. “Muchas corporaciones multinacionales estarían encantadas al negociar con las comunidades locales en lugar de hacerlo con agencias estatales a escala nacional” (Brosius et al., 2005, p. 15).

Otro conjunto de críticas al modelo de conservación participativo señala que la idea de que las prácticas y relaciones comunitarias tradicionales son esencialmente sustentables suele ser sobre todo un acto de fe. De hecho, para algunos de los críticos más severos de esta concepción, la “comunidad autónoma” es ante todo una de las premisas ideológicas del neoliberalismo. De esta manera, los modelos participativos de gestión de Áreas Naturales Protegidas han sido considerados como nuevas formas de ejercer control sobre las poblaciones locales (MacDonald, 2003; Brokington, 2004; Brosius et al., 2005). Desde esta perspectiva, tales modelos encauzan y disciplinan la acción política local, legitimando determinados reclamos y deslegitimando otros. A su vez, son los organismos de conservación los que estipulan las formas legales e institucionales en que las poblaciones locales pueden participar. El disenso sería permitido en pequeñas dosis, de manera que las alteraciones sustantivas a los proyectos son constreñidas (Brosius et al., 2003, p. 41). La “participación” representaría entonces un régimen de civilidad que tiene por objetivo contener y domesticar el disenso (Brosius et al., 2003, p. 41). Por lo tanto, el manejo de recursos de base comunitaria no es sustituto de la construcción de agrupaciones que buscan reformas políticas (Berkes, 2004). Brosius (2006) incluso sugiere que los gobiernos suelen ser entusiastas sobre los proyectos de desarrollo y conservación de base comunitaria u otras formas de descentralización, en tanto estos proyectos, de hecho desvían la amenaza de que la gente se organice políticamente.

Se busca expandir la conservación hacia nuevos recursos, para lo cual se propone incrementar la participación desmantelando estructuras y prácticas estatales restrictivas.

Promete proteger a las comunidades rurales garantizando sus derechos de propiedad y ayudándolas a entrar en emprendimientos empresariales guiados por la conservación. Promete negocios verdes, demostrando a las corporaciones financieras que lo verde es rentable. Y finalmente a través del ecoturismo, promete promover la conciencia ambiental de los consumidores occidentales (Igoe et al., 2007, p. 434).

Este modelo también se constituyó sobre la base de la expansión de la superficie bajo conservación, la que a nivel global creció de manera considerable durante los años de la década de 1990 y la primera década del siglo XXI, junto a la expansión del capitalismo neoliberal (Igoe et al., 2007, p. 434).

La propuesta de conciliar objetivos de conservación con la eficiencia del mercado supone la presencia de actores que se mueven siguiendo una racionalidad económica, donde la naturaleza puede ser preservada al asignarle valor económico a sus componentes y en tanto la conservación genere lucros concretos a los propietarios o responsables de los recursos. Así, este modelo de conservación no solo se presenta como una respuesta frente a la crisis ambiental, sino también como una nueva oportunidad para la expansión del capital: “Se trata no solo de vender la naturaleza para salvarla, sino de salvarla para negociar con ella” (Durand, 2014, p. 194).

En este modelo, la conservación crea valor y la naturaleza es protegida a través de la inversión y el consumo. Desde los organismos oficiales se esgrime que esto es ventajoso puesto que así la conservación se autofinancia, reduciendo o anulando el costo que tiene para el conjunto de la sociedad. La promesa es que todos ganan, por un lado el Estado que deja atrás los conflictos, por otro lado las ONG conservacionistas que encuentran formas más eficientes de conservar sin la oposición de los locales, las empresas que generan negocios rentables, y finalmente las comunidades locales que consiguen entrar en nuevas formas de desarrollo.

En las áreas protegidas se asiste a nuevas formas de expansión estatal donde ya no se trata de conquistar territorios y organizarlos con vistas al bienestar de la población y los propios gobernantes, tal como tenía lugar en los procesos de territorialización de la soberanía, sino que se trata de expandir modelos de gestión económica con el objetivo de asegurar condiciones para la reproducción ampliada del capital (lo cual corresponde a una transnacionalización de las soberanías, propio de los planes de integración regional que se establecen en el siglo XX y a escala global) (Baynes-Da Silva, 2013).

La conservación en terreno

Si bien la conservación constituye una forma de dominio del espacio y las poblaciones, las situaciones que se presentan en terreno muestran una mayor complejidad que la simple dominación y control. Los modelos participativos de conservación de la naturaleza generan novedosas configuraciones de gobierno. Pero el gobierno, ya sea estatal o de agencias no gubernamentales de conservación, no siempre corre tras un conjunto de objetivos cerrados y coherentes. Incluso, los objetivos de la gestión de un territorio pueden ser incompatibles entre sí, permitiendo intervenciones que entran en tensión unas con otras, o que son contradictorias (Li, 2007). Desde esta perspectiva, el gobierno de un espacio o de una población no constituye un paquete cerrado y finalizado, sino un conjunto de propuestas desde donde surgen discusiones, reinvenciones. En tal sentido, los espacios de poder pueden ser pensados como campos de lucha donde confrontan y negocian actores con intereses divergentes. Por ejemplo, entre los funcionarios del Parque Nacional Iguazú, existen quienes están a favor de políticas más severas hacia los pobladores locales, en tanto otros señalan que muchos problemas se resolverían con acciones que integren a los locales en la gestión del parque. Asimismo, en el manejo del parque tienen voz ONG nacionales, internacionales, sectores empresariales, caciques guaraníes locales, científicos, y otros actores que llevan a que la administración de esta área protegida sea un espacio con visiones diversas sobre el monte, la conservación, la gente. Las relaciones de poder son desiguales, pero el entramado de actores presentes no permite considerar que las políticas son totalizantes o unidireccionales. Las políticas de conservación pocas veces están dirigidas exclusivamente por los intereses de un solo sector ―aunque en varios momentos parezcan estarlo o hayan sido propuestas por un grupo social específico―, sino que en la implementación en terreno se van recreando y resignificando (Ferguson, 1994; Li, 2007). Como señala Li (2007), “La multiplicidad de poder y las diversas formas en que los actores juegan unos con otros produce brechas, grietas y contradicciones” (p. 25-26), y los actores encuentran estas inconsistencias que proveen fuentes para generar perspectivas críticas. Si el gobierno de un territorio tiene espacios de confrontación y grietas, es allí donde, según Scott (1989), “los débiles” desarrollan formas para oponerse al poder, disputarlo, o construyen estrategias para soportarlo. Desde esta mirada, la acción del Estado lleva a crear grupos en lugar de individuos aislados y dentro de estos grupos las perspectivas críticas son potencialmente compartidas. Así,

uno de los efectos inadvertidos de los programas de desarrollo es la producción de grupos sociales capaces de identificar intereses comunes y movilizarse para transformar su situación. Estos colectivos tienen sus propias diferencias internas de clase, étnicas, fracturas de género, pero su encuentro con intentos para desarrollarlos crea las bases por sus idas y acciones políticas (Li, 2007, p. 26).

De manera que entendemos la conservación como una arena de acción política, un espacio donde, con desigual poder, intervienen actores gubernamentales, ONG, agencias internacionales y empresarios, así como pobladores locales en la lucha por definir la forma de ocupar, usar, darle sentido al ambiente, al territorio, y de definir el futuro de las poblaciones locales. En los programas de conservación que buscan la participación local esto se torna más evidente. Trabajos realizados en diversos sitios (Li, 2005, 2007; Brosius, 2006; Ferrero, 2012a) muestran que los modelos participativos constituyen en espacios de conflictos, tensiones y alianzas entre estas poblaciones, instituciones gubernamentales, ONG y agencias internacionales de conservación y desarrollo. Los programas de conservación, al ser implementados en terreno, no son sistemas unívocos, así como las poblaciones locales no aceptan pasivamente los términos de participación, sino que se generan espacios de lucha y negociación. Es allí que los proyectos de conservación son resignificados a nivel local. Incluso tales proyectos tienen efectos inadvertidos para quienes los aplican, como la producción de grupos sociales que se sienten unidos por intereses comunes y se movilizan en pos de ellos (Li, 2007; Ferrero, 2012b). Los proyectos participativos generan arenas políticas locales en las que participan múltiples agentes y donde son significativas las diferencias de poder. Pero también contribuyen a la creación de nuevas posibilidades políticas para las comunidades locales. La respuesta depende, en gran medida, del grado en que las comunidades locales se apropien y utilicen los nuevos significados para lograr sus propios objetivos, relacionándolos con otros actores sociales y proyectos políticos (Escobar, 1999, p. 218)7.

Los modelos de conservación ligados al desarrollo también abren espacios que los activistas y comunidades locales tratan de utilizar en sus luchas y reclamos (Escobar, 1999). En América Latina, las áreas protegidas no solo han sido formas de imposición y sometimiento, sino que también las comunidades indígenas las han tratado como oportunidades para proteger sus tierras tradicionales (Chapin, 2004). Esto presenta una paradoja donde defender la naturaleza y las culturas locales implica crear un lenguaje que refleje la experiencia local acerca de la naturaleza y la cultura sobre la base de proyectos externos (Escobar, 1999). Según Escobar (1999), estos modelos de conservación implican nuevas formas de colonización del paisaje biofísico y humano, pero también pueden contribuir a la creación de nuevas posibilidades políticas para las comunidades locales.

La institucionalización es uno de los mecanismos con el que se produce el ordenamiento y gobierno de los territorios y las poblaciones locales. En la interacción con ONG e instituciones estatales, las comunidades pueden ser simultáneamente formadas, transformadas, cooptadas y constituidas como agrupaciones que realizan demandas al Estado o que se le oponen (Agrawal et al., 1999; Li, 2005). Las comunidades no son unidades naturales, sino que se forman, o se reformulan, en la interacción con programas de desarrollo (Li, 2005). En este sentido, Agrawal (2005) señala que entre los resultados de la creación de instituciones conservacionistas a nivel local, aparece la generación de nuevas formas de identidad y subjetividad.

Esta incipiente tendencia abre la posibilidad de que la conservación comience a ser pensada como proceso de negociación en lugar de como imposiciones sobre el territorio y las poblaciones humanas que lo habitan. Para esto, sería necesario que quienes generan e implementan las políticas de conservación reconozcan que la cultura y las predisposiciones a colaborar se construyen a partir de relaciones sociales y no son una herencia cerrada y difícil de transformar. Pensar la cultura desde tal mirada pone el acento en la capacidad de agencia de las poblaciones locales y por tanto en el hecho de que las políticas de conservación no pueden ser impuestas, sino que deben ser consideradas como negociaciones entre agentes con objetivos, necesidades y valores diferentes. La perspectiva que pone el acento en la negociación ha sido denominada trade-offs (Hirch, 2009) y se basa en la idea de que los procesos de alianza y participación política en conservación implican tanto ganancias como pérdidas para las poblaciones locales. Esta perspectiva va más allá de ser una técnica de trabajo participativo o una forma de medir y cuantificar beneficios y costos, como la matriz FODA (Fortalezas, Oportunidades, Debilidades, Amenazas) ampliamente utilizada por agencias gubernamentales y ONG. Por el contrario, si todo se reduce a cálculos de costos y beneficios, el debate político sobre la conservación y la toma de decisiones dejará de lado elementos centrales para las comunidades locales, tales como valores sociales, recursos intangibles, etcétera.

La perspectiva de la “negociación” (o trade-offs) parte de criticar las miradas sobre la conservación que proponen alianzas win-win, es decir donde todas las partes ganen u obtengan resultados positivos. Entre grupos con objetivos de vida o de trabajo diferentes o con valoraciones sobre el ambiente muy diversas, es sumamente difícil llegar a conjugar objetivos comunes a largo plazo. Autores como Roe (1994) apuntan que la mirada win-win en la resolución de problemas se construye sobre narrativas políticas basadas en la simplificación de la realidad social. Esta mirada brinda certeza sobre lo que sucederá si tienen lugar eventos determinados que serán ejecutados por los agentes con mayor fuerza relativa (tales como agencias gubernamentales y ONG externas a las colonias). Estas narrativas en general no se basan en informes científicos y no consideran las múltiples posiciones políticas en conflicto, sino que priorizan la imposición enmascarada de la voluntad de los agentes mejor posicionados para la gestión de recursos.

Consideraciones finales

Desde la perspectiva aquí planteada, el gobierno del territorio se desarrolla a partir de múltiples procesos, programas y proyectos, llevados a cabo por diversas agencias, e instituciones, entre las que las comunidades locales cuentan con capacidad de lucha para hacer presente sus intereses. Tal como señala Li (2005, p. 25), rescatando un punto de coincidencia entre Foucault y Gramsci, el poder se construye de manera múltiple, trabaja a partir de prácticas que, en la mayoría de los casos, son mundanas, cotidianas, rutinarias.

La conservación no persigue simplemente el mantenimiento de especies de flora y fauna, sino que sus programas y agentes proponen formas de organizar espacios públicos, lo que en general se presenta como un esencial amor a la selva, la fauna, la flora. Ante esta propuesta las poblaciones locales resisten, critican y denuncian el trasfondo político de propuestas “semicientíficas” que benefician a agencias externas con gran capital económico y político.

Si bien este artículo puede leerse como una crítica a las áreas naturales protegidas, el trabajo de la mayor parte de quienes proponen, impulsan y manejan estas áreas es extremadamente valorable, y sensible a muchos de los problemas aquí planteados. La idea no es echar tierra sobre las políticas de conservación en términos generales, sino señalar (como lo hacen diversos autores sobre los proyectos de desarrollo8) la necesidad de considerar que la noción de participación no suele ser suficiente para integrar a las poblaciones locales, sino que es necesaria la discusión política con estos actores sociales. Es necesario explicitar que las poblaciones locales no se mueven tan solo por necesidades energéticas, por falta de educación o por el peso de las tradiciones culturales, tal como vimos en los párrafos de inicio de este artículo, sino que luchan, se enfrentan, reaccionan y llegan a acuerdos en función de relaciones políticas con agentes de conservación, tanto estos sean oficiales o de agencias no gubernamentales.

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Fecha de recepción: 7 de diciembre de 2016

Fecha de aceptación: 12 de marzo de 2018

© 2018 por los autores; licencia otorgada a la Revista Universitaria de Geografía. Este artículo es de acceso abierto y distribuido bajo los términos y condiciones de una licencia Atribución-NoComercial 2.5 Argentina de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/by-nc/2.5/ar/deed.es_AR


1 En https://www.iucn.org/es/news/secretariat/201609/el-15-de-las-tierras-del-planeta-est%C3%A1n-protegidas-pero-quedan-excluidas-%C3%A1reas-cruciales-para-la-biodiversidad. Visitado 22/10/2017.

2 Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable y Presidencia de la Nación (2016). Informe del Estado del Ambiente. Argentina: Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación.

3 La UICN divide las áreas protegidas en seis tipos, dependiendo de sus objetivos: Categoría I: área protegida manejada principalmente con fines científicos o para la protección de la naturaleza (reserva natural estricta/área natural silvestre). Categoría II: área protegida manejada principalmente para la conservación de ecosistemas y con fines de recreación (parque nacional). Categoría III: área protegida manejada principalmente para la conservación de características naturales específicas (monumento natural). Categoría IV: área protegida manejada principalmente para la conservación, con intervención a nivel de gestión (área de manejo de hábitat/especies). Categoría V: área protegida manejada especialmente para la conservación de paisajes terrestres y marinos y con fines recreativos (paisaje terrestre y marino protegido). Categoría VI: área protegida manejada para el uso sostenible de los ecosistemas naturales (área protegida con recursos manejados). Las categorías reflejan la escala de intervención del manejo. En las categorías I-III, la protección estricta es la regla y los procesos naturales son de importancia fundamental; los sitios de las categorías II y III combinan esto con instalaciones para visitantes. En la categoría IV, el administrador interviene para conservar o, de ser necesario, restaurar especies o hábitats. La categoría V protege los paisajes culturales habitados, con cultivos y otras formas de uso de la tierra. La nueva categoría VI ―la reserva de uso sostenible― es un área protegida deliberadamente establecida para permitir el uso de los recursos naturales, principalmente para beneficio de las poblaciones locales.

4 Publicado por la UICN/WWF/UNEP en el año 1980.

5 En Argentina, la categoría de parques nacionales es la rectora en tanto establece la referencia para el resto de las categorías.

6 Tras el Fallo Cleveland de 1895, el Ministerio de Agricultura de la Nación envió al territorio de Misiones una expedición a cargo del naturalista Carlos Burmeister con el objetivo de investigar la explotación de la yerba mate en la frontera noreste argentina. En ese recorrido por la región superior del río Paraná, en las inmediaciones de las Cataratas del Iguazú, Burmeister halló del lado brasileño un tablero clavado en un árbol corpulento, que denominaba a ese lugar “Parque Nacional” con la fecha “Março 1897”, y más abajo el nombre del capitán del Ejército brasileño: “Edimundo Barros”. En su informe, en referencia a aquel cartel, Burmeister anticipó que el Brasil “pretendía que se reservara una zona de terreno en los alrededores del salto para Parque Nacional, como el de los Estados Unidos de Norte América” (1899, p. 22). Aquí encontramos la primera referencia a ideas de conservación en la región, señalada por un funcionario nacional argentino. Si bien la referencia se presenta para el territorio brasileño, muestra que también allí se gestaba la idea de establecer en frontera internacional un área de presencia efectiva del Estado nacional ligada a la puesta en valor del paisaje natural. Conjuntamente, con el Parque Nacional Iguazú se crearon la Dirección de Parques Nacionales y el Parque Nacional del Sur (que luego, al ampliarse, pasaría a ser el Parque Nacional Nahuel Huapi). Esta nueva dirección estuvo bajo la dependencia del Ministerio de Agricultura, el cual, como todos los ministerios nacionales, podía actuar en forma directa sobre los territorios nacionales a través de sus diversas oficinas, sin caer en las intermediaciones de las autoridades locales, gracias al particular sistema político-administrativo de los mismos.

7 Estos procesos han sido estudiados en términos de ambientalización de los conflictos sociales por Leites Lopes (2006), proceso que tiene lugar a partir de que las poblaciones interiorizan y luchan por problemas ambientales. También este problema ha sido considerado como la emergencia de nuevas formas de ciudadanía ambiental por Latta y Withman (2012). Ferrero (2012a), participando en discusiones con el equipo de Latta, ha trabajado en este sentido en su análisis de la relación entre áreas naturales protegidas y poblaciones indígenas y colonas de Misiones.

8 Nos referimos a autores que elaboran distintos tipos de críticas al desarrollo como concepto y como dispositivo de gestión social: Arturo Escobar, Boaventura de Sousa Santos, Gilbert Rist, Gustavo Esteva, Gustavo Lins Ribeiro, Iván Ilich, Wolfang Sachs, etc.

* Investigador CITER-CONICET. Docente Universidad Nacional de Misiones-Argentina.

brianferrero@conicet.gov.ar

Revista Universitaria de Geografía / issn 0326-8373 / 2018, 27 (1), 99-117